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Capítulo 20: Guerra sin tregua

Los vestigios de una guerra entre almas inhumanas, declaraba su presencia en aquella hacienda convertida en campo de batalla. El suelo fértil que rodeaba la casona fue teñido con la sangre de aquellos que una vez se declararon marineros. Muerte, agonía y dolor; fueron los resultados para los hombres que perecieron en batalla.

Las bocas sedientas de los vencedores, hacían alarde de sus atroces actos disfrazados de proezas.

—¡No hay quien nos venza! —declaró un miembro de la tripulación victoriosa.

El resto de los hombres bañados en gloria, no hacían más que reír y brindar con las polvorosas botellas de ron que pasaban de mano en mano como símbolo de su alegría.

Desde una oscura y lejana entrada a la hacienda, apareció Manuel Barboza quien con apenas una mirada sobre el suelo que pisaba, se le llenó el cuerpo de egocentrismo y orgullo. Era el dueño de aquellos hombres que vencieron, era dueño del mundo y ahora dueño de la muerte.

El contramaestre observaba latente cada movimiento de la temeraria tripulación, cuando el cabalgar de varios caballos aparecieron a sus ojos. Manuel se detuvo frente a él sin mostrar una gota de satisfacción en el rostro.

—¿Qué sucedió? —preguntó Gonzalo, después de percatarse de la molestia de su capitán.

—Nada. El muy perro huyó —explicó al bajarse del caballo—. Encontramos un camino que llegaba a la costa. Al parecer, subió a su barco y se largó.

—Imaginé que tendría planeada una escapada en caso de que sus planes no se dieran como quería.

—El problema es que ahora tendremos que cazarlo por mar y eso lo vuelve más complicado. Aun cuando saliéramos en este momento rumbo a La María no habría manera de alcanzarlo —aseguro Barboza mientras entraba a la casona.

—Ya lo atraparás después. Por cierto, Elena y el niño están aquí —informó Gonzalo al darse cuenta de que su amigo no tenía la intención de preguntar por ellos.

Las pisadas de Barboza se detuvieron en seco sin volver la vista hacia Gonzalo, el pecho se le expandió debido al aire que su cuerpo no pudo soltar. No lo diría, pero se sentía igual a un cobarde que evade una batalla. 

—¿Cómo están? —interrogó con las rodillas flácidas. 

—Puedes ir y preguntarles —aseguró el contramaestre a las espaldas de Barboza.

—Más tarde, tal vez. ¿Dónde están los prisioneros? —preguntó para desvanecer a Elena de su cabeza.

—Los matamos a todos —resolvió con tremenda sonrisa en el rostro.

El pirata fijó su atención en él con esa imponente presencia a la que todos temían. 

—¡¿Por qué hiciste eso?! ¡Necesitamos la información!

—¡Calma, Barboza! ¡No están muertos! —interrumpió Gonzalo antes de que su capitán descargara su coraje en alguien más—. Tú estás buscando excusas para no ir con Elena.

—Eso a ti no te importa. ¿Dónde están los prisioneros?

—En un granero en la parte de atrás —señaló finalmente y salió tras el hombre que caminó hecho una furia.

Las velas permanecían encendidas en la habitación que estaba siendo ocupada por Elena y Antonio. A pesar de la presencia de Gonzalo en la hacienda, Elena temía ante el desconcierto y la incertidumbre que le provocaba el desconocimiento de su futuro y el de su aun esposo. Barboza había acudido en busca de un encuentro con White, encuentro que podía haber sido transformado en la muerte de Manuel.

Los ojos marrones de Elena observan a través de la ventana los movimientos de los hombres vigías que caminaban de un punto a otro con grandes antorchas sobre los dorsos. De ningún modo, logró visualizar la silueta del enorme capitán de la sagaz tripulación; los hechos la llenaban de temor con cada sonido que provenía desde el exterior o con cada crujido emitido por las viejas maderas de la casona. Ya eran cercas de las tres de la madrugada y la castaña no lograba conciliar el sueño. Las noticias tardías para ella, eran sólo el significado de que algo salió fuera de las expectativas de Barboza. Contempló la posibilidad de un Manuel que quisiera evitar la impertinencia de sacarla de la cama a altas horas de la madrugada, pero se recordó que se trataba de un pirata, hombres cuyas habilidades no descansan cuando se encuentran bajo circunstancias de amenaza, sobre todo, si el sueño les llegaba fuera del mar.

Elena permanecía sentada sobre uno de los sillones con los ojos reflejados en el pequeño e inocente niño que dormía en la cama, el sonido de un manojo de llaves la alertó de la presencia de alguien tras la puerta, al instante se puso de pie frente a quien apareciera del otro lado de la alcoba.

Una gran exhalación de aire surgió del cuerpo de la mujer después de ver a Gonzalo asomando la cabeza.

—Vi las luces y quise revisar. Pensé que ya estarías durmiendo —comentó con una sonrisa.

—Es difícil hacerlo cuando pasan muchas cosas por tu cabeza. 

—Bueno, entonces supongo que estás dispuesta a aclararlas. Barboza te espera en la habitación del fondo.

Elena asintió con un movimiento de cabeza y salió de la recámara, luego de que Gonzalo le asegurara de que él personalmente velaría el sueño de Antonio.

Se encaminó por sí misma hasta la puerta que el contramaestre indicó; era notable como el nerviosismo comenzaba a consumirla, ni siquiera tenía idea de lo que debía decir o lo que podía esperar. El pirata más temido por el mundo era su esposo, sí, pero ella le había mentido y abandonado años atrás. Se impulsó a sí misma para lograr atravesar la puerta que abrió con el temblor de sus manos, luego dio unos pasos hacia delante y terminó encerrada en la misma habitación con el hombre que tantos sentimientos le causó.

Barboza permanecía de espaldas con la mitad de la mirada en la mujer que apareció frente a él. Luego se dio media vuelta y la iluminación de la vela le permitió ver los ojos de su más grande verdugo.

—¿Cómo estás? —preguntó al tiempo que acariciaba una muñeca lastimada tras la batalla.

La imponente presencia y la voz gruesa, provocaron que la piel de Elena se erizara, acarició levemente uno de sus brazos a fin de regular sus inquietudes. 

—Estamos bien, gracias por venir por nosotros —respondió ella, estando a dos metros de distancia.

—¿Hablaste con el inglés? —Fue todo lo que el pirata pudo organizar en su cabeza, puesto que hablarle a esa mujer sobre su abandono, no tenía sentido para él, no después de tanto tiempo, prefería fingir una falsa historia donde ella ya no estaba en sus pensamientos. 

—Sí, en un par de ocasiones.

La curiosidad de Elena comenzaba a dispararse después de escuchar a Barboza preguntarle por White. Le parecía sumamente extraño que después del tiempo que pasaron uno sin el otro, él decidiera iniciar una conversación basada en el hombre que influyó en la separación.

—¿De qué hablaron? ¿Otra vez de vainilla? —preguntó Barboza levantando una ceja y un semblante burlón.

Elena cerró los ojos y respiró profundo buscando mantener la serenidad.

—No, esta vez no hablamos de la vainilla, sino de sus planes para conmigo y Antonio.

Manuel perdió la calma apenas escuchó aquella respuesta, pues aún traía atravesada en la cabeza la tercera demanda de White.

—¿Se atrevió a tocarte de nuevo? —preguntó exaltado y la castaña se sobresaltó cuando notó el descontrol de su esposo. Dio un paso hacia atrás; por primera vez en su vida, sintió miedo de él y prefería mantener un espacio pertinente entre ellos dos.

—No, no me hizo daño a mí o a Antonio. White me trajo aquí para tenderte una trampa, ellos quieren tu cabeza, dijo que te mataría y después haría lo mismo conmigo.

—¿Qué hay del niño? —interrogó rápidamente. 

—Se lo quiere llevar.

—¿Es su padre?

—Antonio es sólo mío —respondió Elena con cierta rigidez en la voz y en cada gesticulación de su rostro.

Barboza la observó y reconoció esa determinación que conocía bastante bien. 

—¿Qué más te dijo?

Por su parte, la castaña parecía confundida, era como si hubiese estado esperando dicho encuentro para un desahogo que hasta ese momento no se había manifestado. 

—No comprendo. ¿Enviaste por mí a esta hora de la madrugada para hablar de White? —preguntó contemplándole el rostro a la luz de la vela. 

—¿Y de qué quieres que te hable? —pronunció en una burla—. ¿De cómo hace seis años hiciste lo que te dio la gana, pasando por encima de mí?

—¡Hice lo único que podía hacer! No había opción —manifestó la castaña en un alarido ahogado. 

—¡Claro que había opción! ¡Yo era tu opción! —gritó Manuel, al tiempo que se acercaba a ella—. Debiste dejarme a mí solucionar el problema, pero tenías tanto empeño en comportarte como una ramera, que preferiste drogarme para ir a meterte a la cama del inglés.

Elena respondió a los gritos de Barboza con una bofetada que ni siquiera contempló. La mano le fue sujetada en el mismo instante que esta golpeó el rostro del pirata. Las miradas se cruzaron, ella temblaba por cada poro de su cuerpo y el hombre estaba totalmente descontrolado.

—Te aseguro que, si esto se vuelve a repetir, no tendrás palabras para explicar lo que te haré —amenazó al instante. 

—Entonces, ¿es cierto todo lo que se dice de ti? —cuestionó la mujer, después de haber soltado su muñeca del agarre de Barboza.

—Depende de lo que hayas oído, pero la mayoría de lo que se dice es verdad, ¿tienes algún problema con ello?

—Lo tengo y por eso te dejé—. Elena afirmó de tajo. 

—¡No me provoques, Elena, porque no me voy a controlar! —expresó el pirata descargando su coraje con uno de los muebles.

Por su parte, la castaña frunció el ceño y reveló ese temperamento que estaba guardando. El desahogo de Barboza era lo estuvo esperando, mas no podía evitar que sus palabras fueran dañinas. 

—Nunca lo has hecho y mucho menos ahora, has perdido la humanidad que había en ti, te convertiste en tu peor versión, quieres que todo el mundo tiemble con sólo escuchar tu nombre, incluso exiges que yo lo haga. Adivina que, Manuel Barboza, yo también te temo —añadió en medio de la brutal pelea—. ¡Ahora déjame en paz!

—Yo no fui quien te sacó de tu cuento de hadas para traerte aquí, fue el malnacido que te hizo un hijo.

—¡Antonio no es su hijo! —gritó la madre y sus palabras quedaron flotando en la habitación y grabadas en el semblante de Barboza. 

El hombre abrió los labios, pero a través de esto no salía nada, parpadeó un par de veces y luego tragó largo para recuperar la compostura que parecía perdida. 

—No se parece en nada a mí.

—Porque tampoco es tuyo. —Negó la madre al tiempo que se debilitaba la vela que apenas iluminaba la habitación—. Te dije que es solamente mío.

—Ese niño tiene que tener un padre y si no somos ninguno de los dos, entonces el padre es Alejandro.

Elena burló la mirada luego de semejante conclusión. Quería llorar de rabia y coraje ante la terquedad de su aun marido.

—¿Saber quién es el padre es lo único que te importa? —preguntó Elena agotada.

Sin embargo, la interrogante más que provocar tranquilidad, causó conmoción en quien temía a la respuesta.  

—Es que no lo entiendes, ¿cierto? Tú y yo pudimos ser realmente felices, pero te fuiste. Tú me dejaste.

—Tu felicidad no soy yo, Manuel. Tu felicidad es esta vida de muerte y sufrimiento en la que estás envuelto —explicó ella señalando los hombres que estaban a las afueras de la casa—. Esto es lo que realmente amas.

—Tú no sabes nada de lo que pasé cuando te fuiste y esta vida fue lo único que me quedó. Andabas por ahí gritándole a todos que me amabas, cuando era evidente que nunca fue así; de lo contrario, no me habrías dejado por ser lo que soy —reclamó con la sangre en la cabeza.

—Y si tú me hubieras amado como decías, no te hubieras empecinado en convertirte en lo que eres.

—¡Lo que soy es por tu culpa! 

—¡No me culpes de tus acciones! Suficiente tengo con cargar con mis errores, como para también cargar con los tuyos—. Elena expresó en un grito y salió de la habitación azotando la puerta.

Barboza sentía que la sangre le hervía, quería besarla, tocarla y hacerle el amor, quería decirle todo lo que sentía con sólo escuchar su nombre, volvió a verle a los ojos y a oler su aroma. Lo comprendió todo. De ningún modo estaba dispuesto a dejarla ir una vez más, Elena no volvería a salir de su alcance, aun cuando tenía que lidiar con los fantasmas que el pasado le había dejado: el inglés, las decisiones de Elena y el hijo al que él temía conocer.

El movimiento de los piratas comenzó con el primer rayo de luz que anunciaba un nuevo amanecer. Ahora cada miembro de la tripulación se preparaba para salir de la hacienda, pues ya no había más trabajo que pudieran hacer en tierra firme. Gonzalo tocó a la puerta de Barboza quien se encontraba vestido y listo para salir.

—¿Qué tal te fue anoche? —preguntó en un tono pícaro que sabía que su capitán reprocharía.

—¡Con un demonio, Gonzalo! Es muy temprano para que comiences con tus burlas —respondió colocando un arma en la correa que atravesaba su pecho.

—Lo lamento, pensé que pasarían juntos la noche y arreglarían sus problemas.

—No es tan fácil.

—¿Has perdido las herramientas? —preguntó sarcásticamente y manifestando su burla.

Barboza le otorgó una acusatoria mirada, al tiempo que fruncía los labios. 

—Elena no es una mujer a la que le puedes decir qué hacer, es voluntariosa y poco dócil, siempre busca la manera de molestarme para sacarme de mis casillas. —Infló el pecho e irguió el cuerpo—. Me avergüenza decirlo, pero simplemente no puedo controlarla.

—No lo hagas, no busques estar por encima de ella si no es en la cama, sólo dile que la amas —aconsejó Gonzalo extendiendo la chaqueta de su capitán. 

No obstante, Barboza mostró un semblante confuso, como quien pretende creer en sus propias mentiras. 

—Yo no...

—No lo niegues —interrumpió el amigo—. Desde que ella te dejó, andas por la vida sin un objetivo fijo. Robar, matar, convertirte en el pirata legendario que eres hoy, esa vida no te llena y lo sabes perfectamente; así como también sabes que esto no es nada, comparado con lo que ella te puede ofrecer si tú te rindes. Tienen una batalla innecesaria desde mi punto de vista, pero bueno, yo únicamente estoy aquí para servir. ¿Cuáles son tus órdenes?

Eran palabras crudas, aunque certeras, de esas que tocan la llaga y provocan un agudo dolor en el alma. Barboza estaba de acuerdo en todo, la vida que llevaba no le era suficiente. 

—¿Ya están todos listos? 

—Sí —confirmó el contramaestre. 

—Que preparen un carruaje y dile a Elena que nos vamos. Ella y el niño vienen con nosotros.

Gonzalo asintió y salió de la habitación. Por otro lado, Barboza quedó distraído con aquello que su amigo le dijo: bajar la guardia, tal vez era eso, lo que ambos necesitaban.

Elena y Antonio subieron a la carreta sin objeciones y viajaron por tres horas hasta llegar al puerto donde aguardaba La María: el barco que había pertenecido al padre de Elena. Ella vio el navío en su gran inmensidad, como aquellos días cuando era su padre quien lo navegaba, con una tripulación más que feliz de servirle con todas aquellas grandiosas aventuras que ahí residieron. Era un barco fuerte, glorioso y respetado.

La imponente presencia de La María incitaba al pequeño Antonio a subir al barco y sentirse como todo un marinero. No obstante, su madre jamás le permitiría poner un pie sobre la cubierta en la que ella una vez vivió.

Tanto Gonzalo como Manuel dieron las órdenes para abordaje y los hombres comenzaron con la carga de suplementos, abastecieron los barcos de todo lo necesario para lanzarse una vez más a las hazañas que su capitán acostumbraba. Manuel se acercó a Elena sin poner atención en la emoción del niño por la navegación.

—¿Quién me llevará a mi casa? —preguntó ella.

—Subiremos en un momento —resolvió el capitán con ambos ojos en La María.

Elena volvió el rostro y lo miró fijo, creyendo haber escuchado mal, aun cuando por dentro sabía a lo que pirata se refería. 

—Manuel, hablo de mi casa aquí en Yucatán. —Quiso cerciorarse. 

Este respiró aire fresco y sonrió para ella. 

—Tu casa es conmigo. No te quedarás aquí.

—De ninguna manera deseo regresar al mar y mucho menos volver contigo; quiero quedarme aquí —exigió Elena confundida por las intenciones de Barboza por llevarla con él.

—No me importa lo que quieras, no te puedes quedar aquí, bajo ninguna circunstancia. El inglés dio con tu ubicación y ahora tú pretendes que te deje aquí para que vuelvan a tenderme una trampa; no cariño, no pienso volver en tu auxilio de ser así —expuso a los ojos como intento de intimidación—. Te irás conmigo y es mi última palabra.

—¡Sí, mamá! ¡Quiero subir al barco! —expresó Antonio jalando la mano de su madre.

Elena mantuvo la serenidad aun cuando sentía deseos de salir corriendo de ahí, luego hizo un par de muecas que manifestaban su molestia por la decisión de Barboza y después de varios minutos terminó por resignarse. Después de todo, él era más terco que ella y sería capaz de subirla a rastras si se lo proponía.

El tiempo de abastecimiento terminó y ya todo estaba listo para zarpar. Elena, Antonio y Gonzalo llegaron de hacer compras personales y algo de ropa; cosas que necesitaría para el viaje que Elena nunca planeó. Subieron al barco apresurados por Barboza, el hombre que seguía observando cada detalle de lo que sus hombres hacían.

La madre llevó a Antonio al camarote que solía ser de ella y de Danielle, pero los ojos se le abrieron como platos, apenas observó a la mujer con ropa ajustada y escote pronunciado que ocupaba la habitación.

—¿Quién eres? —cuestionó.

—La mujer del capitán —aseguró la extraña con total naturalidad. 

La castaña chasqueó la boca y arrugó la frente, no estaba dispuesta a soportar tal falta de respeto, por tanto, salió en busca del hombre que parecía satisfecho con el trabajo de sus marineros.

—¿Me quieres explicar que hace una mujer en mi camarote? —cuestionó Elena con indignación.

—¿Una mujer? —preguntó Barboza de nuevo, antes de ver a Tina, una de las prostitutas con las que pasó una noche después de su arribo al puerto—. ¿Qué haces aquí?

—Pensé que necesitarías compañía, cariño —dijo la mujer con la mano sobre el pecho Barboza.

—Lo siento, no puedes estar aquí —replicó después de retirar de su pecho la mano de Tina—. Será mejor que bajes del barco ahora mismo porque estamos por zarpar.

La mujer miró a Elena de pies a cabeza y volvió su mirada al capitán.

—Las prefieres finas y elegantes, ¿no?

—Es mi esposa, Tina. Ahora vete —indicó de nuevo y con una señal le pidió a uno de los muchachos que la bajara del barco.

Elena le mostró a Barboza la temeraria mirada de celos de la que él no se pudo escapar.

—¿Para esto me quieres traer? ¿Para mostrarme tu nueva vida?

—Ve a tu camarote, querida.

—Manuel, por favor, permíteme bajar del barco. —Era una suplica que no sería escuchada. 

—¿Entrarás por ti misma o te ayudo? —resolvió en un susurro con el ceño fruncido.

La mujer no tuvo mayor opción, Barboza ganó la pequeña batalla que tenían y tomó la mano del niño para encerrarse en su antiguo dormitorio.

El ancla se elevó, las velas se abrieron y los barcos zarparon; Manuel no tenía idea de a donde iría, pero quería internarse mar adentro lo más pronto posible. Alejarse del inglés, era el pretexto que necesitaba para llevar con él en la María a la mujer que amaba, muy a pesar de los deseos de ella por permanecer en tierra firme. Algo dentro de él, le complacía lo suficiente como para sentirse completo, pues ahora le parecía tenerlo todo. La única diferencia era el niño que ella tenía y la guerra sin tregua que obstruía su relación.

—Siento mucho que tengas que regresar al camarote de abajo —comentó Barboza mientras observaba a Gonzalo recolectando sus cosas para llevarlas a su nueva guarida.

—No te preocupes por esto, la comodidad de Elena y Antonio es primero. Por cierto, ¿hablaste con el niño?

Según Barboza, Gonzalo hacía preguntas cada vez más tontas, por su mente pasó la idea de decírselo; no obstante, también se convirtió en un puente para saber más sobre su propia familia. 

—No, ¿por qué?

—Bueno, podría ser tu hijo y es muy listo.

—No me acercaré al niño, Gonzalo. —Parecía resignado a no enfrentar sus miedos—. Ese no es mi trabajo.

—Pero quieres a Elena, ¿no?

—Sí, pero no me la quedaré; la pondremos a salvo en otro lugar y cuando acabe la guerra que comenzamos, la regresaré a Yucatán o a donde se le pegue la gana —soltó con seriedad.

—Sí que eres obstinado, ustedes son iguales —reprochó como aquel que terminó en medio de los eternos problemas de la pareja—. En fin, dejaré de meterme en sus cosas, dime ¿hacia dónde marco el curso?

—A la isla del coco, dejaremos a Elena ahí y veremos qué hay de nuevo con la hermandad.

Una enorme sonrisa apareció en el rostro del contramaestre.

—Excelente, capitán. De nuevo a la alegría de mi vida —dijo pensando en Julia y feliz de volver a la isla del coco.

Los días y las noches pasaron, todo se veía bien para los viajeros de La María. Elena se mantenía molesta con Barboza. Hablaron sobre sus vidas de vez en cuando, pero siempre terminaron peleando, era casi imposible que llegaran a un diálogo amistoso. Por otro lado, Gonzalo disfrutaba de los semblantes gruñones de Barboza después de las peleas que tenía con su esposa, solía contar historias a Elena y enseñarle Antonio algo del arte la navegación. Era buena compañía para el contramaestre y amigo de Barboza.

Un atraco acababa de concluir y los comandantes de La María hablaban en el interior del camarote principal sobre las mercancías robadas del navío mercante. Barboza tenía los pensamientos perdidos mientras Gonzalo hacía mención de los artículos inventariados.

—Si quieres te dejo dormir —dijo el pirata mirando a su capitán distraído.

—No, no es eso, por ahora no tengo cabeza para esto. Además, esta maldita herida me duele —confesó después de señalar el brazo que marcaba una línea de sangre sobre la ropa.

—Parece un rasguño. —El contramaestre arqueó una ceja, luego de notar la pequeña herida—. ¿Quieres que traiga a alguien para que te ayude con eso?

—Sí hazlo —asintió el enorme hombre para después dejarse caer sobre la silla de su escritorio.

Eran muchos los pensamientos tortuosos que lo regresaban constantemente a su pasado, no se trataba de su infancia, ni tampoco de su tiempo como contramaestre, sus problemas estaban siempre a partir de la aparición de White en su vida. Minutos después la puerta sonó y Barboza se sorprendió luego de ver a Elena entrar a la habitación.

—Gonzalo me dijo que necesitabas ayuda con una herida.

—No es nada, así déjalo —expresó echando la cabeza hacia un costado como señal de su desaprobación. Quería estar con Elena, pero estaba seguro de que aún no era tiempo para un mayor acercamiento. 

—¿El gran Manuel Barboza no necesita ayuda con un rasguño? —preguntó la mujer con tono burlón.

—Está bien —respondió antes de que insistiera una vez más.

Enseguida se puso de pie para retirarse la camisa, lo que le permitió dejar su torso y pecho en completa desnudez. Elena no pudo dejar de admirar el tonificado cuerpo de su esposo, había cicatrices por enfrentamientos, pero eso no le quitaba la belleza que había en él. Tragó algo de saliva y se acercó a él para colocarle un trapo húmedo sobre la herida.

—¿Te duele? —preguntó ella.

—No, las heridas físicas no duelen tanto como las del alma.

—Tú no tienes alma —respondió concentrada en la limpieza de la herida—. Se la diste al diablo seguramente.

—Sí, se la entregué el día que me dejaste —aseguró Barboza con los ojos clavados en su esposa.

—¿Seguirás de nuevo con eso?

—¿Cómo olvidarlo si cada vez que veo a tu hijo me lo recuerda? —replicó el pirata sin voltear a verla. 

Elena analizó la pregunta, debía hacer algo para evitar una batalla incesante entre ellos dos. 

—¿Habría alguna diferencia si te digo que tú eres su padre?

—¿Cómo lo sabes? —cuestionó volviendo el rostro con un aire de esperanza. 

—Porque soy su madre y las madres sabemos esas cosas; lo vi crecer, lo vi descubrir el mundo, lo noté en cada momento en el que se empecinaba en hacer algo con toda perfección. —Era un argumento válido, pero ella era su madre y Barboza sabía lo mucho que un padre se podría cegar—. Es a ti a quien veo cada que algo le molesta o con todo aquello que le apasiona. Te darías cuenta si te acercaras a él.

Manuel la observó sin decir nada, no tenía palabras para lo que ella aseguraba. Ser padre era algo que sí quería, pero no bajo la duda de que este fuera de otro y no propio.

—Quédate conmigo hoy —dijo Barboza con un tono pasivo en la voz.

—No puedo —negó a sabiendas de que lo deseaba tanto como él. 

—¿Por qué? Eres mi esposa.

—Antonio es mi hijo y él podría pensar que su madre es indecente.

—Entonces dile que soy su padre —solucionó el pirata sin pensar en sus palabras, era sólo el aroma de la castaña en lo que pensaba. 

—Él quiere saber más de ti, ¿por qué no te acercas a él primero? Y luego podemos buscar la manera de entendernos tú y yo —resolvió la mujer al tiempo que sentía la mano de su marido rodearle la cintura.

—No te dejaré ir esta noche, así que dile a Gonzalo que se quede con el niño —respondió acercando el cuerpo de Elena, cada vez más hacia él.

—Permíteme ir —soltó Elena en un jadeo con la respiración ya agitada.

—No, no te irás. Tú lo deseas tanto como yo, además si no planeabas cumplir con tus obligaciones, no debiste correr a mi prostituta —expresó Barboza sonriendo como hace tiempo no lo hacía.

Elena no pudo pensar en una respuesta para aquellas palabras, ya que su mente estaba siendo completamente nublada por las caricias y besos que el pirata cedía; ella temblaba sin control, mientras que la temperatura se elevaba en ambos. Finalmente, se quedaron sin palabras para seguir en batalla. Manuel levantó a Elena con sus brazos y la llevó a su cama; la cama que muchas otras veces compartieron como marido y mujer. Él no detuvo sus movimientos y retiró cada una de las prendas de su esposa, buscó curar las heridas del pasado, con besos en cada parte de su cuerpo, aceptando lo débil que era ante ella. Hicieron el amor como solo ellos solían hacerlo, la pasión nunca se extinguió, el amor tampoco lo hizo, era la mente quien los traicionaba cuando hacían uso de ella y en esos momentos ninguno de los dos pensaba, eran tan solo sus deseos y sentimientos los que reinaban en la cama.


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