Capítulo 14: Sacrilegio
La puerta de la antigua cabaña de Montaño, fue abierta por Elena desde el interior sin el más mínimo ruido. Frente a ella, aguardaban Julia, Gonzalo y Bartolomeo; los tres piratas que sabían del minucioso plan que Elena diseñó para finiquitar los problemáticos eventos que el inglés protagonizó en la reunión. En su salida, la joven castaña se encontró con su reflejo en un charco de agua.
«El reflejo de una mujer sumamente infeliz» pensó antes de levantar la mirada en dirección a los piratas que custodiaban su llegada.
La seguridad que Elena intentaba mostrar, estaba siendo desplazada por el nerviosismo y el miedo que la ignorancia de su futuro le producía. Sin embargo, ella sabía que todo miedo debía ser ocultado bajo el manto de la noche estrellada que esa noche cubría la isla.
—Ya todo está listo, Elena. Yo iré contigo. Considero que ese hombre debe tener claro que no estás sola —indicó Bartolomeo.
—Capitán, Manuel cree que nos iremos de la isla mañana por la noche, si él llegara a despertar durante mi ausencia, sabrá lo que está sucediendo y buscará matar al inglés. Prefiero que sea usted quien lo vigile esta noche. Gonzalo puede ir conmigo, tengo plena confianza en él — respondió con cierta timidez plasmada en la voz.
—Entiendo. Si esa es tu decisión, no tengo más opción que hacer lo que me pidas. Julia cuidará de Alejandro, él también ha estado algo inquieto y está decidido a evitar el encuentro —agregó el viejo lobo de mar.
Elena asintió al tiempo que inflaba el pecho con el aire puro de la isla.
—Les agradezco la ayuda.
—No, Elena. Gracias a ti podremos seguir haciendo lo único que sabemos hacer. Esta vida es todo lo que tenemos —expresó Julia y enseguida abrazó a la niña que una vez aconsejó.
—Ya es hora —interrumpió Bartolomeo.
El hombre no podía evitar pensar en su amigo Montaño; no obstante, no había nada que pudiera hacer para salvar a Elena de aquel encuentro, lo prefería a que ella perdiera la vida en manos del mismo hombre.
—Capitán, antes, ¿puedo preguntarle algo? —emitió Elena con varias cuestiones en su cabeza.
—Lo que quieras —consintió el pirata dando un par de pasos para alejarla de Gonzalo y Julia. Así la conversación sería un tanto más íntima.
—Cuando llegamos a esta isla, usted dijo que estaba seguro de la ausencia de hijos en mi matrimonio, ¿cómo lo supo? —interrogó.
Bartolomeo sonrió como un buen padre hubiese hecho.
—Montaño y yo fuimos buenos amigos, yo estuve con él cuando se inició como capitán, hablábamos de muchas cosas y discutíamos por otras, en una ocasión él me habló de sus deseos de tenerte a su lado en todo momento, por obvias razones me negué a la idea. —rio con delicadeza—. Esta es una vida peligrosa que esta lejos de ser normal para cualquier hombre o mujer. Después, él me explicó los problemas que tu madre y él tuvieron para que tú llegaras a este mundo. María, tu madre, perdió un par de embarazos antes de tu llegada y por poco muere el día en que naciste, eras la única luz que tenía tu padre y en todo barco se requiere de iluminación. Yo solo pensé en la posibilidad de que experimentaras los mismos problemas que ella.
Elena mantenía la mirada fija en el capitán, dio un profundo respiro y se puso de puntillas para regalarle un beso en la mejilla. Pese a todo lo que estaba viviendo, agradecía la presencia de hombres buenos en la hermandad. Enseguida, se cubrió la cabeza con la capucha que traía puesta e inició su camino hacia el encuentro con el inglés.
Ni Gonzalo o ella hablaron durante el trayecto, los dos deseaban terminar con el plan lo más pronto posible para que las aguas volvieran a su cauce. No obstante, el camino parecía más largo de lo que era a pesar de la cercanía que había entre las cabañas. Finalmente, llegaron y Gonzalo golpeó la puerta de la antigua cabaña de Dominic.
—Grita si te arrepientes, no importa lo que suceda con la hermandad —dijo el contramaestre dando un par de pasos hacia atrás.
Elena sintió la humedad de sus manos y el acrecentado nerviosismo que comenzaba a apoderarse de ella, por ningún motivo debía permitir que el inglés la viera vulnerable, no le daría la oportunidad de atemorizarla como la última vez. La puerta se abrió y la tenue luz que ofrecían las velas del interior, mostraron el rostro del contramaestre del corsario.
—Pasa —dijo el enorme hombre de cabellos largos mientras abría camino al interior de la cabaña—. Tú debes esperar aquí —indicó de nuevo en dirección a Gonzalo.
Elena asintió con la cabeza, dio unos pasos hacia delante y observó cómo la puerta era cerrada desde adentro.
—El capitán la espera en la habitación del fondo —indicó el delgado hombre.
Caminó hacia la puerta que le fue señalada, respiró hondo y entró a la habitación que estaba bien iluminada. El hombre, que se había encargado de martirizar a Elena los últimos días, se encontraba sentado en la comodidad de un sillón, usando una bata roja con detalles dorados que cubría su delgado y pálido cuerpo. Del mismo modo, bebía whisky y fumaba tabaco en una pipa. Elena buscó controlar sus miedos, después tragó saliva y cerró la puerta, manteniéndose de pie en la misma habitación.
—Es usted realmente indescriptible —dijo el inglés con esa sínica sonrisa que siempre tenía en el rostro—. Creí que habría mucho más drama antes de que se llegara el momento.
—Si lo que desea es drama, puedo llamar a mi gente para que dramaticen las cosas —respondió con la intención de hacerle saber que no estaba sola.
Este sonrió con alevosía, esa sería una noche muy entretenida desde su punto de vista.
—Oh, por supuesto, estoy seguro de la existencia de un batallón de hombres afuera de esta cabaña, imaginando todo lo que usted y yo estaremos haciendo. Aunque... no todo será acción, mi querida dama. —La observó de los pies a la cabeza y le mostró los dientes amarillos que eran parte de su boca—. Digamos que soy un hombre sentimental que busca expresar sus emociones, además mis placeres no son solo carnales. ¿Por qué no toma asiento y me acompaña con un whisky?
Elena pensó en negarse rotundamente, pero sabía que necesitaba más que nunca ese trago de licor para soportar el terrible momento que se avecinaba. Caminó a través de la habitación sin evitar notar la extravagante y fina decoración de los espacios, tomó lugar frente al inglés en una silla de elegante tapiz azul marino y luego sostuvo el vaso de cristal que el pirata le ofreció.
»Se preguntará, ¿por qué he solicitado tenerla esta noche a mi merced? —cuestionó soltando el humo que recién inhalo de la pipa.
—Sí, me lo he preguntado, pero siempre llegué a la misma conclusión.
—¿Cuál fue?
—Es usted un depravado —resolvió ella sin titubeos para después escuchar la exagerada risa que el corsario soltó.
—Tiene usted razón, sí lo soy, aunque esa no es la razón por la que está aquí. La razón es menos simple de lo que parece —bebió del vaso cristalino que tenía en la mano—. Elena, usted me intriga y le diré mis razones: Navegando estas aguas, siempre se escuchan inquietantes y asombrosos rumores. En uno de ellos, me hablaron de las importantes proezas que un hombre cuyas fuerzas y habilidades para navegar, lo convertirían en el más grande pirata que la vida nos haya mostrado, un hombre virtuoso en combate y asesino por naturaleza, tan perfecto en la guerra que se piensa que es un demonio; un demonio alimentado por la rabia y el odio que el mundo le produce, una bestia nacida entre piratas y asesinos, educado por un perfeccionista estratega de la navegación y finalmente, suprimido por una simple mujer.
La mujer lo miró fijo, contrariada por los pensamientos del corsario. Deseaba a Barboza, pero era a ella a la que hacía llamar.
—Si tanto le interesa mi marido, debió pedir que fuera él quien viniera esta noche —respondió Elena después de escuchar con atención las palabras del inglés.
White soltó una divertida sonrisa que erizo la piel de Elena.
—No me importaría, en absoluto. Hombres o mujeres, el goce carnal es siempre el mismo, pero ya me contará usted de los placenteros momentos que le provoca su esposo. Aquí el detalle, no es la grandeza en la que se convertiría su marido, sino en, ¿por qué no lo hizo?
Hizo una pausa con la esperanza de ver una expresión en la mujer que tenía a su lado; no obstante, Elena no mostró ningún rasgo de debilidad, esa noche ella era difenrete y White lo notó. Había frialdad, incluso en la mirada, era como si ya nada le importara.
»Usted, Elena Montaño, es la persona que ha mantenido a la bestia dormida. Los piratas que somos del calibre de su marido, no nos frenamos cuando se trata de hacer lo que amamos, lo hacemos por la simple satisfacción de intimidar a quienes están a nuestro alrededor, pero Manuel Barboza se ha mantenido enjaulado porque dice amarla, él tiene esa debilidad llamada Elena. Es entonces, donde yo me pregunto, ¿qué le ha dado usted? ¿Qué tiene que ofrecerle para que él se contenga como lo ha hecho? Y no hablo de la intimidad, porque no son esas las razones por la que un hombre sucumbe ante una mujer, tiene que haber algo en usted, que lo hace ponerse de rodillas.
Elena tragó saliva y arrugó la nariz ante las palabras del pálido hombre.
—Lamento decepcionarlo, pero yo no tengo nada que otra mujer no tenga —agregó ella luego de beber de la copa.
—Sin embargo, lo tiene, tiene algo que hace que ese hombre enloquezca con el solo hecho de que se mencione su nombre. Además, tengo entendido que no es el único. Hay otro hombre besando el suelo por donde usted camina, el capitán Alejandro Díaz es también su enamorado.
—Imagina cosas —respondió ella en un momento de alta tensión.
—Él y su esposo fueron los únicos que votaron en contra de mis demandas. Tampoco olvidemos que fue ayer cuando ellos dos pelearon por usted. El capitán Barboza a punto de regalarnos a todos un glorioso momento sanguinario y usted ha interrumpido su sed de venganza provocada por los celos. Pero no todo terminó ahí, de pronto amanece y ustedes pasean por la isla como una pareja enamorada. —Hizo un par de ademanes con las manos al tiempo que imaginaba la escena que estaba recreando en su cabeza—. Él no enfureció, él no la castigó de ninguna manera como cualquier esposo habría hecho con su desobediente mujer, en vez de ello, nuestro Manuel Barboza se limitó a agachar la cabeza igual que un niño reprendido y luego caminó sumiso a su lado. La bestia se contuvo una vez más.
—Yo no lo controlo y no pelearon por mí. Ellos pelean todo el tiempo por cualquier motivo y usted tuvo mucho que ver en todo esto por haber llegado aquí a causar semejantes problemas —alegó Elena haciendo la copa a un lado.
—¿Están afuera ahora? —interrogó White.
—No.
—Dudo que estén durmiendo mientras usted está aquí —aseguró el inglés.
—Ellos no saben que vine.
—Les mintió, entonces. Inteligente decisión —dijo sonriendo.
—Así es y si usted también lo es, tendrá la decencia de dejarnos en paz, capitán White —indicó la castaña con una fuerza en la voz que el corsario no había escuchado antes.
—Bueno, ahora somos una gran familia, incluso compartimos mujeres como podrá ver. Usted y yo podríamos vernos más seguido.
—¡No, por supuesto que no! Los dos aceptamos un trato y no me importa lo que me diga o haga porque al menos después de esta noche tendré la tranquilidad de no volverle a ver nunca más —respondió alterada poniéndose de pie.
—Sí, el capitán Bartolomeo me habló de sus ansias por sacarme de esta isla lo más pronto posible, aunque debo aceptar que me llena de curiosidad la idea que usted tiene de no volverme a ver jamás.
—¡Ya basta! Ya no quiero responder a sus preguntas, estoy cansada de este juego de intimidación y acoso, usted va a terminar con esto o abriré la jaula para que salga la bestia y le devore la cabeza. —Elena estaba exaltada frente a White sin una gota de miedo reflejada en su voz o rostro. Por alguna razón, en medio de la conversación, simplemente dejó de temerle.
—¡Excelente! ¡Ahora lo entiendo! Comprendo cuál es la tentación de su marido. Usted, una dama con rostro angelical de finos movimientos, atrapada en este crudo y cruel mundo al que no le teme. No le tiene miedo a él, incluso me atrevo a decir que no le tiene miedo a ningún corsario o pirata y es lógico después de haber crecido en este ambiente —dijo White con un fuego en la mirada y una sonrisa poco disimulada.
»Perfecto, ahora a lo nuestro. Mi querida dama, haga el favor de desvestirse —indicó el hombre poniéndose de pie, mientras quitaba de su cuerpo la bata que hasta el momento le cubría el cuerpo desnudo.
Elena miraba la palidez de aquel corsario, más que un hombre parecía un demonio blanco de ojos azules y dientes amarillos, un demonio de la oscuridad a quien no le debía dar el sol. Él se acercó a Elena y ella pegó un brinco hacia atrás, intentando salir del alcance del corsario, pero él no permitiría que ella escapara sin antes terminar su calvario. La lanzó sobre la cama boca abajo, levantó sus ropas y dejó caer su cuerpo sobre el de ella, sosteniéndole con rudeza las manos, inmovilizándola no solo de miedo, sino también por coacción. Elena no entendía cómo un hombre tan delgado, podía tener la fuerza con la que él la estaba sujetando. La respiración del demonio pálido se aceleraba con cada embestida y Elena oprimió sus ganas de llorar, cerró los ojos y dejó que sus pensamientos la llevaran a un espacio que no era el de la cabaña, su mente viajó a otro lugar con la compañía que añoraba, viviendo la vida que deseaba. El corsario penetraba cada vez con más fuerza, hasta llegar a un último estallido de placer que provocó su caída al lado de ella. Los pensamientos de la castaña, volvieron a la habitación con aroma a pipa. White abrió los ojos azules, al tiempo que mantenía esa frívola sonrisa en el rostro.
—Someter a la mujer que no te teme, ese es el éxtasis de la bestia —dijo para después estallar en una tenebrosa carcajada.
Gonzalo seguía de pie frente a la cabaña que estaba siendo habitada por el corsario inglés, mientras escuchaba ruidos a los alrededores de la misma. Sin problemas supo que se trataba de al menos una docena de hombres vigilando la comodidad y seguridad de su capitán. Después de varios minutos vio la puerta de la cabaña ser abierta y notó la silueta de Elena atravesando la entrada con la mirada baja y ambos brazos entrelazados, llegó a reunirse con Gonzalo, quien después de haberse mantenido alerta de lo que pudiera pasar, no había dicho ni una sola palabra.
—¿Todo está bien? —preguntó el contramaestre intentando no causar más estragos en la joven.
—Sácame de aquí, por favor —respondió para dejar que el desahogo surgiera sobre el hombro de Gonzalo.
Subió a Elena a uno de los caballos y desaparecieron de la vista de los hombres de White, eran cercas de las tres de la madrugada cuando llegaron a las orillas de la isla del coco en un lugar donde solían salir los barcos que transportaban mercancía de contrabando y a los empleados de la isla. Esa noche saldría una pequeña fragata de un mástil, rumbo a Cabo Blanco, en Costa Rica. Durante la mañana de ese mismo día, Elena le habló a Gonzalo de sus planes para huir de la isla sin que nadie se enterara de su salida, Gonzalo aceptó ayudarla a subir a la nave para que una vez que llegara a Cabo, ella tomara su propio camino, así nadie más conocería su posición.
—¿Crees que puedas viajar sola? —cuestionó Gonzalo, preocupado por la joven que todavía sollozaba.
—Estaré bien, te agradezco la ayuda y la discreción —resolvió limpiando el llanto con un pañuelo.
—No te preocupes, no le diré nada a nadie, incluyendo a Barboza.
—No me preocupa que sepa lo de mi salida, Manuel entiende que lo mejor para ambos es separarnos; lo que de verdad temo, es que intente algo que ponga en riesgo su propia vida. Además, tampoco quiero que me vigile y la única manera de que no lo haga, es si ignora mi posición —aseguró ella con la voz entrecortada.
—Elena, él es un buen hombre después de todo. —Gonzalo acomodó unos cabellos que Elena tenía revueltos gracias al viento.
—Lo sé, cuídalo por mí, su terquedad es el menor de sus problemas.
—Lo haré, aun cuando tenga que golpearlo de vez en cuando.
Elena finalmente dibujó una diminuta sonrisa en su rostro y tendió su cuerpo sobre Gonzalo, quien correspondió al abrazo. El grito de unos hombres alertó la salida del barco y con ello la despedida de Elena de isla del coco, lugar al que no deseaba volver jamás.
Horas más tarde, Manuel despertó notando la ausencia de su esposa en la cama, los recuerdos del día anterior golpearon su cabeza y pensó en ello como un día casi perfecto que pasó junto a su amada Elena de principio a fin, sin los problemas que agobiaban su relación constantemente. Dio un gran suspiro imaginando que podrían pasar un par de días más como el último, antes de separarse de ella. Se puso de pie y escuchó algunos ruidos en la pequeña cocina de la cabaña, estaba seguro de que encontraría a Elena preparando el desayuno y se encaminó hacia su encuentro; sin embargo, en su lugar, se topó con el rostro de Gonzalo sumergido en una taza de bebida caliente que tenía entre sus manos.
—Buenos días —saludó Gonzalo después de notar la presencia de Barboza.
—¿Y Elena? —preguntó ignorando el saludo de su amigo.
—Ella ya no está.
—¿No está aquí? —preguntó de nuevo mientras cambiaba su relajado semblante por uno preocupado.
—Ella ya no está en la isla —aseguró el pirata preparado para lo que pudiera venir.
—¿Y el inglés?
—Zarpó al amanecer.
Manuel comprendió con suma rapidez lo que pasó mientras dormía, Elena había sido más inteligente en esta ocasión, ya que le dijo a su esposo, lo que deseaba oír. Le hizo creer que huirían juntos antes de que el inglés se le acercará. Así, Manuel Barboza no podría hacer algo para evitar el encuentro.
Barboza dejó que sus fuerzas explotaran golpeando y tirando todo lo que tenía a su alrededor, los gritos exuberantes se escucharon incluso a las afueras de la cabaña, aunque no había alguien que se atreviera a interponerse entre Barboza y sus instintos asesinos.
—¿Por qué? ¿Por qué lo permitiste? —preguntó un Barboza que lejos de verse frenético, se le veía vulnerable.
—Fue muy convincente con sus palabras y fue ella quien tomó la decisión —replicó en un grito que lo haría entrar en razón.
Barboza sintió un hueco en el estómago al pensar en el calvario por el que su amada mujer tuvo que pasar por sí sola.
—¡Pero apenas hoy nos iríamos ella y yo, antes de que el malnacido se le acercara!
—¡No quería más muertes, Barboza!
Gonzalo estaba de pie frente al enloquecido hombre.
—Dime a dónde... ¿A dónde se fue? —preguntó tomando a Gonzalo de la camisa.
—¡Déjala ir! —gritó mientras se retiraba de encima las garras de su amigo —¡Tú sabías que deseaba salir de aquí y no hiciste nada! Ella lo decidió por sí misma y no me preguntes donde está, porque ni yo lo sé.
—¿Se fue sola? —inquirió con una mirada suplicante.
—Sí, estoy seguro de ello y sobre el tema te diré una última cosa. Te quedarás aquí a llorar tus penas, te embriagarás cuanto necesites y cuando estés listo, nos iremos a trabajar —indicó poniendo en la mano del capitán una botella de licor. Después salió de la cabaña, dejando a Barboza en completa soledad con el llanto emergiendo de sus ojos.
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