Capítulo 24. El Descenso
El temblor fue precedido por una oscuridad más profunda. Cada rincón de la Academia Austríaca se sumió en la negrura, elevando el estado de alerta en cada persona de aquel lugar. Las miradas llenas de interrogantes buscaban algún atisbo de sabiduría que no llegaba. El sistema de emergencia encendió las luces del recinto en el que se encontraban la mayoría de los cazadores, y Byron buscó entre todos a Augusta.
Ella poseía la sabiduría y experiencia que otros no tenían. Luchó en batallas y guerras que perdurarán en la historia de los kamikazes, y había sido conocida no solo por su belleza, sino también por su liderazgo. Augusta cerró los ojos al sentir un extraño presentimiento recorriéndola, pero con deseos de enfocarse en aquella situación, suspiró para adquirir una actitud hermética y analítica.
— Es necesario esperar y confiar —indicó mirándolos a todos con determinación, y nadie fue capaz de contradecirla. Byron asintió, más que nada para sí mismo, y ante el llamado de un subordinado se giró hacia él con interés.
— Señor, tiene una llamada en conferencia —le dijo el joven cazador, sumido en la diplomacia. Byron se tensó y sus ojos se volvieron sombríos al mismo tiempo que asentía, sin más remedio.
La pared tras él se tiñó de blanco, y tras eso, cientos de figuras se vislumbraron. Pese a los distintos orígenes e idiomas, todos tenía algo en común: la urgencia y el temor.
— Coronel Warden, bienvenido —dijeron; Byron solo tardó un segundo en reconocer que aquella voz pertenecía a Solange Zander—. Estamos reunidos para dar las últimas noticias: los ataques han cesado y las líneas enemigas se han retirado, sin embargo, eso no significa nada...
— Cazadores —proclamó una voz que obligó a todos a callar y temer.
Byron buscó en la gran pantalla alguna imagen que se uniera a la del resto, sin embargo, nada aparecía. Solo la voz que aún hacía eco en sus mentes. El corazón de Byron latía torpemente, y echó un vistazo hacia atrás, solo para observar como el resto se había unido a él. Augusta se veía inexpresiva al igual que Emer y Soren. Jarel poseía una perpetua arruga en su frente que indicaba cuan desconfiado estaba de la situación. Mientras que los más jóvenes, Marissa, Giles, Dom, Therón y Phoebe, se veían realmente preocupados y sosteniendo sus armas por si acaso la lucha se acercaba.
— Cazadores, soy el capitán general de las fuerzas generales, y estoy en condiciones de afirmar que ésta guerra ha cruzado los límites en los que el ejército terrenal puede llegar a intervenir —afirmó, e inmediatamente cientos de voces se alzaron en reclamos y quejas.
Byron permaneció paralizado ante la orden de un capitán que nunca hizo acto de presencia aunque se sabía existía y exigía que sus órdenes se respeten.
— ¡Silencio! —ordenó—. Solo lo diré una vez, guarden sus vidas porque el primer caído se encuentra sobre la faz de la tierra, y no hay ejército que pueda contra él... más que el arcángel que una vez lo derrotó —dijo con misticismo. El silencio emergió y los ánimos aplacaron, junto con expresiones solemnes.
— ¿Y qué hacemos? ¿Qué les decimos a nuestras tropas? —inquirió Byron; su voz hizo eco en cada sitio, crípticamente.
— Los enemigos volverán cuando se les ordene. Solo esperen, y resistan —sentenció, y tras agregar unas palabras en hebreo antiguo, que nadie entendió, su voz se cortó. Una correntada de murmullos se desató, y muchas de las llamadas se cortaron.
— Supongo que no queda más alternativa que dar marcha atrás —comentó Víctor Law, desde su ubicación en la Academia de Londres. Se lo veía abatido; los años parecían haberse agolpado en sus rasgos y en la mirada llena de cansancio. Movía sus dedos sobre su frente y su sien, intentando aplacar la tensión.
— Resistir no es lo mismo que dejarse vencer —insistió Solange, con actitud inquebrantable, desde Francia—. Es otro tipo de lucha, más pasiva, pero lucha al fin —agregó.
Intentando aferrarse a la esperanza, y a las palabras de Solange, Byron suspiró profundamente.
— ¿Alguna noticia sobre los chicos? —inquirió Constantin, con la preocupación recorriéndolo con molestia bajo la actitud temple. Pero no solo él estaba así, también Martín Einarsen, desde la Academia Argentina.
— Salieron en dos grupos, y aún no hay novedades —respondió Byron. Tanto Constantin como Martín asintieron sombríamente—. En el momento en que sepamos algo, se los comunicaré. ¿Se sabe algo de los demás? —preguntó Byron, crípticamente, ya que no estaba solo para hablar libremente acerca de la Sociedad Fantasma.
— Bernardo, Aurora, Gianella y Corney están liderando las filas terrenales, mientras que Vicente se encuentra aquí —respondió Constantin.
— ¡Cuida a mi pequeña, Byron! Puede que no vea pero te encontraré si es dañada —el grito de Vicente se alzó tras Constantin, y todos sonrieron. Incluso Constantin con su mesura y Marissa, con su falsa actitud de frialdad. Ella intentó mostrarse inalterable, aun cuando se escondía detrás de Giles para no ser vista llorando.
— Ella está a salvo, amigo, te lo prometo —le aseguró Byron, con la mente en sus amigos y en la mujer que ocupaba su corazón desde el día en que la conoció.
En momentos como esos, se daba cuenta que tendría que haberse arriesgado más en su juventud y adultez, y no haber dejado pasar tantos años para reconocer sus sentimientos. Cerró los ojos y se dijo una vez más que todo estaría bien; Gianella era una Geert, astutos y ágiles, y podría vencer cualquier situación. Incluso al apocalipsis.
El silencio se instaló suavemente, y otro temblor repercutió salvajemente. Hubo cruces de miradas, y las luces amenazaron con ceder.
— Resistamos —dijo Martín, con voz de mando, inflexiva, impidiendo darse por vencido.
Protegiendo su rostro bajo su brazo de la ferocidad del viento, elevó sus ojos hacia el cielo lleno de densas nubes. Algo había cambiado; podía sentirlo en la piel y sus huesos que tenían cientos de años. Descendió su mirada y la posó a su alrededor. Ella junto con Ragnar, Norbert, Demyan, Hamish e Ethan, se encontraban en un círculo protegiéndose las espaldas del ataque enemigo. Pero el enemigo había cedido su ataque y se encontraba de pie, a metros de ellos, a la espera de algo.
— ¿Se están yendo? —inquirió Demyan, volteándose hacia cada dirección. Sostenía su espada con fuerza e desorientación.
— Están siguiendo el llamado —respondió Ragnar luchando contra el presentimiento que le erizaba la piel. Emitió un grito de impaciencia y catarsis. Sus irises se tornaron dorados por una fracción de segundos, y posó sus ojos en Hamish.
Él también sintió un escalofríos recorrerlo, y una voz en su mente que le indicaba que era hora de despertar la faceta que dormía en su interior y que siempre había corroído su sangre. La herencia Dunstan tiñó los ojos celestes verdosos de Hamish, y se encogió sobre sí mismo, incapaz de repeler esa fuerza que lo obligaba a ceder a su lado salvaje y primitivo. Tanto Ethan como Norbert se alejaron unos pasos de él para evaluarlo precavidos y dándole paso a Ragnar.
— Escucha mi voz —le indicó Ragnar, sosteniéndole el rostro para obligarlo a mirarlo a los ojos—. No cedas, lucha contra el sentimiento, no dejes que te gobierne. Escucha mi voz Hamish y no te alejes, no sigas lo que te ordena el resto —la voz de Ragnar sonaba firme aunque ocultaba un poco de inseguridad. Hamish se movía convulsionante y cuando parecía entrar en un trance, Ragnar lo obligaba a despertar.
— ¿Qué... me... está... sucediendo? —preguntó con sus dientes bien apretados y los ojos enrojecidos.
— Estas recibiendo el llamado del primer caído, para que te unas a él —respondió Ragnar, luchando internamente contra el mismo sentimiento.
— Eso quiere decir que... —las palabras de Runa murieron en sus labios, y la expresión de dolor de su hijo le confirmó sus malos presagios. Su expresión se transformó en horror, y selló su boca con sus manos para evitar gritar del dolor.
Hamish se contorsionó del sufrimiento y el dorado de sus ojos se volvió más intenso. Ragnar se dio cuenta que las palabras no estaban funcionando, y se encargó de estabilizarse él mismo para poder ayudarlo.
— Sosténgalo —indicó Ragnar; Ethan y Nobert se encargaron de inmovilizarlo con maestría—. Hamish, esto puede que duela. Lo siento —murmuró torciendo sus labios en una mueca de desagrado, y posó sus manos en el rostro de él para meterse en su mente.
Recuerdos, voces e imágenes giraban caóticamente, y Hamish gritó del dolor en el instante en que Ragnar se metió en su conciencia, buscando y seleccionando tanto pensamientos como emociones que lo ayudaran a buscar estabilidad, y lo alejaran del camino hacia el infierno. «Aférrate a lo bueno, y no alimentes el mal. Solo déjalo ir» la recomendación de Ragnar hizo eco en su mente y Hamish comenzó a llorar imperceptiblemente ante la seguidilla de imágenes de su madre, su padre y sus hermanos. Su infancia y adolescencia transcurrieron en segundos, y cada momento de felicidad que había vivido, permanecían grabados a fuego en su conciencia. «Eso es, libérate» dijo Ragnar, viendo imágenes a un Hamish niño jugar con sus primos y amigos.
El dolor por la pérdida de su madre, la distancia con sus hermanos mayores, la frialdad de su familia, y la falta de confianza en los demás, estaban siendo poco a poco liberados. El rencor y el dolor que se mezclaban con la furia, comenzaban a ceder poco a poco para ser reemplazados por una suave tranquilidad que lo liberó.
La sensación de pesadez se fue atenuando y las voces que chocaban como kamikazes contra su mente desaparecieron. Hamish abrió sus ojos y colisionó contra el suelo, volviendo a la normalidad, mientras que Ragnar se sentaba con pesadez, por el cansancio.
— Ha terminado —susurró, trayendo alivio al resto.
Pero la tranquilidad no duró mucho...
— ¡Con que aquí es que se encuentra el otro emperador! —exclamó una voz vibrante y melódica, que incitó a todos a voltearse. La sonrisa del primer caído se incrementó a medida que sentía la sorpresa e incredulidad. No había más placer para él que hacer entradas triunfales— ¿Qué pasa? ¿Acaso no me esperaban por acá? —inquirió con falsa inocencia; sus ojos dorados resplandecieron bajo la noche con crueldad y tiranía.
Hamish y Ragnar se pusieron de pie inmediatamente, adquiriendo una actitud defensiva como la del resto. Runa gruñó iracunda y sus ojos plateados se oscurecieron tenebrosamente. Lucifer posó los ojos en ella y en Norbert con diversión, y su sonrisa se curvó con desdén.
— Los descendientes de Miguel, siempre tan aguerridos como él —murmuró poniendo los ojos en blanco, mientras se acercaba a ellos a paso lento. Toda su actitud emanaba una soberbia elegancia que resultaba inigualable, y es que por algo él era el príncipe del infierno caracterizado con ese pecado.
Intentó verse casual, acomodándose el saco de su traje negro a medida, y peinó su ennegrecido pelo. Cuando se detuvo a unos pasos de ellos, suspiró bruscamente y les dedicó una mirada recelosa.
— ¿Acaso no van a decir nada ante mi presencia? He pasado millones de años esperando el momento de salir para poder tener una perfecta discusión, y se quedan callados a la espera de un monologo. No es que no goce con mi propia voz pero, esperaba algo más —comentó con desilusión.
— Yo también esperaba algo más del primer caído —murmuró Demyan sagazmente. Lucifer entrecerró sus ojos sobre Demyan, intentando generar algún tipo de influencia sobre él, pero sus rasgos se llenaron de indignación cuando se dio cuenta que algo parecía protegerlo—. ¿Qué paso? ¿El truco no te salió? —inquirió Demyan con provocación y una sonrisa socarrona, mientras elevaba su mano y le mostraba el dedo medio, donde descansaba el anillo que Caleb le había prestado.
Lucifer se mostró enfurecido al ser tratado con desdén, y movió sus manos con brusquedad para repeler a Demyan lejos de su presencia. Demyan tensó su cuerpo y buscó la forma de luchar contra la fuerza que lo alejaba, hasta que Ragnar atacó inesperadamente a Lucifer y la presión sobre él desapareció.
— Tu vida me pertenece Emperador, yo te creé y yo te mataré —exclamó el primer caído respondiendo al ataque. Ambos se acercaron a toda velocidad; golpes y trucos iban de uno hacia el otro, sin dar el resultado necesario.
De pronto, Lucifer aprisionó a Ragnar y haciendo emergerse un par de alas negras, y tomando vuelvo lo golpeó hasta la inconciencia para luego dejarlo caer lentamente hacia una muerte dolorosa.
— ¡Ragnar! —gritó Runa con lágrimas bañando su rostro sucio y sangrante. El sufrimiento y el miedo se arremolinaron en su expresión, y emprendió una carrera hacia el sitio en que su hijo caía abismalmente—. Ragnar, reacciona —imploró con todas sus fuerzas, observando el cuerpo tomar cada vez más velocidad, tropezó con sus propios pies y gritó demencialmente.
Ragnar abrió sus ojos inmediatamente, ante el grito de pánico. Evaluó su alrededor en una fracción de segundos, y al siguiente instante, estaba buscando estabilidad para poder levitar. Una pequeña mueca de victoria curvó sus ojos, y contempló al ángel que una vez había sido el preferido de Dios. Hermoso y soberbio, lo observaba unos cuantos metros encima de él, con actitud férrea y mirada dorada.
— Vas a necesitar más que unos cuantos golpes para matarme —insistió Ragnar, y descendió su mirada hacia su madre que le sonreía tristemente entre lágrimas. Él intentó mostrarle tranquilidad con una suave sonrisa, y volvió a enfrentarse al primer caído.
— Tú no eres nada —susurró Lucifer, transformándose en una cegadora luz blanca que se acercaba hacia Ragnar a toda velocidad. Aun suponiendo lo que le esperaba, Ragnar se preparó para resistir pero antes le recordó a su madre cuando la amaba y le agradecía a pesar de todo.
— No, Ragnar —suplicó una vez más Runa, ya sin poder luchar contra el dolor de ver perder a un hijo. Llevaba demasiados años sin poder acostumbrarse a haber perdido a su familia y al hombre que amaba, y no podría perder a alguien más.
Runa secó sus lágrimas, y se apresuró hacia el lugar donde descansaba el arco junto a las flechas de Ragnar. Se dijo a sí misma que debía intentarlo, y junto a Hamish, disparaban flechas en dirección a la estrella fugaz que estaba a punto de colisionar con Ragnar. Continuaron disparando y Ragnar permaneció a la espera del ataque, hasta que la luz se volvió más cegadora hasta que no vieron más nada.
Todo era silencio a medida que la luz, que convirtió la noche en día, fue cediendo. La agitación e incertidumbre vibraban en el aire. Y poco a poco la escena se fue haciendo más permeable a la vista de todos.
Runa se negó en un primer momento a ver el desastre en el que había sucumbido la tierra, pero luego se dijo a sí misma que debía enfrentarse a lo que sea. Abriendo sus ojos, se encontró con Hamish intentando protegerla mientras los demás estaban encogidos sobre sí mismos. Buscó a su hijo en la superficie, sin querer pensar en la idea de que estuviese muerto, hasta que elevó sus ojos y lo identificó levitando.
Estaba sano y salvo tras la muralla que habían creado un grupo de seres que no eran nada más ni nada menos que ángeles. Quizás podría haberlo dudado, pero no había excusas, cuando los veía levitar con sus alas desplegadas y el aura de serenidad. Eran seis: dos hombres y cuatro mujeres, que protegieron a su hijo de una muerte segura.
— ¿Me llamaron? —preguntó un ser que emergió de la nada, en medio del grupo, y al ver los ojos dorados de Lucifer, todas las dudas se extinguieron.
— Caleb, bienvenido —canturreó el primer caído al verlo con el grupo de ángeles; pese a la actitud despreocupada, se evidenciaba la ira y decepción en su semblante.
Caleb no respondió. Sino que continuó mirándolo con furia y rencor. En su mano descansaba su lanza repleta de inscripciones celestiales, al igual que las armas de los demás. Yetsye se encontraba a uno de los lados de Caleb, vestida con un uniforme militar, el pelo recogido en una trenza que dejaba al descubierto con rostro andrógino de ojos plateados blanquecinos; en sus manos se encontraban un par de varas creadas con el material más fuerte y resistente. Eitana flanqueaba el otro lado de Caleb; ella poseía la actitud y sabiduría de una guerrera que la convertían en el ángel de la guerra, con su espada como arma. Arelí y Selimá eran las más pequeñas pero eso no significaba que fuesen débiles; la primera estaba junto a Yetsye tensando el arco entre sus manos, aguardando el momento para disparar, y Selimá se encontraba entre Eitana y Ehud, viéndose imperturbable con su látigo. Xoan y Ehud dejaron de lado la diversión y despreocupación que solían caracterizarlos. No había nada de sonrisas ni de diversión. La sobriedad opacó sus miradas, y eran capaces de cualquier cosa si la vida de las personas corría peligro. El arma de Xoan era una ballesta de oro pulido y Ehud poseía una jabalina creada especialmente para ser rápida y precisa.
Una sonrisa arrogante curvó los labios de Lucifer ante el círculo de ángeles de Miguel, y en un grácil vuelo, estuvo a pasos de ellos.
— ¿Piensan derrotarme? —preguntó cantarinamente, viéndose siniestro bajo la apariencia de tranquilidad—. Solo son un grupo ángeles menores —indicó con sarcasmo—. Yo fui un arcángel, el mejor, y ahora soy el amo del infierno. No son nada, en comparación mía —se regodeó sin ningún gramo de humildad.
Caleb sonrió suavemente, y negó con lentitud.
— Puede ser que nosotros no seamos nada, pero él sí —sentenció Caleb crípticamente; sus ojos como onix flamearon con la promesa de justicia. La sonrisa de Lucifer desapareció, y la soberbia de sus ojos fue reemplazado por algo más. Quizás temor, porque quien lo derrotó una vez, venía por él...
Una potente tormenta comenzó a fluir encima de ellos, tras la extraña luz que iluminó el cielo. Caleb había desaparecido y eso no traía nada bueno. La muerte de Valquiria aún resultaba irreal, y Lena continuaba acariciando el rostro de su hermana a la espera de que reaccionara. Pero nada la traería de vuelta. El llanto volvía a emerger en Lena mientras la abrazaba con fuerza, y Leo estaba a su lado, buscando fortaleza para ella y para sí mismo.
El sonido de un rayo estrellarse en las cercanías, los hizo temblar y temer. Todos estaban demasiados emocionales, y no podían mantener sus cabezas frías para continuar con la batalla, porque para ellos, la guerra se había perdido con Valquiria. Otro rayo le siguió. Y a éste, otro más. La piel se les erizó, y el temblor repercutió en sus corazones dañados. Una fuerte energía se apoderó del lugar y los sentidos de todos se sintieron alertas. Reuniéndose para protegerse de lo que fuera que se aproximara, observaban con sigilo los alrededores y custodiaban el cuerpo de Valquiria.
— Me imaginé mucho mejor este sitio —hizo eco una voz burlona, que sonaba juvenil.
— Tú solo ves lo que quieres ver —se quejó otra voz masculina.
— Dejen de pelear, que tenemos trabajo que hacer —dijo una tercera voz, llena de autoridad.
Lena intercambió miradas con Leonardo, que se veía tan desorientado como ella. Newén y Viridis tampoco tenían idea de lo que sucedía, mientras que Joshua parecía ir atando cabos de a poco.
— Oh, perdón señor —replicó la primera voz, con burla, y tras eso, retumbó una risa estruendosa.
— Tú haces trizas los planes y te metes en problemas, y luego soy yo el que tiene que arreglarlos. E incluso así, sigo quedando como el malo de los tres —dijo la voz quejosa.
— Ay, por el jefe, deja de quejarte Gabriel. ¡Ya no te soporto! —exclamó la primera voz, entre seria y divertida.
Los ojos de Lena se expandieron son sorpresa, y contuvo la respiración por si acaso eso hacía un cambio en que pudiesen ser identificados. A pesar de que las voces se oían lejos, Lena pudo vislumbrar parte de los tres seres que caminaban entre la oscuridad con soltura. Eran tres hombres que lucían un tanto desencajados, con sus vestiduras hechas para pelear y protegerse. Uno de ellos se veía joven, con la tez morena y pelo cortado al ras; su actitud era despreocupada con una permanente sonrisa confiada. Al siguiente que Lena observó, lo notó tenso y frustrado; era un poco más alto que el anterior, y su piel olivácea incrementaba la oscuridad de su pelo un tanto largo. Y con el tercero, Lena no necesitó suponer quien podía llegar a ser. Alto y de cuerpo bien formado, aquel sujeto lucía como un vikingo; el pelo era rubio claro y su rostro pálido estaba contorsionado por la preocupación y el tormento.
A pesar de que no podía ver sus ojos, suponía que eran grises plateados. Como los de su hermana, y como los de ella.
— Rafael —dijo con advertencia el que se veía como un vikingo, y se detuvo repentinamente. El asombro se vislumbró en su expresión, y se tensó inadvertiblemente, desapareciendo súbitamente.
Lena se mantuvo quieta, implorando internamente que nadie se moviera y no llamaran la atención, pero una figura imponente se materializó frente a ella y gritó con espanto.
— Lo siento, nunca me destaqué en ser sutil —comentó el gigante rubio, que no era otro que el arcángel Miguel. Había cierta culpa en su mirada y en su semblante. Lena parpadeó anonadada, al igual que el resto, y solo pudo mirarlo con incredulidad.
— Sí, y eso te ha metido en grandes problemas. ¿No crees que sea tiempo de intentar hacer algún cambio al respecto? —inquirió otra figura que apareció repentinamente. El chico moreno le sonrió a Miguel con suficiencia, y éste solo lo miró con impaciencia.
— Rafael, cállate. Ni siquiera sé por qué has venido —murmuró el arcángel Gabriel. A pesar de todo lo que se decía, Lena no lo veía como el malvado e inclemente de los tres. Solo un poco más huraño.
— Es que estoy aburrido —Rafael torció sus labios con disgusto, y posando sus ojos en Lena, le sonrió con simpatía. Sus ojos eran negros como gemas.
Gabriel suspiró con resignación, y pasó sus manos por su pelo, despejando su rostro y dejando al descubierto sus ojos que brillaban, de color violeta. Y en su vestimenta, resaltaba el relieve de un lirio. Mientras tanto, Miguel continuaba contemplando a Lena con quietud. Se veía rígido y analítico, y su mirada se desvió involuntariamente hacia el cuerpo de Valquiria, que reposaba con serenidad. Cerró los ojos y respiró hondo, como si acaso lo necesitase.
— Siento mucho las consecuencias de mis elecciones —dijo con cuidado, sintiendo la culpa carcomer su conciencia, como lo llevaba haciendo durante cientos de años. Rogaba por un perdón que no sabía cómo encontrar.
El arcángel Miguel, jefe y creador de ejército celestial, comandante de las fuerzas del cielo y su antepasado, le estaba pidiendo su perdón. Lena parpadeó para alejar las lágrimas y se irguió buscando fortaleza. Aquella guerra y el destino de su familia se habían desencadenado por sus acciones, pero, ¿Quién era ella para juzgar a los demás cuando ella misma también había cometido errores, y quizás los cometería en el futuro?
— Yo también lo siento, pero lo hecho, hecho está —susurró por temor a que su voz sonara quebradiza. Miguel sonrió con tristeza, y asintió.
— ¿A qué han venido? —preguntó Newén, con torpeza.
— A remediar mis errores —respondió Miguel sentencioso.
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