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Laura


Mayo de 1950, las paredes del aula eran blancas, esto con el propósito de mantener un ambiente tranquilo para los estudiantes, e incluso también para los profesores. Los pupitres estaban casi perfectamente alineados en dirección hacia una pizarra verde, y al frente de esa pizarra estaba la profesora Laura. Llevaba una falda café claro que le llegaba hasta las rodillas; una faja le marcaba la cintura y una serie de botones bajaba por su pecho. Tenía su pelo recogido en el centro, y el resto le caía como una catarata hasta sus hombros; su cabello lacio era café como el chocolate. Pero más allá de estas cosas, probablemente lo primero que notaba la gente al ver a Laura no era su vestido, sino el parche azul oscuro que llevaba en su ojo derecho, el cual hacía un bello contraste con su piel de canela. Ningún estudiante en la universidad sabía qué fue lo que le pasó, lo único que sabían es que llevaba usando el parche desde hace cinco años, cuando empezó a dar clases. Pero aún con solo su ojo café, su mirada lograba imponer autoridad.

La clase parecía indiferente con respecto al tema del que hablaba la profesora, no solo por el poco interés que tenían sobre los indígenas costarricenses, sino también por el carácter de Laura. No obstante, había un estudiante que personalmente admiraba mucho a la profesora, su nombre era Andrés. Andrés dejó a su familia en el campo para estudiar en la capital, donde no conocía a una sola persona, pero terminó conociendo a Laura en una de sus clases. La profesora y él compartían varios intereses, pero el principal era la cultura cabécar. Laura había realizado diversos trabajos sobre los cabécares, e incluso tenía raíces de ese grupo, aunque pocos estudiantes sabían eso ya que no habían facciones indígenas en su rostro. Lastimosamente, no muchos llegaban a apreciar el trabajo de la profesora.

—Profesora —Dijo una alumna— ¿El trabajo puede ser sobre cualquier grupo o solo los cabécares?

—Solo los cabécares —Respondió Laura— En todo caso hay bastantes cosas que pueden investigar sobre ellos.

—Sí, pero es que los cabécares no me llaman la atención.

—¿Entonces por qué matriculó un curso sobre ellos?

—Porque era requisito para la carrera.

Al decir esto, los cuadernos que la alumna tenía en su pupitre cayeron al suelo, nunca los acomodaba bien.

—Pues qué dicha que lo tienen como requisito —Exclamó Laura— a ver si así aprenden a apreciar otras culturas.

La profesora continuó hablando sobre la migración de los cabécares mientras los estudiantes escuchaban en silencio, tomando notas en sus cuadernos.

La clase finalmente terminó y varias personas salieron del aula, pero Laura detuvo a Andrés.

—Andrés —Dijo la profesora— Espéreme en la oficina, llego en un rato.

—Bueno —Respondió el alumno

Para cualquier otro alumno, el hecho de que la profesora lo quisiera en su oficina era algo de qué preocuparse, pero para Andrés no. La oficina de Laura era uno de los lugares donde Andrés pasaba la mayor parte de su tiempo. Al principio comenzó como una forma de resolver dudas con la profesora, pero ahora iba más que nada para pasar el rato. La profesora y él tenían una buena conexión y de hecho la consideraba su amiga. Cuando Andrés pasaba por momentos difíciles y no tenía a nadie con quien hablar, Laura siempre estaba ahí para escucharlo; aunque siempre mantenía una cara seria y no decía mucho, Andrés sabía que le ponía atención y realmente se preocupaba, lo cual era suficiente para él. Además, muchas veces le daba consejos que parecían arreglar la mayoría de sus problemas. Sin embargo, se sentía un poco mal ya que la profesora siempre lo ayudaba, pero él nunca la había ayudado en nada. Laura no era una persona que parecía tener problemas, más bien daba la impresión de ser alguien que se mantenía firme ante cualquier adversidad.

Andrés ya se imaginaba de qué era lo que quería hablar, tenía que ser sobre el viaje de mañana. Desde marzo, Laura lo había invitado a un pueblo indígena en Chirripó, donde ella ya había hecho varias investigaciones. Andrés admiraba bastante el trabajo de la profesora, nunca había estado en contacto con indígenas, pero le fascinaban, especialmente los cabécares; toda una cultura que vivió por más de mil años en el suelo costarricense y que incluso sobrevivió la llegada de los españoles. Eran dignos de admirar, y su cosmogonía era tan intrigante como la de cualquier otra cultura. Se suponía que Costa Rica era un país muy pequeño, pero igual había miles de cosas que la gente no llegaba a conocer.

Antes de ir a la oficina, Andrés pasó por la cafetería y compró dos cafés, uno suave para él y uno fuerte para su profesora, ya era costumbre llegar a donde Laura quemándose las manos. Al llegar a la oficina se dio cuenta de que aún estaba cerrada, así que esperó unos cinco minutos hasta que la profesora llegó. Laura lo vio con una media sonrisa y tomó el café que le había traído. Al entrar a la oficina lo primero que se notaba era lo desordenada que estaba; era normal que un profesor tuviese miles de documentos, pero por lo general los tenían dentro de una caja, no esparcidos por el escritorio y las sillas. Laura quitó los papeles de su asiento y los puso en el escritorio, Andrés agarró un banco que estaba en la esquina y se sentó.

—Vea —Dijo Laura mientras sacaba unos zapatos de cuero de un cajón— Le conseguí unos zapatos para mañana, como tenemos que caminar por el cerro y todo eso pensé que le harían falta.

Andrés estaba encantado, eran un tipo de botas completamente nuevas y aún relucían.

—Gracias profe —Respondió Andrés feliz— Aunque están muy bonitos, más bien me va a dar lástima ensuciarlos.

—Tranquilo —Respondió Laura con una sonrisa— Si los ensucia pues usted los lava, ya no es mi problema.

—Bueno —Dijo Andrés entre risas— ¿A qué hora es que salimos mañana?

—Bueno, a las cinco de la mañana tenemos que estar en la estación, de ahí tomamos dos buses hasta llegar a donde mi abuelo.

—Ah perfecto, y de ahí vamos al pueblo ¿verdad?

—Sí, pero al siguiente día porque no nos va a dar tiempo

—Ah bueno —Dijo Andrés— Oiga profe, ¿es cierto que van a despedir a Antonio?

Laura transformó su cara seria en una media sonrisa pícara y empezó a charlar con Andrés sobre chismes y otras cosas, siempre tratando de no dar muchos detalles pues respetaba a sus colegas. De igual forma, Andrés era el que lideraba la conversación, como de costumbre, mientras que la profesora pasaba la mayor parte del tiempo escuchándolo. A Andrés le llamaba la atención cómo la profesora siempre parecía malhumorada durante las clases, pero cada vez que hablaba con él su expresión cambiaba, los músculos de su cara se relajaban e incluso a veces llegaba a sonreír.

Andrés dejó sus cosas listas en la noche, y al día siguiente no tardó mucho en prepararse para salir. Tomó un taxi y llegó hasta la estación donde Laura lo esperaba, tenía el mismo peinado que el día anterior y llevaba un bolso enorme en su espalda, el cual le apretaba el vestido azul que llevaba puesto. La profesora lo saludó y él le devolvió el saludo. Estuvieron conversando un rato hasta que llegó el bus que los llevaría a Pérez Zeledón. Estaba casi vacío pues no era mucha la gente que salía de la capital. Se sentaron cerca de la puerta trasera y acomodaron la mochila de Laura en el piso; después de eso continuaron con la conversación.

—¿Y qué tan seguido viaja usted a allá? —Preguntó Andrés

—¿A donde mi abuelo? —Preguntó la profesora— Diay, como cada dos meses lo voy a ver.

—No, me refiero a donde los cabécares.

—Ah, como unas tres veces al año, aunque a la parte exacta donde vamos nosotros llevo bastante sin ir.

—¿Y eso?

—Simplemente no he querido volver, hasta ahora. Pero le aseguro que le va a gustar.

El bus continuó su curso. A veces se podían ver los edificios por la ventana y otras veces solo había árboles. Laura quedó dormida, probablemente por lo temprano que se había tenido que despertar; Andrés también se moría del sueño así que recostó su cabeza contra el asiento y se durmió. Al despertar vio que estaban llegando a Pérez, así que dirigió su mirada hacia la profesora para avisarle, pero vio algo que lo sorprendió. Estaba llorando, como si le hubiesen dado la peor noticia de su vida. Las lágrimas corrían por su ojo derecho y por debajo del parche azul que se había empapado. No estaba seguro de qué hacer, ¿debía despertarla o dejar que siguiera teniendo pesadillas? Pero antes de que pudiera tomar una decisión, Laura se despertó, se veía increíblemente triste. La profesora se acomodó en su asiento y sacó un pañuelo rojo de su bolso junto con otro parche que había traído. Limpió sus lágrimas y escondió su rostro con una mano para cambiarse de parche. Laura se quedó viendo a la ventana, pensativa, pero Andrés no sabía si decir algo o quedarse callado.

—¿Pasó algo? —Preguntó Andrés con calma

—Es que tuve una pesadilla muy fea. —Respondió Laura con un tono un poco suave

—¿Y cómo se siente?

—Diay, triste. Pero ya se me va a pasar. Siempre se me pasa.

—Bueno...

La respuesta de la profesora preocupó un poco a Andrés, ¿acaso ese tipo de pesadillas eran recurrentes? Él nunca la había visto triste. Quizás era algún problema que tuvo hace poco, aunque por lo general no parecía tener problemas. No quería parecer muy entrometido así que no hizo más preguntas. En cualquier caso, si Laura necesitaba apoyo, ella sabía que podía contar con él, pero no volvió a hablar del tema.

Después de unos cinco minutos, llegaron a Pérez Zeledón, aún hacía un poco de frío pero no tanto como en la capital. Caminaron algunas cuadras hasta que llegaron a otra estación de bus, de ahí se irían hasta San Gerardo, en las faldas del cerro Chirripó, donde vivía el abuelo de Laura. Se subieron a otro bus que estaba en peores condiciones que el anterior, lo cual era extraño pues se suponía que eran relativamente nuevos, pero probablemente su deterioro se debía a las calles de piedra por las que debía de pasar. Andrés y la profesora no prestaron mucha atención pues igual cumplía su propósito y no podían elegir otro. Por el camino se veían más árboles y casas de madera, y en las ramas habían pájaros de distintas tonalidades, entre amarillos, negros, celestes y demás.

—Vea ese panal —Dijo Laura apuntando hacia un bulto grisáceo que había en el tejado de una casa.

—Uy está bien grande, ¿será de abejas? —Preguntó Andrés

—No —Respondió con una sonrisa— son unas avispas negras que pican durísimo. Una vez de chiquilla estaba jugando con un amigo por una finca cerca de mi casa. La cosa es que estábamos jugando a las escondidas y yo estaba detrás de un árbol. Mientras el carajillo me buscaba, encontró un panal justo en el mismo árbol en el que yo estaba.

Laura comenzó a reír y Andrés sonrió imaginando lo que iba a pasar. No era que Laura fuese un ser sin emociones, pero eran muy pocas las veces en las que Andrés la había visto reír. Por lo general siempre mantenía una mirada antipática que parecía tener la única función de infundir terror en los estudiantes que no prestaban atención.

—Idiay —Continuó Laura— le tiró una piedra al panal y salió corriendo, pero no se dio cuenta de que yo estaba detrás del árbol, así que al ver el panal caer traté de correr lo más rápido posible, pero igual me picaron un montón de avispas.

—¿Y a él no lo picaron? —Preguntó Andrés.

—Para nada, y me acuerdo que estuve enojada con él como por dos días. Obviamente él no tenía planeado que me picaran, pero igual sentía que tenía la culpa.

—Bueno, técnicamente sí tenía la culpa, pero entiendo.

—Sí, pero solo éramos niños, aunque tuviese la culpa lo perdoné bien rápido. Si no, ¿con quién iba a seguir jugando? —Dijo con una sonrisa

El bus finalmente llegó al pueblo de San Gerardo, era un lugar pequeño con casas rústicas. Andrés y Laura bajaron del bus y empezaron a caminar. El bolso se veía muy pesado, así que Andrés se ofreció a llevarlo y Laura aceptó. Caminaron por la calle de piedra hasta lo más lejano del pueblo, donde vivía el abuelo de la profesora. Pasaron por una plaza donde había un grupo de niños jugando fútbol, se veían muy alegres, pero Andrés no les prestaba atención. Uno de los niños pateó el balón demasiado fuerte hacia donde Andrés por accidente, y cuando él volvió a ver era demasiado tarde, estaba a un metro de su cara. Sin embargo, justo antes de que chocara contra su rostro, el balón tomó una curva repentina y terminó pasando enfrente de él. Andrés quedó asustado y el niño se acercó corriendo a buscar la bola que había quedado al otro lado de la calle.

—Perdón. —Dijo el niño asustado

—Tengan más cuidado —Dijo Laura enojada pero con una voz tranquila.

El niño tomó el balón y se fue corriendo de vuelta a donde estaban sus amigos, pero Andrés quedó confundido pensando en lo que acababa de pasar. A pesar de estar agradecido de no haberse golpeado la cara le pareció muy rara la trayectoria del balón; quizás fue la forma en la que la pateó el niño, pero fue una curva muy brusca. Siguieron caminando y Andrés dejó de pensar en lo ocurrido. Ahora se encontraban al final de la calle, donde había una casa de madera pintada de color verde menta. Cerca de la acera había plantas que cumplían la función de tapia, de esta forma solo había un paso angosto hacia el patio, el cual tenía un césped verde y se notaba que lo podaban constantemente. Cerca de la puerta había una mecedora y en ella estaba sentado un hombre con jeans sucios; llevaba puestas unas botas y tenía un sombrero de tela blanco en el pecho. Al ver a Laura en la entrada se formó una sonrisa en su rostro y se levantó para saludarla.

—¿Diay Laurita? —Dijo el señor— ¿Cómo me le va?

—Bien abuelito —Respondió Laura con una gran sonrisa— Vea, este es mi alumno Andrés. Andrés, este es mi abuelo José.

—¿Todo bien muchacho?

—Todo bien, gracias —Respondió Andrés con una sonrisa.

El señor tenía arrugas en su cara que demostraban el paso de los años, Andrés le calculaba unos setenta años; su cabello gris hacía un bello contraste con su piel caramelo. Laura entró hablando con su abuelo y Andrés los siguió detrás. La casa era simple pero acogedora, en una pared había un cuadro de la virgen María y debajo de ella había una mesa pequeña en la que estaba puesta una radio café. José le mostró el cuarto a Andrés y él dejó sus cosas ahí; el lugar le daba un poco de nostalgia, principalmente por el hecho de que se parecía a la casa de sus abuelos, aunque probablemente todas las casas viejas eran similares. Aún era mediodía, pero de acuerdo a Laura no les iba a dar tiempo de llegar hasta al pueblo a esa hora, por lo que irían al siguiente día en la mañana. El tiempo pasó y se hizo de noche, Andrés y Laura estuvieron ayudando a José con las labores del hogar hasta las seis de la tarde, que fue el momento de cenar. Comieron un estofado de armadillo que había cazado José con papas y zanahoria. En el centro de la mesa había una vela que iluminaba a los que estaban sentados alrededor pero el resto de la habitación se mantenía ligeramente oscura.

—A su abuela Fernanda le encanta el armadillo —Dijo José con una sonrisa mientras veía a su nieta.

—Me imagino, casi siempre que vengo termina cocinando eso —Dijo Laura con una sonrisa—

—¿Y dónde está doña Fernanda? —Preguntó Andrés

—Anda viendo a la hermana allá en Heredia —Respondió José con un tono serio— es que hace como dos días peleamos por una tontera y quiso estar lejos un rato.

—Ah qué lástima, pero de seguro ya mañana o pasado mañana viene, no creo que dure tanto.

—Diay, se supone que no, llevamos ya como cincuenta años viviendo juntos. La conozco bastante bien y sé que no puede estar enojada por tanto tiempo, pero igual siempre me siento mal. ¿Qué tal si le pasa algo y no me puedo disculpar? o si me pasa algo a mí. Necesito arreglar las cosas.

—Diay sí, uno siempre quiere enmendar las cosas, pero lo mejor es tratar de mantener la cabeza fría y no desesperarse. —Dijo Laura

—De seguro su esposa viene pronto y lo va a perdonar —Dijo Andrés— Además, Heredia no queda muy lejos.

José asintió con una sonrisa y Laura siguió comiendo pensativa. Al terminar se prepararon para dormir, mañana también tenían que despertar temprano si querían llegar a tiempo a donde los cabécares.

Un gallo cantó en cuanto salieron los primeros rayos del sol, hacía frío y José ya estaba preparando un desayuno para sus huéspedes. Andrés se despertó emocionado pues por fin iba a conocer a los cabécares. En otra habitación, Laura se levantaba pensativa. Se sentía ansiosa por ir a ese lugar que tanto la llamaba, así como temerosa. Después de desayunar un gallo pinto con huevos revueltos, Andrés y Laura salieron en la mañana púrpura que helaba los huesos de aquellos que dejaban su morada. Andrés llevaba los zapatos que le había regalado su profesora, y Laura se había amarrado el pelo con un pañuelo azul de mandalas blancas. La profesora miró hacia un sendero al final de la calle que se adentraba a la naturaleza desconocida de la montaña y empezó a caminar en esa dirección.

Las ramas del suelo sonaban en cuanto las pisaban, y el rocío de la mañana había humedecido cada planta del lugar. El ruedo de los pantalones de Laura y Andrés estaban mojados por el rocío, pero no era un inconveniente para la voluntad de esas dos almas. Eventualmente vieron el final del sendero y Andrés se emocionó, pero Laura le advirtió que aún faltaba bastante por caminar, primero había que cruzar un río. Al salir del sendero se encontraron con un río de unos quince metros de ancho, la corriente sonaba tan fuerte como si fuese una serie continua de relámpagos. Para cruzar había un puente colgante, pero la madera se veía podrida y quebrada en la mayor parte. Laura se acercó para observar, y después de un rato de quedarse pensando le dijo a Andrés que la siguiera. Andrés se sentía un poco temeroso por la idea de cruzar un puente en un estado tan deplorable, pero habían dos cosas que lo motivaban a seguir: Su deseo de conocer a los cabécares y la confianza que tenía en su profesora. Siguió de cerca los pasos de Laura, trataban de pisar los tablones que se vieran más resistentes pero el problema era que todos estaban malos.

—¿Y en el pueblo ya la conocen? —Preguntó Andrés

—Sí claro —Respondió Laura mientras caminaba tranquila— una vez hasta ayudé en un parto.

—Me imagino que confían bastante en usted.

—Me imagino —Dijo Laura y ralentizó su paso.

Andrés puso un pie sobre un tablón y su pierna lo atravesó, quedando con medio cuerpo fuera del puente. En el momento en que Laura se dio cuenta se volteó y lo ayudó a salir, estaba asustado, pero solo se había raspado, nada peligroso.

—¡Perdón! —Dijo Laura asustada mientras pasaba alcohol en los raspones de Andrés con su pañuelo.

—Tranquila profe, no fue su culpa— Dijo Andrés tratando de calmar a Laura.

—Pero sí lo es —Dijo Laura triste— Yo le dije que cruzáramos a pesar de que era obvio que el puente no nos iba a aguantar. Creí que íbamos a pasar.

—No sea tan dura con usted misma —Dijo Andrés reconfortándola— ¿Sino cómo íbamos a pasar? No vinimos hasta acá para nada.

—Tiene razón —Dijo Laura un poco aliviada— Tenemos que seguir adelante.

Andrés seguía confundido por la actitud de la profesora, se sintió triste al verla preocupada e intentó calmarla, pero le hubiese gustado haber dicho algo más. Después de cruzar el puente, siguieron el sendero al otro lado del río. A unos cuantos metros pasó una Danta con sus crías detrás de ella; Andrés y Laura trataron de acercarse sin hacer ruido para verlos mejor, pero salieron corriendo entre los matorrales. A Andrés le parecía tierna esa relación que había entre una madre y sus hijos, algo que estaba tan entrañado en la naturaleza para tanto humanos como otros animales. Entonces le volvió una duda que a veces tenía, ¿Laura tenía hijos? Nunca la había escuchado mencionarlos y tampoco se atrevía a preguntar, tal vez era una falta de respeto preguntarle algo así a una mujer de treinta años. Lo que él se imaginaba era que no tenía. A pesar de tenerle confianza, sentía que era una persona muy rígida, tal vez incluso hasta le era difícil encontrar pareja. A pesar de la relación que tenían, no parecía que lo tratase como a un hijo, era más como un igual, como un amigo. No parecía tener las habilidades para cuidar a un niño, aunque la forma en la que se preocupó cuando estaban en el puente parecía indicar que sí se podía preocupar por otros, o puede que simplemente se haya sentido culpable.

Continuaron por el sendero hasta que Laura se detuvo junto a unos arbustos, Andrés notó que le temblaba el brazo, pero ella misma lo detuvo con su otra mano.

—Tenemos que seguir por aquí —Dijo Laura señalando hacia los árboles

—Pero ahí no hay camino —Dijo Andrés confundido

—Es que están bien escondidos. Casi nadie conoce el camino, pero yo sí.

Andrés confió en su profesora y se adentró en la jungla. Su pantalón estaba lleno de unas plantas que se adherían a la piel y su sudor se volvía cada vez más frío. Tenía miedo de que le diera hipotermia, pero para él valdría la pena, tenía muchas ganas de llegar. Siguieron caminando a través de los matorrales y a Laura le volvió a temblar el brazo, pero esta vez le costó más controlarlo. Andrés se sintió preocupado, ¿acaso la profesora estaba enferma? O tal vez simplemente tenía miedo de algo, ¿pero de qué?

—Profe, ¿se siente bien? —Preguntó Andrés

—Sí, ¿por qué? —Preguntó Laura confundida mientras trataba de calmarse

—Es que la veo un poco preocupada

—No es nada, es solo que está haciendo mucho frío

—¿Está segura?

—Sí, tranquilo.

Continuaron caminando entre los árboles hasta que Laura se detuvo. Andrés se acercó a ver qué pasaba y se dio cuenta de que habían llegado a una ladera extremadamente empinada, no había forma de avanzar. Sin embargo, Laura empezó a caminar por el borde y Andrés la siguió con cuidado. Iban sin decir una palabra, así que Andrés quiso romper el hielo para tratar de hacer sentir mejor a su profesora ya que sospechaba que algo le estaba pasando.

—Qué bonita vista —Dijo Andrés— ¿Usted puede ver bien con ese ojo, profe?

Laura se quedó congelada cuando escuchó lo que le dijo su estudiante y después de un momento se cayó por la ladera de la montaña. Andrés se asustó y sintió que también perdía el equilibrio. Agachado, Andrés descendió por la ladera tratando de no resbalarse; se sentía como un idiota por lo que había dicho, estaba claro que la profesora aún se sentía mal por lo de su ojo y él no pensó en las palabras correctas. El problema es que Andrés siempre había tenido curiosidad acerca de lo que le había pasado, pero nunca se había atrevido a preguntar. ¿Acaso había puesto el dedo en una llaga que no había terminado de sanar? Probablemente, o quizá tuviese algo que ver con la forma en la que había estado actuando últimamente, un problema reciente. Andrés llegó a donde estaba su profesora quien estaba de espaldas a él y no se había logrado levantar. En el suelo, vio que estaba su parche azul lleno de tierra y lo levantó para dárselo. Laura abrió los ojos y levantó su mirada, pero al hacerlo soltó un grito corto pero muy fuerte que hizo que su estudiante retrocediera asustado. Laura cerró su ojo izquierdo y le pidió el bolso a Andrés exasperada, de ahí sacó otro parche que había traído y se lo puso. Andrés le preguntó a su profesora si se encontraba bien, a lo que ella le respondió que sí, pero era una completa mentira. No se había sentido bien en todo el camino, y de hecho no se había sentido bien desde hace unos años. Quizás el parche la hubiese protegido por el resto del camino, pero lo que vio no dejaba de atormentarla, nunca lo había hecho.

Era el año 1945, Laura se acababa de graduar en la Universidad de Costa Rica; apenas llevaba unos cuantos años desde que la habían inaugurado y ella ya había logrado sacar un título, se sentía completamente afortunada y segura de sí misma. Iba con un grupo de cuatro personas al pueblo cabécar de Chirripó, pues tenían planeado hacer servicio comunitario enseñando español a la población. En el grupo iba un profesor, dos estudiantes, y Laura. El grupo seguía el sendero hacia el pueblo, el ambiente estaba muy calmado y ya habían subido bastante por el cerro. El profesor y Laura iban por delante, hasta que llegaron a una ladera muy empinada que no habían notado. El profesor salió entre los matorrales, pero no le dio tiempo reaccionar y cayó rodando. Laura se asustó y le dijo a los demás que descendieran con cuidado para ir a ayudar al profesor, pues quizá se había hecho daño. Al llegar estaba en un terreno un poco más plano donde los árboles eran demasiado altos. El profesor se levantó sin mucho problema, se había golpeado un poco los brazos, pero no era nada de qué preocuparse. Al bajar, el grupo notó que el profesor se estaba adentrando en el bosque como si estuviese buscando algo, pero no estaban seguros de qué era, así que se acercaron para preguntarle qué estaba haciendo. El profesor sonreía asombrado con la vista perdida en los árboles y levantó una mano para señalar algo. Laura miró hacia la dirección en donde apuntaba y vio a través de los árboles una pared de piedra de aproximadamente unos tres metros de alto. Se suponía que la reserva estaba por otro lado y en esa parte de la montaña no vivía nadie más, así que llenos de curiosidad caminaron a través de los árboles para descubrir qué habían encontrado. Al acercarse, se dieron cuenta que no era solo una pared lo que había en ese lugar, era todo un pueblo.

La pared formaba parte de una casa que estaba erguida sobre un suelo hecho de piedras, todas tenían formas completamente distintas, pero encajaban perfectamente las unas con las otras. El suelo parecía ser parte de un círculo inmenso del que no se lograba ver el final, y en la parte por la que habían llegado Laura y los demás había una esfera de piedra de unos tres metros de diámetro justo en el borde del círculo. En el punto en el que estaba la esfera se dividían dos líneas en el suelo; a diferencia del resto, estas eran fragmentos de cuarzo blanco, una iba hacia la izquierda y la otra hacia la derecha, formando un ángulo de ciento veinte grados. Habían muchísimas otras casas en el lugar, la mayoría eran bastante parecidas y daba la impresión de que habían pasado milenios desde que las construyeron. El pueblo, sin embargo, no estaba deshabitado; había miles de personas realizando sus actividades diarias. Las mujeres llevaban vestidos cafés con patrones de colores al borde de la enagua, mientras que los varones usaban simplemente una falda del mismo color. Laura estaba fascinada con lo que estaba viendo, no solo por encontrar un pueblo desconocido, sino por lo extraño que era el lugar. Las paredes de las casas estaban hechas de piedra, a diferencia de otras viviendas indígenas de Costa Rica que por lo general estaban hechas de madera y hojas secas. El lugar no parecía costarricense, parecía maya o inca, pero los habitantes parecían cabécares. Laura y los demás se adentraron en el pueblo y tan pronto como pusieron pie en el suelo de piedra, un indígena los descubrió. Al acercarse, les preguntó quiénes eran en cabécar, a lo que Laura respondió que venían de la ciudad y venían en son de paz. Laura hablaba el idioma sin ningún problema, su abuela le había enseñado pues era cabécar. El indígena los vio de arriba a abajo y les dijo que lo siguieran, así aprovecharía para enseñarles el lugar.

Mientras caminaban, el indígena, quien se llamaba Báa, les contó la historia del lugar. Al parecer, cuando llegaron los españoles, varios indígenas tuvieron que huir de sus hogares; muchos de ellos lograron llegar a las montañas donde la naturaleza era salvaje y cruel con el hombre blanco, pero para un indígena no había mayor problema, al fin y al cabo, ellos mismos habían nacido de la tierra según sus creencias. Al huir, un grupo de cabécares se fue hacia el grupo de montañas del Cerro Chirripó y mientras buscaban un lugar para asentarse encontraron el pueblo. Habían casas hechas de piedra pero no se veía ni una sola persona alrededor. Los cabécares no estaban seguros de porqué habían casas sin gente, ¿acaso todos habían muerto? ¿o los españoles los habían tomado como esclavos? Eso último era muy difícil, pues los colonizadores aún no se terminaban de adaptar al bosque tropical. Finalmente llegaron a la conclusión de que el lugar había sido un regalo de Sibú, la creadora del universo, probablemente para que tuvieran refugio hasta que los colonizadores se fueran. Al lugar llegaron otros grupos indígenas, algunos se quedaron y otros se fueron. Pasaron varios años hasta que eventualmente llegó la noticia de que la amenaza española se había ido, pero la mayoría prefirió seguir viviendo su vida en el pueblo, no solo por los años que llevaban sino también por lo cómodo que era; las casas de piedra eran más seguras que las de hojas secas, y no había que viajar mucho para poder cazar animales. Tenían todo lo que necesitaban al alcance de su mano.

Báa siguió contando la historia en cabécar, y mientras el grupo avanzaba entre las casas, varios habitantes los miraban con distintas emociones en sus rostros, algunos curiosos, otros preocupados, y otros incluso se veían felices; quizás porque había pasado bastante tiempo desde que personas del exterior los contactaran. Laura se sentía bastante interesada en la historia que le estaban contando, sabía que su familia tenía raíces indígenas, pero nunca se había sentido conectado con su parte cabécar; y esa era una de las razones por las que iba a enseñar español en el pueblo. Quería sentirse cabécar, sentirse orgullosa de su cultura, pero no sabía mucho de ellos, y era aún más difícil cuando ni siquiera se veía como una cabécar. Su parentesco con las indígenas era tan nulo que había llegado a dudar de si realmente era una. Las únicas características que compartían eran el pelo lacio y la piel color canela. El caminar entre tanta gente por esos caminos de piedra, donde todos parecían seguir viviendo en la época precolombina hizo que Laura se sintiera por primera vez conectada con su cultura. Estaba fascinada con ese lugar místico escondido entre los árboles.

Finalmente llegaron al centro de la ciudad, y en este había una estructura de piedra que se alzaba unos cuatro metros desde el suelo, lo cual la convertía en el punto más alto del lugar. Parecía como la mitad de una pirámide, pero cada escalón era una sola piedra que había sido aplanada para que calzara encima una de la otra. Báa les contó que al igual que el resto del pueblo, eso no lo habían construido ellos, ya estaba desde que los primeros cabécares llegaron al lugar. No se sabía cuál era el propósito, pero los residentes la usaban para rezarle a Sibú. En la cima había una habitación de piedra, la cual tenía solo dos entradas. La luz del sol atravesaba un agujero en el techo hacia el centro del salón, donde iluminaba un objeto en un pedestal de piedra. En el pedestal había una esfera de jade color verde, pero su tono era demasiado fuerte; además parecía que la habían pulido, pues la luz se reflejaba demasiado en su superficie. La esfera no era como las que había alrededor del pueblo, esta tenía un diámetro de aproximadamente cuarenta centímetros y su peso era desproporcional. Varios la habían intentado levantar, pero sus esfuerzos fueron en vano.

El profesor se quedó hablando con Báa en uno de los escalones de la pirámide mientras que los estudiantes admiraron la vista del pueblo y tomaron notas. Se les estaba haciendo tarde para ir al pueblo, pero el lugar que habían descubierto era mucho más interesante. Laura estaba en el cuarto de arriba observando la decoración; había pinturas y símbolos, algunos los entendía y otros no. El pedestal de la esfera tenía cuatro lados, y en cada lado había una pintura distinta. En frente, se podía ver una mujer cargando un bebé, en el de la derecha había una esfera verde, en el de la parte de atrás había una niña tocando la esfera, y en el de la izquierda había un hexagrama con un círculo en el centro. Laura quiso intentar levantar la esfera de jade, sabía que nadie más lo había logrado, pero tenía mucha curiosidad, y en el momento en el que sus manos se posaron en la esfera esta se iluminó con un verde muy fuerte. Todo ocurrió en un par de segundos. Laura sintió que el ojo izquierdo le ardía intensamente, y su cabeza le empezó a doler de golpe. Asustada, soltó la esfera lo más pronto que su cuerpo le permitió y cayó sentada en frente del pedestal. Se sentía extremadamente agotada, como si hubiese gastado una cantidad de energía inmensa. Sin embargo, esto último no tenía sentido pues ni siquiera había podido intentar levantar la esfera, solo la tocó.

Un par de minutos después, Laura logró reunir fuerzas para levantarse, pero aún le dolía su ojo izquierdo, por lo que se puso una mano encima para mantenerlo cerrado. Quería ir donde los demás, pero cuando salió quedó confundida con lo que encontró, no había nada. Las casas, los indígenas, todo había desaparecido; incluso el profesor y los demás ya no estaban. Sin embargo, algunas cosas seguían en su lugar; el suelo de piedra aún seguía ahí, y desde lo alto de la pirámide se podía ver que habían seis esferas de piedra en los extremos del círculo. Cada esfera estaba conectada por el camino de cuarzo y formaban un hexágono. Laura comenzó a sentir que le faltaba la respiración, no solo porque aún se sentía agotada sino también porque estaba hiperventilando; sus brazos temblaban y su mente no comprendía lo que pasaba.

—¡Roberto! —Gritó Laura esperando una respuesta del profesor

—¡Báa! —Laura volvió a gritar, pero nadie respondió. El bosque jamás había sido tan silencioso.

¿Qué acababa de pasar? ¿Acaso ella había causado eso? No lo sabía, pero sentía que sí, así que volvió asustada a donde estaba el pedestal para ver si podía hacer algo al respecto. Había una esfera, pero ahora estaba hecha de cuarzo, un cuarzo blanco muy translúcido. Laura se sentía confundida pero igual puso sus manos sobre la esfera para intentar arreglar las cosas; sin embargo, nada pasó. Confusión, terror y soledad, eran una mezcla de sentimientos que aplastaban el pecho de Laura. ¿Había hecho desaparecer a todo el pueblo? Eso no tenía ningún sentido, no era posible, ¿pero entonces qué había pasado? Laura descendió hacia el suelo de piedra y caminó hasta los bordes del lugar para ver si encontraba a alguien, pero no había nada. Su ojo ya no le dolía tanto como antes así que lo abrió lentamente, y cuando este se adaptó a la luz del sol, Laura se quedó helada al ver lo que apareció ante ella. Miles de personas, todos los indígenas que había en el pueblo, se veían con rostros preocupados, parecían igual de confundidos que Laura. La profesora trató de acercarse, pero ellos se alejaban sin siquiera caminar, como una proyección que se mantenía a cierta distancia de ella. Por más que lo intentó era imposible, y conforme pasaba el tiempo la gente se desesperaba más, causando que Laura se estresara; algunos empezaron a gritar, otros lloraban y otros simplemente se sentaban con la cabeza entre las piernas mientras rezaban. Báa y el profesor estaban gritando y Laura no sabía qué hacer para ayudarlos. Al parecer todo era su culpa, pero no quería creerlo, no podía creerlo. Simplemente había tocado una esfera, miles de personas lo habían hecho antes y nadie salió herido ni desapareció. ¿En qué momento salió todo mal? ¿Cómo un día normal se había convertido en una pesadilla? Se suponía que simplemente iban a ayudar cabécares, ese era el objetivo principal, y cuando terminaran Laura podría regresar a su casa tranquila, tal vez incluso pasar por donde su mamá y contarle qué tal le había ido. Ahora todo era un desastre y había causado la destrucción de todo un pueblo. El día se había tornado extremadamente oscuro a pesar de que el sol brillaba con fuerza.

Laura estaba aterrada con lo que veía, así que cerró sus ojos y los gritos cesaron; ¿A dónde se fueron? Al abrirlos de nuevo volvió el ruido y la gente seguía en el mismo lugar. La profesora entonces pensó en lo que había ocurrido anteriormente, en cómo vio todo hasta el momento en el que abrió su ojo, así que intentó cerrarlo y todo el sufrimiento cesó. No escuchaba los gritos ni el llanto, y tampoco podía ver a los indígenas. ¿Pero qué tal sí tenía que verlos? Tal vez ahora era su responsabilidad o su castigo por lo que había hecho, pero no podía soportarlo, aún se le erizaba el pelo cuando recordaba los gritos; esos gritos que le pedían ayuda. Pero, ¿qué podía hacer ella al respecto? Solo era una estudiantedo recién graduada que se había desviado del camino.

Laura cerró sus ojos y trató de concentrarse, mientras imaginaba que todo volvía a la normalidad, pero al abrirlos nada volvió. Sin embargo, notó que la esfera que estaba al borde del pueblo ahora estaba a solo unos metros de distancia. Le pareció extraño pues no recordaba haberla visto tan cerca de ella. Quizás ese fuese el problema, que la esfera tenía que estar en una posición exacta, pero era demasiado pesada como para que ella la pudiera mover; en todo caso, tenía que intentarlo, era su responsabilidad. Laura empujó la esfera y para su sorpresa la logró mover, se sentía pesada pero no tanto como creía. Continuó empujando hasta que la esfera rodó fuera del alcance de sus manos y se posó justo donde la quería. ¿Había ganado más fuerza? Aunque lo hubiese hecho no le servía de nada, lo único que quería era que todo volviera a la normalidad. Laura abrió su ojo izquierdo y volvió a ver a todos sufriendo. Deseó con todas sus fuerzas que el pueblo volviera, pero nada pasó, el tormento continuaba.

Después de varios intentos fallidos, Laura se sentía exhausta, tanto física como mentalmente, así que se rindió y decidió volver a San Gerardo; no había nada que pudiese hacer en ese lugar. Finalmente llegó a donde su abuelo con un pañuelo amarrado en la cabeza que le tapaba su ojo izquierdo. Don José le preguntó qué le había pasado y ella dijo que se habían perdido, que ella fue la única que encontró el camino de vuelta. Ahora se sentía peor, había condenado a cientos de personas a sufrir en un lugar que ni siquiera estaba segura de dónde existía, y además estaba mintiéndole a su abuelo para encubrir sus actos. Pero es que tenía que hacerlo si quería salvarlos, o así era como lo veía. Sentía que si ella los había mandado a ese extraño limbo de sufrimiento pues también podría sacarlos, pero todavía no sabía cómo.

El abuelo de Laura alertó a la policía sobre los desaparecidos y después de responder preguntas Laura fue a darse un baño. Llevó un balde con agua de pozo hasta un baño hecho de latas que había construido su abuelo en el patio trasero. El agua limpió las impurezas de su cuerpo, pero al finalizar sentía su alma igual de sucia. Laura permaneció un largo rato con los ojos cerrados pensando en todo lo ocurrido, mientras las gotas de agua se deslizaban por su cuerpo, y entonces sus lágrimas se mezclaron con el agua. Pero de repente sintió cómo las gotas se desprendían de ella. Al abrir su ojo derecho, la profesora vio que el agua estaba flotando con facilidad; confundida, volvió a ver hacia otro lado y el agua se movió con ella. ¿Acaso la estaba controlando? Laura trató de hacer flotar el resto del agua que había traído pero esta vez levantó todo el balde. Estaba moviendo cosas con su mente, ¿Acaso fue así como movió la esfera en el pueblo? Al salir, se dirigió a su cuarto confundida y volvió a abrir su ojo, tenía miedo de que algo le hubiese pasado después de tocar la esfera, pero lo que vio se le hizo demasiado extraño. A diferencia del ojo derecho, este era verde, un verde del mismo tono que el jade de la pirámide. Realmente se veía hermoso, pero Laura no pudo admirarlo, pues cada vez que lo abría, volvía a ver a los indígenas sufriendo. Un profesor, dos estudiantes, alguien que confió en ella y todo un pueblo entero; todos se encontraban en una miseria constante debido a Laura y ella no podía hacer nada al respecto. Era injusto, y no tenía sentido, pero Laura sabía que no podía rendirse. Así tuviese que pasar toda su vida intentándolo no podía darse por vencida, sabía que si lo hacía su espíritu iba a morir. Pero a pesar de que sentía que estaba tratando de encubrir sus responsabilidades, decidió mantener su ojo cerrado; si seguía viendo a esas personas en el estado en el que se encontraban se terminaría volviendo loca, o incluso tal vez podría llegar a acabar con su vida, y no podía permitirse eso.

Pasaron los días, Laura había regresado a su casa y había mandado a hacer un parche para su ojo. Cada día continuó tratando de conectarse con el pueblo perdido, seguía moviendo cosas con la mente cada vez más pesadas, pero de nada parecía servir. Fue entonces en enero de 1950 cuando algo diferente sucedió. Un día en su casa, mientras intentaba conectarse con el pueblo, Laura abrió una especie de portal frente a ella. Al principio no lo notó pues era invisible, pero desprendía una luz verde muy tenue. La profesora estaba confundida y metió su mano para ver qué sucedería, pero desapareció frente a sus ojos. Al sacarla seguía intacta, como si nada hubiera pasado, así que decidió entrar a ver que había al otro lado. Al entrar, Laura pensó que se había quedado ciega, pero no era así. Había una oscuridad infinita, pero sí era posible verse a ella misma. El ambiente era un poco frío y parecía no haber nada más, aunque no era así. Muy en la distancia, la profesora pudo ver a alguien acostado en el piso, por lo que inmediatamente se acercó a ver quién era; al llegar se dio cuenta de que era uno de los estudiantes, pero no parecía estar consciente de su presencia. Estaba llorando con la vista perdida. Laura le hablaba, pero él la seguía ignorando, fue entonces cuando ella lo tocó con su mano que el alumno la volvió a ver asustado. Laura no pudo intercambiar ni una sola palabra pues inmediatamente volvió a aparecer en su cuarto. Estuvo tan cerca de arreglar las cosas, pero no salió bien. Sin embargo, la profesora no se sintió decepcionada, todo lo contrario, ahora estaba claro que sí había forma de salvarlos.

Laura siguió intentando comunicarse con el pueblo, pero siempre que se les acercaba volvía a aparecer en su casa. Eventualmente se le ocurrió que tal vez la forma correcta de traerlos a todos era volviendo al lugar donde había comenzado todo, Chirripó. Tenía que volver al pedestal en la pirámide. El único inconveniente es que tenía miedo de enviar al pueblo a un lugar peor, o matarlos en la transición, así que necesitaba a alguien más que la guiara, alguien que fuera sus ojos fuera de la pirámide y le avisara si algo estaba saliendo mal. Le parecía repulsiva la idea de llevar a alguien más a la pirámide pues no quería poner más vidas en riesgo, era una responsabilidad que solo le pertenecía a ella; pero no podía arriesgarse, necesitaba ayuda si quería traerlos de vuelta sanos y salvos. Necesitaba a alguien en quien confiara.

Andrés continuó caminando detrás de la profesora y llegó a un lugar donde el suelo estaba hecho de piedra, pensó que quizá se estaban acercando al pueblo, pero no era así. Después de atravesar matorrales, finalmente llegaron a una plazoleta en la que había una pirámide en el centro. Andrés se quedó impresionado ante tal imagen, pero al mismo tiempo dudó de lo que estaba viendo. Se suponía que en Costa Rica no había pirámides, y esa ni siquiera parecía maya o egipcia, era diferente.

—¿Dónde estamos? —Preguntó Andrés

—En donde debemos de estar —Respondió Laura

No había ningún indígena en el lugar, solo plantas que estaban creciendo encima de las piedras. Era obvio que no estaban donde los cabécares, ¿pero por qué Laura los había llevado ahí? A Andrés se le ocurrió la descabellada idea de que quizá pensaba hacer un sacrificio con él en la cima de la pirámide, pero rápidamente volvió a entrar en razón. La profesora debía de tener una buena razón para haberse desviado; aunque Laura no parecía realmente querer estar ahí. Andrés notó que al igual que antes le volvían a temblar los brazos, pero esta vez las piernas también. La profesora sentía una presión en su pecho, había intentado traer a todos de vuelta durante cinco años y ahora que finalmente lo iba a lograr estaba aterrada. Andrés aún no sabía cómo ayudarla, era obvio que le pasaba algo pero no quería contárselo; se suponía que se tenían confianza. Lo único que se le ocurrió hacer fue poner una mano sobre su hombro.

—¿Qué quiere hacer? —Preguntó Andrés con una voz calmada

Laura dejó de temblar y suspiró profundamente, había estado por mucho tiempo tratando de arreglar las cosas por sí sola, pero a veces olvidaba lo importante que era el apoyo de otra persona.

—Tenemos que ir a la pirámide —Respondió Laura en voz baja

—De acuerdo, vamos —Respondió Andrés

Andrés no quería rendirse con Laura, la única profesora que consideraba su amiga, pero si ella no quería hablar sobre el caso pues no podía obligarla. Tal vez le explicaría las cosas cuando estuviese lista.

La profesora y su alumno llegaron a lo alto de la pirámide, Andrés notó que habían seis esferas alrededor del pueblo y estas formaban un hexágono; sin embargo, no sabía cuál era su propósito. Estaba en medio del bosque tropical, en un lugar que jamás había visto y que probablemente ningún otro humano conocía; pero seguía sin saber por qué estaba ahí, Laura no le quería decir. La profesora se paró en la entrada y miles de recuerdos regresaron a su mente. Recuerdos que realmente nunca la habían dejado pero que trataba constantemente de ocultar. Con delicadeza retiró el parche de su ojo, pero no lo abrió, tenía mucho miedo por lo que iba a ver, a pesar de que ya lo había visto miles de otras veces. Andrés vio a la profesora abrir su ojo y se sorprendió de ver que era verde, aunque aún tenía dudas de si podía ver con él. Era un color muy bello y hacía contraste perfecto con su piel. No parecía tener ningún problema, de hecho, daba la impresión de que había nacido así, pero no entendía porqué lo trataba de ocultar.

Laura sintió una tristeza inmensa mezclada con terror. Los indígenas se veían en peores condiciones, no solo algunos seguían llorando o gritando, pero habían otros que estaban peor. Algunos simplemente tenían la vista perdida, y otros se golpeaban la cabeza con fuerza. La profesora vio a Báa sentado en el suelo, quien tenía los ojos rojos probablemente de tanto llorar. Miles de rostros que no podían verla, perdidos en alguna parte de la existencia que no podían escapar; todos dependían de Laura, pero ella sentía que la odiaban. Una extranjera tonta y emocionada por conocer sus raíces, pero que terminó condenándolos a todos. El hecho de que ella fuese la única a la que no le pasó nada era una falta de respeto para ellos, para ella, y para la vida misma. Pero Laura no entendía que a ella sí le pasó algo, sufrió como muy pocos seres humanos han sufrido, pues la vida de miles de personas dependía de ella.

El sufrimiento que sentía Laura era similar al que había sentido la primera vez que llegó a la pirámide, pero esta vez era peor. Sin embargo, Andrés no sabía nada de eso, lo único que veía era a su profesora temblando con la mirada perdida, como si hubiese visto un fantasma; aunque probablemente ella deseaba ver un fantasma en lugar de tener que seguir viendo los horrores que la atormentaban.

—Profe —Dijo Andrés— ¿Quiere irse?

Lo deseaba con toda su alma y se sentía mal por ello. Tenía que estar ahí, pero de igual forma le aterraba el lugar; tantos malos recuerdos. Quizá ya tuviese la habilidad para traer a todos de vuelta, pero era claro que todavía no estaba preparada mentalmente. Aún así tenía que hacerlo.

—No —Mintió Laura mientras limpiaba unas lágrimas de su rostro— Necesito que vaya a uno de los escalones y me diga lo que ve. Voy a hacer algo dentro de la pirámide, pero desde ahí no puedo ver nada. Usted tendrá que decirme si lo que hago está funcionando o no.

—¿Pero qué es lo que va a hacer? —Preguntó Andrés confundido.

—Cuando lo vea se dará cuenta.

Laura colocó sus manos sobre la esfera de cuarzo, sabía que no podía darse el lujo de volver a cometer otro error. Si no tenía cuidado, podía mandarlos a algún otro lugar desconocido, o incluso hacerlos desaparecer para siempre. La profesora dirigió su mirada a la esfera mientras pensaba en aquellos a los que tenía que salvar. Pensó en los estudiantes, almas jóvenes que deseaban ayudar a otros. Pensó en el profesor que la había invitado al pueblo con la intención de ayudar a una comunidad a la que se solía olvidar. Pensó en Báa, quien confió en extranjeros y los dejó entrar a su hogar; y pensó en cómo todo fue un grave error. En el momento en que Laura puso sus manos en la esfera, todo desapareció, pero ella hizo todo lo posible para recordar cómo se veía el lugar antes de que hubiesen llegado. Dónde estaba cada persona, cada casa. Y aunque había muchas cosas que no recordaba, todo parecía estar en orden.

Andrés se quedó esperando en un escalón a que Laura hiciera lo que se suponía que iba a hacer, y mientras esperaba vio la imagen transparente de una mujer aparecer a su lado. Andrés se asustó y gritó, lo cual desconcentró un poco a la profesora, pero continuó tratando de traer al pueblo de vuelta. Estaba aterrado por la aparición y se dio cuenta que en todo el lugar comenzaron a manifestarse más figuras; Varias casas hechas de piedra y miles de indígenas que daban la impresión de estar en un constante tormento. Andrés no creía en lo sobrenatural, pero al ver el pueblo fantasma la única explicación que su cerebro pudo darle al fenómeno es que eran almas en pena. ¿Era eso lo que Laura estaba tratando de hacer? ¿Invocar fantasmas? Quizás era una bruja y nadie lo sabía. ¿Podía ser magia cabécar? Habían miles de preguntas y teorías en la cabeza de Andrés, pero después de estar perdido en sus pensamientos, recordó lo que la profesora le había pedido. Tenía que avisarle si algo salía mal, entonces supuso que lo que trataba de hacer era traer los fantasmas al mundo de los vivos, ¿pero para qué? La verdad no le daban muchas ganas de ayudar a Laura, estaba haciendo algo horrible; sin embargo, él la había conocido ya por un par de años y sabía que a pesar de ser una persona de carácter fuerte, ninguna de sus acciones eran con el propósito de hacerle daño a alguien. Todo lo que ocurría era descabellado y parecía salido de una pesadilla, pero Andrés se llenó de valor y trató de ayudar a su amiga. Al fin y al cabo, eso era lo que había intentado hacer en todo el viaje, esta era la primera oportunidad que tenía y ahora estaba dudando; no podía hacer eso, tenía que apoyarla. Andrés vio que las apariciones se volvían más reales y sus cuerpos no eran tan translúcidos como antes, parecía estar funcionando correctamente. Laura, por otro lado, seguía tratando de traer a todos de vuelta; ya habían pasado unos minutos y Andrés no le había dicho nada. Lo único que deseaba es que todo estuviese saliendo bien, porque ya se sentía demasiado cansada e iba a comenzar a flaquear.

—¡Se están yendo! —Gritó Andrés desde afuera.

Laura entonces sacó fuerzas que no sabía que tenía y en su mente apreció la imagen del pueblo justo como era antes de que se hubiese ido.

—¡Ya! —Gritó Andrés desde afuera.

Laura paró de golpe y cayó de rodillas en el suelo, se sentía exhausta y sus piernas temblaban, ¿pero temblaban por cansancio o por miedo? No tenía razones para tener miedo, se supone que ya había arreglado todo, Andrés se lo dijo. Aunque sonaba muy perfecto, le costaba creer que realmente hubiese funcionado. Pero una parte de Laura estaba aterrada por la idea de salir, tener que volver a ver a todo el pueblo que confió en ella, el pueblo que sufrió durante cinco años por su culpa. Todos la odiarían y con buena razón, pero no podía esconderse para siempre, no debía de esconderse. Tenía que confrontar sus problemas.

La profesora se levantó un poco cansada, pero no tanto como la primera vez que llegó a ese lugar; sus habilidades habían mejorado notablemente. Laura se acercó a la salida y escuchó a Andrés gritar aterrorizado. ¿Acaso no funcionó lo que había hecho? Andrés le dijo que sí, se supone que ya habían regresado todos, ¿entonces cuál era el problema? La profesora salió de la pirámide y vio una escena más terrible que lo que había en todos esos cinco años, algo que creía imposible. Cerca de las paredes de las casas había algunos indígenas chocando sus cabezas contra las paredes, otros se arrancaban el pelo y otros estaban subiendo a los árboles para lanzarse hacia el suelo. Era un suicidio colectivo y Laura se encontraba en estado de shock. No sabía qué hacer, no sabía qué sentir y no sabía qué pensar. Andrés, por otro lado, trató de detener a un indígena, pero este era más fuerte y se logró soltar de sus brazos; el indígena continuó chocando su cabeza contra la pared y Andrés no pudo hacer nada al respecto.

—¡Profe! —Gritó Andrés— ¡Haga algo!

Laura escuchó en la distancia la voz de su estudiante, pero no podía entenderla, su cabeza estaba enfocada en las atrocidades que había a su alrededor y su cuerpo se negaba a moverse. Andrés se acercó a Laura y la agarró de los hombros.

—¡Profe! —Volvió a gritar Andrés deseando que su amiga volviera a la realidad— ¡Profe escúcheme!

Laura finalmente logró poner sus pies en la tierra y alejó a los indígenas de las paredes con su mente, ellos trataron de seguir con lo que estaban haciendo así que Laura los tuvo que mantener en el aire. Asimismo, atrapó a otros dos que se lanzaron de un árbol. Una multitud se estaba formando alrededor de la pirámide y la profesora bajó para hablar con ellos.

—¡Deténganse! —Dijo Laura en una voz autoritaria— Están de nuevo en su hogar, la pesadilla ha acabado.

Pero en cuanto dijo esas palabras Laura se dio cuenta de lo falsas que eran, ella estaba igual de traumada como el resto del pueblo. Entre la multitud pudo ver al profesor y los dos estudiantes, estaban llorando, pero no de tristeza, sino de felicidad. De hecho, a pesar de que varios indígenas habían tratado de suicidarse la mayoría parecía estar feliz, lo cual confundió a la profesora. Báa se acercó al frente y vio a Laura a los ojos. ¿Qué le diría? Él fue el que los invitó a su hogar, el que le mostró un lugar escondido del mundo moderno a cuatro extranjeros. él era quien jamás la perdonaría.

—Gracias —Dijo Báa mientras lloraba con una sonrisa en su rostro— Gracias por salvarnos.

La profesora se sintió confundida y terminó liberando a los indígenas que estaba sosteniendo, estos se mantuvieron paralizados sin saber qué hacer. ¿Por qué le estaba dando las gracias? Si bien era cierto que los había traído de vuelta, simplemente estaba haciendo lo que era correcto, reparar sus errores. Lo último que merecía era el agradecimiento de aquellos a los que había hecho sufrir.

—¿Qué? —Preguntó Laura sin poder creer lo que había escuchado

—Gracias por traernos de vuelta —Dijo el profesor entre lágrimas— Pasamos un largo tiempo en una oscuridad total. No había nada ni nadie, solo cada uno con sus pensamientos. Llegué a creer que nunca iba a acabar.

—Pero... ¿acaso no lo saben? Yo fui quien causó todo esto —Dijo Laura confundida

—Pero fue un accidente, ¿no? —Dijo Báa

—Por supuesto, pero estuvieron perdidos en un dolor constante. No los salvé, sólo enmendé mis errores.

—Y esa fue la decisión correcta, si no fuese por usted seguiríamos en esa oscuridad sin salida. Le debemos la vida.

—¡¿QUÉ!? —Exclamó Laura enojada.

¿Cómo era posible que estuviesen felices? Después de todo lo que habían pasado por culpa de Laura y ahora querían darle las gracias; era como si todo lo que había sufrido hubiese sido en vano. Pero ella sabía que no era así, o no quería creerlo. Lo que había hecho estaba mal y le iba a pesar en su conciencia por el resto de sus días; pero ahí estaban esas personas dándole las gracias, como si todo estuviera bien cuando no lo estaba. Incluso había gente tratando de matarse, todo estaba de cabeza y era injusto, muy injusto. Toda esa experiencia carecía de sentido y Laura además de sentir tristeza sintió furia por lo injusta que había sido la vida con ella. La profesora levantó una esfera desde el extremo del pueblo y la lanzó contra la pirámide; miles de escombros volaron encima de su cabeza, pero ninguno chocó contra ella ni contra nadie más, los detuvo en el aire con facilidad. Los indígenas se mostraron asustados al ver la exhibición de poder de Laura, y ella continuó lanzando el resto de esferas que quedaban hasta que la pirámide se convirtió en una montaña de escombros. Andrés estaba asustado de lo que podría pasar, pero se acercó a tomar el brazo de su profesora, ella sintió su mano y se sobresaltó, pero al ver quien era se sintió un poco más calmada. Ahí estaba uno de sus mejores amigos, un estudiante que había confiado en ella y se sentía preocupado; no porque tuviese miedo de que le pasara algo, sino porque temía por la salud mental de su amiga. Había evitado hablar de lo que le pasaba con Andrés pues no sabía cómo explicarle su historia tan extraña. Tenía miedo de lo que podría llegar a pensar de ella y qué haría si descubriese la verdad. Pero él seguía ahí, tratando de ayudarla; aunque con solo su presencia ya había ayudado a Laura. Necesitaba a alguien más en su travesía, no para que le avisara si cometía un error, sino para sacarla de su penumbra mental.

—Profe —Dijo Andrés tratando de sonar calmado— ¿Qué pasa?

—Pasa que esta gente no entiende la horrible persona que soy —Respondió Laura con la voz quebrada—

—¿Y por qué es horrible?

—Por causar todo esto.

Andrés no terminaba de entender lo que ocurría, pero en ese momento importaba poco. Lo único que quería era ayudar a su amiga, después se encargaría de procesar lo que estaba pasando.

—¿Usted quiso que pasara todo esto?

—Obviamente no, pero eso no elimina el hecho de que lo causé.

—Y lo arregló.

—Sí, pero ellos no van a olvidar los cinco años de miseria que pasaron, y yo tampoco. No soy la salvadora que ellos creen.

—No, pero tampoco es el demonio que usted cree. Usted es una víctima al igual que esta gente; al fin y al cabo, ¿por qué cree que pasó todo esto? ¿Porque se lo merecía? ¿Por el destino? ¿Por qué?

—Porque estuve en el lugar incorrecto en el momento incorrecto —Respondió Laura entre lágrimas.

Ese día había sido demasiado difícil para la profesora, incluso más difícil que la primera vez que fue a la pirámide. Estaba triste, enojada, confundida y harta. Pero a pesar de todo se sentía confortada por la presencia de Andrés. Sabía que daba igual lo que pasara él la apoyaría, independientemente de los errores que cometiera.

—Profe —Dijo Andrés— ¿Cómo se siente?

—Cansada —Respondió Laura mientras se limpiaba las lágrimas— Vámonos,

Laura y Andrés buscaron al profesor y a los dos estudiantes, mientras que los indígenas se alejaban de ella asustados. Habían creído que era su salvadora, pero ahora había destruido su lugar de oración. Laura, Andrés, el profesor y los estudiantes se dirigieron de vuelta a la civilización. Atrás dejaban un pueblo escondido en medio de la selva, un pueblo perturbado tras la llegada de extranjeros. Un pueblo que creyó en un ángel, pero este terminó destrozando lo más preciado para ellos. Todos llevaron consigo un recuerdo del pueblo, pesadillas, temor, depresión y otras cosas más, pero también confianza, esperanza y fuerza. No la fuerza para destruir edificios en un arrebato de ira, pero la fuerza que se necesita para continuar luchando a pesar de las adversidades. Una fuerza que a veces parece ausente, pero que se puede encontrar en otras personas.

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