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17. Lechuza mediocre

1. Nido de gusanos

Lluvia, ¿amiga o enemiga?

  Eso depende.

  ¿Llevo un paraguas? ¿Estoy usando pantalones cortos? ¿Mis calcetas están húmedas? Terrorífico. Son mentiras, vulgares mentiras, por las que me preocupo mucho. Detesto que mi librero no tenga los libros en orden simétrico y en escala de tamaños. Acomodo mis boligrafos paralelos y por colores para poder prestar atención a la clase.

  Eso no depende.

  Necesito que sea así.

  ¿La lluvia es mi amiga?

  Consideraba caminar descalzo por la acera una vez mis zapatos hacían como patos.

  ¿Entonces es mi enemiga?

  Si a un gato le enseñas desde pequeño a no temerle al agua, así será... Deja que tu bebé se atragante con la moneda que metió a su boca y le habrás hecho un favor a la humanidad... Pasea a la intemperie, debajo de una cobija de nubes amargas y serás un depredador.

  Ocúltate de las sombras y morirás al tocarlas.

  Planea una realidad perfecta; obten un nido de gusanos. O eres una lechuza extraordinaria y te los tragas o te vuelves mediocre y te devoran.

  Abominaba mi ser. El cabello se derretía en mi cara como un helado de chocolate en el desierto. Caí barro por detrás de mi pierna y la sudadera ya no me calentaba. Aprovecharía la cara que traía puesta y la calle Berol inundándose; filmaría un fantástico plano abierto desde la caída de la pendiente solo para verme en depresión y comer palomitas mientras lo hago.

  Tomaría fotos y las pondría de portada en una revista para aspirantes mediocres. No me darían créditos porque soy mediocre. Cambiarían mi nombre por Demián Rubia o me apostaría "el chico caca derretida".

  Compraría todos los ejemplares en Salmet para recordar lo mediocre que he sido.

  Mi boina no era solo mi accesorio predilecto, igual la consideraba una barrera entre yo y los mediocres. Denotaba la distancia de nuestras decisiones; lo bien que fluirían las cosas en mi vida. Hacerles saber que no soy como nadie más.

  ¡¡Necesitan de mí en sus vidas!!

  No obstante, el presente me escupía en la cara:

  Mediocre.

Quedé parado en la pendiente. El agua hacía esfuerzos por evitar mis pies e irse apresuradamente hacia abajo. Por un segundo miré mi sudadera, perforada por amargos pigmentos marrones.

  Si aún tuviera mi boina, esto nunca habría pasado. De no tener una madre mediocremente embarazada; un hermano sumiso y pusilánime que me rebaja; cierto estúpido papá conservador con su familia de oro... ¿Cómo permití a un desconocido y populachón mediocre inmiscuirse en mis asuntos? Le VOMITÉ media hora de complejos a una niña dependiente que en segundos se fue con mi reemplazo.

  Merecía que eso no hubiera ocurrido. Todos son injustos. UNA MIERDA.

  Esa vez pudo ser la última que vi la pendiente. Asombrarme con la bestia grumosa atormentando desde su trono. Salmet transformándose en un mar de sueños no cumplidos. Infinitamente hermoso. Y la vista desde la cima también me gustaba. Un paso en falso y rodaría a una muerte segura, con suerte.

  Guié mi cuerpo entre el desnudo y crecido césped. Sé que algo cambió para ese momento. Antes veía en él decoraciones que le llenaban de vida y sentimientos. Aquel día estaba desolado y pronto abandonado por un largo tiempo. Incluso si alguien más pensara quedarse a vivir en esa casa por el resto de su vida.

  Tenía más cara de monumento histórico que de hogar.

  Cualquiera que llegara después sería como el guardia del museo. A nadie le interesan esos mediocres, TODOS vamos a ver la pieza en exhibición —por más deteriorada que esté y sin importar que haya dejado de ser lo mismo.
 
  BIENVENIDOS

Rezaba la alfombra a mis pies. Y  a los pies de los otros. No era un mensaje de ellos para mí, es lo que la gente usa como cortecía para no sonar maleducada.

  Eres menos que insignificante,

  un cuadrado sin esquinas,

  nada gira entorno a ti.

«Deja de restregártelo a ti mismo, Damián. No solo lo tienes más que claro; sigue con eso y te lanzarán a las hienas».

  Me hacia falta humor para meter mi cabeza entre los barrotes. Me di cuenta que la última ocasión en que lo hice no lo supe.

  Si ese día un tipo del futuro me dijera que ese iba a ser mi último día, no intentaría nada nuevo. Me conformaba con ser mediocre por ese "hoy". Respirar como si nada más fuera a pasar... 

  Con las manos chapoteé duramente mi cabello, luego me las vi y estaban manchadas del pigmento oscuro.

  Podría intentar arrancarme la cabeza del cuello...

  Estiré mi brazo al timbre, temiendo electrocutarme los dedos mojados. DIIING DIIING DIIING. Uno esperaría que te atendieran rápido, pensando que lo más obvio sería que te estuviesen esperando desde la mañana.

  Vinieron con las ganas de un chico con insomnio levantándose de su cama —en la cual no durmió esa noche— para acudirr a su escuela mediocre.

  Las gotas en la perilla se escurrieron a la alfombra en cuanto abrieron la puerta y calló una micro lluvia de la reja que de seguro me habría empapado al decidir atascar mi cabeza entre los barrotes.

  Estiré los hombros y con ellos se elevó mi mochila con un sonido húmedo. Y la tabla que traía colgando también crujió en un costado.

  Contuve la respiración para retener las lágrimas y cubrirlas con la lluvia. Así nadie lo sabría, en cuestión de segundos sería otro adolescente mediocre.

  —¿Ahora qué? —entonó Bosco anonadado.

  Intenté no parecer grosero sin conseguirlo. Aquel moretón en su ceja izquierda y la depresión transversal rojísima y afilada no eran cosa fácil de ignorar.

  —¿Tienes un minuto? —lloré.

2. Otra pluma descolorida

Mi mundo sufrió un serio retroceso el miércoles menos pensado. Tenía esperanzas de rendir en grande y tenía mis motivos; una nueva patineta con el grabado de una lechuza en vuelo; mi día de pago en la librería de mi familia y mi primer  entrenamiento actoral con Kike.

  Más tarde iría por Sarabi y juntos nos adentraríamos al bosque de Salmet para convencer a Marcel de que queríamos que se quedara con nosotros.

   Después llegaríamos a casa de Bosco y juntos podríamos ir al cine y comer gomitas de mango. Pasearíamos por unas cuantas calles para que no se nos acalambraran las piernas en el próximo paso. Llegaríamos al parque de los patos frente a mi casa y usaríamos mi nueva patineta en las rampas.

  Bosco no dominaba completamente ninguno de los trucos que le enseñé. Difícilmente se atrevía a subirse a la tabla, lo cual me carcomía frecuentemente. Ahora que sabía que no era una persona normal, seguramente le cobraría a Bosco que no estoy seguro d emi orientación sexual. Él me escucharía y me daría los mejores consejos. Siempre lo hace.

Retaría a Marcel a una carrera sobre ruedas, sin importar que su bicicleta fuera un monstruo, me sentía con la confianza de que le ganaría.

  Por último Sarabi y yo iríamos juntos al carrito de helados a comprar tanto helado y paletas como cupieran en nuestras manos. Nos sentaríamos a reflexionar el día. La conozco y sé que intentaría persuadirme para no irme a a mi escuela extraordinaria y yo le daría el mejor argumento a sus réplicas. Quedaría convencida.

  Entonces nos despediríamos y yo regresaría a casa para planear el día siguiente...

  Me encerré en uno de los armarios en la librería para romper el envoltorio de mi patineta. Hice fricción en las ruedas y toqué la cubierta de la superficie. Cerré los ojos. Pensé que ser ciego incrementaría el nivel de textura que tenía la lechuza. Fui capaz de dibujarla en mi mente: volando inaudible, escuchando por donde huye su presa...

  bajo la lluvia.

  Golpearon la puerta.

  Busqué mi boina gris entre los brazos del perchero, volví a envolver la patineta y la guardé en su envoltorio. Volvieron a golpear repetidas veces —me desesperó su grosera insistencia—. Repliqué un golpe seco en la puerta. Logré callarlo.

  —¿Quieres dejar de ser así? —dijo Guillermo.

   Me estaba bloqueando la salida, recargándose en el marco. Sonreí ladino al respecto.

  —¿Quieres dejar de poner cara de pendejo? —volvió a hablar. En cuanto pasé por debajo de su brazo, tiró fuertemente de mi capucha.

   Lo miré consciente de que me estaba torturando por el mero afán de existir.

  —¡Maa...! —cubrió mi boca y silenciosamente trasladó la conversación al armario. Cerró con seguro.

  —Eres todo un marica acudiendo a mamá —reprochó. Hice un esfuerzo por no enterrarle el perchero en el ojo.

  —Soy malo adivinando, Guillermo. Sé directo o harás que la librería pierda los ingresos de un día. A mí no me importa...

  —¡¿Damián, eres joto?! —susurró sobre mí.

  Lo trituré con una mueca involuntaria.

  —Mira quién es el pendejo —dije—. Se dice gay u homo, no joto, pinche inculto.

  Sumió su mano en mi hombro, sentándome en la banca del pequeño armario.

  —Responde la pregunta.

  Ajusté mi boina y sin quitar los dedos de ella, añadí:

   —Sé cómo le hago yo para aguantar tus pendejadas, pero no sé cómo le vaya a hacer nuestro futuro hermano o hermana.

  Acuchilló la forma de su mano y lo enterró en mi clavícula como si fuera un martillazo.

  —¡Imbécil!

  —¡Dije "responde la pregunta".

  —No cuento con los medios para responder eso. Siguiente pregunta —me quejé, sobando mi hombro.

  —Esto no es una puta entrevista, Damián.

  —Sí, ya sé. Andas actuando como matón descerebrado. Obviamente es un interrogatorio.

  —¿Qué carajos te hizo esta familia? —me recriminó.

  —Espérate, no he hecho nada malo.

  —¡Entonces di que no eres joto y ya!

  —¿De dónde tú...? No voy a usar esa palabra. Cambio de rol —me alcé y mantuve un fuerte odio dirigido al medio de sus cejas—: ¿De dónde viene la pregunta?

  Entrecerró los ojos detrás de sus amargas gafas de hipster.

  —Tiñes tu cabello.

  —¡JAAA! —vomité una ola de risas—. Neta estás imbécil...

  —No quiero que te acerques a nuestro hermano —amenazó.

  —Genial, genio —asentí—. Muévete, tengo cosas que hacer.

  —Te la pasas con esa chica, que por cierto, ni es tu novia —murmuró.

  —Ey, ya déjame pasar —indiqué inquieto.

  —Haces pijamadas con el otro niño joto. ¿No dices que eres muy maduro?

  Las nubes se acumularon e invisibilizaron la luz que atravesaba las ventanas. Guillermo no quiso encender la luz. Me arranqué contra la puerta y él hizo crujir mis muñecas.

  —Auch... —solté—. Suéltame, Guillermo, no estoy jugando.

  —Encima, no te niegas. ¿Eso qué quiere decir?

  —¡Oye, ya...!

  —Estás funcionando mal, ya debiste tener novia. ¿Cuántas has tenido? Cero. A tu edad yo dejé de ser virgen, pero haces parecer que no te importa. Engaña a mamá y a papá; yo soy un hueso duro y no me lo creo...

  Hizo fricción con mis muñecas como yo con las ruedas de la patineta.

  —Las acciones no mienten. ¿Es que no te importa? Mi instinto dice que sí. Eres sodomita...

  No me gustó que usara esas palabras. Su origen era tétrico.

  —Entonces no eres virgen. Todo lo que haces es pensar en coger con otros maricones y de seguro ya te dieron...

  Hice un último esfuerzo para dejarle el camino fácil.

  —Guillermo, estás sonando co...

  —Te vi con él hace una semana. Lo mirabas como deberías mirar a las chicas, incluso tú, el menos interesado en hacer algo de su parte aquí, lo asististe. Eres tan sentimental...

  Rompí su agarre y terminé sujetándolo de la chaqueta. Esa era la señal. Ahí tenía que detenerse.

  —Recuerdo que el padre de Aurelio Cornejo se vino a quejar hace unos cuantos años. La pobre de mamá te defendió y papá amenazó con golpear al gran Cornejo si seguía llamándote así. ¿No lo recuerdas?

  ¡Te estaba mostrando lo que tenías que hacer! ¿POR QUÉ NO PARABAS?

  —Dijo que contagiabas a su hijo con tus mariconadas. ¿Qué te parece si tenemos esa charla con papá de nuevo? Igual el que reciba el golpe será otro.

  —Cállate —apreté su chaqueta. Escuché el cuero rasgándose.

  —¿Y dónde estuviste la otra noche? Era jueves. ¿Ahora los jotos se reúnen los jue...

  Arranqué las uñas del cuero y enterré mi codo por debajo de su mandíbula. Agité la perilla para abrirla. Guillermo colapsó en el piso de fuera. Los murmullos viajaron a través de las páginas. Supe que mamá nos veía.

  Guillermo sonreía hacia mí.

  —Pensaba que los jotos no sabían defenderse. ¿Qué tenemos aquí? Uno que pelea. ¡Pero como joto!

  Mid intenciones de levantarlo se deshicieron como papel en agua.

  —¡Damián! —rechistó mi madre, bajando por los escalones con ese feo vientre de ballena.

  —Estoy en eso —caminé almacén a desempaquetar los libros recién llegados.

3. Sabiduría obsoleta

... de la A a la Z. De blanco a negro. Claro a oscuro... Cuerdo a demente... Importante... insignificante... Fascinante...

mediocre.

  Voy a dejar esta ciudad.

  —Hola. Disculpe, joven, ¿usted trabaja aquí?

  No.

  —¿Está buscando algo? —respondí.

  —Comer, rezar, amar. No recuerdo el kombre del autor.

  —Autora... —correjí—. Sígame. Su nombre es Ellizabeth Gilbert.

  —Pues disculpe —dijo caprichosa. ¡No era mi culpa que no supiera el nombre de la autora!

  Supongo que no se trata solo de escribir un gran libro de autodescubrimiento en la mediana edad... Aún así no te van a recordar.

  Con suerte la gente aprende a atar sus zapatos y saber el día de la semana.

  Espero demasiado. Bueno, no. Exijo bien. Tengo que irme, es todo.

  —¿Es todo? —pregunté.

  —¡Ajam! —recalcó con una M poco sutil.

  Mi mano saltó de tecla en tecla y abrió la caja registradora.

  ¿Entonces dónde está el propósito de sentarme a pensar... si vale la pena no querer ser mediocre?

  —Cuidese —rechistó al llevarse el libro.

  ¿Quién era ella?

  ¿Alguien importante?

  De haberlo sabido no la habría tratado como una tarada...

  Cuando sabes que la vida de una persona es fascinante el mundo te lo grita... Supongo que no.

  —¿Se cansó de tu trato mediocre y jotísimo? —alardeó Guillermo frente a mí. Acomodaba los libros que dejaron en las mesas redondas y no se llevaron.

  Esa bola de pelos en la garganta me causa problemas para hablar. Siento que si suelto una palabra, dejaré de respirar por siempre.

  Me siento insatisfecho para morir hoy, con el poco sentido que le he podido entregar a mi vida.

  Mediocre.

  —¡Mira quién llegó! —gritó Guillermo.

  Enrique Oropeza, Kike, pasaba su mano por el enorme tótem de lechuza. Examinaba los relieves. Me pregunto si él podría imaginársela con solo tocarla.

  —¿Cuánto a que te elimina? —dijo Guillermo.

  —¿Eh?

  —Sí. ¿Cuánto a que si le dices que eres joto terminará eliminándote como su "asistente" y de su vida.

  No podía dirigirle frases de tantas sílabas para defenderme.

  —No soy...

  —¡Ajá, ¿cómo no, joto?! Sí lo conoces (EN PARTE), pero él a ti no. Es un ícono, pero tú mediocre. ¿Cuánto a que te elimina? —esbozó una profunda mirada ladina.

  —L-lo... atiendo.

  Reacomodé mi boina en la cabeza mientras caminaba. Las letras que necesitaba para armar mi discurso eran inaccesibles. Una sopa de letras sin E's.

  —¡Amigo mío! —parecía que Kike tenía intenciones de que todos nos vieran—. Un gusto encontrarte.

  Estrechó mi mano.

  —¿Listo para esta tarde? Te mostraré lo más básico: el método Stanislavsky. La actuación consiste en práctica, ¡no obstante, eliminar la posibilidad de un poco de cultura sería un pecado!

  —Eh... Sí, claro, sí.

  —Te veo consternado, amigo mío —me resultaba más inquietante que siguiera todo movimiento que hacía con esos ojos verdes descoloridos—. ¡Observa! ¡Observa! Los ojos en tu interlocutor, no pierdas el control de la situación. Coméntame, nosotros somos amigos, y yo soy de confianza. No hay nada que yo...

  ¿Nada?

  —¡¡¿Nada?!! —interrimpí. Escuché esa carcajada de Guillermo a mis espaldas.

  —Absolutamente.

  —Eh... Primero que nada, ¿venía por un libro? —pregunté por política de la tienda.

  —Amigo —recitó, pasando los dedos en el grabado del tótem—, ¿necesitas darme un libro? Tu conocimiento puede decirme todo lo que necesite.

  La bola de pelo se enredó más.

  —¿Me sigue...?

  Un susurro flotó densamente en el corredor. Detrás del estante.

  —¡Jjjjoto!

  Accedimos a la sala para niños por debajo del arco. A tales horas era extraño que mis padres estuviesen cerca y los compradores con niños llegaban a partir de las dos.

  —¿Tiene nietos? —no sé por qué lo pregunté. En realidad no me interesaba.

  Acaricié la alfombra azul con la punta del pie. Hice círculos que repetí como patrón hasta llenar dos por dos metros de la sala. El acolchado me hacía creer que nadie afuera podría escucharme.

  —No.

  ¿Qué? Kike respondió. Mas no recuerdo a qué era su pregunta.

  —Oiga —dije—, ¿usted en serio cree que pueda volerme famoso como usted?

  Su respuesta tardó más de lo que me hubiera gustado. Respondió serio y con más canas de las que le había visto jamás.

   —¿A qué estás dispuesto? —me dijo.

  —No lo sé, a todo. Me importa mucho saber si puedo llegar a ser alguien (dejar de ser mediocre).

  Su suéter también se veía de viejo.

  —Es duro.

  —Maldición —murmuré pesadamente—. ¿Va a decirme que trabaje duro y todo eso?

  —No.

  —¿Por qué?

  —Es suerte.

  —¡Hm! Con todo respeto, señor, no existe tal cosa.

  —Claro que la hay —afirmó tosco—. Se trata de en dónde naciste y con quién te juntaste, cómo elegiste crecer y los recursos que tuviste. Dar lo máximo no lo es todo: es mediocre.

  —¡¿Perdón?! —reclamé.

  —Amigo —continuó—, con todo respeto—. ¡El mundo hace pendejadas! El próximo Einstein se ha de eestar muriendo de hambre en África, ¿entiendes? Los verdaderos artistas son asesinados por la falta de capital. Mujeres mueren antes de haber vivido. Todo aquel que no sea como nosotros... ¡Un retrasado mental o un hombre con transtornos no fueron diseñados para este mundo!

  —Señor, Kike —recalqué firme—, eso me suena a sabiduría obsoleta.

  Caminó hacia mí, expresandose con las manos y alzando la voz.

  —¡Es que todo es una ilusión de lo que no es! El mundo que te hacen ver es magnífico, pero acércate. Es un nido de lombrices.

  —¿Qué?

  —Todo es suerte.

  —No, claro que no.

  —¡Sí, claro que sí!

  —¡Se supone que usted es lo mejor de lo mejor!

  Rio estridente.

  —¡Soy solo quien tuvo mejor suerte que otros! —extendió su mano hacia mí.

  Me quedé mudo.

  —Eso es lo fascinante. Tampoco es del todo malo, si aprendes a usar tu suerte.

  Apreté su mano.

  —No me gusta como suena eso... —trituré con los dientes.

  —Puede que lo entiendas si te explico como yo veo el todo; como puede que no. Y si lo entiendes, es suerte. Que tú logres crear tu propia visión es en lo que quiero apoyarte, camarada. Compartir mi suerte...

  —¡N-ni me conoce! —confesé.

  —Amigo mío —añadió—, me falta mucho por conocer de mí mismo.

  —¡Y le falta mucho más de mí! —reclamé.

  —Es que lo veo —dijo—. Eres un huevo de lechuza.

  —Eh... ¿Perdón?

  —No una lombriz —puntualizó.

  Mi cabeza punzaba y el mareo que sentí aquella noche con Aurelio, rápidamente apareció. Aquellos cortes. Las marcas. Aurelio en posición fetal y semidesnudo. Era culpa mía, yo ocasioné eso y no importaba cualquier tipo de redención que intentara darme. Una cicatriz es una cicatriz.

  —No puede saberlo. Realmente no me conozco.

  —Damián.

  —¡Soy...! S-soy...

  Kike extendió mis párpados. Me es fácil adivinar que en su mente el cascarón se rompió rápidamente y me vio tal y como era: una lombriz.

  —Pienso que no soy... Yo no coincido con...

  —Tómate tu tiempo —me relajo Kike, apreciando mi inminente crisis de ansiedad—. Soy parte de tu buena suer...

  —Sodomia y Gomorra... —expelé.

  No podría decirlo una vez más.

  Se apartó de mi y al hacerlo se le achicaron las pupilas. Pude verlo claramente. Sus manos dejaron de sostener mis hombros y con ellas cubrió su rostro.

  Cualquier intento de proseguir mi explicación se atascó con la bola de pelo en la garganta. Abrí la boca intentándolo. Recuperar mi compostura relajada, segura y sarcástica era lo que necesitaba: mi mascarilla de lombrices.

  Los labios de Enrique Oropeza se movieron temblorosos, incapaz de hablar a su vez. Sus arrugas se profundizaron y no me dejó ver el resto de su expresión. Pisó los circulos que formé en la alfombra; se deshicieron como los castillos de arena al llegar la ola.

  Eso fue un fin.

  El sudor escurrió de mi boina y al secármelo, accidentalmente arranqué uno de mis cabellos. Chocolate, como no. Ese no soy yo.

  —¿Cuanto a que sí? —bromeó Guillermo al pasar frente a mí.

4. Una lechuza no construye nidos

—... En conclusión: qué asco casarse con un Pérez —refunfuñó esa repugnante criatura que mi mamá llamaba amiga.

  Fue mi primera comida en casa desde que iniciaron mis vacaciones. Ahora estaban por acabar y lo más probable sería que de ahí a navidad volveríamos a estar todos reunidos en el comedor de mi casa. Mis papás, Guillermo, esa repugnante criatura y su próxima pareja; puesto que cambiaba de acompañante cada vez que venía a vernos. Normalmente no tendría problema con ello, si se tratara de cualquier persona. Por otra parte, se trataba de ella y no comprendía a sus acompañantes.

  Cuatro meses más y estaríamos cenando juntos desde navidad a año nuevo. Comprando comida empaquetada y mi mamá y su amiga obligadas a cocinarla. Ni mi papá, Guillermo o los acompañantes de la amiga de mamá, Rebeca, cooperarían. Y neta es imposible ayudarlas. Meten cuchillos y cerrojos  a todo lo que pueda tocar.

  Dentro de poco nacerá mi nuevo hermano (o hermana), mellizos, gemelas o lo que sea. ¡Es tan irresponsable! Debería tener más hermanos de los que tengo ahora. "Li qui dis quiri", mis huevos. Si resultan mujeres estarán condenadas —supongo que algo dentro de mí espera gemelas—. Y mis razones son certeras.

  Vestirán de rosa (a la fuerza), usarán vestido y le comprarán todo tipo de artefacto para moldear su mente desde chica. Si eso ocurriera, trabajaría por evitarlo. Me gustaría que ella pudiera decidir libremente. La ropa es insignificante al inicio, no soy tarado. Pero si fuera niño haría lo equivalente. Alentaría que use su imaginación y si quiere Barbies, le compro Barbies ¡qué más da! No es denigrante.

  Denigrante es privarles la libertad y excusarlo con argumentos típicos como "así es la vida; "por algo naciste mujer u hombre"; "los niños tienen el cabello corto"; "el mayor logro de una mujer es ser madre"... No es suficiente. Mi futuro hermano  podrá elegir ser él mismo cuando empiece a desarrollar sus gustos. Mi futura hermana decidirá lo que le conviene y si no estoy de acuerdo, pero no me incumbe, me callo. Ellos serán...

  Pensar en cosas como estas me ayudaban a ennublecer las amargas pláticas de Rebeca. Animando a todos en el centeo de la mesa y yo pretendiendo que me divertía también (así evitaba problemas con mis papás). Sonríe, Damián. Tienes una vida feliz que yo lo digo... Y ese pie de moras genérico, a pesar de ser de una tienda refinada en palabras de mamá y Rebeca, se adhería a mi encía.

  Al tragarlo se atoraba con la bola de pelos.

  —... una idiotez —recalcó Rebeca a mi papá.

  No sabía de lo que hablaba, mas podía imaginarmelo. Algún ex, sus años de oro en las revistas de moda o algún chismesillo en su trabajo.

  Mi mamá hacía lo necesario para que nadie pensara que ese vientre de ballena era falso. Verla comer pastel y leche sobre la ensalada césar de pollo y la pasta, era admitir abiertamente su embarazo. O pensándolo bien, siempre había comido de esa forma. Regularmente para escuchar a mi papá hablar en lo que ella callaba. Parecía que eso le gustaba mucho a él.

  —... terapias de conversión...

  «No lo entendería», por eso dejé de preguntar.

  —Funcionan, no sé por qué...

  Grabé una lista de reproducción mental de mis canciones favoritas para reproducirla durante la cena. Aislaba el sonido externo y me lq sabía de memoria. Guillermo no dejaba de mirarme al tiempo que inició la comida. "¡Mueve tus ojos a otro lado, Guillermo!". No podía gritarselo; eso exigiría explicaciones y a nadie le gustarían.

  —... Ilegalizarlas fue la peor decisión...

  Un bicado más del postre y habría terminado. Me despediría y no volvería hasta el anochecer. Tuve suerte de nacer hombre en mi familia, no me parece justo que eso tuviera que cambiar si fuera mujer. A veces también odio el mundo. Mi beneficio era llegar más tarde. Si salíamos con Sarabi, debíamos procurar llevarla de regreso a casa entre Bosco y yo, porque el mundo es una mierda llena de pedófilos y violadores.

  —Serán castigados, Rebe —dijo mi papá, de seguro hubi un robo o algo—. En el infierno arderan.

  Tin tin tin tin tin 

Eso fue como apagar mi estereo. Ahora escuchaba de lo que hablaban . Guillermo golpeó una copq de vidrio con la cuchara del postre, lo hizo para llamarme la atención a mí en especial. Como sea ya era un adulto. Y su poder en la mesa estaba más cerca que el mío, el único menor de la casa.

  —Magnifica charla, papi y Rebe —esbozó Guillermo—. Estoy de acuerdo. Los jotos arderan en el infierno.

  «¿Disculpa?», exclamé en mi mente .

  Mi papá le dio una palmada en la espalda, mientras Rebeca lo corroboraba:

  —Pues sí.

  Mi mamá ocultaba sus palabras en cada cucharada a la cuchara de platería fina que sacaba al llegar Rebeca.

  —¿O no, Damián? —Guillermo sirvió agua mineral en su copa y la dirigió para que yo la chocara con la mía—. Los jotos arderán en el infierno.

  «¿Ahora qué?», cavilé.

  —Solo dilo, hijo —dijo mi papá—. Anda, ¿eres hombre o no?

  —Grítalo, Dami —opinó Rebeca—. Ellos no tienen alma, al igual que los negros.

  «Todo momento en mi vida me había guiado hasta este evento específico. ¿En qué momento me equivoqué? ¿O esto tenía que pasar?». No era capaz de decirlo. «¿Y si no tienen alma por qué terminan en el infierno?», pensé. «Es ilógico. Su respaldo es ilógico y criticable». Cállate, solo quieres contradecir a la autoridad.

  —¡Damiaaaán, te estamos esperaaando! —mencionó Guillermo.

  Arrastré la silla a mis espaldas y tomé una posición terca con las manos sobre la mesa. Hubo un rechinido. Mamá empezó a comer más rápido y a servirse mayores cantidades de pastel. Mi papá golpeaba la mesa con los dedos de la mano dieztra —la misma que amenazó con golpearme si no dejaba de usar mi mano izquierda para escribir—. Rebeca soltó un quejido:

  —¡Niño, qué haces!

  —¡N-no! —repliqué.

  Guillermo alzó las cejas y bebió de su copa. Todos rieron menos yo.

  —Muy gracioso, hijo —dijo mi papá avergonzado—. Ya siéntate.

  —Opino diferente, papá.

  El silencio fue llenado con los frenéticos tragos de Guillermo a su copa.

  «Él planeó esto, Damián. Detente, detente ahora mismo. Está en juego tu educación ¡de una escuela privada! Te lo van a quitar. Retractate...».

  —Damián —recriminó mi papá.

  —¿Qué está pasando? —pregunté.

  —Pasa que estás haciendo el ridículo —me aclaró Guillermo como si no lo supiera.

  —Ha estado provocándome todo el día —lo acusé.

  —Cobarde y joto —escupió Guillermo.

  La bola de pelos se enterró en mi garaganta y se entretejió a sí misma.

  —¡¿Joto?! —gruñó mi papá.

  —Pa-ppá, no. Yo no...

  —¡Sí, papá, sí! —chilló Guillermo.

  —¡Maaa...! —acudí a ella, mas me arrebataron su atención.

  —Quiero creer que no es cierto, Damián —se levantó mi papá—. Nos la estás poniendo difícil...

  —Aunque tal vez... —añadió Rebeca—, sea posible encontrar una clínica.

  No puedo expresar cómo me sentí. Esa mujer sugirió enviarme a terapias de conversión para que me inyectaran sustancias y me dieran terapia injustificada de choques con total naturalidad. Y me sentí decepcionado al final, no hubiera esperado tener la esperanza de que defendiera alguien. Al fin y al cabo, culminó rota.

  —¿Me puedo explica...?

  —Ese cabello, todo lo que dices, tus amistades... No quise creerle a Guillermo entonces...

  —¿Tú les di...

  —La otra noche llegaste muy noche —recalcó mi papá—. ¿Qué nos dices?

  —Eh... eh... —no podía expulsar mis ideas. Se estaban atascando.

  —Parece que la sodomia sea vuelto recurrente en "artistas" —husmeó Rebeca con tono despectivo—. Ya saben lo que es el mundo del espectáculo...

  —Eh...

  —Ya, Damián —me reclamó Guillermo—. Nos estás cansando...

  —¡¿Quieres que recurra a los golpes?! —mi papá golpeó la mesa e hizo chocar los platos—. ¡De ser necesario no dudaré en hacerlo!

  —N-n...

  —¿QUÉ QUIERES QUE DIGA? —exhalté.

  —¡Dinos qué eres!

  —¡Soy tu hijo!

  —Je, je, no. Mi hijo no es joto.

  —Yo...

  —¡¿Lo eres?!

  Seis ojos presionaron atentamente cada punto de mi cráneo; taladrando por una respuesta.

  —¡N-no sé!

  —¿Te gustan las mujeres? —mencionó mi papá con un tono deplorable para hacer entender a no sé qué más inferior.

  —Yo...

  —¡Responde la pregunta! —indicó Guillermo.

  —Hasta ahora no... —dije rembloroso.

  Los cortes de Aurelio se me  aparecían frente a frente:

  M A R I C A

  —¿Cómo que hasta ahora no? —me reclamaron todos, a excepción de mi mamá.

  —¿T-tengo quince... Eso no es n-normal? —tartamudeé.

  Mi papá calló y se llevó los puños a la boca. Podía ver sus venas. Después de esa frase calló por el resto del día.

  —No pagaré la escuela de jotos.

  Guillermo colocó sutilmente la copa sobre la mesa. Sacudió sus manos h se despidió:

  —Provecho.

  A la bola de pelos le habían crecido agujas que se enterraron en mi garganta.

  —Es lo mejor, hijo —mencionó Rebeca.

  5. Con el pico roto

Después de llenar mi mochila con suministros y colgarle mi tabla nueva, parecía que la conversación conluyó. Preparé dos mudas de ropa; metí dinero en una bolsa secreta y en mis zapatos. Por fin usé el kit exprés de limpieza (que incluía un cepillo de dientes, pasta, un cortaúñas, desodorante, un rastrillo para cuando me crezca la barba y una botellita de shampoo). Sumé un libro y mi cargador.

  Le dije adiós a mis libros y a los cassetes que coleccioné durante toda mi vida. Traté de no dejar nada importante. Afortunadamente, aún contaba con mi paga. Busqué mis documentos en el archivero. Aseguré mi puerta por dentro y la atasqué con mi silla. Aún dudo si eso fue necesario, puesto que me habían encerrado en mi habitación.

  Nadie contaba conque tuviera todo lo que necesitaba en mi recámara. Ellos me dejaron atrapado en el lugar más conveniente para mi escape.

  Por poco olvido mi visa y pasaporte. Busqué mis zapatos más nuevos y me los puse. Añadí tres pares de calcetines y tomé mi sudadera enrollable. Sería mi único abrigo, sin contar la cobija de lana.

  Esculqué mi tocador. Me aferré a los dos frascos de píldoras que tenía para el insomnio y tomé medicina básica según una página de internet.

  Levanté mi colchón, volteándolo con trabajo y con temor a hacer ruido. Mis papás seguían abajo con Rebeca, imaginando que lo que pasó nunca pasó. Arrastré una de las tablas a un lado y entonces vi mi cajita secreta: de cosas secretas.

  Una fotografía en papel fotográfico con Bosco y Sarabi (de la vez que Bosco entró a rehabilitación).

  Un mapa de Salmet y del estado, tratando mi ruta para emergencias con plumón rojo (era en su mayoría el tren de Salmet. La otra punta de la calle Berol me llevaría hasta la estación).

  Una tabla de patinaje para dedos (para jugar en mis tiempos libres).

  Y mi libreta: «Hiciste lo que pudiste», escrito en la primera página.

  Escarbé un poco entre cosas que me serían inútiles por unos segundos. Mi protección y defensa personal serían una prioridad, por ello cogí la navaja de bolsillo y la oculté astutamente.

  Restauré el orden de mi cuarto a le perfección. No sé si lo extrañaría, a decir verdad.

  Me asomé por mi ventana. «3. 45 m», según el flexómetro de mi papá.

  Muy bien, Guillermo había ganado.

  Le deseaba suerte a mi futura hermana.

  Cogí las cobijas de mi cama, en especial las sábanas y y el cubre colchón. Repliqué el nudo lo más exacto que pude a los dibujos que hice hace un par de años —en el fondo, esperaba este día.

  Anudé todo a mi escritorio y volví a jalar al igual que en las competencias de Educación Física donde se tira de la cuerda; lo hice como si mi vida dependiera de ello. Al menos mi futuro... El mueble ni siquiera rechinó. Gracias a mamá por comprar aquél mueble.

  Ella permaneció callada. Hubiera apreciado bastante que se metiera en la conversación a defenderme o que lo intentara. De ser así, probablemente habría decidido quedarme.

  Lancé la soga exprés por mi ventana junto al escritorio. Quedaba poco menos de uno metro sobre el piso; del mismo modo que hace tres años. Nada había cambiado.

  Esperé a que las nubes se amontonaran un poco más y oscurecieran el paidaje. Gracias a ello, no podrían verme bajar en la sala por lo opaco de las cortinas. Hice ejercicios de calentamiento para mis articulaciones; al trabajarlo, me dio gracia que todo se vería tan normal de no ser porque mis sábanas colgaban por la ventana y mi colchón estaba desnudo.

  Eventualmente todo el cielo se oscureció sobre mí y decidí llamarla. Isadora no tenía fama por dejarme colgado, ql contrario. Era una relación especial, pero no una que gritara a los cuatro vientos.

  —¡¿Damián?! —dijo con ese tono asustadizo.

  —¡Ey!

  Mantuvimos la línea en silencio por diez segundos. Ella sabía lo que significaba —fue un plan que ella ideó para salvarnos de ser escuchados por los federales.

  —¿Vendrás a la fiesta de Abril y Aurelio? —y decidimos usar sus nombres para meterlos en problemas.

  —Je, je —murmuró apagada—. Me temo que mi papá quiere que le ayude con la cena de hoy...

  —Oh... Vaya lástima —respondí triste.

  —No te preocupes, seguro habrá otra fiesta a la que pueda ir —me explicó.

  —Cool —contesté de acuerdo a lo que me dejaba el nudo.

  —Sí... —dejó escapar su mala respiración—. Sé el alma de la fiesta y no te detengas hasta que te saquen. ¿Me oíste, extraterrestre?

  —Confirmado, comandante —indiqué.

  La llamada estaba durando bastante. Quedabamos cerca de los dos minutos.

  —Bueno, será mejor que me vaya...

  Apagué mi teléfono.

  Jalé mi mochila al hombro y me senté en el borde de la ventana.

  Esperaba que los guantes sirvieran para no rozarme las manos. Mis nervios se concentraron en la garganta. El sudor dejaba de concentrarse en mi boina y bajaba hasta mis hombros. Bufé sintiéndome extrañamente libre u dejé que mi cuerpo descendiera por las sábanas como un bombero en la estación.

  Caí de espaldas, sobre mis cosas. Me dieron tantas ganas de reírme que por poco me descubren. Si yo no podía ver a mi familia en la sala, solo esperaba que ellos tampoco.

  Paseé cuidadoso directo al camino de entrada, el olor a petricor ascendía hasta mis fosas nasales. Me posé directamente frente a mi puerta... inhalando...

Rememorando.

  La ventana de mi vecina se deslizó y ambos nos saludamos. Ella en su habitación y yo detrás de mi portón.  Pronto, ella deslizó una bocina y la reprodujo por medio de conexión inalámbrica. Fingí bailar, pero estaba cagado de miedo. Espero que no lo hubiera notado. En segundos la canción comenzó e inundó la calle como lluvia. Música de calidad, señoras y señores.

  Fue mi escudo perfecto para abrir y cerrar el portón desde dentro sin alarmar a mis papás con tanto ruido. Me moví por la calle hasta estar a menos de 5 metros de distancia. Ella extendió su mano y se despidió.

Hice lo mismo.

6. Antes del vuelo

—¡¡Damiaaaaaaán!! ¡¡Holaaaa!! —celebró Sarabi, dejándome en una amarga confusión por aquel tono de rechazo en la llamada telefónica.

  —Detective.

  —Este... ¿qué tal todo?

  —Escuché que saldaste tus deudas con la librería y que compraste dos libros. Me enorgulleces más ahora...

  —¡No, basta! —Sarabi regañó al aire.

  —¿Eh?

  —No, nada JA, JA, JA. Es Axel —susurró discreta—. Quiere... molestarme.

  —Nada nuevo —agregué—. ¿Me abres? Estoy fuera de tu casa y tengo tiempo. Iremos a resolver las cosas con Marcel... ¿Sarabi?

  De mi bocina aparecían ecos distantes y un sonido similar al de la lluvia, pero más mecánico. Cada vez que Sarabi decía algo, en mi opinión, parecía provenir de su baño.

  —Dile que no te interesa...

  Hubo silencio.

  —Disculpa, entendí mal —mencioné después—¿Dijiste algo?

  —¿Qué? ¡Noo!

  —Dile que no te interesa...

  —¿Sarabi, quién es? —indagué.

  —No sé de qué me hablas —se excusó—. Axel, ¿quién más?

  —No sé, perdona. He tenido un día... Un día.

  —¿Quieres conta...

  El sonido del viento irrumpió sus palabras. Su teléfono estaba siendo acamodado en sus manos de vuelta, haciendo sonidos pesados y molestos de oír. El teléfono se acercó a su respiración. Sarabi se había calmado tanto de repente que me pareció posible creer en la magia. Ella estaba agitada y respondía como si yo no fuera su prioridad, a menos hasta que iba preguntar si quería contarle lo que sucedió y fue interrumpida.

  La respiración serena parecía estar dispuesta a escucharme. «Quizá se cortó la conexión por un momento», pensé.  Sarabi estaba atenta a que le contara, por ello estaba tan callada.

  —Preferiría que me abras la puerta primero —sugerí.

  —No, no lo haremos —mencionó una voz diferente.

  —¡¡¡¡¿¿¿¿AURELIO????!!!!

  —Damián, no te detengas por mí —bromeó—. Cuenta cómo te fue en el día que tuviste...

  —Aurelio, entrégame mi teléfono por favor —dijo Sarabi.

  —Confía en mí, ¿quieres? Ahora soy tu nuevo y único mejor amigo.

  —... oye..., Aurelio. Presta atención. Voy a sustituir lo que dijiste por "me voy mucho a la chingada", así que déjala.

  —Carajo, Damián —se enfadó Aurelio—. Eres un machista, permite que Sarabi hable.

  —¡¡¡Aurelio!!!

  Escuché el teléfono rotando. Seguramente se lo había acercado a Sarabi.

  —¿Damián?

  —Obviamente está loco, lo sé. ¿Cómo entró a tu casa, detective?

  —Damián...

  —¿Te hizo daño? —me exhalté angustiado.

  —Damián, necesito verdaderos amigos en estos momentos...

  —Voy en camino ¡estoy rodeando tu casa para ver si puedo...!

  —No estoy en casa —confesó con la voz neutra. Poco habitual para la detective.

  —¡E-entonces iré a casa de Aurelio! ¿Bosco está contigo?

Sarabi emitió in quejido de desesperación, tedioso de oír.

  —¡¿Qué carajos intentas hacer, Aurelio?!

  —Damián.... Algo ocurrió entre Bosco y yo. Grave, en verdad. A Marcel no le importamos y tú... Re vas a ir...

  —¿Aurelio te obligó a decir eso? —me detuve en la banqueta.

  —¡Es lo que siento! —Sarabi, yo... —¡Es lo que siento! Cambié de opinión. No voy a correr a implorarte que te quedes. Tú nunca lo harías, tan solo perderíamos los dos. Y está bien. ¡Quiero que logres tus sueños, Damián. A los amigos de verdad nos importa ver felices a los demás!

  —Ey... Yo...

  —Cambié de opinión, Damián —declaró—. Está hecho. Por una vez en mi vida pienso en mi propia felicidad y estoy orgullosa de ello. ¡No pienses que no me duele, porque no es así! Aurelio me escucha en verdad y en dos días ha sido mucho mejor compañero y amigo que tú y Bosco en todas las vacaciones...

  —Es que, Sarabi, yo no soy como...

  —¡Pues chido por ti! Eres un unicornio de diamantes y serás el mejor de todos en el mundo...

  —¿Quién crees que...

  —Damián, perdóname. Creeme que no tengl intenciones de discutir más con nadie. No me alcanza el tiempo para solucionar lo que ya tengo. ¿Mejor por qué no, cada uno persigue lo suyo y ya? Aurelio y tú son opuestos y realmente se odian el uno al otro. Me queda claro. Todo lo que sabía de él, era según tus palabras y ahora que por fin lo conozco... Tengo mis dudas. ¿Quién es realmente el malo? Y para que quede claro; no estoy bajo control mental.

  —Así es —dije—. Eso sonó totalmente a ti.

7.  Por favor, corta mis alas

Antes de rendirme en mi último día, conservaba las esperanzas de hallar a Marcel. Podía ser cierto lo que Sarabi dijo, pero en mi caso, él me salvó de una buena paliza después de que yo lo salvara a él; se enfrentó a Aurelio para salvarnos a ella y a mí; compartió con nosotros su casa del árbol. La mejor casa del árbol, hasta parecía departamento; nos incluyó en un plan de rescate totalmente altruista y bondadoso que amé al final; me enseñó a remar (de ojo) y aprendí más de los canales de agua en Salmet con él que en clase de Geografía.

  Hizo más de lo que otros en mi mundo hicieron por mí. Para mí era razón suficiente. No estaba seguro de atraer de él; de hecho, ese sentimiento parecía haber desaparecido aunque con riesgo de reaparecer. Me parecía incomprensible, pues yo ya debería haber entendido un poco de mi sexualidad.

  Me reconfortó notar que recordarle alejó mis sentimientos negativos por unos segundos.

  —Damián.

  Realmente era lo último que esperaba aquella tarde.

  —Julia.

  Desde el incidente en qué Julia llegó a rescatarme de Aurelio, perdimos bastante la comunicación. Ella comentó únicamente que estaría para hablar conmigo si así quería. Pero sus antecedentes con Bosco en las primeras semanas de vacaciones y que derribara a Aurelio ante mí, objetivamente la hacían quedar demasiado imponente para mí.

  Ella era una lechuza,

  yo el gusano que comía.

  Mi nudo en la garganta se cerraba con esa bola de pelos expandiéndose adentro de mí. Haciéndome imposible dirigirle un hola a Julia.

  —Seré honesta —bajó de su pórtico y se me acercó—. Te ves mal.

  Volteé a verla con los ojos cristalinos como los de una muñeca de porcelana. Genial, era el chico ojos de muñeca.

  —Es duro —dijo—. No pienso ser corredora de chismes profesional, para que no me lo tomes a mal. Consideré que lo mejor es hacerte saber que Bosco y Sarabi tuvieron una pelea. No sé cómo ni por qué.

  —Me acabo de enterar —anuncié.

  —Uh —ella alzó los hombros tímidamente—. ¿Qué tanto traes en tu mochila?

  No podía saberlo. Si cualquiera se enteraba, yo estaría jodido. Y entre Bosco, Sarabi y yo, todos sabíamos mentir; en especial yo.

  —Voy de visita con mi abuela —la miré a los ojos, pero traté de que no se viera tan antinatural. Le di menos importancia y no di detalles innecesarios o cronológicos.

  —Y por eso viniste a ver a Sarabi... —indagó Julia, descondiada. Así era ella: luego de verme aquella noche no me permitiría tomarle el pelo, incluyendo pequeñeces.

  —Marcel empezó a evitarnos después de que rescataramos al pato. Pensé que juntos podríamos hacer algo. No sé por cuántos días me iré... Mejor aprovechar el tiempo —¿eso fue mucha información? Al menos no mentí.

  —¿Y por qué tus papás no te llevaron con ella? —remarcó.

  —Lo mismo digo —me quejé—. Para llegar con ella tengo que usar el tren y como nunca he viajado en él... ¿De casualidad tú sabes viajar en tren? —eso es, Damián.

  —No he tenido que. Descuida, ha de ser sencillo.

  —Bueno... Cuídate —me apresuré a distanciarme.

  —¡Alto! —empecé a sudar otra vez.

  —¿Eh...?

  —El bosque queda algo lejos y con esas piernas tan pequeñas y delgadas te vas a fracturar algo. Te lo aseguro.

  Julia calló y tocó su carrito de golf para acercarme. Realmente no quería aceptar su ayuda, pero ahora estaba solo y ahorrar energías era lo mejor para mí.

  —Vas a ser mí último acompañante —me dijo.

  —¿Que dices? ¿A qué te refieres?

  —Tendré que venderlo —me contó apenada.

  —¿Ya tienes quién te lo compre? —cuestioné mientras subíamos mis cosas a la canastilla.

  —Me imaginaba tu mochila más pesada... —me hizo notar—. Sí, está en la avenida Sena. A menos que encuentre un mejor postor, el carrito será suyo.

  Esta podría haber sido mi oportunidad de obtener un transporte propio. Sabía más o menos cómo conducir. Y si el precio era económico...

  —¡Espera —me contrarié—, ¿dólares o pesos?!

  —De preferencia dólares, si me lo dan en dólares no me molesto —me señaló Julia—. Pesos, por supuesto.

  Entonces cancelé mi plan. Era una mala inversión.

  —Por consiguiente, te llevó al reloj de Salmet antes de que se nos haga tarde a los dos.

  —Esperemos que sea un viaje pleno.

  Y lo hubiera sido si Julia no hubiera insistido.

  —¿Aurelio te hizo daño?

  Opté por no responder.

  —Me apresuré, perdón.

  Sí, Julia. Te apresuraste.

  Y por eso mismo hice esto:

  —¿Cómo descibriste que eras asexual? —necesitaba despejar la nube de mi mente.

  —Creo que nunca lo sabes del todo —mencionó.

  —Eso no tiene ningún maldito sentido.

  —Bueno... —se detuvo en un alto sin tránsito. Eres rara, Julia—. Aún me preocupa que sea una fase.

  —Deja la frase de las fases para los adultos —le aconsejé.

  —¿Lo dices por experiencia? —me interrogó. No acepto su manera de discreción tan sutil para ella misma y directa para mí.

  —Hoy tuve un día, uno de esos...

  —¿Y qué significa? —el semáforo cambió a verde. Meneé la cabeza para hacerle darse cuenta.

  —Que no quiero hablar de eso.

  —Vaya que eres delicado —sus palabras pudieron ser pasivo agresivas, mas su tono de voz fue como debería oírse una sonrisa amistosa.

  —¿Puedo confiar en ti? —dije.

  —Deberías... —se pasó la manga por la nariz como para limpiársela—. Vi lo que tú. Soy la única persona en quién puedes contar para hablar de eso. A no ser que tengas un psiquiatra.

  —Una —corregí— y es, de hecho, la mamá de Marcel.

  —Mal ahí —Julia se detuvo, pero no habíamos llegado aún y el próximo alto estaba a 100 metros—. Me suena poco profesional.

  —Lo que pasa es que primero fue uno que el otro. En este caso, mi psiquiatra fue casi tres años antes...

  —Oh, viejo —me miró con lástima.

  —¿Y bien, cómo le hago para descubrir mi sexualidad? —especifiqué una vez avanzamos.

  —¿Te crees hétero? —dijo estúpidamente.

  —Te estoy diciendo...

  —Solo bromeo, ¿sí? Lo que yo tuve que hacer fue experimentar un poco. Para no hacerte el cuento largo; un día noté mi ausencia de sentimientos sexuales y románticos. Al juntarme con los populares, traté de formar un juego de la botella al cual aceptaron. Besé a chicos y chicas y todo se sintió igual: nada.

  —Probablemente no tienes sentido del tacto en tus labios —sugerí.

  —Además tienes que investigar en varios sitios y entender a la comunidad...

  —¿La comunidad? —repetí.

  —¡Uhum!

  —Parece otra secta —carraspeé.

  —Menso. Comunidad LGBT+: lesbianas, gays, bisexuales, transgénero y otros...

  —Tú no estás entre los primeros —objeté.

  —Bueno, si te digo todas las orientaciones sexuales podríamos tomar un café primero...

  —Lástima que estemos ocupados —contesté sarcástico.

  —¡Jesús! —suspiró Julia—. Por un tiempo pensé que yo tenía otra orientación sexual, fue hasta que besé a Bosco que pude descartarla y entenderme como asexual.

  —Me huele a que usaste a Bosco —crucé los brazos.

  —Él fue quien me besó, puerco.

  —Bueno, bueno. ¿Y cuál fue tu conclusión al sentirte asexual o qué implicó, señorita Julia?

   Rio, dandl un volantazo en la calle vacía que me sacó un pedo o dos.

  —Pues solo me siento contenta, sin pensar en tener sexo o enamorarme...

  —Mierda, suenas a mujer fuerte e independiente de Disney y Hollywood —me quejé.

  —Silencio, machito —me detuvo—. Esto no tiene que ver con hombres o mujeres, es como soy y punto. Puedo vivir así por ahora.

  —Una disculpa —le miré—, si te ofendí... JA, JA, JA, JA.

  —¡Eres un tonto, ja, ja, ja, ja!

  —A final de cuentas, ¿qué pensaste que serías antes de declararte asexual? —husmeé por último.

  Juli metió sus manos bajo las mangas del suéter. La temperatura bajaba rápidamente.

  —Demisexual. No lo entenderías aún, literal tienes que estudiar esto un poco... Mira, llegamos.

  —Espera, ¿qué?

  El viaje se me hizo bastante acelerado.

  —Ja, ja, sí, se acabó.
 
  —Mmm... ¿Tú crees que podría ser demisexual? —le dije.

  —No sabes ni qué es eso —me reclamó—. Podría llamarse así alguien que se masturba intensivamente.

  —Tenías que arruinarlo... —fruncí el ceño.

  —¡Ash! Eres muy delicado. Necesito conocerte más y hay que ver quién te ha gustadoby por qué, cómo, cuándo... Soy tu doctora, corazón si así quieres.

  —Creo que necesitas amigos —me burlé.

  —Y no te equivocas —respondió con seriedad—. Abril, Aurelio, Ibai, Javier... No fueron buenas opciones. ¿Qué dices?

  Me ofreció su mano izquierda. Entonces me pregunté si ella era zurda... Muy a mi pesar, la rechacé. Estaba a punto de irme de la ciudad y no me iba a comprometer a nada.

  —Creo que fuiste de ayuda —me despedí al bajar del carrito con mi mochila—. Mi única queja es que yo te dije más de mí y supe menos de ti.

  Ella montó una V con sus dedos índice y medio que puso en su frente.

  —Entraré a primero de preparatoria y no puedo seguir llegando con un carrito más lento que una cortadora de césped. La distancia es mayor y ya es hora de borrar el último recuerdo de quien me abandonó...

  Julia posó su mano en el volante para retratar sus últimas palabras.

8. Silenciosa partida

Estaba destapando aquel producto que mi mamá puso en mi shampoo. En cuanto descubrieran que falto, dirían a la ley que mi cabello era oscuro chocolate, mas teniendo el cabello como en realidad era, pondría más difíciles las cosas y podría irme de la ciudad con menores preocupaciones.


  Por lo que rocío un tanto del gel en mi mano y me quité la boina, enseguida empecé a tallar por encima y lo veía desteñirse en mis manos. En serio no quería ser como ellos, sin embargo está en mi sangre. En ningún momento dejé de caminar a donde pensé podría estar Marcel.

  Estaba oscureciendo y mis pies parecían pisar piel en lugar de tierra por la humedad. Fui en dirección contraria del río celoso hasta que me puse  a plena vista en el puente de la casa del árbol.

  Era realmente tarde y las probabilidades de que él estuviera en aquel sitio, para mí lucían remotas. Me agaché a enjuagarme las manos y el cabello en el río, pero este parecía no dejar de desteñirse infinitamente... Se sintió incluso como si mi cabello derramaría sangre hasta quedar albino. Vi el canal ensuciándose como si una anguila nadara en él.

  Al descubrir que no podía ponerme la boina sin mancharla, opté por dejarla en mi mano r ingresar al territorio de Marcel.

  —¡Marceeeeeeeel! —intenté resonar mi voz. Apestaba cargar con la mochila y parecer un vagabundo al mismo tiempo.

  Ligeramente dejaba de verle sentido a su búsqueda...

  —¡Marceeeeeeeel!

... si nadie iba a estar realmente para quedarse junto a él, mejor debería irme. Y eso hice.

  Pero empezó a llover.

  Y mientras más gotas caían, se me facilitaba deprimirme.

  Era libre, en lo que cabe.

  Y me hubiera gustado decir que podría iniciar una carrera artística. No obstante, mi mundo no es de cartón. Las palabras de Kike me parecieron ciertas...

  Entendí la indiferencia de mi familia con mis sentimientos. Clarobque cada decisión en mi vida me había traído a esto y sí lo merecía.

  Pero no quería volver a una casa sin alma. O pretender que quiero a mi hermano mayor y a mi papá. Tratar de ilusionarme con que le preocupo a mi mamá. Pagar por lo miserable que pude hacer a alguien. Ni solucionar mi amistad con alguien que ya tomó su decisión. Con tres personas que ya tienen su decisión tomada.

  Me movía de manera miserable y mi cuerpo agonizaba por ello.

  No había abandonado mis esperanzas de ser fascinante. Fueron mis esfuerzos los que me llevaron a la conclusión que seré mediocre sin remedio.

  —¡Damián, cuidado!

  Me resbalé de uno de los tablones al abandonar su territorio. Iría a caer directo al río y sería arrastrado.

  No tendría que cargar con mi propio peso por única vez ese día.

  Y me gustaría narrar que fui salvado o fue altamente relajante, pero esto no es fascinante.

  Profundicé el el río, de inmediato comprendí que no era realmente profundo; y no hay por qué ser profundos para ser relevantes.

  El frío del agua congeló mis nervios y adhirió mis zapatos  a las calcetas. Entonces todo mi dinero se mojó.

  El río celoso se estrelló con insistencia en mi cara; tiró de los restos del tinte con todas sus ganas y empecé a tragar agua por accidente.

  Si se trataba de sobrevivir por mi cuenta, podría no ser tan mediocre.   El agua no sobrepasaron la altura de mis muslos si estuviera de pie. Derivado de ello, no fue difícil agarrarme a una raíz saliente de un árbol y pararme.

  El frío me había paralizado, mas resultó ser solo una caída más. Me puse de pie y temblé sin control como un control de videojuegos. Mi mochila se había vueltos más pesada y mis pies eran tragados por bocas de hielo.

   —Quítate de en medio —Marcel me estaba extendiendo  una rama desde el suelo—, en las noches lluviosas el río celoso puede inundar mi puente de tablones.

  «Entonces había viajado tanto para nada». Me negué a tomar esa rama  y en vez, escalé la tierra. Mi cuerpo se petricó al salir, quedándome indeciso en realizar cualquier movimiento. Lo vi tirar la rama al río. Parecía que aguardaba una intervención mía.

  —Tu cabello es más claro que el mío —rio—. Tú deberías ser el señor mostaza, si es que ese es tu cabello real.

  Me incorporé molesto y muy incómodo. Se formaban parques acuáticos para mi hombres de nieve en toda mi espalda. Empecé a toser y estornudar como una ametralladora... Quise arreglar mi cabello pasando mi mano por él; naturalmente, mi boina fue robada por él río celoso y ya nonla tenía más conmigo.

  —¡¡CARAJO!!

  Me dirigí a patear el tronco que estaba a la derecha de Marcel; uno, dos.... ocho. Podría hacerlo hasta que me sangrase el pie. Ese tronco resistiría todos los golpes que le diera. Como puñetazos.

  —Te van a sangrar los nudillos —me acercó una mano a la espalda; si su propósito era hacerme parar, lo consiguió—. Eso es... Damián, recuerdo decirte que no vo...

  La lluvia acarreó de manera recia la situación. Los tablones de madera crujieron rápidamente y veía él rio Celoso subir gradualmente hacia nosotros. Marcel hizo una casita con sus brazos para ordenarme:

  —¡Refugiémonos en el iglú!

  —¡Adioós! —grité.

  —¿Qué?

  —¡Me voy!

  Ambas piernas se adueñaron de mí y volaron entre los árboles. Ninguna gota pudo tocarme. Huía de todo lo malo del día. Realmente necesitaba desaparecer. Eventualmente no podía luchar más contra el mundo.

  Hubo un punto del día en que perdí mis plumas y empecé a atragantarme con una bola de pelos.

  Las cosas han de ser fascinantes y no por ello tienen que gustarte.

 
9. Migración

—Bosco, no soy tan importante como creía. No soy tan cuadrado y nada gira entorno a mí —lloré—. Te lo suplico, tuve un día mediocre...

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