Capítulo 10
Loreto:
Llevo media hora caminando bajo un implacable sol invernal, mi cabello se pega sobre el sudor de mi frente y las volantinas de mi falda larga se enredan en mis piernas acaloradas. Deshago el moño que mantiene sujeta la parte superior de mi blusa, mi bolsa parece haber adquirido una tonelada de peso de más. Jamás creí que extrañaría mi estúpido auto. Despotrico mentalmente contra el profesor de ciencias y su excelente sermón respecto a la importancia de reducir el uso del auto. Decido convertirme en una amiga del medio ambiente, y éste me agradece intentando matarme asada. El rugido de una motocicleta pasando a toda velocidad cerca de mí, me hace pegar un salto. La máquina es plateada y el hombre que lo conduce es un cabrón. Sigo mi camino con la cabeza en alto, fingiendo que el calor no me está matando y que mis labios secos son lo más normal del mundo. La motocicleta da una vuelta ilegal en la calle de un solo sentido, se acerca a toda velocidad antes de detenerse con un chirrido melodramático.
—Te ves horrible —comenta Elías, deshaciéndose del casco.
Su cabello rizado se ha pegado sobre su cabeza, luce como un borrego a medio trasquilar.
—Gracias —ladro, sin detenerme más tiempo.
—¿Quieres que te lleve a casa? Parece que vas a desmayarte en cualquier momento.
—¿Qué les pasa a todos ustedes queriendo llevarme a casa? —Exclamo, hecha una furia—. ¡Soy completamente capaz de llegar sola a mi puta casa! No necesito de un jodido caballero andante, maldita sea.
—¿Todos? —Ríe—. ¿Estás drogada o se trata de un golpe de calor? Loreto, solo estoy yo.
—Es invierno, no puedo sufrir un golpe de calor en invierno.
—Pues tu cara y tus delirios dicen todo lo contrario —Sigo caminando, haciendo caso omiso a sus provocaciones—. Vamos, Loreto. Ya sé que cometí un error, no seas rencorosa.
Detengo el paso y doy media vuelta para encararlo.
—¿De qué hablas? —pregunto.
Elías camina el par de metros que nos separan, con el casco colgando de su mano izquierda mientras rasca su nuca con la derecha.
—Ya sé que no eres lesbiana —explica, encogiéndose de hombros. Cruzo los brazos sobre mi pecho, mirándole con severidad—. Resulta que vi a tu chica besándose con el arquitecto Silva.
—Agh, eres repugnante —arrugo la nariz con desprecio—. Además de que tu comentario resulta por demás homofóbico.
—¡No soy homofóbico! —exclama—. Solo un completo imbécil, por lo que me disculpo. Estaba molesto porque creí que te aprovechabas de mí.
—¿Perdón?
Elías pone los ojos en blanco.
—No se necesita ser un genio para darse cuenta que me gustas —dice—. Creí que te aprovechaste de eso para convertirme en tu chofer personal.
—Eres un cabrón.
Elías sonríe.
—Me encantaría darte la razón. Pero soy tan estúpido, que estoy lejos de ser un cabrón.
Suspiro y sacudo la cabeza, entregándole mi bolso.
—Tendrás que ayudarme a subir ésta vez —ordeno, dirigiéndome a la motocicleta—. Tengo un asunto con mi falda.
—¿De dónde la sacaste, por cierto? —inquiere—. Parece que te envolviste en la cortina de tu abuela.
—Vete al diablo.
Elías ríe. Su risa masculina totalmente fuera de lugar respecto a sus rasgos casi infantiles. Toma mi cintura con vehemencia para ayudarme a subir a la motocicleta, lucho con la tela rosada de mi falda y acomodo mis botines en los reposapiés.
—No estaba preparado para la ocasión, por lo que no tengo el otro casco —comenta, ofreciéndome el suyo—. Usa éste.
—No es necesario, mi casa está a menos de cinco minutos.
—Loreto no…
—No seas tonto y vámonos ya. Muero de sed.
Elías ocupa su lugar frente a mí a regañadientes. No es una sorpresa que no soy el tipo de mujer que disfruta de actividades peligrosas, cuando era pequeña fui a un campamento en el que ofrecían atracciones como tirolesas o escalar sobre rocas enormes; cuando mi padre quiso forzarme a lanzarme por una tirolesa que se encontraba a una ridícula altura del suelo, me hice pis sobre los pantalones. No solo tuve que pasar la vergüenza de ver el rostro de asco del encargado mientras me retiraba el equipo de protección, el bochorno de mis padres fue tan grande que prácticamente huimos del campamento por lo que no tuve la oportunidad de cambiarme de ropa y viajamos un buen tramo con las ventanillas del auto abajo. No obstante, viajar con Elías en su peligrosa motocicleta plateada, con el viento volando mi cabello y el corbatín de mi blusa enredándose en mi cuello, es un pedacito de libertad, otra osada acción de rebeldía. Me encanta.
Doblamos por la calle que corre los portales, e inmediatamente hay una patrulla tras nosotros. Una voz distorsionada (aunque no lo suficiente para no reconocerla) le ordena detenerse. Elías obedece, aparcando cerca de la acera. El minuto más largo de mi vida pasa antes de tener al oficial junto a nosotros.
—Su copiloto no lleva casco —escupe Renato, sin miramientos—. Debe saber que eso es una falta grave.
—¿Otra vez usted? —Se queja Elías, despojándose nuevamente del casco—. Iba por debajo de la velocidad límite.
—Sus documentos —dice, ésta vez concentrado en mí.
Siento su mirada bajo los lentes de sol. Veo mi reflejo en el cristal oscuro, mi cabello es un desastre, mi blusa se encuentra abierta y ni hablar de toda la piel que mi falda subiendo por mis muslos deja al descubierto. Oh, por favor. Elías le entrega los documentos, Renato ni siquiera los ve, se dedica a escribir en un pequeño bloc.
—Diez salarios mínimos como multa —comunica con tono autoritario, estampando los documentos en el pecho de Elías—. Que pase buena tarde.
—¡Es un abuso! —Exclama Elías.
—Solo cumplo con mi trabajo —la calma en su voz es falsa—. Puso la vida de su copiloto en peligro al conducir con ella sin casco.
—¿Habla de “mi copiloto” o de Loreto en específico?
Mi falda sube más por mis muslos cuando me deslizo por el asiento de cuero, me obligo a mantener el equilibrio hasta que mis pies tocan el suelo y doy un paso hasta donde Elías.
—Le aconsejo que cierre la boca antes de que su multa sea mayor.
—¿Cuál es su jodido problema?
Renato baja un poco los lentes sobre el puente de su nariz, la mirada que le lanza puede hacer más daño que el arma que carga a su costado.
—Ella —responde, señalándome con un movimiento de cabeza.
Se marcha sin decir nada más, sin dirigirme ni media palabra. Permanezco oculta tras la espalda de Elías, con las piernas temblando, con el corazón en la boca.
—¿Qué le pasa a ese cabrón? —Masculla, girando sobre sus talones—. ¿Es que te ha puesto un chip de rastreo? Porque parece saber exactamente en donde estás todo el tiempo.
—Lo siento. —Es todo cuanto puedo decirle—. Es mejor que siga caminando, te ayudaré a pagar la multa.
Tomo mi bolso del compartimento en el asiento, lo cuelgo sobre mi hombro y me despido de Elías con una mano.
—¿Amigos? —Inquiere, con una sonrisa juguetona apareciendo nuevamente en sus labios.
—Nunca lo fuimos.
—Esta vez me esforzaré.
Rio antes de darle la espalda y continuar mi camino.
En la bandeja de entrada de mi teléfono continua la notificación del mensaje que todavía no me atrevo a responder. ¿Qué hacía con él? Bueno, resulta que Elías es mi amigo. Y vale, él me confesó que le gusto, pero… Maldita sea, Renato, deja de meterte en mis asuntos.
—¡Apresúrate!
La voz ansiosa de mi padre me hace despegar la mirada de la pantalla, guardó el celular dentro de mi bolso de mano y cojo el abrigo negro que yace sobre el colchón antes de salir en su encuentro. Octavio Echavarria es un hombre alto y robusto obsesionado por los lentes hipster y el estilo de los pantalones con tirantes, es rector de una universidad privada, apuesto, honorable, inteligente, por lo tanto, el responsable de la mayoría de las desgracias de mi madre.
—¿Qué te pusiste? —Increpa mi padre, en cuando me ve aparecer.
—Gracias, papá —respondo con sarcasmo—. Tú también te ves muy bien.
—Te ves preciosa —acepta, besando la cima de mi cabeza—. Pero tienes gustos bastante peculiares.
—Lo dice el hombre que viste un traje a cuatros.
—Soy un rector respetable.
—Y yo la hija de un rector respetable.
Mi padre ríe, su risa cantarina me recuerda a la de Elías y mis mejillas se sonrojan. Veo mi reflejo en el los cristales de la puerta corrediza que da al balcón, mi vestido llega hasta mis tobillos, tiene holanes y botones grandes, las mangas largas y un enorme moño sobre la cintura; cuando lo compré Alexa dijo que parecía algo que solo usaría una virgen resentida, pero a mí me encanta. Camino del brazo de mi padre hasta su auto, al que me ayuda a subir como todo un caballero. Una vez dentro me insta a colocarme el cinturón de seguridad antes de ponemos en marcha. “EL rey” de José Alfredo Jiménez nos acompaña durante el camino, mi padre voltea para cantarme en cada semáforo rojo que encuentra. Río como tonta, a pesar de los deseos de mi madre por guardarle rencor tras su abandono, no hay compañía que disfrute más que la suya. Amo caminar de su brazo, hablar sobre cualquier tema en particular acompañados de nuestras tazas de té, o cantar “Te solté la rienda” en medio del trafico un viernes por la noche.
—Tu abuela me contó que estás participando en el festival navideño del colegio —comenta, tras cantar el coro—. Pensé que odiabas esas cosas.
—No las odio, papá —respondo.
—¡Las odias! Todavía te recuerdo llorando en aquel festival navideño.
—¡Dime qué hacía un león en medio de una pastorela!
La risa de mi padre hace retumbar los cristales, su felicidad es tan contagiosa que pronto me olvido del mensaje sin responder y del cabrón que conduce motocicletas peligrosas. Llegamos a nuestro destino pocos minutos después, me cuelgo de su brazo en cuanto bajo del coche, huele a la misma loción de afeitar desde que tengo memoria. La casa que comparte con su nueva esposa es enorme y encantadora, nada que ver con la que solía compartir con mi madre cuando estaban juntos. Caminamos juntos hasta la puerta en donde Laura nos aguarda, ésta noche, sin embargo, sus habituales vestidos ajustados han desaparecido para darle paso a una blusa suelta de un exuberante rosa mexicano y unos sencillos vaqueros de mezclilla. Sus cabello rojo y largo cae sobre su revelador escote y mi piel se eriza, Laura es una versión extraña de Jennifer Coolidge.
—¡Loreto! —Saluda, abriendo sus brazos como bienvenida—. Estoy tan contenta de verte en casa.
Mi padre me da un discreto empujón y acepto su abrazo a regañadientes. Su perfume es tan intenso que no dudo que termine impregnado en mi ropa, Laura es una mujer mucho más alta que yo por lo que sus abrazos siempre me han parecido incomodos, los segundos en los que ella aprieta mi mejilla izquierda sobre sus pechos sobresaliendo de su escote son agobiantes.
—Hola, Laura —murmuro, ofreciéndole la mejor sonrisa que puedo componer—. Es bueno verte.
—Pasa, por favor —Invita, tirando de mi muñeca derecha—. La cena está servida, preparé pastel azteca, sé que es tu favorita.
Nos sentamos juntos en el comedor, mi padre en la cabeza, justo en medio de ambas. Debo admitir que Laura posee un increíble justo de decoración y también es una excelente cocinera, la comida es tan buena que cada bocado que disfruto se siente como una puñalada a mi madre. Mi querida madre, la que siempre deja la carne cruda, la que vive en una casa con muebles viejos y sin combinar, la que no puede vivir sin sus zapatos ortopédicos y sus blusas con almidón. Regina Martínez y Laura Valencia son las mujeres más opuestas del universo y aun así se enamoraron del mismo hombre.
—Tu padre me contó que abriste una página de citas en internet —comenta Laura, sonriéndome del otro lado de la mesa.
Me remuevo incomoda sobre mi silla.
—Bueno, en realidad no es una página de citas como tal —explico vagamente—. Es más bien como una ayuda social.
—¡Qué emoción! He oído de agencias que se dedican exclusivamente a buscar esposos de gente rica, empresarios y famosos. ¿Te imaginas? Podrías hacerte de una fortuna.
—Nada de eso —explico—. Es más como un pasatiempo, algo que hago por diversión.
—Ya veo. Aunque deberías pensártelo mejor. Imagina buscar esposo para hombres poderosos, algún monarca o…
—Aquí ya no hay monarquías, cariño —interrumpe mi padre—. Y Loreto no es la Celestina de Fernando Rojas, es una profesionista que no debería andarse con distracciones a mitad del ciclo escolar.
—No seas amargado, Octavio —le reprende—. Las cosas del corazón no son ninguna distracción, además nuestra Loreto es tan dulce, nadie como ella para entender sobre esas cosas.
—Claro, tan dulce como la Casamentera de Gerad Van Honthorst. —Mi padre toma la mano de Laura y deja un cariñoso beso sobre sus nudillos—. Tan dulce como tú, mi cielo.
Bajo la mirada a mi plato. Al contrario de la afirmación de Laura, es posible que yo sea la persona menos indicada para la labor de cupido. No sé nada sobre el amor, al menos no sobre el correspondido y dudo que un montón de años persiguiendo a mi eterno amor platónico sirvan de algo. Tampoco puedo presumir de ser una experta apreciando el amor entre dos personas, mi abuela dice que junto con el dinero, el amor es algo que no puede ocultarse. Claro que admitir todo eso, no resultaría una buena publicidad para “Lecciones a Cupido”.
—Ahora que lo pienso —insiste Laura, dirigiéndose a mí—. Tengo una amiga a la que podrías ayudar.
—¿Ayudarla? —pregunto, con el ceño fruncido.
—Claro, en eso de buscarle pareja. Es profesora de sexto año, cumple cuarenta el próximo mes y se divorció del imbécil de su marido hace quince años. —Laura estira las manos hasta alcanzar las mías—. Necesita conocer a un buen hombre, ¿le ayudarías, Loreto?
—Oh bueno, no lo sé. Tendría que consultarlo con Alexa, la página es de ambas.
—Promete que lo harás.
Suspiro. ¿Qué podría pasar? Además de que Alexa me asesine por no consultarlo antes con ella.
—Está bien —accedo—. Te ayudaré.
Laura aplaude, mi padre sacude la cabeza en desacuerdo. El postre llega un poco más tarde, nos encontramos en la sala, con tazas de café y tres álbumes de fotos. Al menos un álbum completo se encuentra repleto de las fotografías de su boda. Recuerdo aquel día, los horribles vestidos de las damas de honor, la decoración de lujo; “Lady Laura” fue su vals. Aquella noche, al ver a mi padre tan enamorado, decidí que nunca aceptaría menos de un amor así.
—Por favor cariño, no llores. —Mi padre limpia las lágrimas que corren por el rostro de Laura.
—Lo siento —solloza ella—. Lo siento, Loreto, en mi estado todo me hace llorar.
—¿Tu estado? —inquiero.
Mi padre comparte una mirada con su esposa.
—Hay algo que queremos decirte —dice mi padre, abrazando a su esposa—. Laura está embarazada.
—¡Tendrás un hermanito! —exclama ella, sobando su vientre.
El té de mi taza escurre sobre mi vestido cuando escapa de mis manos temblorosas. ¿Qué podría pasar? JA.
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