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Capítulo 0

CAPITULO CERO

Cuando te acostumbras a ver a las personas marcharse con tanta frecuencia de tu vida, aprendes a hacerte amiga de las espaldas porque las despedidas cara a cara duelen más. Cojo la edición de “Orgullo y Prejuicio” sobre un colchón sin sabanas, abro el libro en donde el separador de páginas marca, hay un fragmento subrayado con marca textos verde “No todas podemos darnos el lujo de ser románticas”. Suelto una risilla lastimera, mientras todas las heroínas literarias y demás mujeres promedio se identifican tanto con Lizzy Benett, yo lo hacía con la pobre e insignificante Charlotte Lucas. La charla con Elizabeth en la película, cuando le anuncia su compromiso con Mr. Collins se quedó grabada en mi alma “tengo veintisiete años, no tengo fortuna ni un prospecto. Ya soy una carga para mis padres”. Yo no podría culparla ni tacharla de tonta por decidir unir su vida al de alguien como Collins, ¿qué le quedaba entonces? ¿Aceptar el destino que la vida como una solterona pobre le ofrecía en esos tiempos? Pensaba tanto en la señorita Lucas y en lo injusticia que significaba ser un personaje secundario, la amiga de la protagonista, alguien que debe aceptar un destino gris porque los finales felices solo se escriben para las estrellas de las historias. Cierro el libro y lo meto a la caja de cartón junto al resto de mis pertenencias. Una vez escuché decir a alguien que las personas nunca terminan de irse de los lugares en donde fueron felices, sin embargo, una mancha de café en el colchón y los restos de una lámpara son todo cuanto me unen a la que era mi habitación. Existieron buenos momentos, por su puesto, pero al final del día se trata de mi historia y decido mudar conmigo cada una de sus páginas.

Encuentro a mi madre sentada en la sala, continuando con su castigo de no dirigirme la palabra. Tal como ella lo ve, no soy más que el vivo retrato de mi padre, y no se refiere al hecho de haber heredado sus ojos grandes, sino al llevar en la sangre el mismo desdén egoísta respecto a su persona.

—Me voy ahora —anuncio, situándome justo frente a mi madre.

Ella gira la cabeza, en una clara señal de desinterés.

—Hubiese preferido que te llevaras todos los muebles —sisea, sin mirarme—. Así al menos podría darle uso a la habitación.

—Por Dios. Regina —le reprende mi abuela, apareciendo por el portal de la cocina—. Los   muebles tienen que quedarse para cuando Loreto venga de visita.

—Como su padre le ha comprado todos los muebles del departamento prefiere dejar aquí los muebles viejos —escupe, ignorando el regaño de mi abuela—. Después de que abandonara a su hija, se cree que algunos muebles bonitos serán suficientes. Pero es su deber, a él el dinero le sobra.

“Es por eso que nunca te faltó una buena pensión, madre”, pienso.

—Ignora a tu madre —aconseja mi abuela, acercándose a mí—. Octavio es un buen padre y celebro el apoyo que te da.

Mi madre le lanza una mirada asesina antes de salir pitando a su habitación.

—Ojalá ella pensara lo mismo —suspiro, aceptando el abrazo que mi abuela me ofrece.

—Lo hace, mi niña, te lo aseguro. Para una madre nunca es fácil aceptar que sus hijos crecen y que ya no le necesitan más.

—Te echaré mucho de menos, abuela. Espero que pronto vengas a conocer la casa.

—Pues claro que iré. Y espero que cuando vaya también me presentes a algún muchacho.

Me sonrojo. Mi abuela sostiene el abrazo por un momento más antes de deshacerlo y acompañarme hasta la puerta. Saco la maleta y tiro de ella hasta el auto que me dio mi padre como regalo de graduación, algo más de sus intentos para hacerme olvidar su ausencia. Cuando la caja con mis libros se encuentran en el asiento del copiloto, le doy un último abrazo a mi abuela y comienzo mi camino.

El piso en donde se encuentra mi nueva casa tiene una vista maravillosa del centro, la cúpula de la catedral me sonríe a la izquierda y un poco más adelante la iglesia de San Francisco se vislumbra con todo su esplendor. Me toma toda la tarde subir mis cosas y dejar cada una de las cajas en la habitación que le corresponde, pero al final del día los dolores musculares son un alegre recordatorio de mi nueva vida. Mi primera noche sola se reduce en un poco de pasta, vino y Diego Ojeda sonando por todo el lugar, su acento y su poesía me arrullan mientras me encuentro acostada en la cama matrimonial. Me pregunto entonces si la señorita Lucas habría aceptado la propuesta de Collins de estar en otras circunstancias. Tal vez de ser otra de las Benett, o de no ser la amiga de Elizabeth, existiría algún primo de Darcy para ella.

Abro los ojos y por un segundo mi corazón se detiene al desconocer las paredes blancas que me rodean, tan distintas a la pintura rosa de mi vieja habitación. Hay algo hermoso en el simple hecho de preparar mi propio desayuno y lavar mi propio plato al final del día. En mi teléfono celular sobresalen los cientos de mensajes de Elisa, me tomo unos minutos para responderle antes de ir en busca del maletín que preparé un par de días antes con todo lo que planeo ocupar para mi primer día de trabajo como profesora en el centro escolar del estado. El auto comienza a avanzar con un tirón, tengo que aguantar la respiración cada vez que tengo que sostener el volante, sinceramente preferiría caminar o coger el transporte público; pero cuando mi madre me impidió aceptar el regalo de mi padre no pude hacer más que aprender a conducir. Incluso si eso significaba convertirme en un peligro latente para el mundo.

El colegio se encuentra a media hora de distancia, ingreso por las amplias puertas que conducen al estacionamiento cercado por árboles y pinos verdes, en los pasillos los reencuentros se hacían presentes, los alumnos nuevos destacaban por las miradas desorientadas y las mochilas infantiles que algunos todavía conservaban. Las mariposas en mi estómago se hacían presentes arremolinándose hasta mi garganta. Finalmente la chica de carrera sucia estaba en donde pertenecía. Mis manos sudan sobre el volante al notar el reducido espacio que tengo para estacionarme, pego un salto cuando el tono de llamada entrante me pilla desprevenida. Respondo con el manos libres.

—Hola Loreto, es papá —la amistosa voz de mi padre suena distorsionada por un bullicioso ruido ambiental.

—Oh, hola papá —respondo, fijando la mirada en el retrovisor—. ¿Qué pasa?

—Tu madre me llamó ayer, no está muy feliz que digamos.

—¿Qué te dijo? —suspiro.

—Básicamente lo de siempre, que soy un inconsciente por seguirte la corriente en cada cosa que se te ocurre —sisea, imitando la voz de mi madre—. Que eso no te hará olvidar que te abandoné y que ya me quiere ver cuando esta etapa termine y regreses llorando con ella.

—Esto no es una etapa, papá —ladro, entre dientes.

—Dile eso a tu madre —exclama de regreso—. Dice que esto no es diferente de tu etapa con el porno.

—¡Papá! —exclamo. Freno el auto, maldición cuesta un infierno estacionarse aquí—. Nunca tuve una “etapa con el porno”, solo fue una vez y…

Un grito corta el aire, el auto frena de tal manera que lanza mi cuerpo al frente. Por Dios.

—Te-tengo que colgar papá —murmuro—. Te llamo más tarde.

Tal vez desde la delegación.

La mujer que se pone de pie luce como el diseño de una pintura de último siglo, con cientos de colores y formas distintas adornando su vestimenta. Es casi tan alta como yo, pero un tanto más delgada, su cabello largo enmarca un rostro pequeño con ojos marrones y nariz respingona.

—¿Qué demonios te pasa, maldita loca? —ladra.

—L-lo siento —balbuceo, inclinándome para recoger las cosas esparcidas por el suelo—. N-no te vi.

—No te vi —arremeda, quitándome de las manos el material que recogí—. Maldita gente loca —continua hablando, más consigo misma.

—¿Estás bien? —averiguo, registrando su cuerpo n busca de alguna herida. Me detengo al notar lo raro del gesto—. ¿Puedo hacer algo por ti?

—Si puedes —dice, con desdén—. Para empezar, deja de mirarme como si estuviera tan necesitada.

—Lo siento —repito—. ¿No estás herida? Puedo llevarte al hospital.

—Muchas gracias, pero por la manera en que conduces sin mirar a ningún lado, deduzco que puedo morir antes de llegar a algún sitio.

—No tienes que ser tan grosera, ¿sabes? —Reprocho, cruzando los brazos sobre mi pecho—. Intentaba ayudarte.

—Es lo menos que podrías hacer después de casi matarme —declara ella. Ruedo los ojos, está chica comienza a ponerme de nervios—. Ya, ya Cafresín. Si de verdad quieres ayudarme, coge eso y dime en dónde demonios está el teatro de esta cárcel.

—Erh, cl-claro —tomo las cosas sobre mis brazos—. Pero tengo que estacionar el auto.

—Bien, pero date prisa. Papá Pitufo me espera.

Maniobro el auto con movimientos lentos guiada por las señales que mi casi- victima/chica-hippie me da. Estoy casi aparcada por completo, me siento victoriosa a pesar de las gotitas de sudir aue perlan mi frente.

—¡Alto! —grita mi guía, golpeando la cajuela trasera del auto—. Mierda chica, ¿quién te enseñó a conducir?

Bajo del auto y me apresuro hasta donde se encuentra. Seguro que la señorita Lucas jamás habría estrellado su carruaje, ella nunca le clavaría una rama al trasero de alguno de sus ponys. Los trozos de cristal yacen a los pies de la chica hippie, ella mi mira con gesto lastimero.

—Supongo que tu madre debe recibir muchos saludos cuando sales a conducir —comenta, ahogando una sonrisa.

—No te imaginas cuantos.

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Capítulo dedicado a YazMiller , gracias por la portada ❤❤

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