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Capítulo 8: Miedo.

La familia La Roche, junto con otras cinco familias ancestrales, tenía sus raíces en la primera unión entre demonios y humanos. Con el paso de los siglos, estas líneas se fragmentaron en clanes que se extendieron como una vasta red por los continentes. Sin embargo, esta división alimentaba un deseo insaciable de supremacía. Cada uno luchaba por imponerse sobre los demás.

A través de batallas sangrientas y conquistas, La Roche se consolidó como la familia dominante. Su poder era incuestionable y su nombre, temido por todos.

Con el tiempo, incluso los cimientos más firmes empezaron a desgastarse.

Aquellos en el poder debían evolucionar o enfrentar la ruina.

El padre de Eugine, un hombre de visión, comprendía que el futuro no seguiría los antiguos caminos.

Desde su infancia, Eugine había sido consciente de los planes de su progenitor. No era solo un hijo; era un elemento clave en el entramado estratégico de la familia.

El futuro de La Roche dependía de su capacidad para adaptarse o perecer y esa carga recaía sobre Eugine.

La unión entre demonios no era solo una molestia, era una amenaza para la herencia mestiza de su familia. Lo que antes era motivo de orgullo, sus raíces humanas, ahora comenzaba a verse como una debilidad.

Los tiempos habían cambiado. Ya no se libraban batallas con sangre entre clanes; ahora todo se resolvía políticamente. Eugine debía unirse a otro demonio para consolidar el dominio de La Roche. Sin embargo, él se negaba a aceptar ese destino. Su especie eran demonios destinados a los humanos. Habían nacido como almas gemelas y eventualmente se unirían formando un lazo.

Muchos demonios que se unieron a otros de su especie perdieron la cordura, solo recobrando el sentido al encontrar la reencarnación de su humano destinado.

Si esta tendencia continuaba, estarían condenados a no encontrar su otro par.

Eugine despreciaba ese futuro y se negaba a aceptar un matrimonio impuesto. Si todo seguía igual, en pocas décadas se convertirían en meras criaturas infernales, dedicadas solo a devorar humanos y sembrar caos. Eventualmente, perderían su vínculo con la humanidad.

El mestizaje les había permitido convivir en la Tierra, heredando emociones que les daban equilibrio. Sin esa conexión, se convertirían en demonios normales, como aquellos que se esconden en las profundidades del inframundo y terminarían destruyéndolo todo.

El poder, para Eugine, no era el fin último.

La noche en que conoció a aquel joven pintor, sintió que él estaba grabado en lo más profundo de su ser. Había venido al mundo con un futuro marcado del que no quería escapar.

El destino, sin embargo, tiende a ser esquivo, llenando el camino de obstáculos.

Eugine, ahora, se revolvía en la cama, aferrándose a la frazada como si fuera su último refugio.

Estaba molesto.

Dolido.

Y nuevamente molesto.

La tristeza lo consumía con el pasar de las horas. Primero llegó el enojo, pero luego, tras una agotadora lucha interna, solo quedaba una amarga melancolía. Como todo aquel con el corazón roto, acompañó su dolor con las canciones más tristes que pudo encontrar. Había vivido siglos y recorrido muchos países, pero nada era más universal que el sufrimiento de un amor no correspondido.

Las horas pasaban y él seguía allí, en la cama, sollozando hasta que sus ojos se hincharon y su nariz se tornó roja. El cansancio le pesaba en el pecho, un cansancio que lo aplastaba y le provocaba un dolor constante en la cabeza.

Ya no sabía si estaba tomando las decisiones correctas.

Por supuesto que no se había rendido.

Eso ni siquiera era una opción.

Pero tampoco pudo levantarse de la cama. Así pasó el día, hasta que llegó la noche y al siguiente amanecer, nada mejoró en absoluto.

El lunes se abría paso y él seguía atrapado en el mismo ciclo. Cada segundo era una tortura y para empeorar las cosas, no había recibido ni un solo mensaje de Misael.

¿Por qué no podía siquiera enviarle un "buenas noches"?

Eugine luchaba con todas sus fuerzas para no escribirle él primero. Pero cada fibra de su ser deseaba con desesperación enviarle un "buenos días".

Para muchos, este sería un detalle insignificante, pero para él, que no era nada de Misael, ese pequeño gesto era su única forma de demostrarle que siempre lo tenía en mente. Deseaba profundamente que él tuviera noches tranquilas y días preciosos. Con ese simple mensaje, intentaba mostrarle cuánto le importaba, cuánto lo llevaba en su corazón.

Se envolvió una vez más en la frazada, mientras las notas de una nueva canción inundaban la habitación.

"Sé que no todo acabó, el amor sigue aquí, esto no terminó..."

La letra de la canción era un reflejo de su corazón y cada palabra parecía arrastrarlo más profundamente en sus propios pensamientos. La angustia era sofocante, como si con cada verso su pecho se oprimiera más y más.

"Tiene tanto poder lo que siento. Ves que lo nuestro es eterno..."

De repente, el celular vibró y el sonido cortó la música de inmediato. El corazón de Eugine se aceleró. Se desenrolló con torpeza, su respiración acelerada mientras buscaba el teléfono, esperando que fuera su viejo amante.

Pero no lo era.

Era su primo, no Misael.

La amargura de la realidad lo golpeó de nuevo y el sollozo que había estado conteniendo escapó de sus labios. Se había convertido en una pequeña lenteja, ahogándose en el mar de sus propias lágrimas, echando raíces y cayendo lastimosamente hacia la nada.

Si él no le escribía, Misael ni siquiera parecía recordarlo.

No se esforzó en rechazar la llamada de Nathael, se quedó en esa posición, estático.

Las cosas que dan alegría también pueden traer un inmenso dolor. Nunca imaginó que, luego de encontrarse con la reencarnación de su amante, podría experimentar otra vez algún tipo de sufrimiento.

Como siempre, volvía a equivocarse.

A veces daba por sentado muchas cosas.

Nathael siempre le recordaba que era excesivamente positivo y que debía ver el otro lado de la situación para poder actuar de la forma más conveniente.

Realmente, Eugine se sentía agotado.

Horas después, finalmente se decidió a revisar los mensajes de su primo. Lo hizo casi por inercia, deslizando el dedo por la pantalla sin querer saber realmente qué le diría. Pero al escuchar el primer mensaje de voz, sus ojos se abrieron de golpe. Las respuestas que tanto necesitaba estaban allí, entre los múltiples audios. Todo ese tiempo estuvo tan atrapado en su nube depresiva que ni siquiera notó que había solicitado información.

Miró la hora en el teléfono y su cuerpo reaccionó instintivamente. Corrió hacia el baño, su mente aún nublada por la mezcla de emociones.

Había buenas noticias después de todo.

Al final, la semana no sería tan terrible como había imaginado.

•❥❥❥•

Eugine estaba entusiasmado. Se apoyó en uno de los escalones de la escalinata exterior de la universidad que daba al río.

Ese otoño era particularmente frío y la corriente helada golpeaba con fuerza contra su blanquecino rostro. Aun así, el viento que desarreglaba su flequillo calmaba el ardor en sus ojos.

Él llegó media hora antes, compró dos cafés y esperó con una ilusión renovada.

Este joven demonio inmortal fue el más orgulloso de todos los demonios. Tras atravesar innumerables vicisitudes y alcanzar grandes logros, se consideraba a sí mismo valeroso, hermoso y grandioso.

Sin embargo, cuando se trataba de su amante, todo eso se desvanecía.

Eugine tenía un concepto bastante simple: su amado ya era hermoso y grandioso y a sus ojos, no había otra persona que pudiera ocupar el primer lugar. Frente a él, se situaba en un segundo plano.

Valeroso... en este aspecto, creía que ambos estaban en igualdad de condiciones. Amar y proteger a Misael era algo que nunca podía dejarse de lado.

El orgullo, al fin y al cabo, desaparecía en la presencia de su amado; se olvidaba de que esa palabra existía.

Había estado enojado y adolorido, pero al saber que, al pasar el tiempo juntos, él lo recordaría, se deshizo de todos esos sentimientos.

Mientras esperaba, sacó su celular y tomó una foto.

Por supuesto, era para la persona que no le había escrito hace dos días. ¿Pero eso qué importa?

Envió un mensaje debajo de la imagen:

[Hace frío 🥶 este es tuyo☝️😌, no te tardes🤗]

Él apoyó la yema de los dedos en la superficie y envió ondas de calor para mantener la temperatura.

Faltaban unos quince minutos para entrar a clases y no quería que Misael tomara un café frío.

A medida que pasaban los minutos, la gente iba y venía y su nariz empezaba a enrojecerse.

El mensaje había sido enviado, pero Misael no respondía.

Eugine, optimista como era, trataba de encontrar razones lógicas: quizás estaba ocupado, tal vez no había visto el mensaje.

Pero el tiempo seguía su curso y lo que comenzó siendo una espera llena de ilusión se convirtió en una hora de incertidumbre.

Sus claras pestañas se agitaban lastimosamente mientras miraba el cielo que comenzaba a tornarse gris.

Hace mucho tiempo atrás, los cielos eran más auspiciosos.

El verano francés había pintado el paisaje con matices vibrantes. Los campos florecían en un contraste de colores, mientras una brisa suave acariciaba el rostro de dos amantes.

Recostado sobre el tronco de un árbol, un conde murmuraba estrofas delicadas como el rocío de la mañana. Su amor era un canto sin música dirigido a un joven pintor, cuya alma aún era virgen en el arte de capturar el mundo en sus trazos.

Las palabras de Eugine, dulces como néctar para los colibríes, fluían con suavidad, llenas de promesas brillantes y la inocente exuberancia del primer amor.

El joven pintor apoyó la espalda contra el pecho del conde. Sentía el latido rítmico de su corazón resonar mientras le besaba tiernamente la oreja.

—En menos de un año, seremos uno. Seré tuyo y tú serás mío, como la brisa libre que acaricia el mundo, pero no se deja atrapar por él.

Los ojos dorados de Eugine brillaban con un fulgor que parecía atrapar cada rayo de sol. Con una mano acariciaba suavemente el abdomen del joven, mientras la otra se entrelazaba juguetonamente con sus dedos.

—Te llevaré de la mano a los lugares más hermosos. Y cuando sientas la inspiración, tomaré mi flauta y entonaré canciones que fluyan junto a tus trazos, tan armoniosas como el viento que acaricia las flores.

—Seremos como la música y el arte —murmuró el joven con una sonrisa—, inseparables.

—Sí... inseparables.

En respuesta, el joven pintor apoyó su cabeza en el hueco del hombro de Eugine, sintiendo el suave aliento que deslizaba en su cuello.

—Misa, seremos una familia. Te cuidaré, te protegeré y te amaré sin fin. Juntos, siempre, te lo prometo.

¡Crack!

El vaso de cartón crujió bajo la mano de Eugine. Estaba demasiado caliente, manteniendo el café a una temperatura constante. Cuando levantó la tapa, no quedaba nada.

El café se había evaporado, al igual que las palabras que alguna vez le dedicó.

Eugine se levantó, desechó lo que tenía en las manos y entró en la universidad.

Frente al aula de Misael, esperó pacientemente a que la clase terminara, con los ojos fijos en la puerta.

Pero cuando los estudiantes comenzaron a salir, él no estaba entre ellos.

El corazón de Eugine se agitó.

Misael no faltaba ni aunque un tornado amenazara con llevarse la universidad a cuestas. Salvo que... ¿haya trabajado?

Lo pensó por un momento y no era errado. Sin embargo, se sentía inquieto.

¿Le habría pasado algo malo?

Sin más opciones, se acercó a los dos chicos con los que su amante solía conversar.

—¿Vieron a Misael? —preguntó, intentando ocultar el nudo en su garganta.

—No —respondieron ambos—. No hemos hablado con él en todo el fin de semana.

Eugine no sabía cómo sentirse.

¿Acaso existía alguien alrededor de su viejo amante que lo valorara?

Bufó molesto y salió de la universidad.

No se iba a quedar con las dudas.

Llamó una vez y el teléfono sonó, pero no obtuvo respuesta.

¿Por qué no atiende?

Un escalofrío recorrió a Eugine de pies a cabeza.

Algo estaba mal.

Muy mal.

Eliminó de su mente todos los sermones de Nathael, quien le había advertido sobre la delgada línea entre un buen amigo y un acosador. Arrancó de su cabeza las palabras: "No seas cargoso", "Dale tiempo", "Deja de ser pesado".

Prefería ser visto como un psicópata antes que dejar a Misael enfrentar un problema solo. Algo en su corazón le decía que estaba haciendo lo correcto, y, aunque podía sonar presuntuoso, Eugine sabía que nunca se equivocaba en esto.

Con esa convicción, fue a buscarlo.

Durante todo el viaje, los pensamientos oscuros no se detuvieron ni un momento. Su mente lo traicionó con escenarios que prefería no recordar.

Al bajar del auto que había tomado, el viento helado lo golpeó con fuerza, haciendo que su bufanda se revoloteara y se perdiera.

Al llegar al departamento de Misael, vio una luz tenue escapando por debajo de la puerta. Una presión incómoda se acumulaba en su pecho y se extendía por todo su cuerpo.

—Misael, ¿estás en casa?

No hubo respuesta.

—¿Estás? —volvió a golpear, esta vez con más fuerza.

El silencio fue ensordecedor y la desesperación comenzó a ahogarlo.

Tenía miedo.

Demasiado miedo de que Misael hubiera desaparecido nuevamente, de no poder protegerlo otra vez.

—Misa... por favor, ¿estás ahí? —susurró mientras sus dedos se deslizaban sobre la perilla.

La puerta se movió, pero no hizo click; estaba cerrada, pero sin seguro. Un nudo de miedo y ansiedad se apretaba en su garganta. Sin pensarlo dos veces, empujó la puerta de golpe y esta se abrió de par en par.

El aire de la habitación era denso y cálido.

Eugine se congeló por un instante en la entrada.

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Nota de autora:

La letra de la canción pertenece a Ves, de Sin Bandera.

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