El mundo era por entonces muy diferente del que tú conoces; al menos en apariencia.

Pero hay ciertas cosas que han perdurado, inalterables en su esencia. Me refiero a las sombras que reptan bajo vuestra piel, tras las máscaras de muecas y el caprichoso aliento que escapa de los labios. Desde el principio de los tiempos las habéis temido en sus infinitas formas y para libraros de ellas las habéis compartido en forma de historias, cómplices en las pesadillas, creyendo así que podríais vencerlas cuando en realidad lo que estabais haciendo es alimentarlas, fortalecerlas.

Y el antaño cazador, convertido en un exiliado entre los vivos y los muertos, aprendió a existir gracias a vuestro miedo. Cuando la oscuridad derrotaba la luz y las puertas se cerraban y las frágiles velas titilaban temblorosas él elegía a su víctima. Se acercaba como un amante primerizo, observando a través de las ventanas, deslizándose hasta acariciarle la piel mientras dormía, cerrando las garras alrededor de su cuello y, finalmente, permitiendo que cuando la víctima abriera los ojos y los cruzara con los suyos pensara que todo era una terrible, vívida y asfixiante pesadilla.

El día sucedía a la noche y con los rayos del sol el temor se disipaba... hasta el ocaso. Entonces, el recuerdo de la noche anterior parecía más real. Así, cada noche, cada víctima, servía de alimento al cazador que acechaba al otro lado del cristal.

El mundo era entonces muy diferente, pero hay cosas que han perdurado. Como las ventanas a través de las cuales puedo observarte.