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Capítulo 19: Tras de White

Los incontables esfuerzos de Manuel Barboza por encontrar la información que lo llevaría al paradero de su esposa, no estaban rindiendo frutos en absoluto. La desaparición de Elena de la ciudad de Yucatán, fue un suceso que no dejó pistas para ningún hombre, policía o pirata que quisiera encontrarla. Entre más tiempo transcurría, mayores eran los rumores falsos que corrían por las calles, lo que complicaba la difícil tarea de detectar pistas certeras. Sin embargo, Barboza no se rendiría tan fácilmente, estaba decidido a hostigar, asesinar o entrometerse en cada casa de la localidad que adoptó a Elena por varios años.

La inquieta tripulación de Barboza, aguardaba en la taberna donde solían resguardarse tras haber terminado los negocios y recibir su paga; se encontraban disfrutando de los días de libertad otorgados, al menos hasta que su capitán diera nuevas órdenes de abordaje. 

Un hombre calvo y de larga barba, llegó esa noche a la taberna, solicitando comida y bebida. Los hombres que trabajaban para el temible capitán, no perdieron la oportunidad de presentarse ante él, puesto que claramente se trataba de un pirata, uno que no reconocían y que no trabajaba para la misma hermandad. Después de varios minutos de acoso, el hombre terminó por confesar la razón de su presencia en aquella taberna. Buscaba a Manuel Barboza para hacerle llegar un importante mensaje. La información fue llevada al contramaestre y este acudió a donde su amigo de manera inmediata, cualquier pista podría llevarlos a Elena. 

—Manuel, los muchachos agarraron a un hombre que quiere hablar contigo —comunicó Gonzalo después de haber golpeado la puerta de la habitación donde este se encontraba.

Manuel ancló la mirada en su contramaestre tras haber recibido las primeras noticias que prometían información valiosa para dar con el paradero de su amada.

—¡Tráiganlo! —demandó.

Minutos después, el hombre recién llegado había sido sometido por medio de golpes y dirigido a la habitación donde le esperaban con impaciencia. El pirata fue empujado apenas atravesó la puerta y terminó cayendo a los pies de Barboza.

—¿Quién te envío? —preguntó con el sombrío semblante.

El pirata levantó la mirada e intentó responder de inmediato aun cuando las palabras que le aparecían en la cabeza no lograban conectar con la boca. El pánico se apoderó de su cuerpo después de ver al enorme hombre que tenía de frente, había escuchado de la bestia que asechaba los mares, pero jamás imaginó que la descripción fuera tan cierta como lo que estaba viendo con sus propios ojos. Bajó de poco a poco la vista, logró decir primero, vocales mal sonadas y luego la respuesta que Barboza reclamaba.

—El capitán... John White —declaró el mensajero en una lucha por no sonar como un cobarde.

Barboza levantó el rostro y sintió deseos de arrancar la cabeza de aquel hombre con sus propias manos, apretó tan fuerte los nudillos que se tornaron blancos por la falta de sangre. Luego, serenó su impaciencia y relajó los músculos del cuello, estaba decidido a obtener respuestas.

—¿Dónde la tienen?

—En la hacienda de los Oliveira en un poblado llamado San Vicente —respondió el mensajero con rapidez, puesto que no quería hacerlo enojar.

—¿Por qué te envió? —preguntó de nuevo con la furia reflejada en cada gesticulación.

—Para hacerle saber que tiene veinticuatro horas para rescatarla, si desea que sigan viviendo —respondió el hombre con la voz temblorosa. 

—¡Maldita sea! —gritó la bestia y soltó parte de su enojo, pateando el pecho del pirata inglés. El hombre salió disparado hacia atrás con una mueca de dolor que era evidente. 

—¡Sáquenlo de aquí y obtengan toda la información que puedan sobre la hacienda! Número de hombres, armas, entradas al lugar, ubicación del barco, lo quiero saber todo —ordenó en un grito. 

»Cuando termines con él, ya sabes lo que tienes que hacer —agregó con los ojos fijos en el contramaestre y este asintió con un movimiento de cabeza.

El resto de los piratas que acompañaban a Gonzalo, arrastraron al hombre fuera de la habitación de Barboza, lo llevarían a un sitio donde pudieran aplicar la tortura para después deshacerse de él. No tardaron más de unos cuantos minutos en hacerse de la información, tanto Gonzalo como Barboza sabían que se trataba de una trampa impuesta por White; un juego de poderes que demostraría quién de los dos era el mejor pirata de la época; una adictiva trampa donde era claro que el inglés no jugaría limpio, lo demostró seis años atrás y lo estaba haciendo de nuevo al haber secuestrado a Elena para usarla como carnada.

Esa misma noche, Barboza salió rumbo a la localidad de San Vicente, en busca de la hacienda descrita por el mensajero. Un total de ciento veinte hombres sedientos de sangre y muerte, siguieron el camino que su capitán lideraba. Años atrás, Manuel le prometió a la tripulación enriquecerlos no sólo de oro, sino también de proezas; las mismas que la gente cantaría en bares y tabernas, aquellas a las que cualquier marinero temiera. Estaba decidido a terminar con la vida del capitán John White y con cada tripulante inglés que hubiese seguido sus órdenes.

El cuerpo de Barboza fue inundado por la adrenalina que surgía con cada pensamiento de venganza que se le reflejaba en el rostro con expresiones de odio y soberbia, no había nadie que se atreviera a detenerle, no había quién se interpusiera entre él y sus sueños de gloria. Con los caballos hechos bestias, se emprendió el camino hacia la hacienda Oliveria. El audaz líder de aquellos hombres, los llevó en dirección a la eterna batalla que Manuel y White sembraron desde el día en el que se conocieron. La concentración que llevaba no le permitiría flaquear o cometer errores, esta vez estaba decidido a terminar con quien contribuyó en su decadencia como humano y como hombre. 

Durante el trayecto de un par de horas, Barboza planeó la estrategia perfecta para atacar a los hombres de White. Él tenía claro que los esperaban, de igual manera podía imaginar cada movimiento, cada posible ataque y estaba preparado para ello. Ambos capitanes, tenían semejanzas como estrategas y marineros; incluso más de las que a Manuel le gustaría aceptar. No obstante, usaría todo aquello a su favor para ganar la batalla.

—¡Entraremos montados en los caballos y atacaremos de inmediato! —indicó Barboza con la voz enaltecida.

Gonzalo apenas si escuchó la orden, cuando el resto de la tripulación golpeó a los animales para acelerar la marcha. No había vuelta atrás, la entrada principal de la hacienda estaba frente a ellos y con ello, la guerra que White y Barboza comenzaron.

Los jinetes corrían en todas direcciones por los terrenos de la hacienda, inundando el área con sangre, lamentos y muerte. Los hombres de White los esperaban ansiosos lastimando a cada uno de los caballos con sables y espadas, así provocarían la caída de animales y piratas para asesinar sin clemencia.

—¡No se detengan! —ordenó Barboza en un grito a la vez que miraba la ropa de su gente cubierta de sangre inglesa. Sin duda alguna, era dueño de la tripulación de la muerte.

Los aceros afilados eran golpeados entre sí, una y otra vez con las fuerzas que surgían desde la oscuridad de sus almas, se trataba de simples despojos de hombres convertidos en espectros, quienes levantaban las armas para declarar su inmensidad, sagacidad y valor. Piratas peleando bajo la iluminación de luna por el derecho a permanecer vivos, era grande la sed que tenían de vencer y levantarse por sobre las cabezas de sus enemigos.

La batalla en tierra firme no se delimitaba, Gonzalo estaba siendo partícipe de ella cuando combatía con un hombre cuyo tamaño y destreza eran mayor a las del contramaestre. El arma le fue arrebatada y el inglés peleaba ahora con un solo cuchillo de mano, Gonzalo echó el cuerpo hacia atrás en dos ocasiones, buscando salir del alcance del afilado metal, la desesperación que surgió en el inglés, le hizo lanzarse sobre su oponente y ambos hombres acabaron en el suelo. El cuchillo que amenazaba la vida de Gonzalo, estaba frente a su rostro a punto de ser clavado en la carne, pero el contramaestre no tenía deseos de morir esa noche en combate, por lo que, tomó un puñado de tierra con la mano libre y la aventó sobre el rostro de su atacante; este, al verse cegado por el acto, se echó hacia atrás para caer de espaldas en el suelo. Gonzalo sujetó una roca que estaba a su lado y aporreó la cabeza del pirata por al menos seis veces antes de permitirse volver a la realidad.

Barboza apareció a su vista con una mano extendida para ayudarle a ponerse de pie, tomó una espada del suelo y ambos continuaron atacando a cuanto hombre tuvieran de frente.

—¡Dios santo! —expresó uno de los corsarios, después de ver la silueta de la bestia dirigirse hacia él.

La reacción le hizo levantar una espada para defenderse, aun cuando no deseaba hacerlo, prefería abrirle paso a quien sabía que le asesinaría inhumanamente. Barboza aprovechó la ventaja que tenía sobre aquel hombre sin ánimos de lucha y le rebanó el estómago con un movimiento certero. Enseguida, se detuvo por unos cuantos segundos para recuperar las fuerzas y el aliento, dio un suspiro profundo y observó a su alrededor. Sus hombres parecían haber vencido, la batalla era prácticamente suya; aunque aún debía encontrar a White: el capitán que probablemente estaría escondido en algún rincón, esperando el momento oportuno para hacer su aparición.

Un estruendoso momento alertó a Barboza y este corrió en dirección a sus hombres. Los piratas salpicados de sangre y con el fuego vengativo en los ojos, utilizaban sus cuerpos para golpear la puerta de la casona que los separaba del resto de sus enemigos. Tendrían que hacer uso de la fuerza para lograr derribarla.

—Su capitán está adentro —expresó uno de los hombres dirigiéndose a Barboza.

Las noticias dichas eran poesía pura para los oídos del vengativo hombre, musa que enaltecía las intensas ganas que tenía de vencer en aquella guerra.

—¡Ábranla a como dé lugar! ¡Quémenla de ser necesario! —gritó con tremenda fuerza en la voz.

Los piratas iniciaron su trabajo y tomaron las hachas que traían consigo para golpear la puerta hasta lograr perforar la fuerte madera que se resistía a caer. Golpearon con mayor fuerza y después de un par de minutos, la puerta terminó por ceder.

Gonzalo se acercó a su líder y señaló las ventanas que tenían luz prendida en su interior.

—Arriba a la derecha —dijo el contramaestre.

—Encárgate de encontrar a Elena y al niño. Yo iré en busca de White —indicó el capitán, al tiempo que salía corriendo.

Gonzalo aceptó la idea y envío al menos a una docena de hombres tras Barboza.

—No lo pierdan de vista —ordenó, para después ir escaleras arriba en busca de la mujer.

La batalla se había extendido al interior de la casona, los empleados de la hacienda gritaban y corrían despavoridos lejos de piratas y corsarios. Los ingleses que permanecían peleando en terreno de batalla, buscaban cualquier oportunidad que tuvieran para salir de la hacienda. «Algo parece extraño» pensó Gonzalo, al tiempo que caminaba cauteloso por un oscuro y largo pasillo con accesos que podían estar resguardando la presencia de posibles enemigos. Derribó cada puerta que pudo de una patada, las habitaciones parecían estar vacías, abrió una puerta más y encontró a una mujer que gritaba de miedo.

—¡No me mate, por favor, no me mate! —suplicó con las pupilas dilatadas debido al naciente terror.

Gonzalo la miró de pies a cabeza y supo que se trataba de una empleada de la hacienda.

—Busco a una mujer castaña con un niño, ¿dónde está? —preguntó.

La criada apenas si podía hablar, el miedo a la muerte la tenía paralizada. Sin embargo, supo que debía ayudar al pirata si quería permanecer viva.

—Por allá, es la última habitación —señaló la empleada de ropas sencillas y le extendió un mazo de llaves que traía con ella.

Gonzalo cogió el manojo de metales de inmediato y le aconsejó a la mujer quedarse donde estaba, pues era en esa habitación donde corría menos peligro.

Salió del cuarto con la espada sobre el dorso y sigilosamente se acercó a la puerta señalada sin intercepciones de ningún pirata que apareciera por aquel pasillo. Gonzalo tenía razones para pensar que algo podía estar mal, pero su principal prioridad por el momento era la de encontrar a Elena. Luego de haberse asegurado de la ausencia de hombres ingleses, bajó el arma e introdujo la llave en el cerrojo, tragó saliva y empujó la puerta. Finalmente, encontró a Elena sosteniendo un candelabro en alto para utilizar como arma.

—¡Oh, dios mío, gracias al cielo que eres tú! —dijo mientras corría a los brazos de Gonzalo. Él miró el candelabro y con una sonrisa lo retiró de su mano.

—Ahora estás a salvo —expresó el hombre bajando la espada—. ¿Dónde está el niño? —preguntó.

Elena lo miró sonriente y señaló en dirección a la ventana, por debajo de la cortina podían verse los pequeños pies de Antonio.

—¿Qué es lo que ha pasado allá afuera? —cuestionó de nuevo con la atención en las manchas de sangre que Gonzalo traía sobre la ropa.

—Una batalla. Hemos venido por ti.

—¿Hemos? ¿Manuel está aquí? —preguntó de inmediato presa del nerviosismo.

—Bueno, no exactamente aquí, él fue tras el inglés.

—¡No debiste permitirle ir solo! El inglés lo quiere muerto y esto fue una trampa.

—No te preocupes, las cosas no le salieron a White como esperaba, acabamos con la mitad de sus hombres allá afuera y cuando logramos entrar, ya no había casi nadie. Parece que huyó —respondió mientras inspeccionaba la ventana de la habitación.

Un miembro de la tripulación de Barboza apareció en la puerta y en el acto se percató de la presencia de Elena; la miró con recelo, pues sabía que se trataba de la mujer de su capitán, la misma con el poder de derrumbarlo en apenas un parpadeo si así lo quisiera. Era por ello, que la mayoría de los hombres de Barboza, aborrecían la sola idea de que su sagaz líder fuera un hombre enamorado, uno susceptible a los deseos de su amada.

—Gonzalo, hemos vencido, ¿qué hacemos con los que se rindieron? —preguntó el pirata sudoroso, después de analizar a Elena con la mirada.

—Amordácenlos y atenlos. Cuando llegue el capitán él decidirá —ordenó el contramaestre y luego volvió la mirada de nuevo en Elena—. Lo ves, ya no tienes de que preocuparte. Será mejor que te quedes aquí. Cerraré la puerta por fuera y volveré más tarde.

La mujer asintió y enseguida vio a ambos hombres abandonar la habitación.

—Mamá... ¿Ya puedo salir? —preguntó Antonio, aun detrás de las cortinas.

La madre sonrió, puesto que se había olvidado del escondite de su hijo.

—¡Oh, por supuesto, ven aquí! —dijo extendiendo ambos brazos.

—¿Quién era ese señor? —El niño estaba pegado a la cadera de su madre. 

—Es un amigo de mamá. Ya no te preocupes, pronto nos iremos a casa —expresó la mujer abrazando a Antonio. 

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