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13. Enloqueciendo

Narra Andrés

Una parte de mi todavía se preguntaba por qué había decidido quedarme cuidándola mientras permanecía inconsciente y no largarme, y para mi desconcierto no encontraba la respuesta oportuna.

O no quería.

Una parte de mí se hinchaba con orgullo por verla reducida en su calamidad; pero la otra, la irracional, simplemente quería quedarse y... cuidarla.

―¿No...tienes cosas que hacer? ―pregunta deteniéndose en la puerta, podía sentir la reticencia en su voz; sin embargo, no iba a irme hasta asegurarme que no se desmayaría de nuevo.

Como no, Andresito, lo que quieres es otra cosa, parecía estarme susurrando mi diablillo interno; pero no, no voy a admitir que estoy de acuerdo.

―No. Es sábado, ¿lo olvidaste?

―Una fiesta, tal vez. ¿Acaso no rumbeas?

―¿Y tú? ―Contrapuse su pregunta.

―Como ves. No, hoy.

Se encoje de hombros.

―Eso es porque tienes que descansar.

―Tienes razón y si te vas, lo haré mucho más rápido.

Ruedo los ojos y ella solo ríe de sus ocurrencias, a veces me resulta tan infantil en su forma grotesca de hablarme. Ella, aparentemente, me odia, y solo lo digo, aparentemente; porque cuando estuvimos juntos en la cama, me hizo pensar otra cosa y por un demonio que no se me olvida; estoy seguro que no le disgusto del todo, que tal vez le gusto un poco, bueno, solo un poquito.

Estoy delirando. Mejor me alejo de ella y tomo distancia o se me pega lo malo que tiene.

―¿A dónde crees que vas?

Me persigue al ver que he avanzado hasta su habitación; aunque mi primera intención era meterme al baño.

―Quiero ver donde duermes ―resuelvo finalmente.

―Estás loco, ¡detente! ―intenta detenerme.

Un poco tarde ya he entrado, y me he sorprendido por lo pequeña y modesta que es la habitación. Una cómoda, una cama, un armario incrustado y algunos pósteres pegados en la pared. Parece la habitación de una chica rebelde.

―Parece la cama de uno de los siete enanos ―rompo el silencio, observando principalmente su cama.

Mi intención es empezar a hacer lo que a ella más le encanta hacerme, retarme cuando le saco la piedra.

―¡Y qué!, la única enana que duerme ahí, soy yo.

―¡Ya se cual eres! ―prosigo obviando su queja―. Gruñón, o mejor, gruñona.

―¡Ja-já! ¡Qué te pasa Andrés! ―repica como campanazo, y la cara que pone es tan ridículamente cómica, divertida..., atractiva, tanto que me han dado ganas de... besarla.

¿Por qué de repente hace que no pueda controlarlo?

Camino hacia ella. Le encaro, está muy enojada, su rostro colorado lo denota. Siempre logro cabrearla porque sé, que debajo de todo ese cabreo, se esconde el mismo deseo que yo tengo; sí, aquel con el que quedé impregnado aquella primera y sorpresiva noche, la primera vez que me la cogí.

―En esa cama solo cabe uno.

―Exacto, solo yo ―resopla.

―La mía, es el doble de grande.

―Bien por ti, que duermes como un rey.

―Seguro das la vuelta para acomodarte y te caes. Y los golpes, seguro te dañan cada vez más el cerebro.

―A lo mejor, a ti tal vez te hace falta caerte, a ver si mejoras.

―¿¡Tú crees!? ―Le tiento la lengua.

―Estoy segura ―apunta su frase como una pistola a punto de disparar una bala.

―Entonces, probemos.

¿Dije eso? Si, yo lo dije. ¡Que me den!

―Sueña. Es mi cama. Ahí, sólo duermo yo. No probarás nada, y como bien lo dijiste; necesito descansar, así que ya puedes largarte.

―Obvio. La única forma en que quepamos los dos, es que tú duermas encima de mí ―digo y la sola idea comienza a ponerme como un huevo hervido. Duro. Y con muchas ganas de acabar este flirteo y meterme en ella, y con ella.

La miro y glorifico el momento, después de todo le he hecho gracia, su rostro brilla para mí. Es claro, no me quiere, tampoco me ama, y tal vez nunca lo haga; pero es seguro que en algo le gusto. Ella da dos pasos hacia mí y toma los bordes de mi camiseta, presiona tirando de ella, haciendo que me incline como aquella noche. La miro a los ojos y sostengo su mirada hasta que se decide a hablar.

―Veamos quien cae primero ―su voz es una sentencia, al mismo tiempo que una clara invitación a meterme en su pequeña y estrecha cama, con ella. Me inclino buscando sus labios y ella me esquiva adrede.

―No tan rápido.

―Te vas a hacer de rogar.

―Soy de rogar; así que, ¡arrodíllate!

Esa declaración me hace reír escandaloso, a punto de desternillarme, y tan espontáneo que casi que logro contagiarla. Supongo que, si tuviéramos alguna relación tipo sado, ella sería la que agitara el látigo, y hasta creo que disfrutaría que el azotado fuese yo.

Y yo disfrutaría cada azote.

Sí, estoy delirando.

―No tan rápido ―ahora la reconvengo yo.

Le tomo de la mano, y le agarro fuerte atrayéndola más a mí. No lo pienso tanto, doy nuevamente el primer paso. Se gira a un lado y la sigo, luego al otro y vuelvo a seguirla, hasta que después de repetirlo dos veces más, logro apresar sus mejillas y besar sus labios. Me muerde y un ligero sabor a metal se siente en mi lengua, me separo.

―Te dije, que no tan rápido. O quieres arriesgarte a quedarte sin lengua.

―Voy a arriesgarme ―la incito abrazándola atrayéndola hacia mí y pasándole la lengua por los labios cuando nuestras bocas casi se pegan.

Intenta mordérmela de nuevo y yo la tomo de la mandíbula. Le obligo a levantar la mirada, nuestros ojos conectan y nuestras respiraciones aumentan hasta hacerse audibles golpeando nuestros rostros. La mantengo firme, aumento la presión con mis dedos hasta hacer que abra la boca. Arremeto contra ella y le meto mi lengua. Toco la suya y la sensación que se siente entre un toque y otro, es sublime; ambos gemimos y jadeamos cuando la fuerza de nuestras bocas aumenta, profundizando el beso, haciéndolo cada vez más, y más urgente. Suelto su mandíbula y acarició su nuca hasta tomar un puñado de su pelo y tirar de él. Ella no se queda quieta y hace lo propio con el mío, ya me di cuenta que le encanta jalarme el pelo. Tira de él, como yo del suyo, y no para separarnos; sino, para mantenernos firmes.

Llevo mis manos a su espalda, sus nalgas, las aprieto, son pequeñas, redondas, caben en mis manos. La impulso hacia arriba y ella se abraza a mis caderas, cargo con ella hasta su estrecha cama. Caemos y me insinuó duro sobre ella obligándola a abrir sus piernas. La sigo besando, duro, con más fuerza, tanto que no me puedo creer que lo disfrute. Degusto su boca, como ella la mía. Sus manos sobre mi cuello, que pretenden ahorcarme, me mantienen conectado con ella. Levanto la pelvis y empujó duro, lo siente, reacciona de igual forma; es sabido por los dos que aquí no hay amor, también, dicho de otra forma. El que se enamora, pierde.

Muy a mi pesar tengo que hacerlo y a regañadientes rompo el beso, la miro, sus labios hinchados al igual que los míos de tanto besarnos y rasgarnos las encías, sus ojos están cerrados. Los abre. Llevo la mano a su pecho, quiero tocarle las tetas que hasta ahora no lo he hecho como se debe, ella me manotea. Me detengo solo para ver, que ella misma se saca la blusa para encontrarme con una especie de corpiño negro. Y donde quedó el wonderbra de encaje, pero tiene razón, es puro San Victorino. Sus tetas son pequeñas, mi padre los habría denominado una monada, era español, en cambio yo, solo diría, perfectos para mí. No me gusta lo desorbitado.

Ella me mira con un poco de vergüenza, pero no se tapa. Lleva sus brazos sobre su cabeza, y se lo que insinúa, porque es lo que quiero. Proceso rápido y levantó la blusita destapando sus dos pequeños cúmulos. Podría arroparlos con mis manos. Me inclino sobre uno de ellos y muerdo el pequeño y oscuro pezón. Rígido, duro, lo saboreo con la lengua, juego con él haciéndola temblar, jadear, ¡santo Monserrate! Gemir. Lo chupo, tiro de el con mis dientes. Y chilla, chilla como gatita en celo. Ella mueve sus brazos de su posición y los pone sobre mi cabeza, parece indecisa, me aleja, y me detiene, también me incita a que no pare. No se decide, y de igual modo no lo hago. Dejo ese pezón quieto y tomo el otro haciendo la misma acción, hasta que notó que ya no puede más. Me retiro la beso, la beso y la beso, y entre más besos mojados y lujuriosos término de quitarle la ropa. Ella también me quita la camiseta, quedando ambos con los torsos desnudos. Volvemos a besarnos y la sensación de la piel contra la piel, se siente placentera. Hace su jugada y logra hacer que yo quede debajo, veo la intención en sus ojos cuando mira mi pecho, hacerme igual. Logra hacer que grite como una niña cuando muerde literalmente mi tetilla.

Estoy como un cable de alta tensión, potente, eléctrico. La detengo y la obligo a mirarme. Está toda despeinada, pero radiante, hermosa, deseable, comible. Entonces me di cuenta que deseaba verla así desde el desastre de esta mañana. No aguanto las ganas de metérsela, otra vez, y ella tampoco, tanto que parece leerme el pensamiento al pie de la letra. Mete la mano dentro de mi pantalón de deporte y me lo toca de forma atrevida. Se percata que estoy más duro que un poste de luz, listo para ella quien sin pensarlo dos veces se levanta y luego de sacarme los pantalones y los calzoncillos, ella se saca los suyos. Queda totalmente desnuda frente a mí, y toda depilada, sin nada que esconder. Eso me pone más cachondo, tanto que me ya me empiezan a doler los huevos. La miro con deseo, esta mujer me encanta; no es una modelo como las que le gustan a Daniel, es solo una mujer antipática y común. Y una que... deseo.

―¿Tienes condones? ―murmura jadeante.

Asiento.

―Voy por ellos.

―No te tardes ―dice y esa simple expresión hace que no quiera moverme―. ¡Ve! ―demanda y tengo que moverme,

Me apresuro en buscarlos en la sala dentro de mi maletín y vuelvo lo más rápido que puedo a acostarme en la cama, está claro que quiere ser ella quien vaya a arriba, y mentiría si dijera que no quiero que me monte. Luego de acomodarme y ponerme el látex ella vuelve a subirse y se pone a horcajadas sobre mí. Yo solo la dejo hacer. Arropa mi pene con su mano y lo coloca directo en su centro, baja lentamente, y tan despacio que ver la cara que pone mientras se penetra y hace que me pierda con la sensación de mi miembro henchido, duro, entrando en su húmedo interior. Ella es toda una visión, el mejor de lo sueños eróticos, la fantasía única de cualquier adolescente.

Algo que no tuve.

Me siento como un mojigato, pero no puedo evitar estremecerme cuando siento que me acoge completamente. Estoy dentro, tan dentro de ella que duele, y como si lo intuyera apoya sus manos en mi abdomen y empieza a cabalgarme de forma endiablada. Pongo las mías en sus costados y asciendo hasta sus tetas, la acaricio mientras ella se mueve con fuerza. Cierro mis ojos y aún sigo mirándola en mi pensamiento. Estoy dentro y es ella quién comanda el movimiento. Aunque, qué más quisiera que estar dentro de su corazón.

Definitivamente, estoy loco, y me pregunto en qué momento empecé a pensar así, a pesar que estoy... enloqueciendo por ella...

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