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Capítulo 11: La tercera demanda

¡No, no y no! ¡Es imposible que yo acepte semejante atropello! No someteré a Elena a esa atrocidad, ella es mi esposa y por ningún motivo lo consentiré.

Tranquilízate, muchacho. Primero, debemos revisar con cuidado nuestras opciones —respondió Bartolomeo.

¿Opciones? ¿Qué opciones, Bartolomeo? ¡No tenemos opciones! El inglés nos dejó atados de manos y pies —dijo un robusto capitán desde la comodidad de su silla.

Está claro que no podemos aceptar las exigencias de ese hombre, se trata de una persona que no tiene nada que ver en esto —indicó Alejandro Díaz de pie frente a los miembros de la mesa.

La Gitana le miró con toda serenidad, aunque estaba claro que por dentro la situación era diferente. 

No creo que entiendas lo que está ocurriendo, muchacho. Hace un año pasamos por la misma situación, lo arriesgamos todo para liberar a Elena y Barboza de la horca. Muchos de los nuestros murieron, incluso perdimos territorios completos como Manzanilla, sin mencionar que fuimos acosados durante meses por la guardia costera. —La Gitana los miró a todos a sabiendas de que tenía su atención, muy en especial la de Alejandro—. Ahora aparece este hombre y nos dice que todo fue planeado por su rey con una hermandad como ejecutora, lo que nos da un indicio de la grandeza de su poder. Ellos han estado moviendo los hilos sin que nos diéramos cuenta. ¡Negarnos a cumplir con las exigencias, es una muerte inminente! 

Los piratas asintieron como señal de aprobación a lo dicho por la Gitana. 

Lo siento mucho, Barboza. Sabemos que la hija de Montaño es tu mujer y entiendo que nos has ayudado en muchas otras ocasiones, pero tendrás que aprender a vivir con ello, ya que no podemos pelear. No es una opción —dijo Pedro con un frío semblante.

Manuel Barboza dejó que su cuerpo se reclinara contra la pared después de ser golpeado por la fuerte sacudida que su vida estaba recibiendo. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que la situación estaba fuera de su control. Luego de leves argumentos, la votación inició, y sin mayores opciones, los miembros de la hermandad comenzaron a aceptar uno a uno las exigencias del corsario europeo.

Bartolomeo fue el encargado de dirigir la votación, puesto que Julia seguía negada a la difícil situación que se les impuso. Finalmente, Elena era una buena amiga. 

—Barboza, sabemos cuál será tu respuesta, pero estoy obligado a preguntar, ¿cuál es tu voto? —preguntó el pirata en su lucha por controlar lo que sucedía en la cabaña.

—Es obvio que es un no —respondió el hombre con semblante preocupado y la mirada de demonio. Por su mente circulaban suficientes ideas, todas encaminadas hacia una salida que no parecía existir. 

—Alejandro, tu turno —emitió Bartolomeo.

—¡Mi voto es un no! —respondió sin pensarlo con voz firme con la mano en la empuñadura de la espada. 

Desde un rincón de la gran cabaña, Barboza apenas si le dirigió la mirada. 

—¿Gitana? —continuó el viejo lobo de mar.

La mujer irguió el cuerpo y mostró su autoridad como un importante miembro de la mesa. 

—Estoy de acuerdo en aceptar las condiciones —soltó exhalando humo por la boca

Bartolomeo asintió a sabiendas de los pensamientos de la mujer. 

—Julia, ¿cuál es tu voto?

La pirata respiró hondo, le dolía bastante, pero consideraba que sería lo mejor para su isla. 

—Lo siento mucho, Barboza. Evidentemente, no hay alternativa, tendré que decir, sí —replicó escondiendo los ojos. 

—Y finalmente, mi voto es el mismo que la gran mayoría —agregó Bartolomeo sin retirarle la mirada a Barboza—. Espero sepas disculparme, debo votar a favor. 

Hubo un corto silencio pese a que las gargantas de todos morían por entonar lo que por su mente pasaba. 

—Bueno, entonces ya todo está dicho, aceptaremos los términos del capitán White, ¿quién se lo dirá? —cuestionó la gitana con la pipa que emanaba humo sobre su mano.

Bartolomeo volvió el rostro en dirección a Julia, tomando en cuenta que ella era la líder de la isla, estaba claro que nadie más debía transmitir la decisión de la mesa; no obstante, en ese momento, la pirata estaba sumergida en una marea de sentimientos entremezclados, hacer el trabajo sucio era todavía peor. 

—Yo lo haré, le corresponde a Julia, pero será mejor que sea yo quien afine los detalles con él. Lo haré hoy mismo porque quiero que se retire lo más pronto posible —interrumpió Bartolomeo mientras analizaba a Julia, oprimida en su silla.

—De acuerdo, caballeros. Entonces, tendremos otra reunión, donde Bartolomeo nos hablará sobre los detalles del nuevo impuesto. Julia se encargará de organizar la nueva reunión y también les voy a pedir total discreción con sus hombres. Evitemos mencionar la tercera demanda del inglés, ya que Elena Montaño de Barboza porta los apellidos de dos miembros honorables de esta hermandad, siendo una inocente atrapada en este mal mundo —amenazó la mujer con su particular voz ronca.

Enseguida, hizo un par de movimientos que apuntaban hacia la salida de la cabaña. Los piratas comenzaron a abandonar del lugar sin escándalos o barullos entre ellos, apenas si contemplaban la idea de tener que hacer los ajustes pertinentes para entregar el quince por ciento de sus ganancias a una hermandad a la que no pertenecían, además de evitar atracos a los barcos de la corona cuyas ganancias siempre eran las más elevadas.

El impetuoso temperamento de una peligrosa tormenta, amenazaba con su presencia desde el exterior de la cabaña con la lejanía del sol, que fue opacado por completo por el color negro de las interminables nubes y la velocidad del viendo que azotaba con rudeza la naturaleza de la isla. La imponente tormenta que se formó en el océano, pretendía ser la única que hiciera gozo de su grandeza. Sin embargo, esa no sería la única tempestad que presenciaría la isla del coco aquel día, pues Manuel Barboza estaba enfrentando sus propios diluvios y desastres, los mismos que el capitán White creó cuando hizo sus demandas y los mismos que la hermandad acrecentó cuando aceptaron las condiciones. Golpeado una vez más por la vida, Barboza estaba a punto de revelar la oscuridad de su alma, era solo una decisión lo que le separaba de convertirse en tormenta. 

Bartolomeo, Julia y Alejandro, observaban a Barboza luchar contra sí mismo para mantenerse sereno en medio de su infierno. 

—Manuel, eres un hombre fuerte y el amor que ustedes se tienen también lo es. ¡Se repondrán! —dijo Bartolomeo buscando darle ánimos al pirata.

—Me temo que eso no lo sabemos, capitán —respondió desde el rincón.

—Entiendo que estés molesto, pero...

—¡No! ¡Ni usted, ni nadie me podrá entender! Todos ustedes solo se han desprendido de un quince por ciento de oro, de metal, un frío metal sin vida... ¿Qué importa? Tenemos suficiente, pero ¿qué hay de mí? ¿Qué hay de Elena? Yo tengo que entregar lo más valioso que tengo, me piden que entregue a la mujer que amo, lo único en mi vida que me hace humano.

—Se trata de una sola noche Barboza —interrumpió Julia.

—En una única noche, pueden suceder cosas que se quedan para toda la vida, Julia —resolvió Barboza con la mirada en Alejandro.

La noche que Elena se entregó a Alejandro le atormentaba todo el tiempo. 

—Tenemos que decirle a Elena. Julia, porque no vas a traerla —agregó Bartolomeo.

—¡No! ¡Tú no irás por ella! Yo seré quien se lo diga, soy su marido y me corresponde a mí hacerlo, aun cuando sé perfectamente que ella se negará, por lo que no seré yo, el que la convenza y tampoco permitiré que sea sometida.

Todos asintieron con la cabeza y se pusieron de pie para salir del lugar. Alejandro aceleró el paso tratando de seguir el ritmo de Manuel, el enfurecido hombre que iba a marcha veloz. 

—Iré contigo, creo que Danielle estará con Elena. 

Por primera vez desde que lo conocía, compartían la misma opinión, tenían las mismas emociones y deseaban las mismas cosas: salvaguardar a Elena era parte prioritaria para ambos hombres. Llegaron a la cabaña y justo antes de abrir la puerta, Alejandro jaló del brazo de Barboza para evitar que este ingresará a su temporal hogar, este volteó y fijó la mirada en los ojos azules del pirata.

—Si encuentras una salida para liberar a Elena de esto, tendrás mi apoyo. 

Manuel asintió con la cabeza y enseguida empujó la puerta de su cabaña para encontrarse con Danielle y Elena. Las dos jóvenes observaron curiosas aquel extraño momento.

—¿Ya terminó la reunión? —preguntó Danielle con la incógnita en el rostro. 

—Sí, así es. Vamos, Danielle. Tenemos que irnos —indicó Alejandro extendiendo su mano para que la rubia la tomara.

—¿No fue muy breve? —preguntó de nuevo.

—Hablaremos de eso después. Debemos irnos —replicó Alejandro.

—¿Por qué no nos quedamos y almorzamos los cuatro juntos? ¿Qué les parece? —insistió Danielle.

—Una tormenta se aproxima y necesito hablar con Elena —respondió Barboza intentando hacer que Danielle entendiera que algo malo estaba pasando.

La joven miró el semblante de ambos hombres, finalmente tomó la mano de Alejandro para despedirse y salir de la cabaña. Por otro lado, frente a Manuel Barboza estaba Elena luchando por hacer caso omiso de sus inquietantes instintos.

—¿Qué sucede? —preguntó en el momento que la puerta se cerró.

—Se trata de la reunión.

—¿Hay problemas con el inglés?

Por un corto instante, Manuel considero el hecho de no decirle la verdad a Elena, tal vez si le mentía y aprovechaba la tormenta, lograría sacarla de la isla antes de que cualquiera notara la ausencia de ambos. No obstante, esa sería la última vez que ejercería como capitán y pirata. Además, sabía que apenas puso un pie a las afueras de la cabaña, el resto de los miembros de la hermandad comenzarían a vigilarlo. 

—Sí, los hay, sobre todo para ti y para mí —respondió con un tono firme. 

—Entonces, dime —dijo la mujer con un preocupado semblante.

—Elena, ¿recuerdas que te hablé de la hermandad europea? —preguntó sin acercarse a ella.

—Sí, dijiste que eran hombres peligrosos y que en su mayoría trabajaban para la corona. —Dio su respuesta y dejó de lado el tazón con verduras que tenía en la mano. 

—En efecto, son muy peligrosos y son gente en la que no podemos confiar bajo ninguna circunstancia. —Respiró hondo y continuó evadiendo los ojos cafés de su amada—. Esta tarde, durante la reunión, el inglés solicitó inmunidad para los barcos que pertenecen a la unión europea y además, quieren un quince por ciento de nuestras ganancias. Demandan que, de ahora en adelante, debemos rendir cuentas a la corona a cambio de permitirnos continuar en la piratería.

La mujer arrugó la gente, ¿por qué habrían de permitirlo? ¿Por qué los hombres de esta hermandad cederían parte de sus ganancias? Eso iba en contra de todo lo que ella conocía de la piratería.

—No suena lógico, ¿por qué lo harían? —cuestionó.

—La cacería, que comenzó hace un año, no fue causada por el secuestro de Alejandro. El mismo inglés confirmó que la corona fue quien solicitó nuestro exterminio.

—Entonces quieren el oro y la inmunidad a los barcos de la corona a cambio de no exterminarnos —aseguró Elena, observando el semblante desencajado que mantenía Barboza.

El hombre asintió a sabiendas de que ninguna de esas dos opciones causaría tanto problema como la tercera demanda.  

—Sí, pero hay una tercera demanda por parte del idiota de White —expuso con un dolor naciente en el pecho. 

—¿Cuál? —inquirió la joven sin obtener respuesta. 

El silencio por parte de Barboza, comenzaba a provocar un miedo ingobernable en el cuerpo de Elena. 

»Manuel, ¿cuál ha sido la tercera demanda? —insistió en un grito.

—¡Te quiere a ti! —soltó golpeando el mueble más cercano con su mano.

Elena entendió las palabras, luego de ver la reacción de su marido. Los ojos de la castaña se abrieron como platos enseguida de una respiración agitada que se manifestaba con cada palpitar. Al tiempo, un relámpago anunciaba el estridente sonido de un trueno a las afueras de la cabaña. Inevitablemente, la tormenta los había alcanzado, estaba prácticamente sobre ellos, alertando su llegada, fuera y dentro de la cabaña.

—¡No entiendo, ¿por qué?! ¡¿Por qué me quiere a mí, si hay mujeres en el burdel?! —preguntó alterada.

—No lo sé —expresó Barboza bajando la mirada.

—¡Pero, Manuel! ¡Tú estuviste ahí, dime algo que me ayude a entenderlo!

—El muy perro solicitó oro e inmunidad a sus barcos, porque así lo exige la corona, pero te quiere a ti para satisfacer sus malditos deseos por una noche —escupió con el rostro rojo por el coraje que nacía en las profundidades de su ser. 

Elena lo miró sin habla con el pecho a punto de explotarle.

—Si las demandas se hicieron durante la reunión, entonces tiene que ser sometido a votación. Mi padre hizo amigos que aún continúan en la mesa, podemos detenerlo —dijo ella buscando remediar la situación que amenazaba su persona.

Manuel Barboza ablandó su semblante, sabía que Elena realmente estaba desesperada.

—La votación ya se hizo: solo Alejandro y yo votamos en contra. —Le informó en un lamento. 

—¿Bartolomeo y Julia? —interrogó ella sin poder creerlo.

—Votaron sí.

—Entonces, ¿qué? ¡¿Todos decidieron por mí?! ¡¿Decidieron aceptar que sea parte de los sucios tratos de sus hermandades?! Aceptaron que me meta a la cama de ese hombre sólo para que puedan seguir... ¿Robando? —gritó con suma molestia y desesperación.

Esta vez la situación la superaba, su cabeza daba vueltas, pensaba en su padre y en los amigos de su padre, los mismos que les estaban dando la espalda.

—Lo entiendo, yo también estoy molesto, me indigna la decisión que tomó la hermandad hoy, pero después de lo de Magdalena no desean seguir peleando, la mayoría alega que apenas si sobrevivimos a los ataques de hace un año y creen que no tenemos oportunidad ante la corona o la hermandad europea. Aun así, te aseguro que no tienes por qué hacerlo y no quiero que lo hagas —argumentó Manuel con el enojo marcado en su rostro.

Elena estaba tan contrariada que ya no sabía lo que debía pensar. 

—¿Cómo lo evitarás?

—Te sacaré de la isla y luego mataré al corsario —resolvió el hombre con las manos hechas puño. 

—¡Manuel, no! —Elena se fue sobre él, sabía que en cualquier momento podría tomar un arma y perder el control—. ¡Tú has dicho que esos hombres son muy peligrosos, si lo matas será igual que habernos negado a aceptar sus condiciones!

—Tienes razón, pero asesinar y robar, es lo único que sé hacer y por ningún motivo puedo permitir que ese hombre se te acerque —indicó Barboza tomando a Elena de ambos brazos.

—Manuel, sacarme de la isla, sería darle la espalda a la hermandad y desobedecer el código, habría problemas y podrían terminar muertos, ocurriría exactamente lo mismo que sucedió en Magdalena. Una guerra se desataría y moriría gente inocente, incluso tú podrías morir.

—¡La hermandad entenderá mis razones!

Soltó a Elena y volvió la mirada a donde la amenazadora tormenta hacía gozo de su presencia.

—¡Ellos nos dieron la espalda hoy en la votación, entiéndelo! ¡Ya no significamos nada para esta hermandad! Huir será considerado traición y querrán asesinarte —alegó Elena en tono de grito.

—¿Asesinarme? —cuestionó volviendo la cara hacia su mujer—. ¿Qué más da si lo hacen? ¡Lo he perdido todo, perdí la tripulación y el respeto de mis hombres, capitanes y el de una hermandad completa! ¡Ellos vienen ahora y me piden que te entregue! ¡Elena, yo ya estoy muerto!

Para Barboza la tercera demanda del inglés era la declaración de que su carrera como filibustero estaba muerta. Aquello era igual a un atropello sobre su decaído orgullo. 

—No puedo permitir que seas blanco de su furia, Manuel. Además, yo también lo he perdido todo gracias a esta hermandad, perdí a mi padre, perdí mi libertad, no quiero perderte a ti.

—Tu padre se unió a la hermandad para proteger tu libertad y la de él —aseguró el pirata tocando el mentón de su amada. Aquella que estaba pronta a desbocar sus lágrimas. 

—¡Es que esto no es libertad, esto es no estar muerto y nada más! Tú me obligas a permanecer en este mundo donde no hay sino muerte, destrucción y oro, mi padre hizo lo mismo. Viví sometida siempre a sus decisiones sin tomar en cuenta mis deseos. Yo entiendo tus motivos para querer permanecer aquí, pero ¿tú entiendes los míos para querer salir? ¿A caso siempre estará la piratería antes que yo? Tú no estás aquí por obligación, simple y sencillamente estás aquí porque así lo deseas, estos son tus verdaderos sueños, es el verdadero Manuel Barboza es el que te obliga a permanecer aquí.

Elena se hizo a un lado, no quería sentir más el calor de Barboza en su contacto. 

—¡No lo entiendes! —reclamó el hombre con ambas manos en su cabeza. 

Pero la mujer ya estaba fuera de su control, las emociones estaban al límite. 

—¡Sí, lo entiendo! Entiendo que te sientes muerto lejos de este mundo y si tú estás dispuesto a sacrificarlo todo por la hermandad, entonces yo también lo haré —gritó en una amenaza. 

—¡Elena, te lo prohíbo! —dijo Barboza tomando a Elena de uno de sus brazos—. Es evidente tu indignación después de los últimos meses que hemos tenido; sin embargo, soy tu marido y mi primordial obligación siempre será protegerte.

—Esta vez no puedes hacerlo —agregó Elena entre sollozos.

—Lo haré, solo debo matarlo.

—¡Desatarás una guerra, Manuel! ¡Morirán inocentes, tal cual sucedió en Magdalena!

—¡Lo de Magdalena fue otra cosa! —espetó Barboza.

—¡Fue lo mismo! Y hace tiempo que soy capaz de tomar mis propias decisiones —recriminó Elena para soltar su brazo del agarre de su marido.

Después corrió hacia la puerta y se encontró con la imponente presencia de la tormenta. Afuera, aguardaba el caballo de Manuel, ella subió al animal para hacerlo galopar a toda velocidad lejos del alcance de Barboza. 

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