🦋PRÓLOGO 🦋
Novosibirsk, Siberia Occidental (Rusia), 23 de diciembre de 2016
Siempre supo que terminaría así.
Era un ave con las alas rotas cuyo destino siempre había sido permanecer enjaulada, por más que se empeñara en intentar alzar el vuelo.
Pero en lo más recóndito de su interior, albergaba sueños y esperanzas de una vida mejor.
Una vida en la que ella no fuera Annika Kozlova, la heredera de un imperio y la hija del Pakhan de la Bratva Kozlov.
Solo anhelaba normalidad. Poder salir a pasear por las calles de su amada Rusia, hacer muñecos de nieve y hornear galletas, bailar hasta que sus pies no sostuvieran su peso...y amar.
Amar con el corazón, disfrutando de los pequeños momentos con esa persona especial.
Y la encontró. Pero lo apartaron de su lado con crueldad y todavía tenía pesadillas por las noches con esas últimas palabras que le habría gustado dedicarle, para agradecerle al menos que le hubiera entregado algo tan valioso...a pesar de que era un hombre lleno de cicatrices al que la vida había castigado sin piedad.
Ni siquiera le brindaron esa oportunidad.
Poco a poco, con esa implacabilidad que era propia de la mafiya y que le helaba los huesos hasta en las noches más cálidas, se había ido insensibilizando.
Era una mujer hecha de hielo, porque la vida no podía arrebatarle nada más. Ya lo había perdido todo.
La apodaban la viuda negra de la Bratva. Y sonreía, altiva y orgullosa, cada vez que lo escuchaba entre murmullos que rápidamente enmudecían cuando la veían pasar.
Sin embargo, aquella vez le estaba costando bastante más de lo esperado acabar con su esposo.
Sergei Pavlov era un bastardo sádico y retorcido que la había hecho pasar un calvario durante los dos años y medio que llevaba atada a él en matrimonio por órdenes de su maldito padre.
Su propio padre la había entregado a los lobos con unas palabras que jamás podría olvidar.
»Toda oveja que se sale del redil está condenada irremediablemente a sufrir una muerte lenta y dolorosa. Y no merece la compasión de su rebaño. Ni del pastor que antaño velaba por ella. Ese es el castigo por la traición.
Había sido violada, humillada y maltratada de formas inimaginables, que le pondrían los pelos de punta hasta al hombre más valiente.
Y para sobrevivir, tuvo que someterse. Aprendió exactamente qué hacer para evitar que se desencadenara la ira de Sergei y mantenerlo contento; dócil.
Porque si estaba contento la trataba bien –o en el mejor de los casos, la ignoraba– y eso era mejor que recibir palizas y vejaciones.
Había intentado envenenarlo, apuñalarlo y hasta ahogarlo mientras dormía. Pero nada funcionaba; era como si hubiera hecho un pacto con el mismo diablo.
Por eso prefería estar de su lado bueno. Pero aquel día cometió un error. Lo hizo enfurecer y tuvo que pagar las consecuencias que ello conllevaba.
—Voy a sentarme aquí —señaló su butaca de chinz favorita, situada en el centro del dormitorio — a ver cómo mis hombres te follan uno tras otro. Y cuando terminen, si has sido buena, tal vez te tome —le dijo, con una frialdad que le heló la sangre.
No lo creyó capaz.
Siempre había sido muy posesivo con ella, incluso hasta el punto de rayar en lo enfermizo. Pero parecía que aquella vez había decidido hacer una excepción.
Suplicó, pataleó y gritó. Pero no sirvió de nada.
Él tuvo que irse –una llamada de negocios, dijo– y la dejó allí sola, a merced de todos aquellos desalmados que la contemplaban como si ella fuera un pedazo de carne especialmente suculento que se murieran por devorar.
Sospechaba que así era. Esos malnacidos no tenían humanidad, por eso trabajaban bajo las órdenes de Sergei, que cometía verdaderas atrocidades para la organización. Por eso era la mano derecha de su padre. Estaban igual de enfermos.
Eran seis hombres; fortachones y embrutecidos por la lujuria, y ella una sola.
Pero se negaba a pensar en sí misma como una damisela en apuros. No, pelearía hasta la muerte si era necesario, pero no pensaba dejar que la ultrajaran de ese modo, que le quitaran lo que le quedaba de humanidad.
Sin embargo, por más que se resistió con todo lo que tenía, fue inútil.
Dos de ellos la tenían sometida, inmovilizándola por los brazos mientras un tercero se posicionaba a horcajadas sobre ella en la cama. Los otros dos sujetaban sus piernas y el último miraba y se reía.
Annika lo recordaría bien más adelante porque se fijó en él, con las náuseas revolviéndole el estómago, y lo miró con todo el odio que pudo reunir.
—Cuando hayamos terminado contigo, no serás más que un montón de...
Nunca pudo terminar esa frase.
Porque una bala atravesó limpiamente el cristal y le reventó la cabeza, provocando que cayera fulminado sobre la alfombra persa, manchándolo todo de sangre.
Una sombra negra y letal se cernió sobre los demás, que – espantados– se giraron para identificar la amenaza, liberando a Annika.
No pudieron hacer nada por salvar sus vidas.
Al primero, la hoja del hacha le cortó limpiamente la cabeza, esta cayó a los pies de una Annika que se había quedado paralizada.
No de miedo, sino de asombro. Y es que había reconocido al intruso. Y no era otro que él, el hombre al que amaba desde los quince años.
El que la había hecho sentir viva y completa por primera vez en su vida.
Al que no había podido olvidar en todos aquellos años.
Ni siquiera se dio cuenta de la manera en que estaba masacrando a los soldados de Sergei. No lo hizo hasta que se topó con los miembros ensangrentados esparcidos por todas partes y alzó la vista, con una sonrisa extasiada.
La primera que esbozaba en años.
Él la abrazó antes de que pudiera pronunciar una sola palabra y se dejó llevar, conteniendo las lágrimas a duras penas. No podía creer que estuviera allí de verdad.
—Hola, moya val'k'riya. Siento haber tardado tanto.
Eso fue lo que le dijo después de todos aquellos años sin verse y Annika no pudo evitar echarse a reír, porque lo amaba con todos los pedazos rotos de su maltrecho corazón y sabía que era correspondida.
Por eso estaba allí.
Había cumplido su promesa.
—Hola, Nik —susurró, con la cabeza enterrada en su fuerte pecho.
Ni siquiera pudo preguntarle cómo se había escapado de aquella prisión, porque él se le adelantó.
—¿Dónde está? —inquirió, con voz letal.
Ella sabía de sobra que se refería a Sergei y lamentó profundamente que hubiera salido, porque habría dado lo que fuera porque hubiera corrido la misma suerte que sus esbirros.
—Ha salido. Y deberíamos irnos.
—No puedo. Tengo que hacerlo pagar por esto — gruñó, con una vena latiéndole en la sien.
Annika lo besó en los labios, para calmarlo.
—Tendrá que ser en otro momento. Debemos irnos antes de que nos descubran. Yo...tengo algo que contarte.
A regañadientes, todavía con la sed de sangre bulléndole en las venas, la cogió de la mano con fiera protección y salieron a la noche nevada de Siberia, emprendiendo una huida hacia la libertad.
🦋
Bum. Bum. Bum.
Los frenéticos latidos de su corazón no dejaban de resonar en sus oídos ante el silencio agobiante que se había instalado en el habitáculo del coche robado que conducían.
En medio del shock que todavía navegaba por su cuerpo cada vez que las imágenes de lo sucedido se le venían a la cabeza para torturarla, Annika se obligó a contar hasta diez para tratar de recuperar la frialdad que había poseído hasta ahora.
Aquella que le habían inculcado incansablemente, para mantener sus emociones enjauladas en una urna de cristal. Como una muñeca de porcelana.
Perfecta por dentro y por fuera.
Insensible a toda emoción.
Sin humanidad.
El simple hecho de recordar todo aquello la abrumó y asqueó sin que pudiera evitarlo.
Nikolai, en cambio, no se reprimía. Su respiración desbocada era lo único que rompía el silencio que se había adueñado de ambos desde que emprendieron la huida. Annika se permitió contemplar, con una rara mezcla de emociones que no supo cómo interpretar, la forma descontrolada en la que su pecho subía y bajaba, cómo sus fosas nasales se ensanchaban cuando resoplaba cual toro enfebrecido, la manera en la que sus brazos hercúleos aferraban el volante como si quisieran arrancarlo de cuajo y la expresión ida que todavía tenía su rostro, escarlata a causa de la ira. Sus pupilas permanecían fijas en el horizonte, como idas, dilatadas en exceso.
Ella quiso tocarlo, hablarle, tratar de transmitirle calma. Conocía los riesgos de hacerlo cuando estaba en ese estado, era como un animal salvaje. Pero no le importaba. Acababa de salvarle la vida. Después de tantos años...había vuelto a por ella.
Dio un respingo ante el aullido de cólera que profirió él de súbito, explotando y deteniendo el coche bruscamente, tanto que ella tuvo que sujetarse para no salir despedida por el parabrisas debido a la temeraria velocidad a la que iba conduciendo, a pesar de las inclemencias del tiempo. Pero Annika sabía que ir más despacio no era una opción. O corrían el riesgo de que los alcanzaran.
Antes de que pudiera recomponerse, él volvió a rugir y todo su cuerpo se hinchó de ira, provocando que se le marcaran las venas de los brazos y el cuello de la fuerza que estaba ejerciendo para tratar de dominarse. No lo logró. Y a ella no le costó trabajo deducir el derrotero que estaban tomando sus pensamientos, deducir qué era lo que lo tenía así. Estrelló los puños contra el volante con una violencia desmedida, sobrecogedora, mientras maldecía en ruso.
Annika vio, alarmada, cómo la sangre empezaba a cubrir sus manos por completo y al darse cuenta de que estaba demasiado descontrolado como para frenarse, actuó; como desde el asiento del copiloto no disponía de libertad de movimientos y era consciente de ello, se pasó con agilidad al trasero, desde donde no dudó en sujetarlo desde atrás, quedando enganchada al respaldo para rodearle el cuello con los brazos con toda su fuerza. Ejerció presión y tiró hacia atrás buscando que eso bastara para aplacarlo. Pero él seguía estando enloquecido y se resistió de forma salvaje. Annika siempre había sabido que Nikolai tenía una fuerza casi sobrehumana, pero comprobarlo en carne propia era algo muy superior a las meras suposiciones.
Los brazos le dolían debido a lo incómodo de la posición y la presión que hacía sobre él. Aguantó con estoicismo sus violentos embates, al tiempo en que le susurraba palabras tranquilizadoras al oído, para calmarlo. Al final, surtió efecto y él fue volviendo en sí muy lentamente. No lo soltó hasta estar completamente segura de que podía.
Al verse libre, él se pasó las manos por el pelo repetidas veces al tiempo en que respiraba hondo, para terminar de recuperar el control. Annika le dio su espacio para que volviera a la normalidad poco a poco.
—¿Crees que puedes seguir conduciendo? —preguntó, porque realmente no creía que estuviera en condiciones. Seguía muy alterado.
Conteniendo sus propias emociones, se fijó en su aspecto; en las líneas de tensión que se adivinaban bajo sus ojos, el rictus de la boca apretada en una fina línea, los músculos hinchados y el cuerpo rígido bajo unas ropas empapadas de sangre por completo. Incluso su cabello rubio estaba revuelto de forma salvaje.
Él la miró durante unos breves segundos y asintió, sin ningún atisbo de duda en el gesto. Annika no lo tenía tan claro, pero no discutió. Confiaba en él. Y eso era algo que no podía decir de cualquiera. De hecho, solo se había permitido hacerlo con dos personas a lo largo de toda su vida. Y Nikolai era una de ellas. Se lo había jugado todo por ella, eso jamás lo olvidaría.
—¿Nik? —lo llamó entonces. Y odió sonar tan vacilante, tan lejos de la seguridad aplastante que siempre la caracterizaba. Pero él entendía a qué se debía. Los duros ojos de Nikolai se iluminaron con una chispa de calidez ante el diminutivo con el que solía llamarlo cuando eran jóvenes. Aquella era otra época. Una mejor. Ahora tocaba luchar y sobrevivir por salir adelante. —Gracias —le dijo, solamente.
Era una palabra que implicaba muchas cosas, demasiadas. Pero que entre ellos, no hacía falta decir en voz alta. Porque con eso bastaba. Nikolai no contestó. En vez de eso bloqueó el contacto y tras aorillar el coche hacia el arcén y encender las luces para ganar visibilidad con la densa tormenta de nieve que estaba cayendo en la carretera, bajó del coche, impetuoso.
Annika permaneció a la espera, adivinando sus intenciones por lo decidido y seguro de sus pasos. Fue por eso que, apenas la puerta de su asiento se abrió con impaciencia, no esperó a que él llegara hasta ella y se lanzó a su encuentro, impulsiva.
Sus cuerpos colisionaron como si del choque de dos trenes se tratase y en medio de un lío de brazos y piernas, de alguna manera, se las ingeniaron para terminar el uno sobre la otra en el asiento trasero, devorándose con intensidad.
Ella, estimulada por el calor que despertaban los besos de él por todo su cuerpo, enganchó las piernas a su cintura y aprovechó para sacarse por la cabeza el vestido fino de color marfil que la cubría, pues no había tenido tiempo de cambiarse para coger ropa de abrigo.
En cuanto sus senos bien erguidos y proporcionados quedaron a la vista de Nikolai, este gruñó y se lanzó a ellos, hambriento de su contacto. Annika echó la cabeza hacia atrás con soltura, para darle más libertad de movimientos y disfrutó de las sensaciones únicas y electrizantes que sus mordiscos le proporcionaban, como una onda expansiva de placer y calor que se extendía por todo su cuerpo.
Pero pronto Nikolai quiso más, demasiado encendido como para extenderse demasiado con los juegos preliminares. Sin miramientos, fue bajando hasta la tela diminuta de las braguitas a juego que llevaba ella y, con sus dientes, las deslizó por sus piernas hasta que quedaron olvidadas en el suelo.
Annika no pudo contener los gemidos en cuanto él alcanzó, triunfante, el punto álgido de su cuerpo, lamiéndolo y besándolo con fluidez, llevándola hasta el borde de la locura con unos pocos pero bien dirigidos movimientos, esta vez de sus dedos traviesos.
Una vez satisfecha en ese sentido, ella decidió que también quería estimularlo a él. Se impulsó hacia arriba con los codos para acto seguido, engancharse a su cuello, sin dejar de aferrar sus amplias caderas con sus piernas flexibles, para susurrarle al oído, con malicia.
—Ahora es mi turno.
Eso bastó para que él perdiera la cabeza. La engulló en un beso feroz, excitado en grado sumo y tal fue el ímpetu que puso que sus dientes mordieron el labio inferior de ella, quien lejos de horrorizarse, sonrió con el líquido carmesí goteando de sus labios. A pesar de ello, quiso recordarle quién marcaba el ritmo en aquella ocasión y lo contuvo, poniéndole las manos en el pecho para frenar su entusiasmo. La excitación era más que tangible en su entrepierna, revelando un más que generoso miembro pugnando por ser liberado de su prisión.
La respiración irregular de él impactó contra la suya y se regodeó con lo dilatadas que tenía las pupilas, esta vez debido al deseo irrefrenable que habitaba en su interior. Le rodeó la nuca con los brazos, perdiéndose en esos increíbles ojos azules que enmarcaban un rostro grácil y delicado, de un enloquecedor atractivo. Y esos labios...pedían a gritos que los besara, que los mordiera a su antojo. Y ella...su mirada lujuriosa pedía con urgencia que la penetrara hasta el límite.
Lentamente, sabedora del poder que ejercía sobre él, fue deshaciéndose primero de su cazadora de cuero, que acabó a los pies de ambos. La camiseta cubierta de escarlata por la sangre derramada hacía no mucho no tardó en hacerle compañía, para alivio de Annika.
A Nikolai en cambio no parecía importarle el estado en que había quedado su ropa, estaba más concentrado en otras cosas. Como en su cada vez más turgente erección.
Ella perfiló con parsimonia el torso fuerte y atlético de él, clavando las uñas con una ligera pero firme presión a medida que descendía, sabedora de que lo volvía loco. Los gruñidos de él se hicieron cada vez más frecuentes...más ansiosos. Apretó las nalgas de Annika entre sus manos callosas y grandes, llenas de tatuajes y cicatrices de una dura vida, mientras la besaba en el cuello, provocando que su poblada barba rubicunda le hiciera cosquillas en la piel expuesta.
Al fin, ella se decidió a terminar con su tortura y le quitó los pantalones lentamente, recreándose en las sensaciones que iba experimentando él a medida que se acercaba a su miembro, ya palpitante y listo para entrar en acción.
Ella no se hizo de rogar y lo liberó, admirándose como si lo viera por primera vez de lo bien dotado que estaba. Antes de que quisiera darse cuenta él ya la tenía a su merced, bajo su peso, y sin más preámbulos, la embestía con rudeza, con frenesí, con deleite.
El coche no tardó en llenarse de vaho por lo desbocado de sus respiraciones, mientras las acometidas se sucedían una y otra vez a un ritmo frenético y los gemidos de una Annika cerca de alcanzar el clímax hacían eco en la quietud de la madrugada.
Se olvidaron del mundo y se entregaron al más primitivo de sus instintos, concentrándose en la liberación y el placer enloquecedor que les proporcionaba el sexo salvaje y sin ataduras.
Y no les importó nada.
Ni nadie.
Ni siquiera el peso de lo que había sucedido y cómo había cambiado sus vidas irremediablemente, obligándolos a huir muy lejos de su tierra, mas no de su casa. Porque ese lugar nunca había sido su hogar. Para ninguno de los dos.
Ahora les esperaba un futuro incierto, pero lleno de posibilidades en el horizonte. Y no iban a desperdiciarlas. Por nada del mundo.
Ahora eran libres.
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