🦋4. 🦋
Esa noche Alex fue incapaz de pegar ojo. Por alguna razón que desconocía, no había sido capaz de quitarse de la cabeza aquel inquietante encuentro que tuvieron con ese desconocido hacía ya casi cuatro días. Y eso la fastidiaba al tiempo en que la atraía. Desde pequeña siempre había tenido un don para ser capaz de distinguir las verdades de las mentiras que le decían las personas.
No era la típica a la que sus padres podían conformar con una mentira piadosa.
No era la típica que creía todo lo que le decían con esa inocencia infantil tan característica de los niños.
Jayden tampoco lo era.
Pero la diferencia entre su hermano y ella era que Alex procuraba disimular esa curiosa habilidad que poseía.
Jayden no. Jayden se regodeaba de ello.
Antes solía emplear las rabietas para llamar la atención. Para asegurarse de que sus padres estuvieran más pendientes de él que de su hermana. Lo que él no sabía era que eso a ella, lejos de molestarle, le gustaba. Porque así podía pasar desapercibida.
Con el tiempo había aprendido que eso era mejor. Porque si eres lo que todos esperan que seas, bajarán la guardia contigo. Te darán vía libre para hacer lo que desees, inconscientemente, claro está. Pero eso era algo que Alex había descubierto hacía un tiempo. Y había hecho buen uso de ello aprendiendo a leer a las personas.
Para Jayden y ella, casi todo era un juego, una prueba para ver quién era el más inteligente. Pero Alex sabía que tampoco podía abusar de ello, así que procuraba llevar la competición con su hermano en la mayor discreción posible. Sabía que si sus padres se enteraban no les iba a hacer ninguna gracia y se encargarían de vigilarlos de cerca. Y eso no podía pasar. Porque ellos amaban indagar en las vidas ajenas, pero no querían que hicieran lo mismo con las suyas, ni siquiera si se trataba de sus propios padres. Eso arruinaría la diversión.
Así que mientras averiguaran todo acerca de los nuevos vecinos, debían ser cuidadosos. No llamar la atención era esencial. Una de las reglas de oro que jamás debían romper, por nada del mundo. Así como tampoco dejar que los descubrieran.
El ruido de la alarma resonando por la habitación le recordó que debía ponerse en marcha para empezar un nuevo día.
Alex se levantó con pereza, dándole al botón de apagar y respirando aliviada en cuanto el estruendo cesó.
Bajó de la cama de un enérgico brinco y abrió su armario en busca del uniforme oficial del instituto privado al que asistía. Falda de color rojo burdeos con un bordado de rosas negras rodeando la cinturilla. Polo blanco con el sello del instituto y chaqueta a juego para el invierno.
Ella lo sacó de la percha y se vistió con prisa, calzándose las medias y subiéndoselas hasta las rodillas para acabar por ponerse después sus mocasines negros y rematando el conjunto con una trenza baja y desenfadada, dándole una apariencia casual.
Sonrió, de pie frente al espejo y se contempló de cuerpo entero con satisfacción. Estaba contenta con su aspecto. Siempre había sabido que era guapa. Sabía lo que tenía y lo aprovechaba.
Tarareando por lo bajo, se dirigió hacia su tocador y se hizo con su pintalabios favorito, de color rojo sangre. Acto seguido, se lo guardó en la mochila. Pensaba aplicárselo antes de entrar en clase, como hacía todos los días. Después iría al lavabo y se lo quitaría con las toallitas que llevaba también guardadas en un estuche, así su padre no la vería cuando acudiera a recogerlos a ella y Jayden a mediodía. Por suerte, él no se chivaba. No le convenía. No si no quería que ella se fuera de la lengua también con otras cosas...
Otra de las cosas que favorecían la convivencia entre ambos, era esa regla tácitamente establecida entre los dos. Ninguno se metía en los asuntos del otro. Trabajaban en equipo cuando era necesario y cuando no cada uno iba por su lado, ocupándose de sus propios problemas.
Satisfecha con su look para empezar la semana, se aplicó una generosa cantidad de perfume Channel que le había traído su padre desde París en su último viaje de negocios y salió cerrando la puerta de su habitación tras de sí para llamar a Jayden a ver si estaba listo. Le gustaba que bajaran juntos a desayunar. Pero ella siempre se arreglaba primero, ya que su hermano era tremendamente perezoso por las mañanas y no le gustaba nada madrugar, al contrario que a ella. Por eso siempre se levantaba de mal genio.
Así que tenía que pasar un buen rato aburrida esperándolo. Pero prefería eso a estar sentada en la mesa con sus padres y fingir que no pasaba nada cuando todos sabían que su matrimonio estaba pasando por una crisis. Otra más.
Solo Giselle se negaba a aceptarlo, aunque llorara todas las noches en las que Steve no iba a dormir a casa con la excusa de que tenía que quedarse trabajando en la oficina. Creía que Jayden y ella no se daban cuenta, pero nada más lejos de la realidad.
Era imposible no notar las miradas ansiosas y subidas de tono que su padre les dirigía a todas las jovencitas con las que se cruzaba en el instituto, en un restaurante cuando salían a cenar, en el parque o hasta en el supermercado. Pero ahí estaba Giselle al pie del cañón, tragándose todo lo que sentía y fingiendo delante de todo el mundo que los Williams eran la familia perfecta. A Alex la enfermaba y al mismo tiempo admiraba la actitud de su madre. La fortaleza que demostraba cada día para dejar de lado sus propios problemas y salir a la calle con una sonrisa resplandeciente a socializar con los vecinos como si todo marchara sobre ruedas. Había aprendido de ella el arte de disimular, de fingir, de esconder sus problemas.
Pero secretamente deseaba que un día su madre se hartara de todo eso y decidiera darle una patada en el culo a su padre. Su temperamento le impedía quedarse tan tranquila mientras veía cómo él coqueteaba con cuanta mujer se le ponía enfrente casi sin el menor pudor. Apenas se escondía. No le importaba nada. No tenía vergüenza.
Alex supo así que había que tener valor para echar a alguien de tu vida cuando te traiciona, pero más aún para aguantar sin explotar y decirle todas las verdades en su cara cuando tienes la certeza de lo que está sucediendo frente a tus propias narices. Y no sabía por cuál de las dos opciones se habría decantado ella, a pesar del carácter fuerte que escondía en su interior. Eso era lo que realmente la asustaba, hasta qué punto era influenciable por su entorno, por sus padres.
Jayden era diferente. Desde que la actitud de su padre se volvió demasiado descarada para ignorarlo, el trato de su hermano hacia él había cambiado, a pesar de lo mucho que eso entristecía a su madre. No podía evitarlo.
Una vez incluso le confesó que a veces le daban ganas de pegar a su padre, cosa que fascinó a Alex tanto como la horrorizó a un mismo tiempo. Porque ella sentía lo mismo. Con la diferencia de que se esforzaba tanto por reprimirlo que no se notaba. Por más que trataba de aconsejar a Jayden para que hiciera lo mismo, él no podía, sencillamente no aguantaba la presión. Y eso la inquietaba. Debía volver a hablar con él cuanto antes. Y ahora era un buen momento. A Alex no le gustaba dejar para después lo que podía hacer en el momento. No era una chica paciente.
Fue justamente por eso que se cansó de esperar a que Jayden diera señales de vida y se encaminó hacia su habitación para llamarlo ella misma y meterle prisa hasta que se levantara y se vistiera si era necesario. Era probable que ya lo hubiera intentado su madre, pero ella era demasiado blanda y no le hacía caso. Alex por el contrario no tendría problema en sacarlo de debajo de las sábanas a rastras, aunque luego se acabaran enzarzando en una pelea. Eso era lo que sucedía el noventa y nueve por ciento de las mañanas.
De pie frente a la puerta de la habitación cerrada a cal y canto de su hermano, Alex resopló, exasperada. Levantó el puño para llamar, pero en el último momento decidió entrar sin hacerlo. La abrió de un brusco tirón y entró como un vendaval.
—Jay, levántate holgazán, que son más de las seis y todavía tienes que...—Se quedó muda a mitad de la frase, perpleja, atónita...muerta de asco. Arrepentida de haber entrado sin llamar, se tapó los ojos con las manos mientras soltaba gritos ahogados.
—Alex, pero ¿qué coño te pasa...? ¡Largo! — le gritó él a la defensiva, más rojo que un pimiento. Y es que, sin pretenderlo, ella lo acababa de pillar con las manos en la masa, o mejor dicho, dentro del pantalón. ¡Mierda, mierda y más mierda! ¡¿Desde cuándo Jayden se masturbaba?! No, de hecho, prefería no saberlo. Prefería no haber presenciado nada de aquello para empezar. La culpa era suya por entrar así, pero es que no se esperaba...eso.
—Qué asqueroso eres, en serio. Tienes las hormonas fatal — lo criticó, sin dejar de protegerse con los brazos como si fuera contagioso lo salido que estaba.
—¡Y tú eres una metomentodo! — le gritó, con tanta fuerza que ella estaba segura de que le estaría doliendo la garganta en esos instantes.
Empezó a tirarle cojines y almohadas como un loco y Alex tuvo que quitarse las manos de los ojos y ponerlas a modo de escudo para defenderse. Pero ni con esas bastó. Su hermano estaba enfurecido y le disparaba todas las almohadas que se cruzaban en su camino, incluso los peluches de cuando eran pequeños que tenía guardados en el armario.
—Eh, para ya. Lo pillo, ya me voy — le dijo, para que se calmara de una vez y se estuviera quieto. Y lo hizo, pero para acabar acercándose a ella tanto que intimidaba un poco, al ser unos cuantos centímetros más alto que ella. Sus mejillas estaban encendidas por la ira y la vergüenza y la fulminaba con la mirada.
—Como le cuentes algo de esto a nuestros padres o peor, a tus amigas...— se quedó callado, acorralándola contra la pared para que no escapara y dejando en suspenso sus palabras unos segundos para que flotaran en el ambiente de forma amenazante. Respiraba con agitación. — Te mato — la amenazó, muy serio. Ella sabía que era un farol. Se lo decían el uno al otro siempre que se peleaban o se ponían furiosos. Aunque a veces, cuando era ella la destinataria de tales palabras, no podía evitar inquietarse.
Acto seguido, se separó de ella, pero la empujó hasta que cayó sentada en la cama. Su estómago se contrajo de rabia y se levantó a toda prisa.
—¡A mí no me empujes! — le gritó, empujándolo de vuelta. No le importaba estar comportándose como una niña pequeña. Estaba molesta. Jayden aún peor, estaba alterado. Tampoco era tan grave lo que había pasado. Es decir, a ver, era incómodo y violento, pero ella no iba a decir nada. No tenía por qué ponerse así.
Y entonces cayó en la cuenta. El ordenador de su hermano estaba encendido, sobre la mesita de su escritorio. La cámara ya se había apagado, pero Skype todavía seguía abierto. Si su hermano no la estuviera aniquilando con la mirada, mientras echaba humo por las orejas, Alex se habría puesto a gritar por toda la casa. ¡Qué fuerte! ¡Jayden hacía videollamadas guarras con su profesora de historia!
—Sal de aquí ya — le ordenó él, cogiéndola del brazo para conducirla hasta la puerta, ignorando sus protestas. La cerró de un portazo en sus narices. Ella bufó de indignación. ¡¿Qué le pasaba?!
—¡Vete a la mierda! —le gritó desde fuera, dándole una patada a la puerta. Se arrepintió enseguida porque se hizo daño en el pie. Su padre apareció por el pasillo, probablemente alertado por el escándalo que los dos estaban armando a aquella hora tan temprana. Llegó justo a tiempo porque, mientras ella se recompuso y puso cara de "niña buena", Jayden por el contrario, salió como un huracán y se lanzó a por ella.
—¡Vete a la mierda tú! — chilló, mientras su hermana se protegía detrás de su padre, que se interpuso y lo sujetó por los hombros para separarlo de ella.
—Eh, eh, Jayden, deja a tu hermana — le dijo, con firmeza, sosteniéndolo hasta que él se relajó un poco y asintió. Pero la mirada que le dirigió a Alex era mortal. Steve lo soltó, cansado de las peleas de sus hijos.
—De acuerdo —murmuró él entre dientes, sin poder contener su enfado. Steve se cruzó de brazos en lo que pretendía ser un gesto imponente, pero que no surtió el menor efecto en el chico. Alex seguía refugiada detrás de su espalda, con una leve sonrisa de satisfacción al ver cómo lo regañaba.
—Anda, pídele perdón a tu hermana y vamos a desayunar, que vuestra madre nos está esperando— le pidió, con tono inflexible. Jayden apretó la mandíbula con fuerza y mantuvo un silencio desafiante. Hasta que su padre se acercó y lo obligó a levantar el mentón para mirarlo. Lo hizo, de mala gana. Alex se limitó a observar en un segundo plano. La tensión se podía cortar con un cuchillo. — Ahora.
—Perdón — soltó, con desdén. Después, sin tan siquiera mirarla, se soltó del agarre de su padre y bajó las escaleras como un rayo, mascullando por lo bajo.
Giselle, que estaba poniendo un plato con tostadas en la mesa, tuvo que esquivarlo cuando pasó por su lado echando humo. En cuanto la vajilla estuvo a buen resguardo, lo detuvo cogiéndolo por el brazo.
—Eh, eh, cariño ¿qué pasa? ¿Por qué bajas así? — le preguntó con dulzura, mientras él respiraba hondo para calmarse. — Te has peleado con tu hermana otra vez ¿no? He oído gritos arriba — fue una afirmación más que una pregunta, así que se limitó a asentir con desgana mientras tomaba asiento en la mesa y empezaba a comer, sin molestarse en decir nada.
Alex se las iba a pagar. Encima la muy chismosa había visto el chat con la profesora Montgomery... sabía que no diría nada, pero aun así le molestaba que hubiera descubierto su secreto. Sabía que era muy capaz de usarlo para chantajearlo.
—Solo es una tontería mamá, no te preocupes — contesto, antes de dar un generoso trago al zumo de naranja recién hecho que tenía ante sí.
Estaba fingiendo, por supuesto. Lo que había pasado estaba lejos de poder calificarse como una simple tontería, pero Jayden era bueno mintiendo y ocultando a los demás aquello que no le interesaba que descubrieran. Así era más fácil.
De pequeño se dio cuenta enseguida de que a la mayoría de la gente no le gustaba que le dijeran la verdad a la cara, solo aquello que querían oír. Desde entonces, eso fue lo que hizo. Al fin y al cabo, vivían en una sociedad de hipócritas en la que todo el mundo se las daba de muy digno cuando la realidad era que todos portaban máscaras, en un momento determinado. Hipócritas.
Se ponían una venda en los ojos para tapar el sol con un dedo en lo que a sus acciones respectaba pero bien que estaban atentos hasta al más mínimo detalle de sus vecinos para criticarlos a la menor oportunidad. Así funcionaban las relaciones sociales en el mundo moderno. Le daba asco. Sobre todo porque tenía que convivir entre ellos. Tenía que parecer uno de ellos. Preocuparse por frivolidades y ser superficial. Sonreír aunque por dentro tuviera ganas de gritar. Ser perfecto tanto a nivel académico como extraescolar y, cómo no, familiar.
A menudo se preguntaba cuánto tiempo más podría vivir esa vida sin estallar. Alex aguantaba el tipo a la perfección, pero él...no podía, así de sencillo.
—Jayden cariño, ¿me estás escuchando? — le preguntó su madre, sacándolo de su ensimismamiento. Él volvió a la realidad, molesto. En ese instante, su padre y su hermana se les unieron para ocupar los dos puestos restantes en la mesa. Alex le dedicó una sonrisa de regodeo y tuvo que reprimir el impulso de estrangularla. Sabía que era una tocapelotas, pero jamás contaría nada de lo que había visto a sus padres. Por eso se obligó a relajarse. Por fuera, parecía igual de cansado y apático que todas las mañanas. Su exterior no delataba la turbulencia que sacudía sus emociones. Así se conseguía la fachada perfecta.
—Perdón, aún estoy medio dormido — alegó, con una sonrisa de disculpa que sabía que a su madre la aflojaba entera. Le encantaba que fuera cariñoso con ella. A veces, cuando no le salía de forma natural, casi se sentía un poco mal por fingir de esa forma tan descarada. Casi. —¿Qué decías? — preguntó, aparentando interés.
—Si no te acostaras tan tarde...— le reprochó, condescendiente. Él batió las pestañas. Cayó nuevamente. Perfecto. — Estaba comentando que tenemos nuevos vecinos.
Tanto Alex como Jayden se hicieron los sorprendidos. Mucho había tardado su madre en sacar el tema. Fingieron no saber nada sobre el asunto, por supuesto. Seguro que Giselle no tardaría en ponerlos al corriente de todo lo que había averiguado. Green Lake era un pueblo pequeño, apenas llegaba gente nueva. Por lo que, claro, en las pocas ocasiones que eso sucedía, suscitaba gran expectación entre sus vecinos.
Steve, por el contrario, devoraba sus tostadas con huevos revueltos sin mostrar el menor interés por el tema de conversación que se había dado. Seguro que se trataba de algún matrimonio de ancianos jubilados que querían pasar el resto de sus días en un lugar tranquilo y apartado de todo el mundanal ruido.
—Sí, según Colette se trata de una pareja de jóvenes recién casados, treintañeros. Fueron a la gasolinera a repostar ayer por la noche y ella fue la primera persona en darles la bienvenida a Green Lake —los puso al corriente la mujer, con entusiasmo.
A Giselle de verdad le encantaba la idea de tener nuevos vecinos. Últimamente el pueblo se estaba quedando vacío, desolado. La mayoría de jóvenes se mudaban a las ciudades en cuanto tenían edad suficiente para ser independientes. Además, la natalidad había descendido considerablemente en los últimos diez años, no así la mortalidad, que se había ocupado de mermar la población de la tercera edad. Una situación preocupante.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo eran? —preguntó Steve, súbitamente interesado.
Jayden reprimió el impulso de poner los ojos en blanco. Seguramente no tenía nada que ver ese interés repentino de su padre con el hecho de que su madre hubiera mencionado que se trataba de un par de jóvenes. Carne fresca. Le asqueó que ni siquiera se molestara en contener su emoción. Repugnante. No entendía por qué su madre lo consentía.
—Pues eran increíblemente guapos, Colette me dijo que atrajeron la atención de inmediato. Ella era delgada y grácil como una flor y él robusto y fuerte como una roca, con unos ojos hipnóticos y algo inquietantes. Me ha dicho que la puso nerviosa. No son de aquí, mencionó algo sobre...— tras la descripción, su madre se puso a pensar, tratando de hacer memoria. Alex estaba que se comía las uñas por la curiosidad que la corroía. Quería saber todo lo que pudiera sobre ellos. —De Rusia, eso es — añadió, chasqueando los dedos, triunfante. Jayden y Alex compartieron una mirada cómplice, de la que ninguno de sus progenitores se percató, por supuesto.
—Interesante — silbó Steve, apurando de un sorbo su café.
Alex fingió indiferencia, dándole un pequeño mordisco a su tostada, pero por dentro estaba iniciando la cuenta atrás para que su madre pronunciara las palabras clave. No podía fallar justo ahora...
—Sí, he pensado que podríamos pasarnos a la hora del almuerzo para darles la bienvenida. —Ahí estaba, lo que ambos estaban esperando que dijera. Sus expresiones indiferentes no demostraban la sensación de triunfo que los embargaba. — Al fin y al cabo, si van a vivir en la casa del difunto señor Prescott, serán nuestros vecinos. Sería bueno para todos que nos conociéramos, ¿verdad? — sugirió, sin segundas intenciones.
A veces Jayden no entendía cómo era tan ingenua para no darse cuenta de que con ello solo estaba alentando los impulsos infieles de su marido. Pero si ella estaba ciega, nada podía hacer él al respecto. Porque no serviría de nada. No sería la primera vez que pasaba.
—Buena idea, cariño. Siempre tan buena vecina. Claro que sí, podemos ir después de dejar a los chicos en el instituto —se mostró conforme Steve, dedicándole a su esposa una sonrisa radiante.
—No, ya me acerco yo, tranquilo. Sé que estás muy ocupado — replicó, para sorpresa de todos. La sonrisa le desapareció de la cara como si le hubieran dado un puñetazo.
«Fastídiate», pensó Alex, complacida.
Sin embargo, se recompuso lo mejor que supo para disimular y dedicó a su mujer una sonrisa de ternura, tan falsa que a la chica le dieron ganas de vomitar. Jayden estaba muy tenso, le cogió la mano por debajo de la mesa y se la apretó ligeramente con un par de toques, como hacía siempre que quería calmarlo. Funcionó porque él respiró hondo y relajó el cuerpo, distrayendo la atención hacia su móvil. No tardó en empezar a teclear con frenesí, lo que despertó la intriga siempre viva de la muchacha, que se preguntó con quién hablaría. Basándose en los hechos, solo había dos posibilidades; o se trataba de Kieran, su mejor amigo o bien de la profesora Montgomery.
Su sexto sentido –que pocas veces la defraudaba– la hacía inclinarse más bien por la segunda opción.
Lo observó sin cortarse. Él estaba absorto; pasaba de todo y de todos a su alrededor. Vale, definitivamente no era con Kieran con quien hablaba. Intentó asomarse discretamente por encima a ver si divisaba aunque fuera una inicial que pudiera servirle de pista. Nada. Su hermano no era tonto y se ocupó de ponerlo a buen resguardo. Al fin, levantó las cejas y le dedicó una mirada desafiante, antes de preguntar, en voz demasiado alta como para no tratarse de algo premeditado.
—¿Puedo ayudarte en algo, hermanita?
El tono insidioso y malintencionado con el que lo pronunció rompió de inmediato la charla de sus padres, que se giraron para ver qué sucedía entre ellos. Alex se había sentado derecha y con los codos apoyados sobre la mesa, terminando su desayuno con una expresión apacible y despreocupada. Falsa, por supuesto. Por dentro estaba deseando que Jayden se las pagara.
Le echó una mirada de soslayo. Estaba perfectamente relajado, tal y como si estuviera en mitad de la clase de matemáticas y la profesora le hubiera pedido que resolviera un problema muy complicado, pero de cuya solución él ya era conocedor de antemano. Jugaba con ventaja y disfrutaba de ella.
—No, todo está bien. Podemos irnos a clase, cuando termines de hablar por el móvil — contestó, haciéndose la inocente cuando él la fulminó con su mirada más airada. Sabía lo que venía a continuación. A su madre no le gustaba nada que ninguno de sus hijos utilizara el teléfono en la mesa y siempre los regañaba incansablemente.
—¡Jayden! ¿Qué te tengo dicho? Apaga eso cuando estés en la mesa, ¿no ves que pasas la mayor parte del día con...?— empezó a regañarlo, soltándole la perorata de siempre. Ella tuvo que reprimir la risa, divertida en grado sumo porque acababa de anotarse otro tanto en el marcador ficticio de la competición perpetua que siempre sostenían ambos.
—Vale, vale, ya lo apago, perdona — se apresuró a contestar él, hastiado. Hizo lo que había prometido, a regañadientes. Acto seguido se levantó de la mesa.
—¿Ya estáis listos? — preguntó Steve, arrastrando la silla con pereza para ponerse en pie e ir en busca de las llaves de su coche.
Le fastidiaba que su mujer lo hubiera privado de la diversión al no dejarlo ir con ella a presentarse. Esa vecinita rusa tenía pinta de ser todo un bombón. Pero ya tendría oportunidad de abordarla, ya. Mejor que estuvieran a solas...así el marido tampoco molestaba.
Ambos mellizos asintieron, así que no le quedó más remedio que ponerse en marcha. Se despidió de su esposa con un casto beso en los labios y la dejó recogiendo la mesa, después fue hasta el jardín y se montó en su deportivo para prepararlo mientras los chicos se despedían de su madre y salían al frío amanecer de febrero.
Aprovechó para retocarse el pelo en el espejo interior, oteando el exterior hacia la cabaña de sus vecinos, situada a solo unos pocos metros. Ansiaba ver a esa mujer, por alguna razón desconocida presentía que era justo lo que necesitaba en ese momento para divertirse un poco. Hacía tiempo que no disfrutaba de una conquista en condiciones, todas eran demasiado simplonas, casi vulgares. Le resultaba aburrido. No, él quería emociones nuevas.
Pero la chica se estaba haciendo de rogar, pues la casa parecía estar silenciosa y tranquila, delatando así que sus inquilinos dormían todavía a pierna suelta. Una lástima. Ver a una mujer hermosa siempre era una buena motivación para empezar el día.
Jayden y Alex subieron al coche, discutiendo acerca de algo sobre las clases. No tardaron en provocarle dolor de cabeza, siempre peleando allá donde fueran.
Los dejó frente a la puerta del instituto y se encaminó hacia el trabajo. Steve era contable en una empresa de finanzas y lo cierto era que estaba bastante contento con el puesto que había logrado adquirir en una de las empresas más importantes no solo del pueblo sino también del Estado. Todavía tenía la esperanza de poder camelarse un poco más a su jefa y conseguir un flamante ascenso antes de que finalizara el año. No iba por mal camino. Rose era fácil de complacer en la cama. Pero más estrecha en cuanto a temas laborales se refería. Sabía cómo manejar a los hombres, muy a su pesar. Tenía lógica, porque de lo contrario jamás habría podido llegar adonde estaba a pesar de ser la hija del dueño de la compañía.
Tan pronto como el semáforo le dio paso, se incorporó a la carretera y emprendió su camino, como todos los días. El tráfico congestionado a pesar de la temprana hora, los padres que llegaban rezagados para dejar a sus hijos aparcando en doble fila...nada fuera de lo normal.
Si hubiera mirado a lo lejos tal vez se habría percatado de que un todoterreno cuatro por cuatro le seguía los pasos a una distancia prudente para no ser detectado. Sin embargo, Steve iba con prisa y no lo hizo.
Yendo a una fila de coches por detrás, Nikolai sonrió. Seguirle la pista a ese tipo era más fácil de lo que había previsto.
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