Capítulo 15: La madre y el hijo
6 años después.
—28, 29, 30... listo o no aquí voy —gritó una mulata llamada Marina.
Marina era una hermosa joven de piel morena y cabello rizado que cuidaba de Antonio cuando su madre no estaba. Ella escuchó los cortos pasos del niño de cinco años corriendo por la estancia, le parecía gracioso el hecho de que el hombrecito creyera que ella ignoraba su ubicación.
—Bueno, bueno... ¿Dónde estará el pequeño Antonio? —dijo en voz alta para que el niño la escuchara.
—¡No soy pequeño y no me llamo Antonio! Me llamo Gustavo —replicó este después de salir de la parte trasera de una cortina verde que enmarcaba la ventana.
—Otra vez con eso de que te llamas Gustavo —alegó Marina llevándose una mano a la cabeza — Bueno... Al menos ya te encontré, Antonio. Ahora te toca hacer tus tareas porque tú me diste tu palabra y los caballeros no la rompen.
—¡No, tareas no! Mejor llévame con mi mamá a la cafetería —expresó dando saltitos.
La mujer negó con la cabeza de inmediato.
—Olvídalo, la última vez que fuimos, te comiste unas tartas que no eran para ti y te provocó malestar estomacal por dos días, mejor has tus deberes antes de que tu madre llegue y nos reprenda a los dos.
Después de breves momentos de insistencia por parte de Antonio, ambos tomaron asiento tras un escritorio que estaba junto al ventanal, pero el silencio y la quietud propiciada por Marina, no duraron mucho, ya que fueron interrumpidas por el sonido de la puerta principal siendo abierta. De inmediato, la voz dulce de una mujer se escuchó y con ello inició la carrera del pequeño Antonio en busca de su madre.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué me trajiste? —preguntó el infante, ya en brazos de quién más lo amaba.
—¡Por dios, Antonio! No puedo traer algo para ti cada vez que salga —reprendió mirándole a los ojos—. Primero dame un beso y dime si terminaste con tus deberes.
—Marina no me lo permitió. Ella siempre quiere jugar a las escondidas.
—Marina, te he dicho que no debes distraer a mi pequeño genio —dijo utilizando el sarcasmo para después reír.
—Lo sé, a veces soy tan molesta —respondió la mujer con un tono burlón.
—Ve arriba a hacer tus deberes completos y te daré una sorpresa —dijo de nuevo la madre de Antonio, al tiempo que tocaba su nariz con el dedo índice.
Antonio dubujó una grata sonrisa y salió disparado directo a su habitación con un par de hojas de papel en sus manos.
—Elena, creo que Antonio acabará conmigo pronto, cada vez es más complicado hacer que obedezca —expresó la morena, mientras recogía del suelo algunos juguetes de madera.
Sin embargo, Elena no quitó la burlona sonrisa que tenía plasmada en la cara, para ella era evidente que Antonio lo igualaba en todo, no sólo en físico, sino también en comportamiento y temperamento. Era un niño inteligente y sagaz, ambas cualidades que le recordaban a su padre: Antonio Montaño y, por otro lado, estaba lo voluntarioso, la terquedad y el carácter, parte de los genes que Elena le había heredado al niño.
—Bien, lo haré. Ya no te preocupes, hablaré con él.
—¡Sí, hablarás con él! ¡Hablarás con él! Siempre lo dices, pero no supongo que te haga caso. Ni siquiera tú me escuchas cuando te pido que lo reprendas —espetó la mulata que mostraba su frustración—. Ustedes dos son iguales.
—Ya tranquilízate, debes comprender que no es nada fácil la crianza de un hijo cuando se está por completo sola. —Elena con frecuencia utilizaba su triste historia para salirse con la suya, hacía un gesto para causar lastima y luego hablaba sobre lo solitaria que estaba en el mundo.
No obstante, Marina ya no caía en su juego, aprendió con rapidez que lo único que quería era consentir a su hijo en exceso.
—Lo sé, imagino lo difícil que es para ti hacerlo sola, aunque tú misma decidiste hacerlo así, ya que pretendientes no te han hecho falta—resolvió Marina con una mano en la cintura—. Elena, deberías considerar alguno de los caballeros que te han brindado su ayuda para que Antonio reciba ese ejemplo paterno que tanto necesita.
Elena frunció el entrecejo, puesto que no deseaba aceptar a ningún caballero con ese pretexto.
—Antonio ya tiene un padre, Marina.
—Muerto... Elena; y los muertos no pueden educar niños.
Elena desvió la mirada de aquella hermosa mujer que le hablaba con la verdad; sin embargo, eran siempre palabras vacilantes que le entraban por un oído y salían por el otro.
—Será mejor que vayas a descansar, yo me encargaré de él por el resto del día —indicó tomando un par de cartas que se encontraban sobre la mesa.
La mujer respiró hondo a sabiendas de que había sido ignorada una vez más, hizo una expresión con la mano, tomó sus cosas y salió de la casa.
Por su parte, Elena comenzó a leer los papeles, eran notas de amistades que había hecho apenas llegó a la localidad de Valladolid, Yucatán; en México, se presentó en la ciudad con su nombre original, pero usaba el apellido de su madre, haciéndose pasar por viuda, de modo que, quienes la conocían la nombraban Elena Cánovas viuda de Moreno. Los habitantes sintieron empatía por la pobre mujer que llegó embarazada y sola a la ciudad sin nadie que cuidara de ella. Elena aprovechó la pena que las personas sintieron y se abrió paso rápidamente para vivir una vida tranquila y plena. Con frecuencia era invitada a los eventos principales de la ciudad y su cafetería era tanto apreciada como concurrida por la ciudadanía. Tampoco le faltaron los caballeros que le hablaran de amor, aunque ella simplemente no deseaba casarse de nuevo, su plan era dedicarse de lleno a Antonio y lo mismo haría con su pequeño negocio.
Seis años pasaron desde su salida de la isla del coco; sin embargo, no logró mantenerse desentendida de todo lo que pasaba en el mundo de la piratería, eran pocas las personas que no habían oído hablar del diablo que surcaba los mares: un demonio que ni la guardia costera lograba controlar. Se hablaba de su fuerza y audacia para salirse siempre con la suya, de la flotilla de barcos que comandaba y de los grandes tesoros que reunía. Increíbles historias se cantaban sobre las hazañas de aquel pirata a quien todos temían. Manuel Barboza se convirtió en un ser peligroso que amenazaba constantemente la vida y tranquilidad de los marineros. En ocasiones, Elena escuchaba las noticias sobre la cercanía que tenía Barboza con la costa de Yucatán, el demonio anclaba en la costa para reabastecerse y hacer negocios, pero a pesar de ello, nunca lo volvió a ver.
—¡Listo! He terminado mi tarea —expresó Antonio bajando las escaleras de aquella elegante residencia que Elena había comprado.
—Déjame ver las notas y si esto es correcto, tú y yo saldremos por un helado —consintió la madre, analizando el papel con los garabatos de su hijo.
Minutos más tarde, Antonio corría por la plaza con una manzana de caramelo en sus manos, mientras Elena sonreía al verlo. Unas cuántas personas se acercaban a saludar y ella con amabilidad respondía el saludo sin entretenerse mucho entre curiosas pláticas.
Una vieja mujer con ropas llamativas y andrajosas, se acercó a Elena con la mirada puesta sobre su belleza.
—Permíteme leer tu mano, hermosa mujer; que es casi seguro que te aguarda una vida maravillosa —aseguró la anciana.
Elena sonrió ante el recordatorio de que nunca antes le habían hablado de su porvenir.
—De acuerdo, venga y siéntese a mi lado. Hábleme de lo que me depara el futuro —respondió.
La mujer se sentó con rapidez a la derecha de Elena, le tomó la tersa mano y la acarició un par de veces fundiendo su palma con las de ella, después observó detenidamente las finas líneas que se dibujaban sobre la piel. La gitana se mostró extrañada sin decir una sola palabra.
—¿Qué es lo que ve? —preguntó Elena levantando una ceja.
—Pero que sorpresa me he llevado... —expresó congraciada con lo que recién vio.
—¿Sorpresa? ¿Por qué? —inquirió Elena poniendo más atención a las acciones de la gitana.
La anciana sonrió ladina y fijó su nublada mirada en la de Elena.
—Porque tú no perteneces aquí.
Una respiración profunda se escapó del cuerpo de la castaña, puesto que creyó haber entendido lo que la gitana le decía.
—Oh, es eso... No, por supuesto que no, yo nací en...
—No, no me refiero al país o a la ciudad de tu nacimiento, yo hablo de tu corazón. —Tocó el pecho de Elena con la yema de los dedos.
—Lo siento, no comprendo. —Elena parpadeó varias veces.
—Eres un corazón libre, como yo, como los gitanos; perteneces a esas almas que disfrutan de las aventuras en el mar, ¿cierto?
—No, yo no... usted se equivoca —interceptó una Elena apenada e intentando retirar su mano de las de la mujer.
La gitana la sujetó con mayor fuerza y continuó con su lectura.
—Una parte de tu corazón está con ese hombre del que estás enamorada y la otra parte figura aquí junto a tu hijo, pero lo tienes claro y ambos corazones no podrán estar unidos.
La respiración de Elena comenzaba a acelerarse cada vez más, mientras escuchaba las acertadas palabras de la anciana.
»Has sufrido mucho, aún lo haces por las noches atormentada por tus errores del pasado. Ese hombre al que amas regresará a tu camino, entonces tú tendrás un esposo y tu hijo tendrá un padre. Sin embargo, para que la paz y la felicidad llegue a tu vida, todavía te quedan lágrimas por derramar... muchas más —agregó la mujer con tristeza.
Elena frunció el ceño, nada de lo que la mujer le dijo parecía tener sentido.
—¿Cómo puede mi hijo tener a su padre, si me ha dicho que sus corazones no pueden estar juntos?
—Creo que la respuesta la conoces mejor tú de lo que te la puedo decir yo.
Elena finalmente retiró la mano de las de la gitana, apuñándola a un costado de su vestido; tomó una moneda de su bolso y se la dio a la mujer para que esta se fuera, pero apenas si la gitana se puso de pie cuando Elena la detuvo.
—Soy una mujer viuda, no puedo reunirme con el hombre que amo —expresó con la cobardía en la mirada.
Evidentemente la mujer no le creyó, puesto que una extraña sonrisa apareció con cinismo.
—Sí, por su puesto... Somos muchos los que intentamos asesinar nuestro oscuro y obstinado destino.
Después de que la anciana se marchó, Elena contempló cada palabra mencionada por la vieja gitana, la piel se le erizó con tan solo pensar en el regreso de Manuel Barboza. Ella sabía que él no estaba muerto y que seguía siendo su esposo, pero ¿regresar con él? Qué probabilidades habría después de seis largos años separados y de los caminos tan distintos que cada uno de ellos eligió para vivir.
Sus pensamientos regresaron a la realidad cuando miró a un par de hombres a la lejanía, hombres cuyas vestimentas reconocía con facilidad.
—Será mejor que regresemos, Antonio —dijo tomando de la mano al niño.
Una notoria y poco disimulada sonrisa surgió en los labios de Elena, después de haberse percatado de que ambos extraños de enmarañadas barbas, seguían su camino de regreso a la residencia.
Dos años atrás, Manuel Barboza tocó puerto en Yucatán para hacerse de tripulantes y reabastecerse tras una compleja batalla. El capitán esperaba concretar sus negocios en una sucia taberna cuando uno de los viajeros en estado de ebriedad le habló de la hermosa viuda que recién le había roto el corazón. La descripción de la mujer era tal cual la de Elena, los nombres y apellidos también le eran reconocidos; Manuel hizo de lado cualquier negocio que tenía preparado para esa noche y cabalgó a aquella ciudad con la esperanza de que no se tratara de ella.
Su sorpresa fue tal cuando la vio caminando de la mano del pequeño Antonio, que no tuvo las fuerzas para enfrentarla, ella tenía algo que él no le podía dar y se llamaba felicidad. Retornó a La María y al mar, tan solo como feliz. Ahora, él cumpliría con la promesa de cuidar de ella, aunque fuera de lejos. Con frecuencia enviaba a su gente a investigar sobre las vidas de Antonio y Elena, los piratas entregaban la información a su capitán y las cosas seguían como si nada. Dos o tres veces al año, Elena reconocía el mismo patrón, supo de inmediato que Barboza la había encontrado y que por ello él tocaba tierra en el peligroso puerto de Yucatán.
La madre y el hijo llegaron a casa; luego de horas transcurridas se preparaban para dormir cuando una ventana fue rota desde el exterior, la castaña reaccionó con rapidez, puesto que sabía de los piratas que estaban en la ciudad, tomó una de las pistolas que tenía bajo llave y llevó a su hijo a una habitación para ponerlo a salvo; así podría bajar y averiguar lo que pasaba en el primer piso de su propia casa.
—Shhh... quédate aquí y guarda silencio —ordenó la madre en voz baja.
El niño asintió con la cabeza y se escondió en un rincón de su habitación como lo hacía cuando jugaba con Marina.
Ella bajó las escaleras con cuidado en completa oscuridad, esperaba que la ventana rota fuera un simple incidente, aun cuando en lo más profundo de sus pensamientos añoraba encontrarse con la presencia de Manuel Barboza, después de todo, él parecía estar en la ciudad. Continuó caminando con el arma en la mano y los deseos de reconocer a alguien de su antigua vida; había escuchado un par de ruidos que la alertaron y antes de poder disparar logró visualizar a los hombres que reconoció como los que estaban en la plaza. El feroz pirata se fue contra ella para taparle la boca e inmovilizarla, la mujer luchó con todas sus fuerzas, pero los filibusteros simplemente fueron más fuertes y audaces; golpearon ligeramente su cabeza y provocaron un desmayo que la hiciera caer en los brazos del perpetrador.
—¿Dónde está el mocoso? —interrogó uno de los andrajosos hombres.
—Debe estar arriba. Ve por él.
El hombre subió con acelero los escalones a sabiendas de que ya no había nadie en la residencia y unos cuántos minutos después, la madre y el niño se encontraban amordazados y amarrados en una carreta que viajaba a un pueblo situado en los alrededores de Yucatán.
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