Alitas verdes
ONGAMIRA
Año 1574
La mañana en que Onga se encontraba en lo alto del Charalqueta, presenciando los arañazos de luz que el alba le propinaba a las cumbres rocosas, recibió de boca de sus jóvenes guerreros, la revelación de que sus tierras habían sido invadidas por extraños hombres descoloridos cuyas armas escupían fuegos estruendosos provocando destrucción a su marcha. Entonces supo que detrás de aquello vendrían momentos miserables.
Sin embargo, ni la más retorcida mente habría de imaginar lo que el destino había dispuesto para ellos.
A partir de ese momento el pueblo Comechingón sería azotado por una bocanada de exterminio y desolación que se encontraba agazapada y lista para dar el zarpazo.
Ellos ya sabían por boca del pueblo Sanavirón que los «desteñidos», arrasaban, quemaban, saqueaban y destruían tras su paso.
Sanavirones y comechingones eran tribus rivales entre sí, pero frente al intruso desconocido, las enemistades quedaron reducidas a un solo sentimiento, y ese no era otro más que defender hasta la muerte, su cultura, sus tierras y su gente.
Onga, último curaca de los comechingones, convocó a Yaco, su hijo mayor y ambos reunieron al clan para urdir un plan de defensa ante el invasor.
La angustia se removió en Yaco como una urraca inquieta dentro de su pecho.
Los oscuros pensamientos se le atascaron en la mente temiendo revelar aquello que empezaba a convertirse en una maraña de sombras.
Yaco, el joven guerrero de los comechingones, vibró tan bajo que permitió que sus miedos danzaran libres entre el desasosiego y la anticipación.
Yaco, Quilla e Inti
La apariencia física del comechingón, ante los ojos del invasor español, resultaba agreste, salvaje y muy diferente a los que ya conocían. Éstos eran altos, esbeltos y los únicos barbados que habían visto en toda América.
Pero Yaco, no.
Él era un comechingón peculiar.
Yaco era lampiño. Sobre su tersa piel de aceituna, a contraluz, una pelusilla morena bailaba encima de sus mandíbulas.
Con tan solo veinte giros alrededor del sol, él era un ser feliz y lo era aún más, cuando podía ver su propio reflejo en los enormes ojos de su pequeño hijo, Inti.
Yaco, Quilla, su mujer e Inti, habitaban entre los relieves pedregosos de arenisca rojas que fueron modeladas por las lluvias y los vientos desde el principio de todo y antes de la nada.
Inti solo tenía ojos para su mamá, la menuda joven de tupido flequillo y largo cabello al que adornaba con vinchas de cuero y lana.
Ella llevaba cada mañana a su retoño hasta la ladera de la zona de los pajaritos, a donde recolectaban gran variedad de hierbas y frutos naturales que más tarde le servirían de medicinas.
Con una mente inquieta y manos hábiles, Quilla hablaba en silencio con los animales y las flores.
Ella había heredado de su madre y de su abuela la sabiduría escondida en las plantas y en las semillas.
Preparaba ungüentos e infusiones tibias porque sabía que el espíritu del paico* revivía cuando este llegaba a algún hígado desconsolado, producto de los espasmos.
Las ñustas* de la tribu, recurrían a Quilla para que les preparara tecitos de suico*, un yuyo para los dolores de estómago, en los días en que ellas navegababan por su ola carmesí.
Las flores amarillas del suico tenían un aroma inconfundible, las ñustas lo usaban como perfume y los colibríes para hacer su danza de gametos yendo a una y a otra y a otra flor.
Una de ellas es la nariz de Inti.
Sí, por extraño que pareciera el colibrí más pequeño de alitas verdes nacaradas, volaba como loco al verlo llegar y se posaba sobre el hociquito del niño haciéndolo reír a carcajadas.
Cada mañana, mamá e hijo regresaban a su hogar con las alforjas llenas de semillas, hierbas y flores.
Y ella ponía su magia en movimiento para hacer que los poderes de la valeriana en flor sacara corriendo los dolores de cabeza.
Quemaba naranjas con sal para darle pelea a lo que fuere «eso» que provocaba que la gente estornudara y le saliera agua de las narices.
Pero la especialidad de Quilla, sin dudas, era el api*, una deliciosa y espesa bebida que elaboraba con canela, harina roja, agua y clavo de olor.
Cada vez que ella preparaba el delicioso brebaje, le resonaba la hermosa voz de su compañero halagando sus dotes de cocinera.
—Me enamoraste con tu api —comentó Yaco el día que decidieron que compartirían techo, lecho y corazones.
Se amaban desde la niñez, pero cuando la adolescencia reventó en sus cuerpos, solo hizo falta que Yaco pronunciara cuatro palabras para unirse en cuerpo y alma.
—¿Quieres ser mi luna?
Poco tiempo después, Inti, un retoño de piel tostada abrió sus ojitos a esta vida para convertirse en el sol de la familia.
Aquel día en que Onga y sus guerreros marcharon tierra abajo a enfrentar al enemigo, Yaco se encontraba a la vanguardia de la huestes, con su cara pintada con pigmentos que Quilla había preparado para todos ellos.
Caras de guerra, mitad roja y mitad negra.
Los comechingones no basaban su cultura en las guerrillas pero a la hora de defender lo propio, eran valerosos combatientes.
Del lado opuesto, a mando de Blas de Rosales, un fiel encomendero del fundador de Córdoba, Jerónimo Luis de Cabrera, los invasores habían llegado al territorio de Ongamira para rapiñar los minerales de la zona.
Pero para Blas, tal como las escasas letras de su nombre, escasa también sería su estadía en las tierras rojas del valle.
Los comechingones le dieron muerte rápidamente y esa noticia se esparció como reguero de pólvora.
Yaco y sus compañeros acorralaron a la facción española logrando hacerla retroceder para desmantelar más tarde el ala invasora instalada en Escobasacat.
Pero una enorme tropa conquistadora llegó para aniquilar a los valientes guerreros comechingones que aunque lo intentaron por todos los medios, armados con piedras y lanzas, les fue imposible resistir a las armas de fuego atronadoras.
Y allí quedó la sangre y la vida de Yaco junto a la de cientos de sus compañeros.
Cuando la angustia se alojó en sus tripas, supo que sus días habían llegado a su fin.
Herido de muerte, y antes de dar su último suspiro, observó en silencio uno a uno, los rostros barbados de sus valientes compañeros que amaban estas tierras, a sus mujeres y a sus niños y en un susurro casi imperceptible se encomendó al mismísimo Yastay, protector de la montaña, y le entregó su vida en sacrificio para que Inti y Quilla no sufrieran.
Cerro Charalqueta
19 de diciembre de 1574.
Los habitantes originarios, alertados por uno de los jóvenes que había logrado escapar de la matanza, abandonaron sus cuevas y corrieron a buscar refugio en lo alto del Charalqueta con la esperanza de evitar el ataque de los hombres pálidos.
Pero éstos llegaron rápidamente a caballo y atacaron sin piedad a hierro y pólvora, ultimando a la postrera porción de varones de la aldea. Más de mil ochocientos nativos fueron asesinados y otros fueron capturados para ser esclavizados.
Pero la muerte y el martirio que había violentado el cerro no se detuvo allí.
En masa, corrieron a la vera del peñasco.
Quilla, con Inti en sus brazos, sintió la mano de Amaru, su madre rodear su cintura para posicionarse a su lado con su hermanita a upa*.
Los siete hermanos de Quilla habían dejado sus vidas en el enfrentamiento.
Siete. Siete hermanos, siete hijos.
El vientre vacío de Amaru se retorció ante la pérdida. Y ahora se encontraba a punto de dar fin a sus días, sosteniendo las manos de sus dos hijas.
Quilla había perdido a Yaco, ya todo carecía de sentido.
El invasor les pisaba los talones.
Abrazó a su hijito y sintió el soplido del viento pampero sobre su cara.
—Deja a Inti en el suelo. Vamos hija, déjalo. Tómalo de la mano y levantemos los brazos —Le decía Amaru casi como una súplica.
—Nuestros brazos al viento —gritó— Nuestras alas desplegadas para volar al encuentro de nuestros hombres —vociferaba, Amaru, entre lágrimas que se secaban en el instante mismo en que salían de sus ojos por la fuerza del viento en altura.
—Recíbenos, Yastay, cobijanos en tu regazo.
Las cuatro almas levantaron sus brazos mientras a su alrededor, mujeres, ancianos y niños se arrojaban al vacío con tal de no caer en manos enemigas.
Quilla soltó la mano de su madre y volvió a tomar a Inti en sus brazos, ella no se iría de esta vida sin tener a su bebé sobre su pecho.
—Mírame Inti, mírame a los ojos.
El nene la miró.
—¿Te acuerdas del colibrí que le gustaba tu nariz?
—Sí, mami.
—Hoy seremos como él. Hoy volaremos con nuestras alitas verdes para reunirnos con papá entre las flores.
Confía en mí, Inti. Abrazame fuerte y cierra tus ojitos.
Amaru imitó la acción, alzó a la hermanita de Quilla y la cobijó con sus brazos.
Las pupilas de Quilla y Amaru se encontraron por última vez en esta vida, cerraron los ojos y se echaron a volar.
Aquel macizo de roca, testigo del suicidio colectivo más masivo de la historia del interior de la Argentina se convirtió en el cerro de dos nombres.
El Charalqueta que significa cerro de la alegría en el idioma originario, comenzó a llamarse, luego de la tragedia, Colchiqui, que significa manto de sangre.
Ongamira llamada así en homenaje a su último cacique Onga, fallecido en combate, es uno de los lugares más enigmáticos del valle de Punilla.
La huella dejada por el choque de culturas puede, hasta el presente, respirarse en las cuevas rojas, hogar de Quilla, Inti, Amaru, Yaco, Onga y otros tantos miles de hombres y mujeres que sabían que esas tierras que, les pertenecían por derecho propio, era su morada, su refugio, su lugar para soñar.
FIN
Publicado el 14 de mayo de 2022.
Glosario
Curaca: cacique comechingón.
Quilla: Luna.
Inti: sol.
Ñustas: jóvenes.
Paico: planta vivaz aromática, que se usa como condimento y como planta medicinal.
Suico: Hierba de hasta un metro de altura, de hojas compuestas y flores amarillas; a la infusión de sus hojas se le atribuyen propiedades medicinales. Sus flores amarillas tienen un aroma
característico e inconfundible
Api: (del quechua api, 'mazamorra', 'colada') es una bebida típica en las regiones altiplánicas del Perú, Bolivia y Argentina. Se elabora a partir de granos de maíz morado, lo que le otorga su característico color.
Yastay: deidad, hermano del viento, hijo de la Pachamama. Las principales deidades de los indígenas de esa zona, eran el Sol y la Luna, creadores de todo lo conocido, generadores de luz, alimento y protección.
Upa: En brazos. Elevar algún peso, generalmente referido a niños/as.
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