Capítulo 7: Para que no me olvides.
Era de noche. Los ojos cenizos de Misael estaban abrumados y una fina capa de húmedad distorsionaba los contornos del espacio. Cada parpadeo se sentía eterno, agotando su cuerpo ya maltrecho.
Entumecidos y exhaustos, sus músculos protestaban con cada movimiento, lacerados por heridas de origen que desconocía y que ardían horriblemente. El aire que inhalaba era insuficiente y la opresión en su pecho se volvió insoportable.
El líquido caliente contenido en la garganta brotó de golpe. La sangre cayó de su boca a borbotones y manchó su camisa desgarrada.
En ese momento, sintió un tacto húmedo que acarició su mejilla. Era suave, pero el aroma metálico de la mano le recordó el olor que emanaba de sus pulmones y se derramaba de sus labios.
Jadeó e intentó enfocar la visión, pero esta se negó a cooperar. No podía ver más allá de unos ojos dorados intensos. De esos ojos también cayó algo, pero no era sangre, eran lágrimas.
El hombre movió los labios y pronunció palabras que él no comprendió; sus oídos resonaban con un ruido blanco constante que impedía discernir lo que le decía. Misael se esforzó por hablar, pero las palabras se ahogaron en su propia sangre.
Sentía el calor del cuerpo que lo contenía, una calidez que, por alguna razón, agravó su angustia. Era un dolor profundo que arañó su carne y se clavó en sus huesos.
Extendió el índice para secar una lágrima del rostro de esta persona, pero el movimiento fue torpe y lento.
En respuesta, el otro tomó su mano suavemente, envolviendo sus dedos con una ternura desesperada.
Besó la palma con devoción y luego apoyó la frente en el dorso de la mano del joven.
Permanecieron en silencio durante unos minutos, el silencio de dos almas que no querían separarse.
De repente, alguien entró en la habitación y la atmósfera cambió de inmediato. El hombre que lo sostenía giró hacia la figura que había llegado y en ese instante, Misael vio cómo esos ojos dorados se transformaron en un rojo lleno de furia. Era como si un velo se hubiera levantado, revelando una faceta oculta y una intensidad salvaje que hasta ahora había estado contenida.
Él sintió cómo si algo se rompiera en su interior y la inquietud creció al no entender porqué sucedía todo esto. En su pecho, una agitación creciente se transformó en un miedo profundo e irracional. Hizo un esfuerzo sobrehumano por hablar y mantenerlo a su lado.
—No... No te vayas... —suplicó con las yemas temblorosas, intentando que no se fuera de su lado.
Entonces, la figura y el entorno se desvanecieron en la oscuridad cuando los párpados de Misael se cerraron.
El mundo se hundió en una oscuridad silenciosa y fría.
•❥❥❥•
E
l joven emergió de un sueño espantoso, diferente a cualquiera que hubiera tenido en los últimos días. Al despertar lentamente, un hormigueo incómodo en el abdomen y la cadera lo desorientó. Adormilado, quiso moverse, pero algo lo mantenía inmovilizado.
Abrió los ojos y entonces comprendió la razón.
¡Eugine estaba dormido sobre él!
La sorpresa hizo que su cuerpo se tensara al instante. Los ojos de Misael se abrieron tanto que parecía que en cualquier momento se le saldrían.
El hombre, en una postura ridículamente incómoda, tenía las piernas colgando de la cama y la espalda medio en la pared y medio sobre él.
Lo realmente embarazoso no era el hecho de que la atractiva figura estuviera descansando sobre él como un muñeco de trapo mal acomodado, sino que el calor que emanaba de Eugine hacía que su corazón latiera más rápido. Al mismo tiempo trataba de procesar la situación y ahí descubrió el verdadero problema.
Contuvo la respiración y un sudor frío corrió por su frente.
¡¿Qué hizo anoche?!
Su mano estaba firmemente agarrada a la muñeca de Eugine, como si temiera que el hombre se le escapara mientras dormía. Trató de no entrar en pánico y se esforzó por recordar lo que había sucedido.
Hubo algo de alcohol, risas y una discusión acalorada sobre... ¿Quién ganaría en un duelo de espadas?
Con la mente turbia, ni siquiera entendía cómo habían llegado a hablar de algo así. Pero lo más importante era comprender, ¿cómo terminaron en esta posición?
Probó levantarse sin despertarlo, pero el cuerpo del otro no cooperaba. Cada pequeño movimiento hacía que el hombre rozara peligrosamente esa zona que suele estar especialmente activa por las mañanas.
La cama de Misael era pequeña y con dos hombres de más de un metro ochenta, el espacio se volvía incómodo.
Si hablamos de estatura, el joven sería el ganador; esos centímetros de diferencia lo convertirían en vencedor.
Bueno, si Eugine estuviera despierto y dispuesto a jugar, podría hacer crecer unos centímetros su extremidad. Pero, más allá de esos momentos de mutuo entretenimiento, ese demonio disfrutaba elevar un poco el rostro para admirar los ojos cenizos que tanto lo fascinaban. Aunque, por supuesto, esta información era desconocida para el joven descompuesto.
Misael sudaba profusamente. Su cabeza le daba vueltas y el malestar estomacal lo saludó de inmediato. De repente, las esbeltas piernas de Eugine volaron en el aire. En un intento desesperado por mantener su dignidad, corrió al baño.
Allí tosió violentamente y se deshizo de lo que estaba jugando en su virginal estómago. Nunca había bebido y esta sensación de mierda le resultaba completamente desconocida.
Se lavó el rostro y los dientes un par de veces, pero aún sentía el esófago ardiendo como el infierno y su cuerpo entero estaba erizado. Después de varios minutos, logró recuperarse un poco.
Al salir, lo primero que vio, por supuesto, fue a Eugine.
Apoyado contra la pared, su cabeza descansaba en el marco de la puerta. Su cabello despeinado caía desordenado sobre la frente y las tupidas pestañas se movían perezosamente observando al joven, cuyo semblante estaba arruinado.
—¿Estás bien? —preguntó, aún medio dormido.
—Cla-claro.
—Ajá —murmuró Eugine con una sonrisa. Tras lo que fue menos de un minuto, pero que pareció una eternidad, volvió a hablar—: De acuerdo, me lavo la cara y voy a buscar algo para desayunar.
Misael lo dejó pasar, aunque su cuerpo seguía rígido.
Tenía muchas dudas, pero el otro actuaba como si nada hubiera sucedido. Entonces, ¿realmente no pasó nada? ¿O tal vez estaba fingiendo para que no se avergonzara?
El joven suspiró varias veces mientras recogía los restos del desorden que habían dejado. Continuaba sumido en sus pensamientos, tratando de recordar algún detalle que le indicara si se había propasado con Eugine.
El sujeto en cuestión salió del departamento y en menos de media hora, volvió cargando varias bolsas.
Entró directamente, sin molestarse en pedir permiso; Misael no prestó atención a ese detalle, estaba demasiado absorto en su propio dilema.
Él dejó las compras en la mesa y se dirigió al baño.
Más tarde, cuando Misael ya había finalizado y se encontraba lavándose las manos, fue interrumpido por una voz que resonó en la parte posterior de su cuello.
—Deberías tomarte esto —dijo, agitando un pequeño sobrecito de antiácido frente a los ojos del joven.
El aliento fresco de Eugine se deslizó sobre la nuca y el suave aroma a menta lo envolvió.
Aunque había unos centímetros de distancia entre ambos, el pobre acorralado se sonrojó y se tensó. Misael, asintió lentamente, incapaz de articular palabra.
Eugine viendo su nerviosismo sonrió con satisfacción.
Posteriormente, hubo un silencio incómodo que él atribuyó a las secuelas del alcohol de la noche anterior.
Mientras el hombre tostaba rodajas de pan, Misael recordó que debía verificar si su celular había sobrevivido. Tras desenterrarlo del arroz, milagrosamente, el teléfono resucitó.
Apenas se encendió, comenzó a sonar incesantemente.
El hombre de espaldas, movió las orejas con curiosidad al escuchar el constante sonido de las notificaciones. Con cada una de ellas, su enojo aumentó.
¿Quién demonios le escribía tanto?
Sin girarse, continuó con sus tareas, desconociendo el hecho de que el joven había enterrado su celular en un improvisado féretro de arroz y por ello no le había contestado los mensajes.
De repente, antes de que Eugine pudiera mostrar su molestia, el joven desesperado que corría por todos lados lo invitó amablemente a volver otro día.
Lo había olvidado; este domingo tenía un compromiso importante con el padre de su novia y ya llevaba dos horas de retraso.
•❥❥❥•
Y
a avanzada la noche, cuando el reloj marcaba las diez, Misael abrió la puerta de su departamento. Su cuerpo estaba arruinado; incluso tenía restos de cemento en los ojos y sus extremidades pesaban como si quisieran desprenderse de esta lamentable figura.
El cansancio lo invadió por completo, pero se sintió algo más relajado al ingresar y caminó despacio hacia la mesa.
El malestar estomacal no le había permitido probar bocado antes, pero al ver las bolsas que había dejado Eugine, sintió un hambre inesperado despertarse dentro de él.
Con una ligera sonrisa, dejó la mochila con la ropa sucia del día a un costado y se acercó a ver qué había comprado.
Las actitudes de Eugine le despertaban cierta curiosidad. Ellos ni siquiera eran amigos y con lo agitada que había sido la semana, apenas se podía decir que Misael era un buen compañero de clase.
Sin embargo, las atenciones del hombre eran agradables.
Muy agradables.
Eran... ¿cariñosas?
Pensar en eso le provocó un ligero dolor de cabeza así que decidió no profundizar más en ello.
Algunas personas simplemente son amables con los demás y quizá Eugine era una de ellas.
Misael, por su parte, hacía mucho tiempo que había aceptado que él no era especial, que nunca podría considerarse alguien importante o interesante.
Desde que tenía memoria, había comprendido que su existencia provocaba en otros, en el mejor de los casos, algo de lástima.
Esa idea se volvió sólida con el paso del tiempo. Especialmente tomó consistencia al crecer, cuando nadie quiso que él forme parte de su familia.
Mientras sacaba los productos de las bolsas, se detuvo por un momento.
Familia…
Qué concepto tan común y a la vez, tan desconocido para él. Lo que todos tienen, él nunca lo tuvo. Si pudiera pedir un deseo, eso sería lo único que anhelaría.
Una pequeña molestia se alojó en su mano y lo quitó de su ensimismamiento.
El trabajo del día fue duro y una de las ampollas que tenía se reventó. Cuando prestó atención a lo que le había lastimado, se asombró por un momento.
Dentro de esa bolsa había un objeto de color rosa chillante.
Sus dedos callosos tomaron la cosita que entraba en el hueco de su palma y sus ojos, enrojecidos por el contacto con el cemento, se curvaron como medialunas.
—Qué bonito —murmuró mientras tomaba del borde del llavero—. ¿Gremlin? ¿Duende?
Era una suerte de peluche pequeño. Una figura ovalada cubierta de pelo esponjoso. Tenía dos orejas largas y puntiagudas, y en el área de los ojos había cuencas amarillas grandes y brillosas. De su pequeña boca salían dos colmillitos blancos.
No pudo evitar reír tontamente.
Por alguna extraña razón, esa cosa le recordaba a esa persona.
Suspiró largo y profundo.
¿Qué le estaba pasando?
El pecho del joven se sintió inquieto; extraño. Dejó todo y solo se encaminó a darse un baño; las ganas de comer se le fueron así como llegaron.
Lamentablemente, ese sentimiento confuso no se detuvo, por el contrario, se expandió. Cuando se estaba quitando la ropa frente al lavabo, notó que alguien había dejado un cepillo de dientes al lado del suyo.
Miró ese objeto por un largo, largo tiempo.
Aunque él evitaba el asunto, Eugine comenzó a ocupar un lugar en sus pensamientos, acomodándose lentamente en su vida.
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