14. Tregua
Me despierto un poco acalambrada, y no niego que se siente bien dormir encima de alguien luego de un revolcón; sin embargo, no es buena opción cuando no me las da mi cama, desearía que fuera doble y enorme; pero no, es pequeña, y se supone que solo para mí.
¡Para mí!
Miro la piel blanca sobre la que estoy recostada y con mucho cuidado de no despertarlo me bajo de él, quien parece privado, exhausto. Se remueve cuando me bajo, y cuando creo que va a despertarse, se da la vuelta dándome la espalda. Lanzo un suspiro de alivio, no estoy lista para enfrentarlo todavía. No aún. Recojo del piso mis pantis y mi camiseta, y caminando de puntillas voy hacia el baño. Luego que entro y cierro la puerta, recuesto mi espalda sobre ella. Hora de aterrizar, y la realidad pega duro, nuevamente.
No puede ser. ¡Me acosté con Andrés! ¡Otra vez!
¿Acaso perdí una tuerca?
Me muerdo el puño para evitar que se me escape un grito, porque no me puedo creer que volviera... a ocurrir. Y lo peor... es que lo disfruté, e imaginarme como estuve sobre él no ayuda para nada.
¡Sí! Definitivamente la perdí.
Me echo mucha agua en la cara varias veces para ver si espanto esos pensamientos, y termino de despertarme. Tomo impulso y decido volver a la habitación, lo mejor es que le pida que se marche para que pueda llorar sola mi frustración, y solo porque no puedo controlarme.
Esa es mi intención, pero me detengo en seco al volver a la habitación y encontrar a Andrés, totalmente despierto, sentado en el borde de la cama. La sábana apenas le tapa debajo de la cintura exponiendo su extremadamente blanco torso como si jamás hubiera tomado el sol en su vida, y su pelo revuelto dándole un aspecto rebelde, desaliñado y sexi a la vez.
¡Es una mentira, no es sexi! ―«Si lo es»―, parecía estarme ganando la partida mi subconsciente.
Me aclaro la garganta para hablar, pero su mirada clara y grisácea se posa en mí, o más bien me escruta de arriba a abajo. Desvío la mía hacia mis pies, y pienso que mis uñas necesitan un cambio de esmalte. Trato de divagar porque me pone nerviosa la forma en que me observa, minucioso. Y encima me deja sin que decir. Mis tripas rujen de forma vergonzosa hablando por mí, abochornándome. Lo veo contener una risa malvada aplanando sus labios para no totearse de risa.
―También tengo hambre, ¿por qué no salimos a comer? ―propone al ver que no hablo.
Pensaría que lo hace de buena intención; pero que esté a punto de reír me dice lo contrario.
―Hazlo tú, yo tengo pensado preparar algo para comer; así que estás a tiempo de irte ―hablo sin demora para evitar distraerme más con su bien formado torso.
―¿Por qué?, ¿acaso no sabes cocinar? ―pregunta y lo miro molesta.
―Es por eso que lo digo ―gruño entre dientes.
―¿Y qué piensas cocinar?
¡Y dale!
―Pastas, es lo más rápido.
Me encojo de hombros. No quiero que pensé que prepararé algo para él.
―¿Pastas?
Arruga la cara y levanta las cejas cómo si hubiera dicho una grosería.
―Sí ―confirmo para su desgracia, por si esperaba algo más refinado.
―Preferiría comer algo por lo que no tenga que esperar.
―Bien, yo solo digo. Y ya puedes irte a conseguir comida fuera que no tengas que esperar.
―Es mucho mejor.
Parece que solo le encanta retarme.
―No, yo prepararé y comeré mis pastas.
Y a mí, seguirle la corriente.
¡Demonios!
―Mira, no es que quiera despreciar tus pastas, pero para lo que necesitamos hablar, es mejor que tengamos público.
Que conchudo, ni siquiera lo he invitado. Pero, ¿Y ahora de que habla?
―¿Y qué es lo que tenemos que hablar según tú? ―inquiero porque no le entiendo.
―¡Tú que crees! Tenemos que hablar de esto que está pasando entre nosotros.
"Nosotros" ya quiero hacer comillas en el aire.
―¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que está pasando?
Lo señalo y luego a mí para no mencionar la palabra.
―Que nos gusta tirar, y si nos quedamos aquí, terminaremos haciéndolo de nuevo. Y no me molestaría ―«aduce engreído»―. En todo caso si hay gente a nuestro alrededor, podremos evitarlo, centrarnos y hablar al respecto.
Me quedo estupefacta, confundida por todo lo que dice. Su moción parecía muy, muy razonable desde algún punto lejano; pero no puedo aceptarlo tan fácilmente. Si acepto que lo es, también implica que me gusta tirar con él. La pregunta era si estaba dispuesta a aceptarlo tan a la ligera como... él.
Trago grueso. Muy grueso.
¡Por supuesto que no!
¡No aceptaré eso!
―Me iré a poner ropa, y tú has lo mismo.
¿O sí?
Señala y se levanta, afortunadamente sostiene la sabana alrededor de su cadera cuando pasa a mi lado. Me hace morder el labio el condenado.
Ni yo me entiendo.
―¡Un momento! ―Lo detengo cuando me da la espalda―. ¿Por qué decides cosas a tu antojo? ¿A dónde crees que iremos?
―A comer, cerca, al Centro Andino ―dice y prosigue.
Tal vez sea mejor que salgamos.
―Es-Está bien, ¡pero tu invitas! ―farfullo para que no crea que estoy plenamente de acuerdo con su idea.
Tampoco me las voy a dar de remilgada. Si quiere comer fuera, que pague.
El Centro Andino es un bonito centro comercial ubicado en una buena zona, un poco al norte de Chapinero. No lo frecuento mucho puesto que hacerlo excede mi bolsillo, tiene muy buenas tiendas, pero algo costosas para mi nivel de ingresos. Frente al armario, pienso en que ponerme y al final no me debato tanto, seguro iremos a la plazoleta de comidas. Así que opto por dejarme la camiseta y ponerme unos jeans con roturas en las rodillas. Mis Converses y luego de recoger mi pelo en una cola de caballo decente, salgo a la sala.
Andrés me espera de pie, y si esta mañana antes de mi fiasco me había admirado de verlo en ropa deportiva, ahora más, que parecía un mundano en ropa casual de jeans y un polo azul; no obstante, vistiéndose de una u otra forma, no dejaba de verse como un gomelito.
Se coloca unos lentes de sol de aviador que recordé vérselos puesto esta mañana para completar el atuendo y me hace señas que salgamos. Ruedo los ojos para que note mi inconformismo, tomo mis llaves, mi mochila y me adelanto en salir.
―Sacaré el carro ―dice y ahora es él quién se adelanta mientras pongo seguro a la puerta.
Al salir fuera del edificio espero a que saque el carro del parqueadero. Roque, el de la portería debe estar asombrado de que por fin mi parqueadero tenga más uso que solo para mi bicicleta. Y es que cuando me mudé a este apartamento tenía carro. El Aveo que fue de mi madre y que luego tuve que vender para terminar de pagar mi universidad...
La presencia de Andrés en su elegante carro me saca de mis tristes pensamientos, subo de inmediato antes que me embargue la nostalgia. Me mira como si viera algo extraño en mi cara, y luego se afirma la montura de sus lentes de aviador con algo de pedantería desbaratando el momento, da vuelta al volante con mucho estilo y salimos rumbo al Centro Andino.
Luego de estacionar dentro del local y tomar el respectivo ticket, subimos directo a la plazoleta de comidas. Hay tantos restaurantes para escoger, pero la mayoría están llenos. Suelen ser muy concurridos, y más, en día sábado después de medio día. Una pareja desocupa una mesa junto a la barandilla y sin dudarlo nos acercamos allá.
De forma unánime nos decidimos por pollo en Frisby, y él, increíblemente amable se ofrece a ir hacer el pedido. Lo observo desde mi lugar y veo como algunas chicas de la fila lo miran. Sin duda tiene su pegue el condenado, y muy en el fondo acepto que se siente bien comer con un hombre que exuda mucho atractivo para la envidia de las demás.
¡Envídienme brujas! Festejo por dentro. Y luego me regaño, se supone que ese cretino y yo nos... odiamos y no estamos en ninguna cita romántica. Recuerdo por qué realmente estamos aquí y no me gusta. De repente me encuentro con la imposibilidad de comenzar a hablar de sea lo que sea que se refiriera Andrés. La verdad, quería y no quería hablar del tema. No era como si quisiese dejarlo ―«y me odio por eso»―, pero tampoco quería seguir, ¿o sí?
Maldito dilema.
―Espero que no te moleste ―dice y por estar inmersa en mis tontos pensamientos, me toma por sorpresa.
―¿Qué cosa? ―pregunto mientras acomoda la bandeja con el pedido.
―Hablo de tu pedido. Espero que no te moleste que haya pedido Frischuleta con Pepsi para ambos.
―Ah, no, está bien. Cualquier cosa me va mientras no pague.
―Suenas como una muerta de hambre.
Eso me hace rodar los ojos.
―¡Muérete! Andrés ―replico y él se echa a reír.
Obvio dijo eso para molestarme. Su risa acaba y hace silencio adoptando una pose seria.
―Adrián fue el que me enseñó a comer en estos lugares ―admite con algo de emoción y la sola mención del nombre me hace remover de la silla―, es tan regular que a mi madre le daría un infarto ―continúa poniendo los platos como si no se hubiera inmutado de mi reacción―, pero seguro te gustará ―asegura convencido de sí mismo.
Y no lo dudaba. De seguro debía tener gustos muy refinados con los que yo no competiría, pero me alegraba que pudiéramos comer comida regular, como la llama. Sin embargo, no todos podemos darnos el gusto de comer siquiera algo en estos restaurantes o los populares McDonald's o Subway. Tal vez algún día lo invite a comer comida verdaderamente regular en uno de los carritos de perro caliente ambulantes, que muchas veces nos salvan del hambre en la universidad.
―Y bien, ya tenemos público, ¿de qué es lo que querías hablar? ―Vuelvo a lo que nos compete.
―Ya que lo mencionas, creo que debemos hablar de lo que ocurre entre nosotros.
¡Y sigue!
―¡Puff! Te chiflaste ―lanzo un bufido poco educado tomando los cubiertos de plástico―. No ocurre nada entre nosotros. ―Hago comillas con mis cubiertos en manos, en nosotros como deseaba hacerlo antes―. No pasa nada ―termino comiendo el primer trozo de la chuleta apanada.
―Eso no fue lo que noté hace rato, cuando estabas encima de mí ―masculla bajo haciéndome atorar y tragar rápido por su impertinencia.
―¡Bien! ―refunfuño―; pero deja de actuar como si me hubieras robado la virginidad. Esa época de cumple lo que rompes se acabó. No eres Santiago Nassar. No tengo hermanos gemelos que quieran deshuesarte a cuchillazos. ¿¡Te queda claro!?
A diferencia de lo que yo esperaba, se echa a reír con mi rebuscada queja.
―¿O es sarcasmo, o realmente te gusta Gabo? ―pregunta cuando para de reír.
Dudo si responder o no, a lo que creo es una burla; sin embargo, la seriedad en su cara me hace cambiar substancialmente de opinión.
―No. No es sarcasmo. Gabo es de mis escritores favoritos. Qué, ¿acaso no te gusta su escritura? ―contesto a la defensiva
―Bueno, no soy fanático, pero se apreciar una buena pluma. Aunque hubiera pensado que eras más del tipo que lee autores Eróticos como E.L James, o JR Ward.
Vaya, conozco la primera, pero ha desatinado con la última; sin embargo, no voy a aceptar en su cara que leí las Cincuenta sombras de Grey. Las más feministas de mis amigas se quejaron de que era una mala elección de novela. Yo solo la leí por lo de látigo, látigo.
―Y tú seguro que más de Deepak Chopra.
Me burlo de él con el comentario, aunque iba a mencionar en su lugar a Pablo Coehlo, u Osho.
―Que graciosa. Pero en ese caso, en cuanto a poesía prefiero a Lorca, y si hablamos de novela, Gabo está dentro de mis afectos. ¿Tienes algún favorito entre sus letras?
Debo reconocer que me sorprendió con su respuesta y su repentino interés en este tipo de tema, muy alejado de nuestra incómoda cuestión principal. Nos daba cierto respiro, a ambos.
―Cien años de soledad, indudablemente ―menciono sin dudar.
―No es mi favorito, pero tiene su atractivo.
―¡Oh, vamos! Es una joya literaria ―objeto como si estuviéramos en un debate literario.
―Puede ser, pero a mí me cautivó más, El general en su laberinto.
―Bastante biográfico ―acepto emocionada―. Fue por ese libro, que hice mi primer recorrido por La quinta de Bolívar, fue una experiencia única el remembrar con cada espacio del museo, lo descrito en el libro ―termino con una sonrisa bobalicona en la cara, que se me quita cuando encuentro su mirada puesta sobre mí, y un tanto... fascinada.
―También he ido, y no me negarás que se siente como si retrocediéramos en el tiempo ―admite y yo tengo que aceptar que estaba de acuerdo.
Recordar es vivir, dicen.
―Es exactamente lo que digo ―concuerdo y como si nos sincronizáramos ambos tomamos de nuestras respectivas bebidas. Aún sorbo de la mía cuando pone la suya sobre la mesa.
―Me gusta eso que hacemos, y por eso quiero que hagamos una tregua ―dice abiertamente y con una seriedad que casi me hace atragantar con el líquido.
―¿Ah...que te refieres?
Lo miro contrariada.
―No te hagas la loca. Sabes exactamente a que me refiero ―espeta molesto ante mi evidente evasiva.
Tomo un par de papas y me las como antes de hablar lo siguiente.
―¿Y qué es exactamente lo que propones?
―Ya lo sabes, o tengo que explicártelo con papitas fritas.
―¡Por supuesto que no! Duh.
Mi respuesta le hace negar varias veces con una sonrisa.
―¿Y bien?
―¿Y bien qué?
―¡Camila, por favor! ―gruñe exasperado.
Bueno, acepto que me encanta darle la lata.
―Está bien ―digo luego de contener la respiración por un largo y tortuoso segundo, eso pareció apaciguarlo, e incluso, iluminarle el rostro. Y me preguntaba hasta qué punto íbamos a dejar correr esta locura.
―¿O sea que estás de acuerdo en que tú y yo sigamos, ya sabes? ―cuestiona bajo, no pude evitar sonreír por lo cauto de su pregunta, aun cuando había dicho que me diría las cosas como eran.
Pero vaya con este mojigato. Me esperaba en su lugar algo así tipo, "quiero seguir tirando contigo, Camila".
Medito en que tal vez era porque hasta este punto, ninguno de los dos parecía atreverse a dilucidar en su totalidad lo que realmente pasaba por nuestras cabezas. Y que se reducía a que tuvimos sexo como condenados; quizás solo era físicamente, pero de alguna u otra forma había un cierto regusto en lo que hacíamos, y mi nariz crecería como la del cuento de Pinocho si dijera que no era cierto. Y la de él, creo que también.
―Solo una cosa ―digo cortando un poco de su emoción.
―¿Que sería?
―Adrián no debe enterarse de nada de esto que haremos. Delante de él, actuaremos como siempre.
―¿Sigues guardando esperanzas con él? ―Noto un repentino cinismo en su voz.
―Ese no es tu problema.
―Lo que digas, de todos modos, no creo que tengas ninguna oportunidad. Lo de él con Laura, va en serio y lo más seguro es que se casen antes de que acabe el año ―repone, y por extraño que parezca percibo un cierto tono de derrota en sus palabras; pero que se encarga de borrar rápidamente como a las conjeturas que iba a empezar a hilar en mi cabeza al respecto al momento de extenderme alegremente su mano para que la estreche, y seguramente para sellar nuestra atrevida tregua. Una con la que aún no acabo de aterrizar. Todavía.
°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°°
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro