Parte I: Cuando el corazón late
Paraguay había sido instruido por Antonio en muchas cosas. Según el español, había alejado su faceta de "salvaje ignorante y pecaminoso" por obra del alejamiento de Pueblo Guaraní, quien quedó allá lejos en los montes por decisión propia. No podía soportar ver a su hijo cambiar así que, sin más palabras que una lluvia de besos, se lo dio a España en los brazos y lo dejó ir con el dolor que solo una madre puede tener.
En el fondo, España supo que aquel pacífico gesto no significaba en absoluto la renuncia al niño, eso era más que claro. No se dejaría engañar ni cometería el mismo error que con Virreinato o Banda Oriental. La experiencia le había enseñado que en las tierras americanas siempre debía estar atento a posibles enfrentamientos y tratar de convencerlos de que todo era por un bien mayor: el de su corona. Con esta premisa, Guaraníes y Jesuitas estuvieron casi por doscientos años en convivencia bajo la custodia de una sagaz Keraná, quien observaba de lejos el crecimiento de su retoño, producto de aquel choque de civilizaciones.
Consecuentemente, la creciente provincia avanzó varios pasos en su conformación criolla. Ahora, el jovencito entendía cuando Virreinato del Perú y Virreinato del Río de La Plata (su hermanastro mayor, aunque le gustaba más decirle "primo") hablaban de comercio, del oro, del mercado, los alimentos, los barcos y las finanzas. Podía llevar el hilo de un tema de política, saber sobre la situación europea con respeto a los Reyes de España y, sobre todo, prestar suma atención al mencionar las fronteras con el Imperio de Portugal y su Gobernación de Río de Janeiro. De todos los hijos de Imperio Español, juraba éste con la exageración que lo caracterizaba, era el que más rápido y mejor había aprendido. Era un prodigio, un ejemplar como los Virreinatos pero sin ser uno de ellos.
Totalmente diferente a Banda Oriental, por ejemplo. O Colonia del Sacramento. O Nova Colonia Do Sacramento. O Provincia Oriental. O como carajo se llamase cada vez que lo volvía a ver. Qué mierda era eso, pensaba; él se hubiera suicidado si hubiera tenido tantos nombres y hubiera tenido que responder a todos ellos cada vez que fuese o viniese del otro lado del río; sin lugar, sin hogar, sin idioma, sin madre, sin padre, sin nada similar a la tranquilidad espacial o temporal. Sabía que, desde que Portugal lo había separado de los Charrúas, poco a poco fue apagándose con el correr de casi ciento treinta años; esos ojos que una vez lo hicieron tener pesadillas ya no existían. Ahora era un apacible castaño; un profundo, triste y doloroso castaño que apenas brillaba cuando sentía alivio o comodidad. De sonrisas, ni hablar.
Él era otra cosa muy diferente. Siempre había tenido un solo nombre, una sola madre y un solo padre. No se sentía precisamente del todo satisfecho pero seguro mas afortunado: Al menos no había sido guacho como los rubios que estaban con él; y seguramente era mucho más feliz que el rubio más pequeño.
Lo único que sentía por la pequeña provincia, ahora que lo pensaba mejor, ya no eran celos por Virreinato ni envidia por la atención sobre él. No era nada de eso. Era una emoción nueva, inmensamente humana.
La más absoluta de las lástimas.
Por eso, la historia siempre fue la misma entre ellos dos: una pequeña sonrisa, un abrazo cordial, y luego dejaba que Río de La Plata inundara el ambiente con sus monólogos acerca de sus proezas durante la ausencia de España: El crecimiento comercial, la visita de Don Francis, la visita de Don Arthur, las noticias del primo gringo allá en el Norte; que esto, que lo otro. La europeización estaba llegando al mayor en oleadas y no era solamente en sus nuevas casas y palacios, siquiera en los zapatos, los carruajes o la ropa. Se veía en sus ojos; leía, hablaba y hasta se movía ya como los viejos gringos.
Por este sentía otra cosa: asco.
Ya no era el chico brillante (el "rayo de sol", como una vez le escuchó gritar a Capitanía de Chile, ¡Y cuánta razón tenía aquel mapuche!) que corría kilómetros en las espesuras para buscarlo entre los montes; no era más el ojiverde que lo trepaba en sus hombros y lo hacía pensar que estaba en el cielo, dando saltos hacia arriba mientras Paraguay estiraba sus regordetas manos queriendo alcanzar las estrellas; siquiera era aquel joven instruido que lo vino a buscar un día con Antonio para comenzar su largo proceso de reformación. Miedo, pánico, rencor, furia y odio corrieron como los plácidos ríos de su inmenso ser; todos condensados, todos simultáneos y veloces. Rebelde para levantarse, rebelde para acostarse, rebelde de rebelde; el guaraní era sin duda un dolor de cabeza, uno que a pocas penas Antonio podía soportar. Pero tras las patadas y los llantos de negación de los primeros años, finalmente Paraguay cedió, calló y comenzó a observar, a escuchar... a aprender.
Al llegar Banda Oriental a la casa la primera vez (que sería la mayor época de residencia de éste sin tener problemas con Portugal) pensó que todo se echaría a perder. A él no le mentía nadie, ni las dulces palabras del español ni los mimos de su mayor: ese niño era salvaje, sus ojos mostraban una peligrosa y confusa mezcla entre desesperanza y rencor, esperando el momento justo para salir a vengarse. Prudencia le decía su sangre indígena, es peligroso.
Pero Antonio era más viejo que ellos y sabía cómo manejarlos. A lo largo de treinta años, logró los mismos efectos sobre el pequeño charrúa; pero, también a diferencia suya, fue total y absolutamente más violento. Por eso Paraguay se escondía bajo las sábanas y le pedía a Virreinato que le tapara los oídos cuando se escuchaban los gritos de aquel pobre siendo azotado por España cada noche en la que intentaba escapar, herirlo o traicionarlo de alguna manera.
Golpes, gritos. Una, y otra y otra vez.
Afortunadamente, la final obediencia del otro, mezcla de resignación y tristeza devastadoras, fueron los mejores maestros. La casa estuvo tranquila por mucho tiempo y esa época, recuerda Paraguay, fue la más feliz de toda su existencia. Atesoraba esos días y noches con mucho cariño; inclusive, Antonio fue amoroso y los cuatro parecieron una familia perfecta. Claro que no eran humanos como para sentir semejante cosa.
Mucho menos eran una familia.
Eso lo sintió cuando, tiempo después, Portugal comenzó a traer molestias con sus reclamos desde el Imperio de Brasil. Quería a "Colonia Do Sacramento" de nuevo con ellos, y los petitorios ya tenían otro peso porque ahora su moreno hijo estaba también a favor. Ahí fue cuando conoció al carioca, vestido como un rey, con ropas que parecían artificiales en su cuerpo (como en todos ellos; las telas europeas siempre habían quedado mal y eran incómodas). Allí, detrás de Don Gabriel, llamaba a su hermanastro con esmero, acusándolos de ladrones. ¿Y el charrúa? Lo miraba, lo miraba; sus destellantes ojos salían nuevamente a la luz y mordía los labios. Entonces se daba media vuelta, abrazando a sus hermanos rioplatenses.
"No me iré, ustedes son mi familia" les repetía, mientras hundía su rostro entre los hombros de ambos. Virreinato lo acariciaba y calmaba; Provincia del Paraguay no decía nada, simplemente lo abrazaba con otro nuevo sentimiento.
Amor.
Porque la lástima y el amor parecían ir muy juntos cuando miraba a Oriental. Una lástima tremenda por todo lo que había vivido, como había sido sometido y secuestrado, sin hogar, sin familia. Cada vez que el rubiecito se encariñaba con algo, Portugal o España se lo arrancaban de los brazos: El Cacique Senaqué, Brasil, Virreinato o él mismo; era indistinto.
Siempre había dolor en sus ojos.
En las noches en las que Portugal realizó las misivas más frecuentes ante la negativa de Oriental, comenzaron los problemas. Sabotajes, atentados, cierres comerciales, piratas en el mar (cortesía de su esposo Inglaterra); todo lo que fuera posible e imposible para arruinar a España, quien por cierto estaba gastando hasta el último centavo recuperándose de la devastación que Francia había provocado en su casa.
Entonces, Antonio cayó de rodillas delante del rubio, con lágrimas en los ojos (lágrimas de cocodrilo, decía siempre aquel; aunque a Paraguay le parecieron bastante sinceras) y le pidió perdón: Al poderoso Imperio Español no le convenía más tenerlo. Así que sin más, se lo iba a devolver a Portugal.
Por la noticia, el charrúa solamente ladeó un costado de su boca, a forma de mueca de burla y resignación. Paraguay recordó que aquella fue la primera vez que vio a Virreinato levantarse contra su padre, acusándolo entre llantos y golpes; Banda Oriental lo miraba anonadado, por la reacción mas en realidad lo que sí le asombró fue que el guaraní se acercó y tomó su mano, apoyando su cabeza sobre el hombro sin decir una palabra. El rubio lo miró y le acarició la cabeza despacio, mientras miraban como algunos guardias sostenían al mayor de los tres y lo alejaban de un Antonio que se sostenía la nariz y la boca empapado en sangre, ordenando a gritos que lo llevaran al cadalso para darle aquel famoso correctivo.
En ambos quedó la desafiante mirada esmeralda del viejo, para ver si defendían a su mayor; ninguno hizo nada más que observar. No podían hacer nada porque no sabían cómo; a pesar de ápices de rebeldía por parte de Paraguay, gestos rápidamente silenciados.
Al ver ese silencio, España se retiró secándose la sangre con la camisa y remangándosela, gritando que le llevaran la fusta.
Aquel episodio le dejó al español algo en claro: La presencia de Banda Oriental desestabilizaba la fidelidad de Virreinato. La ecuación era simple. Al final deshacerse de Oriental era, entre Portugal y la rebeldía de los otros, la mejor de las decisiones.
Los gritos de Río de La Plata se escucharon durante horas rebotar en las paredes de la casona. Un silencio espantoso llegó en la madrugada, y ambos pudieron finalmente conciliar el sueño, llorosos, rogando por su primo mayor.
Días después supieron de Río de La Plata cuando éste estaba siendo bañado por una de las criadas. España había ido a Buenos Aires a responder uno de los tantos sabotajes y echar a los marineros portugueses del puerto. Estando solos, los primos pudieron reencontrarse y ver que la paliza que había recibido el rubio fue más agresiva que ejemplar. Sin embargo, tuvo más que solamente consecuencias físicas: algo en los ojos de Virreinato cambió para siempre.
Eso Paraguay siempre lo supo.
Más aquello no quitaba el hecho de que Banda Oriental se iría. Virreinato no quería eso, y su desacuerdo le había costado esos golpes. ¿Paraguay qué sentía entonces?
Tampoco quería que se fuera.
Por eso, hizo lo imposible por estar pegado a él como si lo despidiera en silencio. Primero fueron los siempre breves intercambios de palabras, hasta que se convirtieron en diálogos fluidos; y el amor, desgracia con suerte, no había más que aumentado en ese último tiempo como nunca antes en la existencia de ambos. Justo cuando había aprendido a tomarle la mano dondequiera que fuesen; justo cuando había logrado que el charrúa no lo soltara por nada del mundo.
Estúpido cariño. Siempre llegas tarde.
Paraguay había sido preparado para muchas cosas, hasta construir una relación y mejorarla con el paso del tiempo; pero existía aun algo que no pudo aprender.
Controlar el deseo.
Ciertamente siempre había tenido pasiones como sus primos. Pero ésta era diferente; era sobre algo en particular; alguien en particular.
Banda Oriental.
Estaba obsesionado con él, con su partida. No, no estaba obsesionado; estaba enloquecido.
No quería que se fuera... porque lo quería para él.
No se sorprendió cuando al verlo entrar a la habitación que tenían en común los tres con el camisón largo puesto, no le pudo quitar los ojos de encima; cuando el otro se sacó sus lentes y sus ojos pardos brillaron a la luz de la luna no furiosos en ámbar, sino serenos, pardos... tristes.
Por eso, un ardor llegó a su pecho y oprimió su corazón, acalorando sus mejillas. No era rencor, ni miedo, ni angustia, ni lástima, ni tristeza, ni pasión.
Era un límpido y cristalino deseo de estar con él.
¿Cómo podía pensar semejante cosa en un momento así? Mas, si el Gran Reino Inglés hacía cualquier cosa por el Imperio Portugués aunque eso significase acabar con toda América para hacerlo feliz; si Virreinato podía enloquecerse con una Capitanía que lo mandaba a volar cada vez que intentaba algo; si un Imperio que crecía con fuerzas venía todas las semanas en su barco y reclamaba su amor charrúa sin perder las esperanzas; si Banda Oriental mismo se había cansado de tantos intentos de escapar, llamando a sus ancestros en el idioma originario de su nacimiento... si ellos podían todas esas cosas y más.
¿Por qué él no podía sentir deseos por su primo?
La mirada de la otra Provincia fue decisiva. También la sonrisa leve en cuanto Paraguay le señaló la cama contigua a la suya, apresurándolo para acostarse con él. La obediencia del rubio fue el factor final para tenerlo cerca, para que las miradas se encontraran y se comprendieran en la más absoluta de las discreciones. El abrazo... aquel abrazo.
La opresión en el pecho se hizo insoportable.
Entonces, lo besó.
-¿Qué hacés Paraguay?- le preguntó sorprendido separándose un poco, pero sin soltarlo.
-No lo sé- le respondió el otro, mirando hacia costado. Su rosada piel estaba bordó y era notoria aún entre las luces de los candelabros que los rodeaban- Me duelen las tripas, no puedo respirar. Me siento muy mal.
-Eso es angustia- le corrigió tierno acariciándole la cabeza, dándole nombre a sus emociones- Estás angustiado por todo lo que pasa...
-No, es porque te vas- lo miró frunciendo el cejo; el verde oscuro reflejado por las flamas- No quiero que te vayas, no es justo.
-Lo sé, créeme que lo sé- respondió el otro triste, suspirando- Pero ya estoy acostumbrado; tu también deberías. Seguro que en unos meses estaré de vuelta y olvidaremos esto.
-Padre dice que te irás para siempre. Y esta vez no miente, ni exagera. El Rey Don Gabriel te quiere con su hijo, ha sido más agresivo que nunca. ¡Atacó a Virreinato como amenaza!
-Si, escuché eso también. De todos modos siempre son muy exagerados. No creas todo lo que dicen.
-¿Por qué estás tan tranquilo?
-No estoy tranquilo. Estoy acostumbrado.
-Nadie puede acostumbrarse a esto- le contestó más agresivo, alejándose de él- Decime charrúa, ¿Acaso te quieres ir?
-¡Claro qué no! Cosas que dices...
-Siquiera estás triste, apenas me hablás de lo que pasó con nuestro primo. ¡Cómo si no te importara!
Los ojos castaños destellaron y Paraguay deseó no tener voz, ni lengua, ni boca.
-¡¿Creés que no me importa?! Estúpido guaraní, ¡Lo hieren por mi causa y piensas que no me importa! ¡¡Quién te crees que eres, indio!!
-¡¡No te des los aires por que tú también lo eres!! ¡¡NO!! ¡¡Eres peor, eres huérfano, no tienes nada, ni a nadie, siquiera un hog---
¡PAF!
El sonido del golpe resonó levemente dentro de la habitación.
-En vez de juzgarme como todos lo hacen, pensé que mis primos tendrían el reparo de preguntarme qué es lo que pienso, lo que siento...- la mano estaba en el aire, tensa, lista para otro golpe- Pero veo que me equivoqué contigo.
-Entonces, dime la verdad- se tomó la mejilla enrojecida y lo miró con desafío- A mí no me puedes mentir. No estás triste, ni resignado. ¿Sabés por qué? Porque del otro lado está Brasil preparando su lado del trono para ti, cuando se lo de el Rey Don Gabriel.
Los ojos castaños se abrieron y en segundos destellaron de nuevo. Silencio.
-No es gracioso.
-No pretendo que lo sea. O me vas a decir que no lo amas, después de tanto tiempo juntos. Que aún llora por ti, te reclama día y noche desde hace décadas. Dime a los ojos que eso no te hace sentir bien.
Banda Oriental enrojeció de la impotencia. Cerró sus puños, mordió sus labios y lágrimas se asomaron a sus ojos. Se puso de rodillas en la cama y agachó la cabeza, lleno de pena.
-No puedo...
-¿Ves? ¡Lo sabía!- Paraguay tiró una almohada de un puñetazo, enfurecido- ¡¡Siempre te vi engañoso, y no me equivoqué!! Siempre preferiste a Brasil, a pesar de todo lo que te hizo pasar, más a que a nosotros... -cerró los ojos- ¡Más que a mí!
Silencio.
-... .... ¿Estás celoso?
-¡¡Cállate, che Dio!!
Lo miró sorprendido -Paraguay...
-Si estos son celos, son asquerosos- comenzó, enfrentándolo- No es justo que lo quieras más a él que a mí. Porque yo sufro más que él, que lo tiene todo- sonrió triste- No es justo...
Oriental sintió angustia en su pecho.
-Tú no eres lo mismo que él.
-¡E'a! ¿Y qué es él? Dímelo. Al menos se honesto antes de irte. Que no sientes genuino dolor, porque no me puedes engañar.
-Es verdad- le cortó, serio- Parte de mí está feliz de volver con él. Porque me consiente, me da seguridad y es sumamente cariñoso, más allá de las réplicas de Portugal. Nos criamos juntos, aprendí a soportar este mundo por él y con él. Es muy, pero muy importante para mí.
Silencio.
-Entonces lo quieres más...
-¡No! ¡A ustedes los quiero muchísimo también!- se acercó- Paraguay por favor, no me pongas en esta posición, es muy difícil.
La mirada verde lo hizo retroceder; jamás lo había visto así.
-No te creo.
-Digo la verdad, no podría mentirte. Jamás.
-Demuéstramelo.
-No sé como y--
-Bésame.
Banda Oriental tomó el color carmesí.
-... ¿C-Cómo?
-Si me amas como amas a Brasil, entonces no es difícil. Hazme lo mismo que haces con él- le sentenció firme sentado en la cama, envuelto entre las sábanas.
-¡Pero que me estás pidiendo!- abrió los brazos, desesperado.
-Que no me mientas. Que me quieras...
-¡Te quiero, tonto guaraní!
-Quiéreme como a él.
Golpe en seco. Garganta áspera. Calor a las mejillas. Más silencio.
-No puedo.
-¿Por qué?
-No se pide así. Sale. Sólo.
-Ya sé, pero te lo estoy pidiendo porque si tengo que esperarte estaré la eternidad, porque eres igual de estúpido que Virreinato- le replicó cruzándose de brazos- No me vas a decir porque esto es... ¿Cómo es la palabra? Ah, pecaminoso. Porque no corre para nosotros.
-No considero que sea incesto ni nada por el estilo- le corrigió más seriamente- el problema es el modo en que me lo reclamas, qué me reclamas. El amor no se demuestra solamente así.
-Pero es la forma más efectiva; y yo quiero tener eso de ti- se acercó un poco- Sé que padre pudo tenerte, y Don Gabriel...
-No fue porque quisiera- esquivó la mirada.
-Pero sí quisiste con Brasil; y querrías con Virreinato, ¿Qué diferencia tengo yo?
Banda Oriental tenía la respuesta condescendiente y la real. La una era claramente clarificarle que, como buen primo mayor, no hacía diferencia entre unos y otros. Pero esa respuesta era típica del otro rubio, no suya. Su amor por Paraguay corría otros cauces y merecía saberlo. Al menos, antes de irse.
-Tu sangre. Aún está viva, corre por tus venas, tus ancestros. Puedo olerla, puedo oírla, puedo verla en tus ojos. Mi inchalá tupí la perdió, igual que nuestro mayor. Tú la conservas, te aferras a ella, te da tu carácter, tu destreza, tu inteligencia, tu perspicacia; está todo condensado allí, atesorado en tu corazón indomable...
-... igual que tú. Por eso te quiero, por eso me entiendes, por eso me enojo porque no sé qué es lo que dudas con lo que te estoy pidiendo.
El corazón late.
-Es que no se pide. Se hace por impulso.
PUM PUM
Llama.
-Entonces hazlo.
PUM PUM PUM
Ruega.
-¡Enséñame, charrúa! ¡Enséñame a querer!
PUM PUM PUM PUM
Desea.
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