Capítulo 18: La sangre de un pirata
El viaje fue largo y cansado, el niño sollozaba en el regazo de su madre, deseando despertar en la comodidad de su alcoba. Al mismo tiempo, Elena cantaba y pasaba los dedos por la melena de Antonio con la finalidad de darle sosiego a su pequeño. De ninguna manera podía permitirse perder el control de su persona, no frente a su hijo, quien por ahora era su única fuerza de empuje. Pasó gran parte del trayecto recordando su salida de la isla del coco y en el engaño tejido alrededor de su esposo; el nombre de Manuel Barboza no paraba de sacudirle la cabeza, pues estaba segura de que el autor intelectual de aquel secuestro era precisamente él, un hombre cuyo orgullo fue ultrajado años atrás, sus acciones de aquel día, finalmente salían del pasado para retornar hacia el presente.
El viaje terminó cuando llegaron a una enorme hacienda muy cercana a las costas de Yucatán; tanto a Elena como a Antonio les cubrieron los ojos para impedirles la visibilidad de su ubicación, ella lo creía absurdo, puesto que pasó muchos años de su vida sumergida en ese mundo que conocía a la perfección.
—El capitán ordenó que fueran llevados a una de las habitaciones de arriba —indicó uno de los hombres que esperaban su llegada.
Caminaron por lo que parecía un gran terreno inestable donde el resto de los miembros de la tripulación observaban a los recién llegados, estos fueron llevados a través de una casona: un lugar cálido con delicados aromas y poca iluminación. Enseguida, subieron escaleras y entraron a la habitación destinada para ellos donde fueron desatados de las manos, segundos después, escucharon la puerta ser cerrada desde afuera. De inmediato, Elena quitó primero la tela de sus ojos y luego retiró la de Antonio, ahora podían mirar el sitio en el que estaban encerrados.
Era una habitación llena de comodidades y elegancias coloquiales con muebles rústicos, Elena tomó uno de los candelabros que iluminaban la alcoba e inspeccionó cada espacio sin encontrar manera de salir de ahí; caminó hacia la ventana, cuya vista señalaba una caída de varios metros de altura.
«Imposible saltar por aquí» pensó, olvidándose de una posible escapada.
La puerta se abrió y Elena miró a una empleada atravesar la entrada con una charola que contenía agua y comida. Se acercó a la mujer esperanzada de que pudiera responder a sus preguntas, pero ella ignoró todo intento de comunicación, dejó los alimentos en una mesita y luego salió.
Un par de horas cedieron y el sol se ocultó para dar paso a la noche. De nuevo la puerta fue abierta por un pirata que traía un manojo de llaves entre las manos, los ojos de la mujer se anclaron en la entrada de aquella habitación, estaba segura de que sería Manuel Barboza el que atravesaría la puerta en esa ocasión. Sin embargo, casi cae al suelo de un desmayo cuando finalmente entendió lo que estaba sucediendo, un demonio pálido y delgado de intensos ojos azules apareció frente a ella, cruzó la puerta y caminó por la alcoba con la sonrisa sínica que Elena no se permitía olvidar.
La mujer simplemente palideció dejando retroceder su cuerpo paso a paso, no deseaba que ese hombre se le acercara a ella o a Antonio, quien dormía plácidamente sobre la cama. Podía percibir todo con una sensación abrumadora que la hacía estremecer de miedo, era capaz de entender lo que pasaría y que la peor parte de su vida no había quedado atrás, lo peor aún estaba por suceder ante la amenaza inminente que representaba el corsario inglés John White al haber aparecido de nuevo en su vida.
—Nos volvemos a ver mi querida Elena —expresó acercándose a ella.
La mujer sintió el pulso acelerado, tragó saliva y apuñó ambas manos a sus costados, los recuerdos que venían a su cabeza eran crueles y dolorosos, lo suficiente como para dejarse vencer.
—¿Por qué? ¿Por qué aparece usted de nuevo en mi vida? —preguntó manteniendo la distancia con el corsario.
—Sí... Entiendo que necesites respuestas y estoy dispuesto a darlas. ¿Por qué no vienes aquí y te sientas a platicar conmigo como lo hicimos hace seis años? —indicó el corsario de cabello blanco al tiempo que tomaba asiento en uno de los sillones que decoraban la habitación.
—¡No, ni lo piense! Usted no volverá a hacer su voluntad conmigo de ninguna manera, no estoy dispuesta a permitirlo como hice la última vez —replicó la castaña en un arranque de energía impulsada por el odio.
El pirata sonrió con toda tranquilidad.
—Calma, calma... Comprendo que te será difícil de creer, pero esta vez no estás aquí para complacerme sexualmente, ya he perdido todo interés en ti cuando descifré tus secretos.
Elena permanecía de pie frente al corsario, aun cuando las piernas prometían flaquear.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere? —preguntó con la respiración acelerada ante la respuesta que en realidad no quería escuchar.
—Bueno, son dos cosas con exactitud. La primera se trata de atraer a la verdadera persona que, sí es de mi interés... Manuel Barboza se ha estado portando muy mal, al parecer la bestia terminó de emerger de lo más profundo de su ser cuando lo abandonaste.
La mujer parpadeó lento y respiró profundo.
—¿No era eso lo que usted quería? —dijo en un reproche.
—Sí, por supuesto, he admirado la belleza que hay en el surgimiento de la bestia, aunque ahora es complicado dejarlo vivo, ha estado afectando mis intereses personales y los de la corona, razón por la que ahora estás aquí. —Colocó una pierna sobre la otra y extendió un brazo sobre el respaldo del sofá—. Decidí usarte como carnada para atraerlo, él vendrá a tu rescate y yo obtendré su cabeza, luego te mataré a ti también. No es personal, pero así tiene que ser.
Ante la amenaza de muerte, Elena volvió instintivamente su mirada en Antonio: el inocente niño que soñaba en la cama.
—Ah... sí, claro, el pequeño Antonio es la segunda razón por la que estás aquí —agregó el corsario.
—A él déjelo ir, por favor. Es solo un niño inocente —suplicó la madre bajo fuertes palpitaciones.
White sonrió sin disimulo ante el desbordamiento que el rostro de la castaña intentaba ocultar sin éxito. El éxtasis que le provocaba el suplicio de Elena, surgía otra vez desde la oscuridad de su alma, el corsario caminaba alrededor de ella con la intención clara de causar estragos y plantar miedo de nueva cuenta en la mujer de su mayor enemigo. Muy probablemente, ella seguía siendo su mayor debilidad.
—¿Quién es su padre? —preguntó el corsario, observando cómo el dolor reflejado por Elena, era reemplazado por una inmensa fuerza.
—No lo sé —respondió de tajo.
El corsario sonrió de nuevo, pero esta vez lo hizo de una manera más burda, como quien busca burlarse de sus enemigos.
—Excelente respuesta, temes aceptar que es de Barboza por miedo a que lo mate y no me dirás que yo soy el padre por el miedo a que te lo quite.
—¡Por favor, no involucre a Antonio en esto, déjelo ir! —suplicó Elena con el rostro descompuesto por la preocupación de perder a su hijo.
—Elena, le diré un secreto, se trata de algo que me estremece si pienso en ello. —El corsario se acercó tanto a Elena que logró retenerla para susurrarle al oído—. Antonio es ahora una persona importante para mí, pues por el cuerpo de ese niño corre la sangre de un increíble, fuerte y sagaz pirata, la sangre de una persona que ha hecho historia en este mundo, un hombre que ha atemorizado a cuanto marino se le cruce en el camino sin doblegarse ante una bandera; si el niño es descendente de Manuel Barboza o es hijo mío, no me importa.
Los labios de la castaña temblaban, intentó zafarse, pero White la tenía en su poder.
»De igual manera, tendré el placer de darle mi apellido y mi educación, lo convertiré en el pirata que está destinado a ser. —La soltó y la empujó para que esta terminara chocando con un mueble.
»Tú y Barboza pondrán ver sus grandezas desde el mismísimo infierno cuando los envíe ahí —declaró el corsario elevando la voz con una enorme sonrisa dibujada en la cara.
Después salió de la habitación para permitir que el desahogo provocado por la impotencia, surgiera desde los ojos de Elena.
Las tres naves de bandera negra de Barboza, anclaron muy cercas del puerto principal del estado de Yucatán en México; el desembarque comenzó casi de inmediato con botes y carretillas cargadas que iban y venían de las bodegas de los barcos a las calles del puerto, donde las mercancías aguardaban a los posibles compradores. Barboza negociaba los elevados precios a su beneficio, apoyándose en la intimidación que ejercía sobre los comerciantes, así obtendría el oro suficiente para que la tripulación cobrara sus cuantiosas ganancias después de seis largos meses de arduo trabajo de saqueo.
Los negocios estaban casi terminados y sólo faltaba el abastecimiento de las naves, para los hombres de Manuel Barboza, eso significaba una cosa: estaban a poco tiempo de zarpar, cuando mucho tendrían uno o dos días libres previos al embarque.
Con regularidad, la tripulación solía quejarse de la exhaustiva vida que llevaban en las naves de Barboza, puesto que no había capitán más estricto o severo; difícilmente negociaban las horas de descanso o los días de tocar tierra, tampoco había hombre que no fuera castigado si se atreviese a desafiar las órdenes o a causar trifulcas entre la tripulación, tenían toque de queda, sin mencionar que el ron y las apuestas estaban prohibidos en los barcos. No obstante, cuando las bolsas de monedas doradas eran entregadas, los desacuerdos desaparecían, el respeto y la intimidación que sentían otras tripulaciones por ellos era indiscutible y cualquier hombre que se dijera pirata, anhelaba cubrir una vacante en la tripulación de Manuel Barboza. El capitán lo sabía muy bien y con frecuencia se aprovechaba de ello.
—Manuel, la tripulación demanda quedarse más tiempo —indicó Gonzalo, mientras se sentaba junto a su capitán.
Barboza esperaba su cena en una taberna cercana al puerto.
—Nos iremos en cuanto llegué la información que te pedí —respondió para después beber de una copa de vino que tenía al frente.
—Bien, pero díselos tú, ellos creen que aquí no es fácil conseguir mujeres —comentó Gonzalo mirando la escases de mujeres que había a su alrededor.
Por su parte, el capitán sonrió e hizo una mueca de burla.
—Si no tienen las herramientas para hacerlo, ese no es mi problema.
—Sí, claro, sólo hay tres prostitutas y las tres mueren por meterse en tu cama —indicó Gonzalo con fastidio.
—Te lo dije, ese no es mi problema —recalcó Barboza mientras la mujer de la taberna colocaba un plato con comida sobre la mesa donde ambos hombres esperaban—. ¿Cuándo llega la información?
—Si tanto te urge, debiste ir tú personalmente —respondió el contramaestre poniendo en su boca un trozo de pan que robó del plato de Manuel.
Barboza arqueó una ceja, pese a que era su buen amigo, en ocasiones solía exigirle cierto respeto.
—Sigue así y tendrás que descargar tus ansias con uno de los tripulantes.
—¡Sabes que te mueres por salir de aquí y buscarla! —expresó Gonzalo, ignorando el rostro de Barboza.
—No lo niego y tampoco lo haré en otro momento —declaró al tiempo que clavaba un pequeño cuchillo sobre la mesa para impedir que Gonzalo siguiera robando su comida.
»¡Ah, y ya lo decidí... me quedaré con las tres prostitutas! —agregó Manuel poniéndose de pie —En cuanto sepas algo me lo haces saber.
Gonzalo puso los ojos en blanco, después de mirar a su amigo subir por unas largas escaleras, acompañado de las sexoservidoras que habían estado insinuando sus deseos por el capitán Barboza. Luego el contramaestre sonrió para sí mismo y se apoderó del plato de comida que tenía frente a él.
Un par de horas después, cuando ya el reloj rondaba las diez de la noche, llegaron a la taberna los dos hombres que fueron enviados por Gonzalo a indagar en la vida de Elena. Los piratas realizaron su trabajo y acudieron en busca de la información que su capitán solicitaba; sin embargo, esta vez no habría noticias tranquilas para su capitán, ya que únicamente encontraron una casa vacía y las murmuraciones de la desaparición de Elena con su hijo.
—¡Barboza! ¡Barboza, tienes que abrir la puerta ahora mismo! —expresó el contramaestre golpeando con brusquedad la puerta de la habitación del capitán.
—¿Qué pasa? —preguntó alertado después de aparecer frente a la puerta usando simples pantalosillos.
—Primero tienes que sentarte y sacar a estas mujeres de aquí —replicó el contramaestre con las manos en el aire.
—¡Salgan! —gritó el capitán en el acto.
Las mujeres salieron despavoridas, envueltas en sus ropas por encima y el trasero expuesto.
»¡Habla!
Gonzalo rascó su cabeza, no tenía una manera más apropiada de decirlo, eso sería peor que la vez que se enteró de su abandono.
—Elena no está en su casa, vigilaron la vivienda por dos días y no apareció hombre o mujer que entrara o saliera del lugar. Fueron a la cafetería que ella tiene por la plaza, pero los empleados dicen que desapareció sin dejar rastro, un día simplemente ya no estaba.
Barboza se echó hacia atrás y tragó saliva, luego clavó la mirada en Gonzalo.
—¿Hace cuánto tiempo de eso? —inquirió con preocupación.
—Dos semanas a lo mucho.
—¿Algo más? —preguntó de nuevo, llevando una mano a la boca.
—Supieron de una mujer llamada Marina, ella cuidaba al niño, la interrogaron y dijo que en la casa de Elena encontraron una ventana rota y varios objetos en el suelo, también había un arma en el piso y no faltaba ropa ni pertenecías de ella o del niño —informó a sabiendas de que desencadenaría una tormenta. Aunque de no comunicárselo sería peor.
—¡Con un demonio! —gritó golpeando la superficie de la mesita que estaba a su alcance—. Alguien se los llevó.
—Pero... ¿Quién? Y ¿A dónde? —interrogó un Gonzalo inquieto.
Los ensombrecidos ojos de Barboza se posaron sobre la figura de su contramaestre.
—No lo sé, pero no nos iremos hasta encontrarla, envía más gente a investigar con dinero suficiente para sobornos, necesitamos toda la información que podamos recaudar.
Gonzalo aceptó sin dudarlo y salió en el acto de la habitación para cumplir con las nuevas órdenes. Por otro lado, Manuel cerró la puerta de una y entendió que no importaba cuan fuerte y temido fuera por el mundo, él seguía estando a la merced del bienestar de Elena.
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