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11. Violeta

And there's no remedy for memory

Your face is like a melody

It won't leave my head

Dark Paradise – LANA DEL REY


30 de noviembre, 2010


Darla


El primer martillazo no sirve de mucho, pero cuando voy por el segundo, logro demolerla, lo que me da un sentimiento de satisfacción que no esperaba.

El desorden me desconcierta. La posibilidad de dejar todo en manos del azar, del cambio, es una de las cosas que más me da miedo en el mundo.

Y, aun así, ver el desastre que acabo de dejar, se siente como oler un libro nuevo y dejar correr sus páginas a través de mis dedos. Un poco de serotonina inexplicable.

A lo largo de estos meses de terapia, he entendido que mi ansiedad genera ciertos ciclos de obsesión-compulsión que de por sí, acarrean cuotas importantes de culpabilidad, mezcladas con complacencia. Le tenía pavor al final de este camino, pensando que no lo iba a lograr. Sin embargo, ver la báscula en la que solía pesarme todos los días, hecha añicos en el suelo... Jamás pensé que me traería tanta, pero tanta alegría.

Me gustaría tener con quién compartir un momento como este, decirle a mis padres: "me han dado el alta de mi cuadro ansioso anoréxico y, después de mucho esfuerzo, constancia y lágrimas, logré que el TCA(1) no se quedara" y que ellos me dijeran lo orgullosos que están de mí, y yo creerles. Pero no puede ser.

Ni siquiera saben de mi obsesión contando calorías. Por mucho que haya comenzado luego de un comentario de mi madre sobre mi rostro redondo, hace dos años atrás, lo mejor es que nunca se enteren. Ellos nunca habrían aprobado que me saliera del carril con tan poca elegancia.

En esta casa se respira soledad.

...pero me las arreglo para encontrar oxígeno.

Nos mantenemos a flote.

Paso a paso. Día tras día. Aunque nadie lo note: sigo aquí.

Suspiro, mientras me siento en el suelo, abrazando mis rodillas, mirando el estropicio que acabo de dejar.

—Señorita Darla —escucho que me dice Emily, el ama de llaves y la que me ha cuidado desde siempre, ya que mis padres deben viajar continuamente por trabajo—. Theo mandó a decir que el coche está preparado para cuando esté lista para ir a las clases de violín.

Me retiro las antiparras que conseguí para que ningún trozo me pasara a llevar los ojos. Emmy (como a ella le gusta que la llame) es una de las personas que más me conoce, junto a mi abuela, pero no puedo evitar que se me acaloren los pómulos, al ser descubierta en mi pequeña victoria, sentada en el suelo de la enorme biblioteca (o el único lugar de esta enorme mansión que no me da escalofríos).

—Cla-c-claro, Em —respondo—. Cinco minutos.

Pienso que se va a ir y me dejará a la labor de prepararme, pero ella se acerca y me ayuda a recoger mi desastre. No importa cuántas veces insista en que puedo hacerlo por mí misma, Emily no cede. Con una sonrisa, esa cándida sonrisa que me regala todos los días se encarga de alcanzar un papelero para depositar en él los trozos de mi pasado y de lo que espero sea un futuro más optimista.

—¿Cómo se siente, señorita?

Hago un pequeño mohín. Cuando me da vergüenza algo, es como si me picara la nariz, así que esnifo una vez para apartar la sensación.

—No sabía que destruir cosas de forma tan caótica, pudiera ser así de placentero —digo—. Supongo que no por nada la gente vandaliza monumentos.

Pronto la sonrisa de la mujer de mediana edad, canadiense igual que yo, se transforma en una risa suave, la cual hace que me dé un vuelco el corazón. No suelo hacer reír a nadie.

También es lindo hacer feliz a las personas que te importan.

—Nunca dudé de usted —señala cuando ya hemos finalizado la limpieza y se ha puesto de pie para salir de la habitación—. Le diré a Theo, entonces.

Merci, Emmy —respondo, partiendo de inmediato a mi dormitorio a alistarme y buscar el case de mi violín.

A veces no me doy cuenta de lo malagradecida que soy. Mi vida puede ser muy solitaria, pero Emily y Theo (el mayordomo y chofer de la familia) siempre han estado conmigo, y aunque no sea como en los libros, lo ideal de una familia feliz, siempre podría ser peor.

"Deja de llorar, Darla, por favor, no seas ridícula"

Mamá.

"Quién cómo tú, quejándose de cómo sus padres viajan todo el tiempo, en una mansión, en cuna de oro. Hay personas que no tienen qué comer, ¿sabías? En cambio, tú no pareces llenarte con nada"

Papá.

Sacudo de mi mente tales pensamientos, con las herramientas que me ha dado la psiquiatra. Tomo algunas respiraciones y recuerdo: esta recuperación fue por mí misma, no para ganar su aprobación; porque dentro de los pensamientos intrusivos producto de mis obsesiones, no podía sacarme de la cabeza la idea de que iba a morir y absolutamente nadie se daría cuenta.

Estar dentro del espectro neurodivergente, debido al trastorno obsesivo compulsivo que desarrollé en mi temprana adolescencia, ha sido el mayor plot twist de mi vida. Según la especialista que me ha ayudado estos meses a estabilizarme, el hecho de que mis padres me tuvieran una rutina tan estricta de talleres y clases a las que debía ir, un exhaustivo código de conducta para no decepcionarlos, programando cada segundo de mi vida, fue el principal gatillo para que ese aspecto de mi personalidad saliera a la luz.

Tengo tantísimo miedo de fallar, de no ser lo que ellos esperan de mí, por si eso significa que hay una meta que cumplir para que ellos estén orgullosos de llamarme su hija. Tanto así, que puede que no me haya percatado de que los engranajes de mi cerebro se hacían cada vez más inflexibles.

Antes de salir, paso por el tocador y me miro unos segundos en el espejo, tratando de hacer lo que me dijo la psiquiatra: verme por cómo soy y no cómo podría ser. No obstante, no resisto demasiado tiempo mirándome a los ojos y opto por desviar mi atención al marco de fotos que puse hace poco, donde inmortalicé el trozo de papel que él me dio en terapia. Es lo más parecido que tengo a la fe.

Debajo de mi mayor miedo, simplemente escribió:

"No sé quién te hizo daño.

Es probable que signifique nada que recibas esto, viniendo de mí, un desconocido, pero: PERDÓN.

Merecías que te trataran mejor. Definitivamente, no merecías que te trataran así, ni que te hicieran creer que debes ser perfecta para ser amada. Cometer errores es un derecho, que nadie te lo quite. Mereces que te quieran, incluso en tu peor versión.

No sé si tengo un consejo para ti, pero creo que sí un regalo. Cuando tengo miedo, escucho Speed of Sound de Coldplay. Como dice la letra: para entender, tenemos que ver. Nunca sabremos qué podría ser mejor, si no lo intentamos.

Espero que la melodía te reconforte hasta que nos volvamos a encontrar"

Cuando estoy en el auto, junto a Theo, le pido que ponga la canción en repetición, hasta que lleguemos, mientras voy recordando la primera vez que lo vi.


***


Los hospitales parecen ser ajenos a la primavera, tanto como el dolor al paso del tiempo. Nadie se detiene ante la posibilidad del dolor ajeno. Asimismo, el dolor de una persona, por más intenso que pueda ser, jamás será equiparable a la fuerza que requiere la Tierra para seguir girando, sobre sí misma y alrededor del sol; caminar por un recinto médico ofrecía una perspectiva demoledora, puesto que todo continuaba su curso, mientras el concreto de las paredes sostenía a todas estas personas y sus pesares.

Traté de pensar en ello y no en que no tenía ni la menor idea de hacia dónde dirigirme para llegar a mi tercera primera sesión de terapia en lo que iba del año. Mi psiquiatra me había sugerido que probáramos con una psicóloga especialista en TOC y desórdenes alimenticios, y yo estaba en el punto en el que intentaría lo que fuera, con tal de no seguir así. El miedo en escalas inefables.

No pude evitar machacarme la cabeza con la idea de que tendría que haber visto algún mapa o haber llegado antes, previendo que pudiera perderme. Ya llevaba tres vueltas en círculos, cuando logré dar con el patio central del recinto que, según lo que había logrado ojear en el folleto que me dio uno de los guardias en la segunda vuelta en vano que me daba, era un punto de referencia que me serviría para dar con el mesón de Psicoterapia, donde podría avisar de mi llegada a la secretaria.

Cuando algo se mete en mi cabeza es muy difícil poder salir de mí misma... Pero cuando escuché el sonido de una guitarra, la armonía y vibración de sus cuerdas fue como un salvavidas que no sabía que estaba buscando. Ya cuando lo vi, tuve la certeza de que el magnetismo de ese chico sería algo que anhelaría para toda la vida.

Por más que lo intenté, no pude reconocer la canción que estaba tocando, por lo que (al acercarme un poco más a la banca en la que estaba sentado) no me sorprendió escuchar que estaba cantando para sí mismo en un idioma que tampoco identifiqué.

Sentado ahí, me recordó inevitablemente a Atlas, el titán encargado de sostener el peso del mundo por castigo de Zeus. Observarlo me hizo sentir más liviana, como si de alguna forma él estuviera soportando la melancolía que me oprimía el pecho.

Sus brazos estaban llenos de cicatrices. Su cabello negro, desordenado. Y yo simplemente no podía dejar de acercarme a él. Jamás en toda mi existencia me había sentido con genuinas ganas de hablar con otro ser humano. Él y su dolor estaban tan abiertamente expuestos, que no me asustó, sino que de alguna forma lo admiré.

Toda mi vida he buscado la perfección, cuando tengo muy claro que, por más que me esfuerce en que mi ropa y presencia se vean pulcras, no lo soy. Él, por otro lado, estaba tan lejos de querer ocultarse del mundo que... Simplemente me pareció hermoso. Que fuera todo menos perfecto, fue una visión esclarecedora de que he buscado siempre en el lugar equivocado. Y, en ese instante, en medio de un hospital psiquiátrico, el mundo comenzó a tener sentido por primera vez.

Por supuesto, intenté hablarle. Era un día a mediados de septiembre y yo, Darla Eloise Leloquetier, le estaba hablando a una persona por voluntad propia. Sin duda, todo un hito. Uno que no calcularía la debacle que significaría que el chico posara sus ojos en mí.

Violeta.

Violeta, violeta, violeta.

Dios mío.

Sus ojos son violeta.


***


Hasta ahora, las clases de violín eran en mi casa. La profesora venía y teníamos cerca de tres horas en las que nos dedicábamos por completo al estudio de la teoría musical. También tenía lecciones de flauta traversa, pero con otro profesor. Todos instrumentos que mis padres consideraron idóneos para que aprendiera matemáticas y disciplina. Sí, por más raro que suene, al aprender música, ejercitas el ritmo e inevitablemente, comienzas a verle las matemáticas a todo.

Siempre me ha parecido más cómodo tener clases particulares, ya que cuando estaba pequeña, mis padres solían llevarme dondequiera que tuvieran que ir por trabajo y eso nunca me dejó con muchas aptitudes para conocer personas. Es más, el solo hecho de imaginarme que alguien me salude y que yo tenga que responder, hace que me suden las manos de una forma bastante penosa.

Ahora vivo rodeada de personas a las que se les paga para que me acompañen. Nadie que haya querido quedarse a mi lado por su cuenta. Por lo tanto, conocer nuevas personas sigue sin ser una de mis fortalezas, sino todo lo contrario.

Sé que no debo estancarme en el pasado y tratar de dejar de controlar las cosas, pero es muy difícil. La música ayuda muchísimo a poder salir de mis propios pensamientos. Cavilar corcheas, silencios, adagios, es mucho mejor que lo demás. Por eso, cuando la profesora de violín me pidió que la encontrara en el conservatorio en el que hacía clases, porque me necesitaba para que la ayudara con un estudiante que tenía problemas en su solfeo(2)... Me dije a mí misma que tenía que intentar cosas nuevas y que no había motivos para que saliera mal, si trataba de pasar desapercibida.

Además, cuando se lo indiqué a mi psicóloga, me dijo que era una perfecta oportunidad para probarme a mí misma y extender mis límites más allá de lo que yo creo que están.

De modo que aquí estoy, en una de las salas, donde se encuentra un piano de cola precioso, esperando que llegue la maestra y este supuesto pianista que necesita "mi ayuda".

El corazón me late a mil por hora cuando se abre la puerta, pero me relajo al ver que solo es la señorita Wilson, la maestra. A ella la conozco, por lo que sabe que no soy muy propensa a las palabras y no me juzga. Me saluda con un abrazo y acomoda sus cosas en una de las sillas, al mismo tiempo que yo busco matar el tiempo, afinando mi violín.

Conocer una persona nueva.

Vamos, no puede ser tan difícil.

Solo no hagas nada extraño.

...pero ¿y si lo arruino todo?

—¡AAAAAAAH! —chilla una voz, antes de que un rayo pase por la puerta y se aviente contra las butacas de la sala. Un cuerpo pasa de largo, su torso y cabeza pedidas en el respaldo del asiento, donde solo soy capaz de ver unos pies revolotear.

Bueno, al menos no había sido yo la primera en hacer algo vergonzoso. La extraña tranquilidad y libertad que eso me da es algo perturbadora, pero no le doy demasiadas vueltas. Seguro en casa, cuando repase este encuentro por millonésima vez, lo haga.

—¡Por dios! —exclama la profesora—. ¿Cuántas veces he de decirte que ese aparato del diablo no lo uses adentro de la escuela? —Rápidamente, va en disposición de socorrerle, pero la chica (ahora me doy cuenta por el tono de su voz) comienza a reírse a todo volumen—. ¿Y ahora qué te pasa? ¿Se te zafó otro tornillo?

—Mil perdones, señorita Wilson, es que venía tarde y pues...

—¡Prefiero que llegues tarde, pero viva!

—Si lo sé. Perdón. No volverá a ocurrir.

No puedo ver el rostro de la profesora, pero por como habla, sé que está poniendo los ojos en blanco.

—Tampoco mientas —dice, con un tono irritado, pero que tiene un dejo de ternura—. Vamos, ponte de pie y ven. Tu salvavidas te está esperando... ¡Oh, qué demo...! ¿Cómo esperabas no caerte, si llevas lentes de sol? Eres definitivamente un caso.

Cuando la señorita Wilson se gira hacían mí y la chica al fin aparece en mi campo visual, entiendo a lo que se refiere. Las gafas que trae en pleno invierno, por los pasillos del conservatorio, que no son muy iluminados, son una especie de arma mortal.

Ella parece una bomba a punto de estallar.

Y es tan excéntrica toda su entrada que siento que ninguna de las rarezas que más me cohíben la van a asustar.

Respiro profundamente, mientras ella se quita las gafas y la veo en todo su esplendor. Dos ojos azules, casi celestes, llenos de curiosidad. Sin embargo, el derecho se encuentra rodeado por un hematoma fresco y bastante preocupante, como si le hubieran dado un puñetazo o algo así.

—Hola —dice, ofreciéndome una mano—. Soy Danka Huntzberger. Un gusto. Perdón el espectáculo.

Le devuelvo el saludo, estrechándola suavemente.

—¿Estás... bien? —pregunto.

La muchacha se da cuenta de lo que hablo.

—Oh, claro —indica, con una sonrisa serena.

—Dios, Huntzberger, tú me vas a matar del susto —acota la profesora, cuando da cuenta del porqué de los anteojos—. Ni siquiera voy a preguntarte lo que pasó, sería tan inútil como pedirte que dejes de montar esa patineta embrujada.

—No odie la patineta —contesta la chica llamada Danka—. La patineta viene en son de paz. —Dicho esto, se le acerca a la señorita Wilson, haciéndose evidente su baja estatura, y le da un abrazo que la contraparte recibe con irritación.

—Ya, ya. No seas zalamera, que no se me olvida que estás aquí porque tengo que disciplinarte —sentencia—. He traído a Darla, mi mejor estudiante de violín, para que te comportes a la altura.

—¿A la altura? Mido metro y medio con suerte.

Suelto una pequeña risa, que procuro que la profesora no escuche. Esta pianista tiene pinta de padecer de verborrea.

Luego de unos minutos, logramos comenzar la clase y la pieza que la maestra escogió para la ocasión es uno de los movimientos de Verano de Vivaldi, la sección del presto(3). Es una locura que la profesora quiera ejercitar el solfeo en una melodía como esta, por lo que intuyo que no es principiante, sino que la señorita Wilson necesita que la chica tenga todo su cerebro a disposición de la música. Que respire de ella.

No pasan ni diez minutos de que comenzamos a estudiar la partitura y ambas ya estamos sudando en un sentido literal y metafórico, ya que el violín es muy exigente, pero el piano tiene unos silencios que solo una buena lectura musical y un oído sensible facilitan el dominio los tiempos.

Durante las pausas que se me permiten, mientras la señorita Wilson le da indicaciones a Danka, me doy cuenta de que el problema no es que la chica no sepa teoría musical, sino que la música clásica es una jaula para ella. Da la impresión de que su energía busca salir por todas partes y Vivaldi le quiere cortar las alas... Es muy buena.

Yo, que siempre he sido una intérprete solitaria, me sorprendo encontrándome con un poco más de serotonina inexplicable, a su lado.

Al final de la clase, nos piden que interpretemos la pieza completa, mientras que Danka cuenta metódicamente los compases para la profesora. Ambas estamos exhaustas, pero cuando terminamos, la chica de los rizos castaños e indomables pregunta en mi dirección:

—¿Podemos hacerlo una última vez?

—S-s-sí, claro —digo, viendo de reojo cómo la profesora está recogiendo sus cosas para dar por terminada la clase.

—Pero ¿puedes ponerte de frente a mí? —pregunta, suavemente—. Amo la música, pero odio esta porquería impersonal.

No sabía si entendía del todo su dilema, ya que para mí la música siempre ha sido un ejercicio personal, pero por algún motivo quise darle una oportunidad. Después de todo, mi presencia había sido requerida para ayudarle.

Acto seguido, comenzamos desde el primer compás y Danka simplemente se dejó llevar. Me miraba y era evidente que se sabía la partitura de memoria, lo cual siempre era un arma de doble filo desde la teoría, pero, sin la presión de la clase, tampoco sentí la necesidad de mirar mi carpeta. Solo tocamos, mirándonos la una a la otra, como una especie de conversación.

A veces creo en la sinestesia. Danka es aguamarina e incluso tornasol. Es abrumador. No me deja pensar en que debería tener miedo, en que tengo demasiados miedos, tantos que no me alcanzan los dedos para enumerarlos.

No sé lo que ella logra ver en mí, pero cuando terminamos, extenuadas, creo que nunca en mi vida había sido tan visible al mundo.

Claro, sin contar cuando todo fue violeta.

¿Será que sus ojos abrieron un portal? ¿Será que ser vista por él lo cambio todo?


_______

¡Primer capítulo narrado por Darla! ¡Qué emoción! Díganme si les gustó, si fue lo que esperaban. Yo, personalmente, encuentro un ejercicio muy bonito escribirla.

Aclaremos que nada de lo que sale en este libro es una forma de diagnosticar a nadie y que, por más que se nombren trastornos o condiciones, las experiencias no son iguales. NUNCA. Por lo tanto, nada de de lo aquí se relata es un consejo ni un modelo a seguir, solo una representación de la realidad para acompañarles o mostrarles que la diversidad no solo es una: la sexualidad, la neurodivergencia, la identidad y un sinfín de realidades MERECEN SER VISTAS y, ¿por qué no a través de una historia de amor?

¿Qué creen que va a ocurrir ahora? ¿Se viene el desmadre? ¿Se viene el romance? jeje les leo. Muchas gracias por votar y comentar <3 Cali;

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1. TCA: Sigla para referirse a Trastorno de la Conducta Alimentaria

2. Solfeo: Adiestramiento para leer y entonar la notación musical.

3. Presto: Indicación musical que hace referencia al tempo. Equivale a muy deprisa.


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