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Capítulo 16: La bestia

La bandera europea de la corona inglesa, ondeaba en el Richard II: un enorme barco de guerra que navegaba por el océano pacífico con bodegas repletas de mercancía. El miedo se apoderaba del contramaestre mientras analizaba cauteloso la presencia de tres barcos que venían hacia ellos bajo aquel tenue amanecer. Dio un par de respiraciones profundas al tiempo que sentía la fuerza del frío viento acariciándole el rostro, pese a ello, el único sonido percibible era el del oleaje golpeando con la popa del barco en medio de la oscuridad del mar. El marino levantó la mirada hacia los cielos para encontrarse con los movimientos de las velas yendo de norte a sur. 

—Será mejor despertar al capitán —dijo el hombre que estaba por completo atemorizado.

Luego observó de nuevo, pero está vez lo hizo con el catalejo, apuntó hacia el mástil de aquellas naves y sus sospechas se convirtieron en una realidad, el corazón del hombre latía apresuradamente, puesto que sabía que ya no había mucho que pudieran hacer. 

Minutos más tarde, el capitán llegó a su lado con el rostro desgastado, enormes ojeras y el cabello despeinado, usaba una gruesa bata color carmesí que le cubría el cansado cuerpo.

—Primer oficial, ¿qué es lo que ve? —preguntó el capitán, buscando actualizar la información que hasta el momento tenía.

—Señor, se trata del capitán Barboza —dijo el contramaestre después de tragar saliva.

El almirante y capitán del Richard II abrió los ojos como platos, al mismo tiempo que sintió desaparecer el frío de su cuerpo. Talló con fuerza ambos parpados con la esperanza de que todo fuese una temible pesadilla.

—¿Estás seguro? —cuestionó.

—Lo estoy señor, son tres naves de banderas negras y en una de ellas cuelgan las cabezas de sus enemigos, igual a como lo han descrito.

—Se supone que tenemos inmunidad —dijo el capitán, pensando en una salvación para él y sus hombres—. No creo que tenga intenciones de atacarnos.

—Capitán, él no respeta la inmunidad —respondió uno de los marineros pendiente de aquella conversación.

El hombre de la bata lo miró fijo, si los cuentos eran ciertos, bien podrían estar en serios problemas.

—Bien... entonces quiero a todos preparados en sus puestos. De ser atacados, debemos estar listos —ordenó con certeza. 

—Disculpe la interrupción, almirante, pero yo considero que lo mejor que podemos hacer es huir, aprovechar los vientos y salir de su alcance, tal vez se canse de perseguirnos y desista —interrumpió el primer oficial que no soltaba el catalejo. 

—¿Huir como cobardes? ¿Esa es tu propuesta? —El capitán se sintió ofendido con la propuesta que no tenía contemplada—. De ninguna manera lo aceptaré, tenemos un Galeón de guerra con una tripulación cualificada para este tipo de situaciones.

—Sí, señor, pero él tiene tres naves que nos igualan en cañones y sus fragatas son mucho más veloces que nuestro galeón, sin dejar de mencionar el número de piratas que lleva consigo. Además, dicen que la tripulación proviene desde el infierno —dijo esa última frase en un susurro.

—Yo escuché que su destreza son dones otorgados por el mismísimo Satanás —continuó un marinero con el mismo miedo que sus compañeros.

—¡Tonterías! —bufó el capitán que no creía en dichos cuentos—. Se trata de un solo hombre sin educación que no hace más que ejercer la piratería como muchos otros. De ninguna manera esconderé la cabeza por historias absurdas. ¡Pelearemos y quiero a todos preparados para defender la nave!

El contramaestre y el primer oficial asintieron a regañadientes y comenzaron a transmitir las órdenes de manera inmediata al mismo tiempo que una campana sonaba, alertando a todos la llegada de los piratas. Los marineros despertaron para correr despavoridos cuando supieron de la presencia de Manuel Barboza, la bestia que amenazaba constantemente el océano. Los tripulantes intentaban llegar a sus puestos aun con el miedo plasmado en sus ojos y la ansiedad acobardando los pensamientos.

—Imposible vencerlo —susurró uno de los marineros mientras preparaba los cañones.

El resto intentaba seguir con los protocolos y los reglamentos que conocían de memoria, aún sabiendo que no funcionarían.

El capitán del Richard II, intentó por medio de maniobras salir del problema en el que estaban metidos, pero quien comandaba aquellos navíos fue más listo y el barco de la corona quedó en el centro de los barcos piratas. Tras varias horas de persecución, la nave inglesa se sacudió al primer sonido de los cañones y las maderas que lo formaban salían disparadas en todas direcciones volando por los aires. Los ciento ochenta cañones que la nave inglesa tenía en su interior, no pudieron hacer nada contra los ciento cincuenta que los tres barcos de bandera negra sumaban entre sí; todos dirigidos con el mismo objetivo: el de acabar no solo con la tripulación de la corona, sino también, el de llevar la nave inglesa al fondo del océano.

Los espectros de sucias ropas y rostro desencajados caían de los aires sobre la cubierta del Richard II y en poco tiempo, la guerra entre marineros y piratas había comenzado, la sangre emanaba por la cubierta cuando los hombres quedaban en diversas posiciones.

En uno de los rincones del barco inglés, un hombre rezaba por su alma, pues sabía que la muerte le llegaría pronto, nadie en la nave escuchó su clemencia y la cabeza le fue atravesada por el hacha de un burdo pirata. El almirante peleaba sin un cese contra tres de los filibusteros que servían a Barboza, todos ellos entusiasmados y dispuestos a cumplir con las órdenes de su capitán, debían acabar con todo hombre que portara un uniforme. Tras una corta batalla, pocos marineros ingleses permanecían de pie, intentando rescatar parte de su vida, aun después de reconocer que no tenían salvación. De pronto, se vieron rodeados en el centro de la cubierta, las piernas les temblaban al mismo tiempo que la muerte se les presentaba de frente, escucharon los enaltecidos gritos de soberbia de los piratas y vieron descender de los aires a la bestia que comandaba aquella tripulación infernal. Los marineros ingleses soltaron sus armas en el acto e instintivamente agacharon la mirada.

—¡Te meterás en problemas y serás castigado! —expresó el almirante sin deseos de rendirse ante el hombre al que todos aclamaban.

Manuel Barboza detuvo sus pasos inmediatamente después de haber escuchado las palabras del almirante, giró levemente su cuerpo y apretó con fuerza la empuñadura de su espada para desgarrar la garganta del capitán de un movimiento que los espectadores no pudieron ver. El hombre yacía en la cubierta, ahogándose en su propia sangre mientras el elegante uniforme blanco se teñía de rojo. El moribundo marinero logró abrir los ojos de par en par para mirar al enorme hombre que se le acercaba al rostro.

—En problemas están ustedes y esta labor es mi castigo —susurró Barboza casi al oído de aquel hombre que luchaba por vivir. 

El almirante sintió el frío de su cuerpo y se dejó ir con las palabras de Barboza como las últimas que escuchó en vida.

—¡Sin sobrevivientes! —gritó la bestia y los uniformados fueron degollados al término de su orden. 

»¿Dónde está Gonzalo? —preguntó después de semejante escena. 

Enseguida vio el rostro de su amigo bañado de sangre salpicada.

—Dime. 

—Dividan la mercancía en los tres barcos, yo hurgaré en la oficina. Al terminar, quiero este galeón bajo el agua —ordenó analizando los movimientos de su gente.  

—No hay problema —aseguró Gonzalo después de envainar el sable para transferir las órdenes de Barboza a la temible tripulación.

Barboza examinaba con detenimiento cada documento que encontró en la oficina del capitán del Richard II, visualizó algunos tesoros personales de aquel pobre hombre que cometió el error de interponerse en su camino, aunque no le interesaban en lo más mínimo los pequeños cofres de monedas doradas, él buscaba información de un mayor valor que el del oro, dio un par de suspiros y recargó su pesado cuerpo en el respaldo de la silla que estaba tras el escritorio.

—Ya está todo listo —indicó Gonzalo al entrar a la oficina después de unas cuántas horas.

—Ya era tiempo, cada vez tardan más —espetó Barboza, dejando de lado los papeles..

—Cada vez son mayores las mercancías que hay que mover, además ya no hay espacio en las bodegas, hemos llegado al límite y necesitamos tocar puerto.

—Lo sé, lo haremos en unas semanas, pero será únicamente para vaciar las bodegas y reabastecernos. El diario del capitán indica la presencia de nuevos viajes por Cuba, tal vez comiencen a viajar con escoltas o en flotillas, ¡como si eso pudiera detenerme! —El capitán expuso con soberbia.

—Hermano, llevamos seis meses en el mar, ¿no crees que necesitamos un descanso? Hemos robado y hundido cinco barcos de la corona durante los últimos cuatro años, sin mencionar la cantidad de naves mercantes de diferentes naciones. Podríamos parar por un par de semanas al menos. 

Gonzalo conocía el temperamento de Barboza, aunque también era el único que se atrevía a decirle las cosas 

—No, no lo haremos. Te lo dije antes, acabaré con la corona y la hermandad que se interponga en mi camino —soltó el capitán tomando los documentos que estaban sobre el escritorio.

—Es inconcebible tu terquedad, no hay poder humano que te haga cambiar de opinión cuando algo se te mete en la cabeza —reprochó el contramaestre con el característico tono de voz que Gonzalo usaba para convencerlo—.  Mejor dime, ¿hacia dónde marco el curso?

Barboza se puso de pie y arqueó una ceja sin ver a Gonzalo. 

—Al puerto de Yucatán —comunicó a sabiendas de la alegata que comenzaría.

—¿Yucatán? Ahí jamás quieren pagar el precio correcto por las mercancías y reabastecernos es un lío. ¿Por qué mejor no vamos a otro puerto o a la isla del coco? Deben estar por hacer la gran reunión —comentó Gonzalo con un tono casi suplicante.

—El puerto de Yucatán está cerca y yo no pago el porcentaje que demandan los ingleses, así que no hay problema por los precios. Además, tú mismo lo dijiste, hace seis meses que no tocamos puerto —señaló el pirata satisfecho con su respuesta. 

—Y buscas noticias de Elena —aseguró Gonzalo con una sonrisa burlona que esperaba que su amigo viera.

Manuel Barboza lo miró y en el acto puso los ojos en blanco sin esquivar sus palabras, pues él y todos sabían que era verdad lo que el contramaestre aseguraba.

—Ya lo sabes, necesito saber que está bien. —Aceptó finalmente. 

—Lo está, ella está mucho mejor sin ti y tú también lo estás sin ella.

—¿A caso crees que lo que soy es normal? —preguntó alterado y golpeando el escritorio.

Por su parte, Gonzalo estaba casi acostumbrado a semejantes arranques descontrolados, por lo que se limitó a observar su furiosa mirada sin siquiera moverse de su lugar. 

—Barboza, entiendo que te niegues a la idea de haberte convertido en una leyenda siendo como eres, pero con Elena a tu lado jamás lo hubieses podido lograr, eres lo que eres y eso es todo lo que tienes. Mejor acéptalo... Y mejor nos vamos antes de que lleguen otras naves y te dé por hundirlas.

Ambos hombres tomaron los mapas y la información que Barboza reunió, después salieron de la oficina para volver a la María.

Gonzalo aceptó la orden de Manuel muy a regañadientes, la mayor parte de los hombres se molestaron después de enterarse de que tocarían puerto en Yucatán. No era una de las costas que disfrutaran pisar, no había burdeles cercanos, ni muchos lugares en los que pudieran embriagarse, apenas una pequeña taberna con mala comida y poco ron, era un puerto comúnmente utilizado para las transacciones de mercancía con alto riesgo de ser reportados por la Marina, pero a Barboza simplemente no le importaba la tierra que pisara y nadie se atrevería a contradecir la orden de su capitán. 

El camarote principal de La María seguía siendo el mismo, tal cual lo dejó Elena y antes Montaño. Manuel aguardaba en sus interiores el despliegue de las velas y el choque de los cañones contra la nave que recién ordenó sepultar en el fondo del mar. Después de varios minutos de ajetreo, los cañones sonaron y Barboza sintió de nuevo esa seguridad de empoderamiento que hundir una nave le provocaba, nunca un barco se le pudo escapar y rara vez tenía prisioneros, la mayoría de las naves que atacaba solían ser ingleses, buscaba con impaciencia esas banderas de colores rojos, azules y blancos que tanto aborrecía.

Después de muchos años de lucha, logró convertirse en el hombre al que todos en las aguas temían, un hombre cuya alma fue destrozada por el abandono de una mujer, la mujer que él amaba, la misma que le juró amor y por quien se mantuvo como un humano real y no como el demonio en el que todos aseguraban se había convertido.

Barboza dio un largo suspiro, después de haberse reclinado en uno de los costados de su cama, buscó relajar el cuerpo y destensar los músculos. Enseguida, abrió uno de los cajones que tenía la mesita de noche que estaba a su costado y sacó un pequeño pañuelo blanco que frotó entre sus dedos y acercó al rostro.

—Elena, Elena, Elena, siempre mi Elena —dijo para sí mismo después de mirar el nombre de su amada bordado en el pañuelo. 

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