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7. Un tren bala

Demons - Imagine Dragons


17 de noviembre, 2010


Kosuke


Ese día, cuando Annisse y Joseph se fueron, junto a Kaoru nos quedamos jugando en la play. Ahí fue cuando me di cuenta de que soy un asco a la hora de proteger a las personas. Una explosión controlada es imposible, siempre llevo a todos conmigo a hundirse en el abismo.

La prueba innegable fue la furia de mi madre, quien nunca ha sido alguien de confrontaciones, irrumpiendo en el salón. De suerte, Kyo estaba en el cumpleaños de un amigo y el espectáculo no fue más deplorable de lo que pudo llegar a ser.

—¿Qué es esto? —interrogó Hitomi Uchiha, mientras sacudía en sus manos el puto estuche—. ¿Se puede saber en qué estás pensando?

En nada, claramente.

—¿Dónde lo encontró? —evadí, teniendo el descaro de sonar ofendido.

Eso estaba en mi habitación, oculto. Si lo tenía en sus manos, era porque anduvo husmeando. Ahora, mientras recuerdo esto bastante dopado, sé que nadie podría culpar a una madre preocupada por su hijo. Pero en ese momento me hirvió la jodida sangre, me sentí de alguna manera agredido por ella.

Cuando no tienes mucho a lo que aferrarte, eres más celoso de tu privacidad.

Lo peor no fue mi rabia, sino que hice que las mejillas de mi madre se tiñeran de rojo, debido a la vergüenza, por haber hurgado las cosas en mi habitación, cuando el único que debía sentir remordimiento era yo.

—¿Qué pasó, mamá? —intervino Kaoru, incorporándose en el sofá.

—Kosuke, no voy a volver a preguntar —arremetió nuestra madre, sin responderle—. Dime de qué se trata todo esto.

—¿Por qué no nos dice usted qué cree que es? —contraataqué—. Seguro anduvo de metiche en mi habitación porque ya tiene sus conjeturas.

Quise arrojar la consola por la ventana, ahorcarme con los cables de la misma, salir corriendo y gritar, todo a la vez. Sin embargo, lo único que salió de mí fue un sudor helado que me recorrió la nuca y me imposibilitó de salir de mí mismo.

Estaba jodido. Orillado como una maldita rata.

—¡Quiero escucharlo de ti!

—¡Usted no quiere escuchar nada, solo meterse donde no la llaman!

—¡Ko! —exclamó mi hermana, sin dar crédito a mi arrebato—. ¿Qué más da cómo lo encontró? Solo dile qué es y se acabó. Es un estuche. ¿Qué tiene? ¿Condones?

Me hubiera reído, por que solo Kaoru podía decir un disparate como ese en el momento más random, pero no era eso lo que había en su interior. Fulminé a nuestra madre con la mirada, mientras ella luchaba por no perder los estribos conmigo y mi estúpida actitud. Con mucho esfuerzo por su parte y con las manos temblorosas, abrió el pequeño neceser y expuso su contenido: un porro, una bolsa con algunas pastillas, un encendedor y tres navajas.

—Qué. Es. Esto —insistió, enrostrándomelo—. ¡¿Desde cuándo te drogas?!

Bufé. Sabía que esa sería su conjetura, si solo me faltaba la puta tarjeta para hacer las líneas de coca. Y en parte, por eso lo guardaba de esa forma. Pero lo cierto es que ella tenía mi kit suicida en sus manos, no los artilugios de un yonqui. Las pastillas eran una dosis que pondría a dormir a un león, la marihuana para acelerar el proceso y resto...

—Contesta, Uchiha Kosuke. —La voz de mi madre atravesó la sala y me devolvió al presente—. Y no intentes hacerme creer que soy estúpida. Quiero la verdad.

Me encogí de hombros. Supuse que daba lo mismo que pensara que me drogaba y era adicto al crack o lo que fuera. Daba igual lo que pensara, no me interesaba.

—No me drogo tanto —dije, con sarcasmo.

Sentí cómo Kaoru se estremeció a mi lado.

—¿De qué estás hablando, Ko? —preguntó, incrédula, mi hermana.

No tuve tiempo de sopesar mi reacción, solo me dejé llevar por el arrebato. Se me nubló toda la visión y, ahora que lo pienso, solo tengo algunos fotogramas de recuerdo en mi cabeza; toda la luz se hizo insoportable y los ruidos me abrumaron. Y, de alguna forma, no sé cómo, llegué a mi habitación y comencé a regar toda mi mierda por el suelo, gritando:

—¡Vamos! ¡Busquemos el puto epicentro del narcotráfico! —Ni puta idea de qué quería o si me planteé que lo que estaba haciendo era completamente estúpido. Lo cierto es que no pude parar. No hasta que escuché los gritos de mi madre y hermana, por sobre mi propio caos mental, ante lo cual me comencé a desesperar—. Joder. Me estoy volviendo loco.

Mamá intentó dar un paso dentro de mi habitación, pero el sonido de su pie, trizando aún más la ampolleta de la lámpara que en algún momento aventé contra el piso, me hizo estremecer a tal punto que sentí un maldito latigazo en toda la espalda.

—¡Aléjense de mí! —imploré, porque no sabía qué me pasaba y mucho menos cómo detenerlo—. ¡Por favor, salgan de aquí! No puedo soportarlo. Si les hago daño, no podría...

—Por Dios, hijo, ¿qué es lo que pasa?

Ella dio un paso hacia mí y yo me tambaleé hacia un costado, huyendo. Miré de refilón a Kaoru y esta parecía que estuviera fuera de su propio cuerpo, en una especie de shock. Su expresión estuvo al borde hacerme perder la poca cordura que me quedaba, de no ser porque en ese minuto fijé la vista en el único espejo que tenía en la habitación.

Había tanta luz, joder.

Y el hijo de puta en el reflejo me miraba con las pupilas dilatadas.

Tenían razón. Sí que parecía un puto drogadicto.

Estuve a punto de mandar al carajo la superstición de los siete años de mala suerte y aventar mi rostro contra el jodido espejo, convencido de que todo estaría mejor si lograba arrancarme un pedazo de carne, de piel, con los cristales que rompiera. La adrenalina me tenía tan al borde, que me hubiera abierto la cabeza enfrente de ellas sin ningún problema, de no ser porque mi madre me tomó del brazo y me trajo a mi patética realidad: estaba teniendo una crisis maniaca y no lo sabía.

Ninguno sabía.

Todos pensábamos que solo era un absoluto desquiciado.

—Kosuke, cariño, por favor, déjame ayudarte...

Apagón.

De pronto, estuve arrodillado en el suelo, llorando y mi madre trataba de contenerme, pero los temblores de mi cuerpo no se detenían. Kaoru intentaba que yo bebiera de un vaso de agua, pero fue imposible. El castañeo de mis dientes hubiera trizado el cristal, en el proceso.

Otro apagón y mi madre me llevaba a la cama con la ayuda de Kaoru.

—¿Es por mí? ¿Qué hice mal? ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué, hijo?

Ninguna pregunta tuvo respuesta y no porque fueran horriblemente absurdas, sino porque yo había entrado en un estado catatónico en el que mi cerebro funcionaba en piloto automático.

Esa noche ambas durmieron conmigo, una a cada lado, abrazándome. Apenas pude abrir completamente los ojos de lo hinchados que los tenía por haber llorado durante horas. Sin embargo, no pude pegar un ojo. Solo me dejé invadir por las promesas de mi madre de que podrían ayudarme a desintoxicarme.

Sí. Le dejé creer que ese era el problema. Fui un hijo de puta.

Lloré como un jodido desgraciado cuando vi a Kaoru lanzar las pastillas al inodoro y tirar la cadena, con todo mi plan desmantelado; pero aún tenía las navajas que ocupaba en mis brazos y el encendedor con el que tallaba mis piernas.

Mientras ellas dormían, yo comenzaba a abrazar mis últimas horas de vida, pensando en que este día, al menos, me había ahorrado la maldita carta suicida.

Siempre hay que ver el lado positivo, ¿no?


***


Estos meses de internación han sido como resolver un acertijo. Cuando el estrés postraumático te deja con episodios de amnesia disociativa, cada día en terapia te esfuerzas por recuperar trozos de tu pasado. No todos te gustan, a veces no te reconoces y ese es el tema: no sabes si hay una personalidad tuya que pertenece a otra vida o solo son fantasías y siempre has sido una mierda y nadie te lo dice directamente.

Intento reconciliarme con la idea de que es bastante probable que los últimos meses de mi vida se hayan ido al olvido y que nunca recuerde las estupideces que dije o hice a las personas que quiero. Me cuesta un infierno, pero si hay algo en lo que le encuentro razón a la terapia, es que no puedo confiar en el criterio de una persona fuera de sus cabales.

Escribo canciones para recordar los pocos pedazos de mi locura y luego no hacerme el imbécil, como si nunca las hubiera vivido. Aun así, ya ni siquiera confío en que lo que logro evocar es verdad. El ajuste de mi cerebro a los medicamentos y al litio, hacen que mis pensamientos se adormezcan, antes de indagar con demasiada vehemencia en el dolor.

No sé qué es peor, si sentirme a punto de explotar todo el tiempo o deambular por el mundo como un zombi.

Supongo que da igual.

—El trabajo de hoy será en parejas, chicos —anuncia el guía de la terapia grupal. Ni siquiera me molesto en abrir los ojos ante la frustración de tener que interactuar con alguien en estas circunstancias—. Tendrán que anotar en una hoja su mayor miedo y luego compartirlo con su compañero, el cual les escribirá un consejo para poder hacerle frente... ¿Me explico o alguien tiene dudas?

Sí. ¿Es posible inducirme el coma? Gracias.

Pobre de la persona que le toque un consejo de este cínico del drama, en serio.

—¿Y si no se me ocurre qué poner? —pregunta alguien.

—¿Qué consejo le daría a alguien que su mayor miedo es ser infeliz y solo desea tener una vida sana, sin conflictos mentales, pero sin los esfuerzos que conlleva la recuperación? —añade la voz de Kendra, una chica que hace poco había sido internada en la misma ala que yo y que tiene un humor muy particular, buscando joder a uno de nuestros compañeros en las terapias grupales. Me cae bien.

—Morir —digo, a modo de susurro, riéndome de mi propio chiste.

Ojos Violeta —me llaman y si no tuviera el corazón anclado al pecho, probablemente lo hubiera tenido que volver a tragar antes de que se me fuera por la boca—. ¿Estás despierto?

Abro los ojos y ahí está el ángel con un solo hoyuelo en la mejilla derecha.

—digo, simplemente.

Con la misma rapidez del aleteo de una mariposa, las mejillas de la chica se tornan de un color cereza por la vergüenza y, asumo, por la indignación que le produce alguien tan maleducado como yo.

Verla es como flotar o al menos eso es lo que me he dicho todos los días que la observo pasar por el patio, camino a terapia. No puedo controlar el impulso de la sonrisa que brota ante la certeza de que la memoria siempre le hace poca justicia a la belleza. Dios, es preciosa.

Sin embargo, las comisuras de mis labios no alcanzan a acomodarse en el gesto, cuando caigo en la cuenta de que, si ella está aquí, en este grupo, en esta terapia, puede que su mente esté jodida en algún aspecto más profundo y sus citas al psicólogo no sean mera rutina. De alguna forma, prefería imaginármela así, solo precavida por su salud mental y no atormentada por las sombras, pero... Supongo que nadie se escapa de la oscuridad. Ni los ángeles.

—Tú —repito, esta vez con un tono menos sucinto.

—Pensé que no te acordabas de mí —dice, con la mirada suspicaz.

Como si eso fuera posible.

—¿Yo? —fingí demencia. Aunque, claro, no estaba fingiendo realmente.

Tiene muchas razones como para hacerme la pregunta, está claro, pero prefiero evadir sus implicancias. Sigo creyendo lo mismo que el día que la conocí.

—Te saludé cuando llegaste y te sentaste a mi lado —dice, mientras yo la miro, buscando la disculpa en mi cabeza por ser un descortés, pero la verdad es que debí estar tan disociado que me avergüenza admitirlo en voz alta—. Nos toca trabajar juntos. Espero no te moleste.

—Sí me acuerdo de ti —respondo a lo anterior, aunque hace un segundo quería dejar el tema. Simplemente no pude evitar decirlo. No me parece bien que piense que es "olvidable".

Ella parpadea un par de veces, asimilando mi estado de ánimo, supongo. Quizás debería explicarle que ni yo mismo lo entiendo.

—Pero no has vuelto a aparecer —Esta vez sí me acusa con su tono.

—No —respondo.

En ese momento, llega una de las asistentes del psicólogo y nos reparte las hojas y los lápices para que realicemos la actividad. Los ojos de la muchacha viajan al que me pasa a mí, que es distinto a los demás: una crayola en lugar de uno de madera. Frunce el ceño.

—¿Puedo tener uno igual a él, por favor? —inquiere, descolocándonos a la enfermera y a mí. Esta última se lo concede y, cuando hemos vuelto a estar "solos", mi expresión debe divertirla, porque suelta una risa suave—. ¿Qué?

—¿Por qué hiciste eso?

—¿Por qué tienes un lápiz distinto? —contrarresta.

—Porque, en mis primeras sesiones, me robé uno y traté de apuñalarme —señalo, como si nada, para luego insistir—: ¿Por qué hiciste eso?

—Porque no me gusta sobresalir, prefiero mimetizarme —indica, acomodándose un mechón de su larga melena, detrás de la oreja—. Si no, siento que están todos observándome.

—Técnicamente, iban a estar mirándome a mí.

Me quedo pegado en sus ojos, que son de una tonalidad extraña, entre el verde y el castaño. Ella me ofrece una sonrisa apretada.

—No en mi mundo.

Quisiera saber a qué se refiere, si esta es una pista solapada de su diagnóstico o qué, pero vuelvo a recordar que no puedo acercarme a esta chica, ni a nadie. Soy un arma de destrucción masiva que está tratando de controlar los daños colaterales. Así que decido dejarlo estar.

Ella, por el contrario, está por la labor de llevarme la contra.

—Conecté con la psicóloga está vez.

—Lo sé.

—También lo sé. Soy un poco experta en descubrir cuando me espían —responde, arrugando la nariz en un gesto que me recuerda a un conejito. Juro que es la criatura más adorable que he visto.

—No estaba siendo muy cuidadoso, al parecer.

—Eso y mi delirio de persecución, me hacen saber muy bien cuando la gente me mira.

—Entonces debes pasarte la vida asustada.

La chica endereza su espalda, repentinamente alerta por mi observación. Yo, por supuesto, me doy cabezazos contra las paredes de mi cerebro por haber sido tan imprudente al hablar.

—A mi psicóloga le tomó muchas sesiones llegar a la misma conclusión —indica, con una sonrisa tímida y encantadora—. Y tú solo lo dices. Me pregunto qué dirá de mí.

—Pues yo lo mencionaba, porque eres hermosa, es imposible no mirarte, entonces...

Ok. ¿Para qué tengo cerebro? Para nada, supongo, si no puedo controlar los impulsos de... Ah, ¿saben qué? Estoy en un maldito psiquiátrico. El que quiera señalarme con el dedo por comportarme como un loco, bien puede irse al carajo.

—Es una suerte, entonces, que la terapia vaya de compartir nuestros miedos —finalizo, plenamente consciente de que esta frase y la anterior no se conectan lógicamente. Ella, si lo nota, no parece darle importancia—. Mejor trabajamos, antes de que yo diga más cosas que te pongan incómoda.

—La sinceridad suele ser incómoda —murmura, pero sin hacer ningún ademán de ponerse a escribir—. Pero eso no la hace mala per se. —Asiento—. ¿Me dirás esta vez cómo te llamas?

En las terapias abiertas, es decir, destinadas no solo a los pacientes de internación psiquiátrica, se nos permitía resguardar nuestras identidades. Daniel le había sugerido a mis padres que lo mantuviera así, ya que el hecho de formar parte de una banda medianamente conocida, podría generar la aparición de prensa no deseada o que, al momento de sacar nuestro próximo disco, las entrevistas giraran estrepitosamente hacia mí. Ninguna de esas mierdas me apetece, por lo que no está en mis planes comenzar a desobedecer la indicación, pero ese no es el motivo real por el que no quiero contestar a esa pregunta.

—Si nos vemos fuera de aquí, te lo diré.

El nombre es como una suerte de hechizo, te comanda a responder, una especie de hilo invisible que te une a las personas que lo conocen. Y si ella lo tuviera en su boca, creo que ya no sería dueño de mí. Asimismo, el nombre puede ser un punto final, una manera de darle cierre al misterio. No quiero eso. No todavía. Quizás nunca.

—¿Por qué no decir que no te interesa conocerme y ya? —pregunta, con algo de nostalgia, pero con la mirada resuelta.

—Porque no es así.

—Solo recházame y podemos seguir adelante.

—¿Con la terapia?

No sé cómo, pero nos acercamos al punto en que comenzamos a susurrar. Ella me sostiene la mirada con determinación, pero el color de la timidez pintada en sus mejillas me dice que está nerviosa y yo juro que, si no estuviera tan medicado, estaría peor.

—Con nuestras vidas —responde, con un dejo de diversión en la voz.

—Pues mala suerte, señorita —digo, dándole un suave golpecito en la nariz con mi crayola azul. Me descubro a mí mismo, bromeando con una desconocida en medio del escenario más deprimente y eso hace que me dé una sensación de vértigo en el estómago—. No creo que lo haga. Así que tampoco vas a seguir adelante.

Ella deja ir una risa cantarina.

—Eres muy idiota —se ríe—, pero te ves mucho mejor que la primera vez. Solo por eso, te seguiré llamando Ojos Violeta.

Sé que podría llamarla de infinitas formas: evocar lo pálido de su piel, mencionar su hoyuelo, su rostro sonrojado, cualquier apelativo que capturara un poco de su belleza. Pero, luego recuerdo el estado deplorable en el que me encuentro, casi como si pudiera observarme en el espejo, con el pelo más largo de lo que nunca he tenido, tapándome los ojos, los brazos llenos de cicatrices y surcos irregulares; la ropa que ya me queda grande de los kilos que seguro he perdido en el transcurso de los meses. Mis ojeras han de ser horribles. Y quizás el olor a hospital ya lo tengo impregnado en la piel. No estoy en condiciones de ni siquiera respirar cerca de esta chica.

Fuerzo una rápida sonrisa y acerco mi silla a la mesa, para poder escribir mejor. Ella me imita y me quedo unos segundos viendo cómo suaves ondas de cabello rubio oscuro (¿o castaño claro?) caen un poco más abajo de sus omóplatos.

Cada pedazo de ella es indescifrable.

—Bien, ahora concéntrate, idiota —me digo a mí mismo, sacudiendo la cabeza, mientras la escucho exhalar una pequeña risa. Entonces, me dispongo a escribir.

Mi mayor miedo... Supongo que no es demasiado difícil.


"Tengo miedo de tener cosas que no me merezco, como tu nombre.

¿Por qué tendrá la autoestima tan baja? Puede que te preguntes y no sé si te estoy prejuzgando, pero créeme: no se trata de menospreciarme. Es que lo he visto en los ojos de demasiadas personas.

Soy una tragedia, de esas que la gente tiene que pararse a mirar, por morbo.

Estoy acá, no solo porque con gusto me arrojaría bajo el curso de un tren bala. No. Llegué a este punto, porque mi desequilibrio tiene más dimensiones de las que creí en un principio. No solo quiero ser el cadáver aplastado bajo el tren, sino que el tren, el conductor... Incluso los rieles. Y la gente no puede hacer nada más que observar. Me asusta eso, pensar en los que están obligados a mirar. Hay algo en el amor que nos vuelve morbosos, porque si alguien que quieres está sufriendo, te obligas a ser testigo para tratar de que no vuelva a ocurrir.

Tengo miedo de seguir atrayendo gente a este espectáculo.

Dicen que la depresión es lo más parecido al vacío y te prometo que a veces pagaría por ello. En serio, ¿a qué hora del día puede uno sentir nada? Es lo que más anhelo, pero acá estoy, lleno de emociones que debo dejar que me consuman, antes de decidir si quiero que me den el alta para intentar desatar el caos con tal de desaparecer o para hacer algo útil con esta segunda oportunidad de vivir.

Ugh, qué asco. No puedo creer que haya escrito eso. Culpo a la puta crayola azul; el azul te pone cursi. En mi defensa, estoy citando a mi psicóloga. Jaja. Segunda oportunidad. Es absurdo pensar que el destino ofrezca tal cosa, pero...

Si la tomo, ¿me dirías tu nombre?

Por favor, no vuelvas a venir a este grupo de terapia".


No lo pienso mucho más. Solo doblo el papel a la mitad y se lo acerco. Al momento en que deslizo la hoja sobre la mesa, veo que ella ya ha hecho lo propio y estaba mirándome escribir. Tomo lo que me dejó, tratando de sacudirme de la electricidad de sus ojos sobre mí y leo:


"Fallar"


Su letra es pequeña y delicada y de alguna manera se las arregló para escribir al centro del papel, perfectamente en línea, a diferencia de lo que yo le entregué, que es un caos. El lápiz ni siquiera flaquea en su trazo, producto del material. Es asombroso y jodidamente coherente.

Contengo el aliento unos segundos, malditamente sobrecogido por todo lo que una palabra puede evocar... Y con el dolor de mi corazón, arruino la perfección ahí plasmada, con mi letra y el supuesto consejo que le tengo que dar. Casi ni me doy cuenta, pero mis palabras abrazan el centro de la hoja, ya que me da por escribir, rotando el papel, alrededor de su miedo, como queriendo resguardarlo.

Al terminar, esta vez ella lo hace al mismo tiempo. Intercambiamos papeles y la observo mientras sus ojos recorren con avidez el mensaje. Yo, por el contrario, casi ni toco el mío, únicamente la miro. La forma en que parece devorar las palabras y su rostro responde ante ellas, me hace imaginarla en una biblioteca, rodeada de libros como si fuera su hábitat natural. Cuando ya no le quedan más vueltas al papel, se muerde el labio y se lleva la hoja al pecho, desconectada del hecho de que no he dejado de admirar el precioso paisaje que es.

Voy a decir algo, pero en ese minuto nos llama el psicólogo para cerciorarse de que todos hayamos realizado el intercambio solicitado. Aprovecho ese instante para doblar minuciosamente el papel que ella me entregó y, sin leerlo todavía, lo guardo en el bolsillo de mis vaqueros. Nunca escribí una carta suicida, pero esta que me acababan de entregar podría ser una carta de vida. Y la iba a leer cuando me sintiera preparado para recibirla.

Cuando me despedí de ella, con un pequeño gesto con la mano, traté de que mis ojos le agradecieran todo lo que había hecho por mí, sin siquiera conocerme. Esa noche le pedí a quién escuchara los lamentos de un agnóstico, que la vida no me diera una tercera oportunidad con esta chica, porque si llego a probar su nombre, puede que no quiera dejarla ir jamás.

_____

¿Hola? ¿Hay alguien aquí? jajaja 

Ay, por diosss. Siglos sin actualizar, porque el síndrome del impostor pega fuerte a veces. Y le tengo tanto cariño a esta historia, que no quería entregarles algo que no me llenara. Así que aquí estoy siendo valiente, enfrentándome nuevamente a mis demonios y los de Ko.

Espero que les haya gustado <3 El romance en el psiquiátrico es uno de mis favoritos jaja.

Y sí, hay una mención especial. Pero habrá más, porque hay una lectora que quiso tomar la mano de Kosuke y ¿quién soy yo para negarme? tkm Ferobooks :)


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