Terror. Crees conocer esa palabra. La has leído, escuchado, saboreado; te has regocijado en sus mil y una caras. Incluso has sentido como una minúscula parte de su poder te atravesaba las entrañas. Y, sin embargo, no conoces el auténtico Terror, aquel que anida en los rincones más oscuros del corazón, aquel que asciende como un Dios inmisericorde para destruir y subyugar, aquel cuya presencia te arranca la cordura de un zarpazo y te convierte en una pulsante masa de carne, ciega y estúpida.

Cuando era joven y mi alma todavía no había sido corrompida hasta el tuétano yo también creía conocerlo. Estaba imbuido con la enfermedad propia de la juventud; la plenitud física, el sentimiento de invulnerabilidad, la creencia de que el mundo se doblegaría a mi paso... y el amor, ese dulce veneno que nos mata con una pútrida sonrisa.

Por mi amor me embarqué en una cruzada para derrotar al Terror. Y él siempre estaba en mi camino, acechando como una legión invisible de demonios. Lo veía tras los ojos de los moribundos, hacinados en ciudades azotadas por enfermedades y hambrunas. Lo encontraba en batallas descarnadas, oculto entre los alaridos de los caídos. Lo hallé en los silenciosos cementerios y mausoleos, caminando como amo y señor de todo lo que puede morir.

Finalmente, regresé derrotado al hogar, solo para recibir el abrazo lívido y frío de mi amor. Solo para recibir la caricia de unos pálidos labios.

Hasta ese momento había buscado al Terror, pero había sido al regresar cuando él me encontró a mí.

—Ahora me conoces, amigo mío. Por fin me conoces de verdad. Coge mi mano y se mis ojos. Arrodíllate ante mí y se mi voluntad.

Y al clavar la rodilla en la tierra el Terror llenó los huecos muertos que yacían en mi interior y me bautizó como Tenebrae.

—Ahora es preciso que sacudas tu pereza —me dijo el Maestro—; que no se alcanza la fama reclinado en blanda pluma, ni al abrigo de colchas.

Desde entonces extiendo el deseo de mi Maestro, busco carne para alimentarlo, busco carne para servirlo.

No dejo de sonreír mientras hablo contigo. No puedo evitarlo porque todavía no me crees. Has leído las palabras y sigues pensando que se trata de un cuento trivial, el relato de un escritorzuelo. No quieres admitir que estas palabras son la pura y simple verdad, porque esa opción es demasiado inquietante, demasiado desquiciante en su conclusión. Pero tú sabes que nos hemos encontrado antes, te he tocado en la intimidad de los sueños y puedo volver a ellos cuando se me plazca.

Mientras meditas sobre mis palabras, dime, si te diera a elegir, que opción tomarías: ser la carne con la que se alimenta o la carne que le sirve.