
🦋3. 🦋
La primera vez que Nikolai puso un pie en la mansión Kozlov tenía dieciocho años.
Llevaba desde los nueve entrenando para convertirse en uno de los kryshas del Pakhan. Y por fin, después de tantos años de duro trabajo para probar su valía, había pasado la prueba de fuego.
Ya estaba dentro.
—Espera aquí hasta que el Pakhan venga a recibirte —le indicó Vladmir, uno de los soldados de más alto rango de la organización, contemplándolo con evidente aire de superioridad.
A Nikolai no le gustaba aquel tipo. Era uno de los instructores en la jaula – como llamaban al centro de entrenamiento en el que vivían todos los niños que recogían de la calle para servir al Pakhan – y era cruel y brutal, siempre se deleitaba haciendo sangrar a los más débiles.
A él le tenía especial inquina, porque nunca había podido doblegarlo.
Asintió, con gesto apático.
Mientas esperaba, se dedicó a curiosear un poco los alrededores.
Tenía que admitir que la mansión era impresionante, con estatuas y columnas ostentosas y un jardín perfectamente cuidado...en cuyo césped se hallaba sentada una chica joven – Nikolai supo pronto que acababa de cumplir quince años – que se entretenía observando a una mariposa que volaba cerca de ella.
Sus ojos la observaban fascinada y no pudo evitar que una chispa de interés por ella despertara en su interior.
Esa chica era feliz con las cosas más simples y admiró su inocencia.
—¡Annika! Te he dicho que entres en casa, la institutriz te está buscando para empezar la lección.
El Pakhan acababa de salir al porche y al contemplar a su hija perdiendo el tiempo, la reprendió con dureza.
Nikolai endureció el gesto.
Aquel bastardo era el responsable del asesinato de sus padres y ahora que por fin había conseguido tener acceso hasta él, lo haría pagar caro por ello.
Pero tenía que ir con calma, se recordó, planearlo a conciencia y ganarse su confianza. Hasta que llegara su momento.
Solo esperaba poder manejar a Lev, pues su hermano era demasiado impredecible.
—Señor, él es Nikolai, la nueva incorporación que solicitó —intervino Vladimir, con ese tono lisonjero que tan enfermo lo ponía.
Mijaíl Kozlov le dedicó una mirada escrutadora, evaluándolo. Permaneció inmutable. Podía escarbar cuanto quisiera, jamás podría llegar hasta su corazón.
No tenía.
Se lo arrancó del pecho la misma noche en que los cadáveres de sus padres yacieron a sus pies.
Desde entonces, solo vivía para su venganza.
En aquel instante, la chica –Annika, había dicho. Un nombre precioso– acudió al llamado de su padre y se detuvo a unos pasos, mirándolo con manifiesta curiosidad.
Se fijó en que tenía las manos y el vestido parcialmente manchados de tierra y unos mechones escapaban de sus trenzas castañas debido al ejercicio. Tenía una piel tersa y perfecta y los ojos más increíbles que él hubiera visto jamás.
—Annika —el tono de su padre estaba cargado de desaprobación y cierto desprecio al que la chica no pareció dar demasiada importancia. Le dio la impresión de que estaba acostumbrada —, él es Nikolai Blasov —los presentó y a continuación se dirigió a él para darle las instrucciones. —Desde hoy te harás cargo de la seguridad de mi hija, serás su sombra y cuidarás de ella con tu vida. ¿Queda claro?
—Sí, mi Pakhan. Me encargaré de mantener a la señorita a salvo —aseguró y no le pasó por alto cómo un brillo de emoción se abrió paso en los ojos de la chica ante aquella nueva perspectiva.
Sin saberlo, Annika Kozlova acababa de proporcionarle la herramienta perfecta para acabar con su padre.
Ella sería su instrumento, la usaría para dar jaque mate al rey.
Y reclamaría su venganza.
Claro estaba que no contaba con enamorarse de ella.
🦋
Un golpe seco. El crujir de la madera al partirse con el certero movimiento de la hoja afilada, cercenando la capa superior del tronco con suma facilidad.
Nikolai se enjugó el sudor de la frente al tiempo en que bajaba el hacha que había estado sosteniendo con fuerza. Sus prominentes músculos estaban en tensión bajo una fina camiseta de manga larga que apenas ocultaba la forma en la que estos se marcaban en su tonificado abdomen y sus brazos trabajados.
Llevaba casi una hora cortando leña para poder tener reservas frente al invierno que todavía no tocaba a su fin. Y para poder encender un buen fuego. Adoraba sentarse frente a la chimenea en silencio y contemplar las llamas, a merced de ese habitáculo de piedra rematado por un cristal que las aprisionaba y les impedía escapar de su encierro perpetuo. Su destino era morir enjauladas. Por alguna razón, esa visión lo hacía sonreír. Era tan tétrico como hermoso.
A Nikolai aquella visión le recordaba su propio y tormentoso pasado. Entonces ya no sonreía. Ya no se deleitaba contemplando el resplandor anaranjado de las llamas que danzaban aquí y allá en perfecta sincronía.
En vez de eso, su mirada se oscurecía hasta adquirir tintes demenciales y cerraba los puños a los costados, luchando por mantener a raya sus demonios internos, que pugnaban porque los liberase para así desatar el caos que reinaba en su mente y en su corazón.
Con suerte, lograba dominarse a base de fuerza de voluntad e inhalaciones profundas. Pero no siempre. Otras veces estallaba como un resorte y la emprendía a golpes con todo lo que se le ponía por delante. Hasta que se destrozaba las manos. Hasta que no quedaba nada en pie con lo que poder desfogarse. O hasta que Annika lo calmaba.
Annika.
Tenía pensamientos contradictorios cuando se trataba de ella.
Por un lado, odiaba saber que a veces tenía poder sobre él, cuando lo excitaba hasta provocar que su entrepierna se endureciera como una roca y quisiera follarla hasta hacerla gritar de placer, hasta que los dos llegaran al límite de sus fuerzas y terminaran de perder la poca cordura que les quedaba. Su parte más insensible le reprochaba que una mujer, por muy increíble que fuera, pudiera controlarlo. Su espíritu era salvaje e indómito y no soportaba tener que acatar órdenes de nadie, o dejarse manipular de esa forma. Aunque la experiencia valiera la pena con creces.
Y por el otro, irónicamente, era ese descontrol sexual que ella, sabedora de sus armas, provocaba en todo su sistema, lo que hacía que él la deseara cada vez más. Pero no era solo por su cuerpo.
Había demasiada historia detrás.
Era una mujer valiente y luchadora. Admiraba su capacidad de reponerse de los golpes que la vida le había dado desde joven. Eso era algo que ambos tenían en común, otro lazo que los unía, en cierta manera.
Nikolai no sabía si lo que sentía por ella era amor. Jamás en toda su vida lo había experimentado, porque su corazón estaba muerto hacía tiempo. Junto con todo lo que había dejado atrás. O eso quería pensar. Porque el pasado siempre volvía a buscarlo, en cierta manera.
Unas veces lo hacía en forma de pesadillas que terminaban con él gritando hasta destrozarse las cuerdas vocales, su cuerpo ardiendo en llamas como si de verdad se estuviera quemando también aquel día, aquel maldito día que quedaba ya tan lejos en el tiempo. Otras lo torturaban los recuerdos. Y la impotencia corrosiva. La desesperación por no poder olvidar. La ira salvaje y volcánica que le hacía querer salir corriendo y no detenerse hasta encontrar a todos aquellos hijos de puta y tener sus cabezas en sus manos, cercenadas con esa misma hacha que poseía desde que era un adolescente, como su trofeo más preciado.
Resoplando, trató de recuperar el dominio de sus propios pensamientos traicioneros y se tomó unos minutos de tregua para volver a la normalidad. Se sentó sobre el tocón que acababa de partir en dos y dejó que su confusa mente se repusiera de la neblina en la que vagaba.
No sin esfuerzo, lo logró. Pero la rabia seguía demasiado latente en su interior como para seguir cortando leña, así que, con un suspiro resignado, dejó el hacha apoyada sobre el tronco donde había estado sentado hacía pocos minutos y empezó a apilar la leña para dejarla en el cobertizo. Más adelante saldría a por un puñado si la nieve arreciaba y encendería un buen fuego. Seguro que a Annika se le antojaría preparar chocolate caliente. Ya lo había convertido en una costumbre en el tiempo que llevaban en la cabaña.
Terminó de entrar los últimos montones en silencio y echó la llave, satisfecho. Entonces, una vez terminado el trabajo, se encendió un cigarrillo y se entretuvo unos minutos oteando el paisaje nevado. Desde su posición disponía de una vista panorámica de la casa de sus vecinos; los Williams. Debían de estar ya durmiendo, porque no había una sola luz encendida en toda la vivienda. Y dado que los dos coches seguían aparcados fuera, podía descartar el hecho de que hubieran salido. Nikolai frunció el ceño, receloso. Se le hacía raro que no estuvieran por ahí espiándolos, porque en los tres días que llevaban allí –en realidad eran más, pero no se habían dejado ver– no hicieron otra cosa más que rondar por allí o espiarlos desde la ventana.
No obstante, agradeció tener un respiro de su escrutinio.
Cuando acabó de fumar, decidió que le apetecía una cerveza. Había trabajado durante un buen rato y estaba sediento. Por lo que, sin más, recogió su hacha de donde la había dejado y se encaminó hacia el interior. Los pasos firmes y seguros de sus botas de cuero resonaban en el camino empedrado del porche, mientras fuera solo se oía el cantar de los pájaros trasnochadores y el ruido de las ramas de los arboles al ser quebradas por algún animal en el bosque.
A Nikolai no le asustaba el bosque oscuro, ni los animales que de noche abandonaban sus guaridas en busca de alimento. En todo caso, eran ellos los que debían temerlo a él.
Era un depredador mucho más peligroso.
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