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16. Cebra multicolor

1. La presa

Un gato toma decisiones alrededor de su vida. Un gato tiene preferencias, gustos, miedos y deseos. Algunos gatos toman decisiones para el resto de sus vidas; decisiones  permanentes también. Y deben vivir con eso.

  Tener fe es un proceso de certeza limitado. Similar al chicle: si alguna vez lo pruebas, el sabor no tardará en desaparecer. No todos aman el chicle, otros le aborrecen; pero nunca está de más aprender a consumirlo sin tragarlo. No, nadie muere por el chicle —el cabello, solo a veces—. De vez en cuando alguien siente que se ahoga. Alguien por aquí pensó que ese chicle seguiría en su estómago por siempre...

  Quien tenga dudas al respecto de la fatalidad del chicle, por favor, vaya a una sala de urgencias y pregunte por los niños y su chicle.

  En ocasiones, los chicles y las malas sensaciones se pegan en uno por mucho tiempo entre los dientes... Se hacen inamovibles. Pero la fe es ciega y por el escaso tiempo que dure su sabor, no le molesterá correr hacia la niebla. Los escépticos no creen en ella. Realmente no dura nada.

  Su corazón salta para salir del pecho. Cuando por fin la abandone, habrá dos corazones en su mano. Uno de ellos será la tortuga. Su gabardina escarlata no dejo ningún vestigio, afortunadamente disminuyó la carga y su rostro y los dedos transportaban la mugre del lago. Corre con los pies descalzos porque las botas se rompieron de tanto correr y el cabello se enreda al contacto con la humedad.

  La tortuga es un ente latente y agonizante de la medida de su palma. Adquirió una tonalidad cruda y pantanosa que le hacía ver como una pequeña bola de lodo.

  —Te agradezco —murmuró la tortuga.

  Sarabi echó una mirada al hombro, divisando el rastro lejano de los licántropos y los camaleones envueltos en niebla. "No deberías ver entre la niebla...", estarían oliendo el sudor de su cuello; percibiendo los roces de los dedos en la acera.

  Siendo presas.

  —Cambia tus gratitudes —le bisbiseó Sarabi—. Se puede poner peor.

  —Y por lo mismo se puede poner mejor —la tortuga ocultó su cabeza en su caparazón—: existe la calma antes y después de la tormenta. Algunos días llueve y otros son soleados, de repente se nubla y el eclipse oscurece las cosas.

  Un movimiento imprevisible les tiró al pavimento. No era tan nuevo como el día en que Augusto Salmet la inauguró, pero sí lo era de dura. Pudo aplastarla si el pie izquierdo la hubiera hecho caerse. Debido a ello tendría flietes de tortuga.

  Hay días en que ver las cosas desde distintas perspectivas es desalentador. Un cubo gris lo será por todos sus ángulos. Tocar fondo o triunfar en la cima no te vuelve exitoso; no sirve para que quieres vivir tu humanidad. Mas la naturaleza fabricas sus medios para prevalecer: añade miedos e instintos.

  Sarabi insistió en escaparse.

  Entre lo controlable y lo inevitable, cuando empeora tu mundo, regularmente tú eres la causa de la destrucción (si vives en Salmet en 1902): tu noche despega al romper un reloj de arena y pronto se calcina incluso el carbón.

  —¿Cómo sientes tu caparazón? —consultó Sarabi, tiernamente.

  —Un caparazón roto ama más o se marchita. Elijo la primera opción.

  Una bestia sin sentimientos consiguió derramar un enorme frasco de pimienta en el pueblo que hizo llorar los ojos. Pero la niebla no generó pimienta, nació del mismísimo fuego del bosque. La niebla de humedad es cosa del pasado. En cambio, el fuego es un símbolo de la Historia: prevalece en los eventos extraordinarios.

  Es una presencia y discutir si viva o no queda para después al saber que lo consume todo. Lejos de erradicar, renace.

  ¿Tú sabes renacer?

  Su raíz se arraiga a los cimientos de Salmet, el verdadero brote: su bosque. Y se extingue. Los incendios forestales son una pena. ¿Ocurriría sin humanos en la Tierra, la devastación? Animales perdiendo su asilo, abandonándole. Sus plantas abrazándose para extinguirse entre suspiros.

  Resecando la garganta y ahuecando los pulmones negros.

  Sus rodillas perforaron el pavimento y la tortuga rodó patas arriba. Los golpes y rastridos se oían cercanos, reptaban por los hogares colindantes y se desvanecían al dirigirles la vista. Mantener cerrados los parpados ya no era cuestión de que fuera inútil tenerlos abiertos; se volvió cuestión de huir del dolor.

  Salmet tenía que saber. Los líderes son quienes combaten. Ellos le gritan a la tormenta. Y las niñas como ella mejor esperan que todo acabe pronto. Apretó la tortuga contra su pecho, como un sincero dolor en su corazón. Los licántropos olisquearon su cuerpo y empujaron su cabello en todas direcciones.

  Se recostó y simuló ser una marioneta —una que guardaba un tesoro en su puño cerrado—. Se formaron charcos que remojaron su cabello y pisaron los camaleones. Arrastraba las piedritas como una ola y efervecían burbujas detrás de ella. Creciendo. Empapó su chaleco, sus pantalones y rozó los pues descalzos.

  Un licántropo quiso bajar su pantalón por una de las extremidades, abriéndole como una mordedura con su garra. Emitió un gemido angustiado, apretando sólidamente la cuevita de la tortuga en su puño. El mismo olfateó su nariz como de perro por el muslo, fría y mocosa. Paró. Se escucharon golpeteos alejándose y otros que le persiguieron.

  Los camaleones persistieron en verle. Arañaron su frente y lamieron una herida del antebrazo. Los pies de Sarabi se elevaron como un barquito de papel en el agua; en continuidad los hizo su mano izquierda y la de la cuevita también lo hizo. Los camaleones tenían ojos de camica gigantes, pudo oírlos dándoles vuelta.

  Desaparecieron por su parte.

  Sarabi se extendió en la superficie. El nivel del agua quería apoderarse de su rostro también, inhaló de sorpresa para no llenarse los pulmones con agua; sin embargo gastó el esfuerzo metiéndoles humo. Como pimienta. Toció como una enferma. Trató de ponerse en pie y arrastró el agua que estaba a sus pies; de rodillas y ahora sí que lo consiguió.

  Pero ahora se acercó a la pantorrilla y todo el cuerpo de agua eferveció y quemó como si fuesen aguas termales. Llevó la tortuga a su corazón. Respiró el humo con sabor a pimienta, al exhalar parecía que se lo estaba fumando. Se abrió camino con los pies descalsos, pero la misma agua creó brazos para detenerla.

  —¡¿Qué está pasando?! —la pateó.

  —Deberíamos correr ¡ya!

  Una abominable ola les cubrió y se desplazó en el pavimento, enredando varas y piedras formando una jaula barata que les encierra. Arremetió en manotazos de palmas inconmesurables e inclinó la tierra; la volvió un tobogán acuático.

  —¿Debería llorar? —supone Sarabi.

  —Pues de nada sirve tener fe —dijo la tortuga.

  Como en un inodoro, se formó un espiral. Sarabi enterró sus uñas entre los escombros que se formaban, inútilmente. El pequeño escombro que le sostuvo se se desprendió y el hoyo en la tierra succionó a la pareja.

  La boca de tormenta se los tragó.

2. No abuses de tu camuflaje

Pie uno pie dos estaban en lo alto. Ellos tenían un debate: ¿De dónde sacarían plata dentro de veinticuatro horas? Pie uno y pies dos no llegaron a ningún acuerdo, entonces se asumió la verdad. Sarabi pensó: "Cortarme las uñas". Analizar los problemas desde la comodidad de su cama no le ayudaría a resolver ese asunto.

  Porque acostada con los pies estirados al cielo no le haría ganar dinero para el cumpleaños de mamá.

  —Maldita pobreza —murmuró en pereza.

  Se fue rodando por la cama hacia la mesita de medianoche con esa estúpida salamandra de plástico. Sintió ganas de hipotecarla, pero no ganaría ni para unos Dragoncitos. Arrastró el cajón y metió la mano para coger su cerdito alcancía de Angry Birds.

  —Si mi cuenta es correcta y esta fuera una alcancía mágica —dijo para sí misma—, tendría treinta y dos mil cuatrocientos... noventa y tres pesos con setenta... y cinco centavos cada vez que la abriera. Por más que sacara.

  Pero el mundo de los sueños es una realidad opuesta al tiempo mismo. Podría despertar algún día y darse cuenta que lo que creyó una vida completa siempre fue un sueño. ¡Tendría esa alcancía en la realidad! Pero por algún motivo que desconocía, tenía que soñar con un mundo de lógica en el que soñaba con su verdadero mundo mágico.

  »—¿De casualidad tendrás quinientos pesos? —frases como aquella paralizan los nervios».

  Alcancias donde solo puedes sumar dinero y gastarlo con el poder de recuperar tu inversión con tu compra y el efectivo al mismo tiempo son: un sueño.

  Parecía haber escuchado antes: "No confundas amabilidad con debilidad". En caso de que el dicho fuera cierto, no encajaba en ella. Sencilla de manipular con etiqueta de garantía.

  »—¿De casualidad tendrás quinientos pesos?» —se volvía una frase recurrente.

  Extraña pregunta.

  Nada como eso se dice por casualidad.

  Suma alta para pedirle a una niña.

  Y no importa que tengas quince años...

... o siete.

  Pedirle a una niña es caer bajo. Y ella no se refiere al genero, sino a ella. Más lo que es peor: ser condescendiente y caritativa.

  »—¿De casualidad tendrás quinientos pesos? —preguntaban las mismas personas: Axel, Belén, Abril (en su momento), el hermano de mamá; papá y mamá.

  —"¿Y qué es lo que siempre digo?" —se reclamó Sarabi—. "¡Tengo setecientos! ¡Mil! ¡Mil quinientos! ¡Toma todo!

  Sin duda es difícil recordar los beneficios que ella le había dado a ese dinero en su vida. Insegura de si era un buen o mal lote, pero consciente de que ella debió gastarlo. Sin importar que la enterraran con la alcancia llena, seguía siendo suyo. No, no era para que pagaras la apuesta, Axel. ¡Ese dinero que usaste para comprarte era para mis útiles del año y mamá confió en ti! Pero... no te preocupes, tengo mi dinero. Lo usaré.

  ¿Abril irá a comer a una cafetería con sus primas pero no tiene dinero? ¡Toma, Abril! —aunque descubriese que sus primas fueran las chicas de la clase con las que tanto chacoteaba—. Belén, familia élite por supuesto: sus papás no quieren comprarle zapatos nuevos para la cena de navidad porque gastaron mucho en su viaje a los cabos (aunque los zapatos que esté por usar tengan una puesta...). ¡Ey, Bel! ¡Muéstrame cómo te ves con los zapatos cuando vayas a la tienda sin mí!

  ¿Quién lo diría? Mi tío tiene unas deudas que pagar con un tipo al que alguna vez compró cocaína; le ayudaré para que esté libre de... ¿Ah? ¿Otra vez quieres má...? ¡Sí, sí, sí? ¡No importa, para eso está la familia!

  Papá salió de prisión tras año y medio gracias a un abogado de origen dudoso. Se irá al norte con mis tíos de por allá que no conozco o he oído mencionar en la vida. Tendrá una buena vida con ellos porque tienen negocios, pero requiere llevar dinero para el combustible:

  »—¿De casualidad tendrás quiniientos pesos? —comentó al lado de esa camioneta increíble que Sarabi nunca le había visto.

  »—Lo mejor es que comiences con algo de dinero en el bolsillo —aludió Sarabi con humildad—. Dicen que se debe invertir bien en los negocios.

«¿Cómo aquellas inversiones de los negocios negros?».

  »—¡Dios! —lo vio mostrarse carismático con ella—. ¡Hija! —y te abrazan como si fueras TODO lo que tienen—. ¡Cinco mil! Serán... serán recompensados tú y tu hermano y tu mamá.

  «¿Por la vez que la policía rompió los muros y levantó las alfombras e hizo exvacaciones en el jardín para encontrar heroína o cocaína? Mira... Sé que somos tus hijos, pero me halaga todo lo que dices que harás por nosotros».

  Suena sarcástico, pero se volvió una realidad ingenua en todos los sentidos.

  Sentada en un puff que ha perdido el relleno con el tiempo, Sarabi escurre sus dedos por la abertura del cerdito de Angry Birds y descubre que... es un cerdo sin tripas. Como si el oxígeno se evaporase, deja vacío su cuerpo. Ella se paraliza con una comezón que camina por las piernas y el cuello.

  »—Disculpen, chicos —anunció el gerente el día anterior—. Con esta crisis del alcalde y los robos que ha habido en la ciudad, me temo que no podremos pagarles esta quincena... ¡Por suerte... —como si fuera la gran noticia—... les otorgaremos cupones de descuento para el supermercado.

  »—Yo renuncio.

Hubo un silencio admirable en la sala de electrónicos donde se llevó la junta. Sarabi abrazaba a una trabajadora anciana que necesitaba el dinero porque su pensión no cubría lo necesitado. No todos en el área se hallaban decaídos; había quienes se mostraban áridos y relajados. Solo uno mostró su descontento abriertamente: Marcel.

  »—¿Qué dijo, Mori? —tartamudeó el gerente.

  »—No trabajaré por cupones... Yo renuncio —se explicó—.  Con respeto ante todos aquí: Me parece falto de humanidad.

  »—¡Bueno! —contestó arisco el gerente—. Suerte buscando empleo con aquella reputación que se carga, señor Mori.

  »—Muchas gracias, señor —respondió honesto. Marcel no era de los que se burlaba de los demás. Incluyendo la gente intratable.

  »—¡Son muy débiles chavos! —comentó el gerente, raspando su voz. Dirigiéndose a todos aquellos entre catorce y dieciocho años—. La "generación de cristal". Es como si los hornos de sus mamis fueran de Coppel.

  Marcel adquirió un semblante hostil. No fue ilusión de Sarabi, bastantes del grupo creyeron que él discutiría con el gerente al acercársele como nadie lo hizo antes. Marcel descorrió su delantal de empleado y desprendió su insignia que marcaba el apellido de un padre difunto. Rápidamente lo dobló y entregó al gerente.

  Éste miró con desdén su cabello mostaza y sus ojos que rivalizaban en altura con los propios. Aceptó su renuncia y Marcel se perdió por algún pasillo.

  Sarabi escuchó unas palabras críticas y despectivas que soltó el gerente a los jóvenes. Algunas dolorosas, pero ahora que Marcel ya no estaba trabajando; no sabía cómo seguirían sus días. Un par de semanas son suficiente para acostumbrarse a una persona —si eres Sarabi—. Pidió permiso entre los de su edad, que al igual que ella no se irían sin importar lo que les dijeran o hicieran.

  Marcel pasó por uno de esos artefactos de seguridad de los que Sarabi no sabía el nombre. Pero reconoce como un "pasamanos giratorio". Recién él lo cruzó, vistiendo como civil. Ella gritó para llamar su atención: tan fuerte que los de a su alrededor pensarían que eran novios. Se movió unos lugares más (el llamado de Sarabi continuaba). Fue gracias a una de esas señoras de cincuenta años que les gusta tratar a los jovenes que; agarrando a Marcel del brazo, lo giró y explicó que Sarabi lo llamaba. Con ese contacto visual, hubiera sido imposible evadir la situación.

  »—Hola, hermoso —le halagó Sarabi—. ¿Está todo bien?

  Marcel fruncio los labios y sopesó bien sus palabras.

  »—Todo... todo bien conmigo. Recuerda que no me gusta que pregunten eso: "¿Todo bien?

  »—Mi error.

  »—Tengo que irme —añadió bastante serio.

  »—¿Todo...? —se interrumpió torpe—. ¿Pasó algo en tu casa?

  »—Yo, em... —suspiró—. Me disgustan los interrogatorios. Puedo decir que... mi casa está bien. Solo que debo irme de... tu vida. Lo siento.

  Los ojos de Sarabi pesaron como grandes canicas. Y fue doloroso.

  »—Lo mejor es que te lo explique Damián...

  Sarabi inhaló para arremeter.

  »—Es un problema mío —se apresuró Marcel—. Nada contra ustedes que... son realmente buenos.

  Sarabi escuchó que aquella que creía una amiga incondicional haría una fiesta a la que no estaba invitada.

  Sarabi supo que aquella chica cool, solo era chantajista.

  Sarabi conocía el parásito social que era un Cornejo.

  Sarabi sabía que su papá no volvería.

  Que su tío era un drogadicto.

  Y que a Axel le gustaban las apuestas.

  O que mamá sería despedida.

  Damián la olvidaría.

  A Julia no le importaba saber de ella.

  Bosco era independiente a ella.

  Y Marcel solo se cruzó con ella.

  »—No es nada placentero, lo juro —terminó Marcel.

  »—Mejor vete de una vez.

  3. Es blanco o negro

La primera oportunidad para decidir algo importante en la vida es involunraria. Son nuestros instintos los que nos dirigen. Llorar y así respirar. Sería estúpido ponerte a pensar en ello: ¡solo se hace!

  Parece entonces que no todas las decisiones importantes son tomadas a conciencia. Hay bebés que deciden sí o no abrir los ojos. Blanco o negro, el inicio de una dualidad. El problema es no saber si se toma ese pequeño juicio. Las retinitas del bebé harán que en su mayoría observe de blanco aquella luz. Y al mantenerlas ocultas en la obscuridad, alberga el secreto del color de sus ojos.

  Ser arrastrada por las alcantarillas no te deja más opción que ser paciente y audaz. Está permitido tener miedo de abrir los ojos cuando los impactos contra los bordes y los desechos inodoros se tragan por error h te asfixian. Tus heridas albergan huéspedes y los rasguños se estiran. ¿Abrir los ojos servirá? Abrir los ojos noble sirvió a Sarabi.

  No cuando tu alrededor es obscuro y secreto.

  Con suerte, en algún momento encallaras como una triste ballena al final de la alcantarilla. Sarabi se desliza en ella y la arena se le pega en la cara. La acción de naufragar de un individuo se ve sujeta a ellos mismos: ¿De dónde vienen? ¿Sería el escape que necesitan? ¿Son aptos para la naturaleza? ¿Necesitan vivir en el lugar más remoto de la Tierra? ¿Solos o no?... Y aunque las preguntans aún sean escasas: ¿Con quién quieren y no estar?

  —¡Énos aquí¡ ¡Énos aquí! ¡Gracias a la maldita Madre ola!

  Bramó con sus pezuñas la cebra multicolor.

4. Una corriente fresca

Quizás el cerdo de Angry Birds no sea el único ser vacío de su habitación.

  ¡RIIING! Interrumpió su imaginación la persona que llamaba al timbre. Sarabi se abstuvo a salir y responder. Podría ser un vendedor o un mainiaco. Además estaba sola en casa. Axel y su mamá trabajaban. Mirar a futuro no era una idea sencilla de trabajar en su cabeza. Le parecía natural inventar un mundo destinado a colapsar y antinatural creer que su mente alcanzaría años futuros.

  Quisiera dar lo que hay en ella. Todo lo que hay a cambio de una amistad que durase para siempre. No quería ser moldeada. Ella tenía que... Mas no por ahora. Tenía cuentas que... ¡RIIING!

  Tenía que completar Super Mario Sunshine por sí misma. Eso y otras cosas absurdas que le importan a uno cuando la sociedad no les critica. Y querer algo sencillo era una necesidad al igual que prescindir de dinero y un diploma de preparatoria para la universidad. Su único pacto, no usar: «¿De casualidad no tendrás quinientos pesos?».

  ¡RIIING!

  Sarabi fue a buscar una de las navajas de Axel a su cuarto y al hacerlo (por accidente), quebró los sueños porcinosde su alcancía de tener tripas por fin. Las piezas verdes corrieron debajo de los muebles como cucarachas asustadas. Ella se quedó desorientada en pose de espantapájaros.

  Pateó unos trozos y entre uno de ellos... ¡Quinientos pesos! Estaba envuelto como un taco de pastor. ¡Cielos! Si le hubiese regalado la alcancía a su papá, ese regalo de su yo del pasado no se hubiera visto como una posibilidad.

  Abre la puerta.

  El cerrojo cuelga, manteniéndola a salvo.

  Bolsillo derecho: ¡Quinientos pesos!

  Izquierdo: Navaja (con funda amarilla, la más bonita).

  Aquella apertura permitó que un rostro de ojos critalinos y ojos ámbar se asomara con una sonrisa corporativa.

  —Ah, eres tú, chingada madre —saludó Sarabi.

  —Detective.

  Sarabi descolgó el cerrojo y lo abrazó de los hombros. Su boina gris picó su frente torpemente, retrocedió para sobarse y se impactó al ver detrás del él.

  —Y... los sueños sí se hacen realidad —exterizó.

  —Es terrible —anexó Damián—. Esta niebla hace invisible la casa de Julia.

  —Silent Hill.

  —¡Cállate! —la empujó Damián, mordiéndose las mejillas con miedo, como un juego—. No se vaya a hacer. Ese juego me pone peor que a Jack Frost.

  —El señor Napolitano es como una de esas especulosas de mercado.

  —¡¿Ah, sí?! Y tú eres... Bueno, no se me ocurre nada. ¿Estás sola?

  —Escribir fortalece la velocidad de mis respuestas, ¡Dami! —dijo un poco tierna—. Sí, de nuevo. No te sorprende, ¿oh sí?

  —Creo que te conviene que sea así... —inmiscuyó con secretismo—. Es de los libros.

  —Este... Okay.

  A Damián le gustaba ir en contra de la burocracia. Le parecía retardante para las cosas importantes: el dinero, el éxito y el tiempo. ¿Que si Damián sería rico algún día? Sarabi opinaba que sí. Él tenía aquellos requerimientos como la "fascinante" (cito) habilidad de separar su vida sentimental de la laboral. "... Y eso  la incluye a usted, señorita Sarabi S. Zabatta".

  —¡Carajo!

  —Sí, concuerdo en ello —afirmó Damián, libre de gloses.

  —¿Es mucho? ¿Quién te envío?

  —Eh... —interpretó Damián las cuentas de su libreta—. Apesto en matemáticas, pero esto sí lo entiendo y sé que no te morirás de hambre para toda tu vida.

  Damián estiró de los dedos uno de los guantes para quitárselo y con la mano desnuda descorrió la pluma de la libreta. Se ajusto la boina en simetria casi perfecta y acomodó las mangas de su sudadera.

  —Pareciera que hace más frío por cómo se ve —le comentó Sarabi.

  —No te creas —argumentó—. Caminar junto al bosque para llegar aquí, me helo los pies.

  —Sí, puede que salga más tarde. ¿A dónde vamos? —se preparó Sarabi.

  —Alto ahí, loca —la contuvo Damián con un ademán de mano—. Veamos esto o no podrás comprar libros en años. Los correos de deudas vendrán y vendrán por aquí...

  —Okay, ¿me perdonas?

  Damián suspiró y rascó su nariz con la mano del guante.

  —El perro de los Baskerville, Estudio en escarlata y El signo de los cuatro, Nancy Drew (uno), Por trece razones, Las aventuras de Sherlock Holmes, La lección de August, It, Amigo imaginario y un librito de Snoopy... ¿Bromeas?

  Sarabi asintió y pateó una roca imaginaria.

  —Nueve libros... —marcó Damián y reprodujo una operación que había sido hecha antes de venir (probablemente por seguridad)—, son tres mil doscientos noventa y cuatro pesos... cincuenta centavos...

  Sarabi exhasperó; lo que pareció haber roto su traquea.

  —... Y has pagado por completo los más baratos: Snoopy, August, Nancy y Trece razones... Y eso hace que debas como mil menos... No, todavía mo te ahogues en tu... ¡Ah, sí! Te suscribiste... ¿Supiste que abriremos tres locales fuera del centro? Bueno, no importa ahora... Con la suscripción te abonamos quinientos pesos.

  —La mitad... —murmuró Sarabi con incomodidad.

  —No... Digo, sí... Déjame ver con los números exactos y no redondeados —sugirió Damián.

  Sarabi le quitó la libreta y lo invitó a sentarse junto a ella en el escalón.

  —Mis cuentas, mis operaciones... Además, lo hago mejor que tú.

  —Anda, ya me estresé de esa mierda.

  Sarabi rayó un dibujito en lo alto de la hoja: un gatito.

  —Está deforme esa cosa de satán —criticó Damián.

  —Pero se ve feliz... Olvídate de eso, te debo setescientos cuatro pesos.

  —¿Ah, sí?

  —Ajá —ella le entregó el billete hecho raquito en el regazo—. Si me entero que te lo gastaste, haré que Julia te atropelle.

  —¡Hm!

  Damián cerró los puños y  miró hacia su casa.

  —Aurelio está bien pinche enfermo.

  —Lo sé. Es como un... —inclinó su cabeza y le vio fruncir la nariz—. ¿Te hizo algo?

  Él meneó su cabeza, se descolocó su gorra y sacudió el aire en círculos con ella.

  —Julia nos dejó a Bosco y a mí aquí —señaló a sus espaldas—. Argumentó que ella no era tu amiga y no haría ningún trato que implicara dejarte con él. Tuvo un... presentimiento. ¿Tienes algo que decirme? Lo descubriré, pase lo que pase. Solo digo.

  —S... No.

  —Un chico insiste arduamente en que no diga esto, aún así: ¿Todo bien?

  Damián detuvo los círculos y se guardó la boina entre las manos.

  —Si te encuentras a Aurelio en la calle y estás sola; ¡huye! Te encuentras con Julia y él se acerca, ¡ni lo pienses!

  —¿Acaso lo dices por mi...?

  —¡Y dile lo mismo a Bosco! Porque eso es lo que yo haré. No es cuestión de... Escucha: Aurelio no es un ser demoníaco, pero sé que hay que mantener nuestra distancia con él.

  —Hablas así porque lo odias...

  —No.

  —Sí.

  —¡No!

  —¡Síí!

  Damián resguardo su rostro entre sus palmas. De manera similar, a Sarabi le recordó un niño estresado cuando se asusta en el cine.

  —No voy a fingir que no pasó nada contigo... —frunció los nudillos.

  —Quiero que me veas a los ojos y me digas.

  Damián pareció haber sufrido un glitch de congelamiento, como en los videojuegos. Reaccionó recuperando la velocidad que habría perdido y en pocos segundos ya se estaba yendo. Ajustando ambos guantes y orientando su boina gris.

  —Por favor no me hables de ese modo... Estoy... ¡Agh!

  Sarabi se acercó a él, a tan pocos metros de la calle.

  —Marcel tiene un conflicto muy grande con...

  —¿Integrarse? —dijo Sarabi.

  —No lo sé.

  —Me contó algo raro ayer, pero a medias.

  —¿Raro?

  —Sí, ah... "Tengo que irme". También renunció al trabajo en el supermercado.

  —¿Por qué hablamos de él? —gruñó Damián—. No quiere que estemos cerca y fue... Más o menos claro con eso. Menos con lo de la casa del árbol: somos los primeros en conocerla.

  —No mames, ¿sí? —Damián asintió.

  —Recuerdo haberme arrepentido por fragmentos de haberlos metido a mi casa o al cuarto de la librería a ti y a Bosco... Es que yo... Yo lo superé, ¿no? Siempre fueron ideas y estoy contento de no haberlas hecho realidad.

  —Okay, ya —dijo Sarabi—. Marcel piensa eso, excepto que es una idea. ¿Vas a...? ¿Algo? ¿Haremos algo?

  —No tengo ganas —confesó agobiado—. Me siento muy cansado y algo triste.

  —¿Qué no es normal? —bromeó Sarabi.

  —¡Sí! Sí, algo... Sarabi, no soy hererosexual.

  La detective sonrió a su compañero Napolitano con simpatía.

  —¿Qué crees que eres?

  —¡Ni idea! —sopló nervioso.

  —¡Calma! No tienes por qué estar nervioso. Pero me da gusto, ¿sabes?

  Damián juntó las palmas y entrelazó los dedos con gracia.

  —¿Debería decir...?

  —No. ¡Eres mi gran amigo! Nada cambia entre tú y yo. Es bueno descubrir cosas nuevas de la hente que creías conocer.

  —¿Quieres...? —mencionó Damián con timidez—. ¿Te digo quién...?

  Sarabi cruzó los brazos ya que el frío hacía de las suyas.

  —Adivino que Bosco, no.

Damián mantuvo una cara de poker.

  —¿Conocemos más hombres a caso? Se me vienen pocos a la mente... Si es este Aurelio, la mera verdad estarías...

  —Pendejo —raspó Damián con inquietud y negó—. Hablé con él de esto. Técnicamente él fue el primero en saberlo... que no fui yo. Dije algo estúpido como que él me pudo haber gustado si no fuera tan Cornejo, pero... ¡Meh!

  —¡Ahora te chingas, Aurelio! —gritó Sarabi, haciendo reír a Damián.

  —La gente es estúpida... Bueno. Muchos.

  —Queda un sospechoso en la escena del crímen del amor —Sarabi piqueteó a Damián con cosquillas, notando cómo se sonrojaba—. ¡Aww, que lindos se verían!

  —Dirías lo mismo si fuera alguien más...

  Sarabi razonó un tiempo.

  —Aunque no estás tan descentralizado, con los elementos que tengo, solo puedo verlos tiernos a ustedes dos. Que te guste Bosco sería como que te guste un hermano y que te giste Aurelio sería como que te guste un... No lo sé...

  —Violador... —mencionó Damián, inconsciente.

  Sarabi no supo qué decir. Sintió un hueco más profundo en los pulmones como cuando creyó respirar humo de pimienta. Damián puso atención a lo dicho y se apresuró a correjirlo hasta convencerla de que no ocurrió nada.

  —... Aunque sí hubo algo... algo turbio. Yo estoy bien pero él... ¿Crees que pueda decírtelo otro día? —ella asintió.

  —¿Le dijiste a Bosco?

  —No. Aproveché que estabas de paso para...

  —Chale... Pensé que tenía preferencia.

  —Al menos ahora la tienes... ¿Qué crees que diga Bosco?

  —¿Bosco? —chistó Sarabi pensativa—. No será homofóbico, si es lo que preguntas... Es difícil. Lo tomará bien, eso lo sé.

  —¿Y mis padres?

  —¿Y tu hermano?

  —Él entenderá.

  —Tus papás tendrán que entender. ¿Son de mente abierta?

  —Eso creo... Son muy estrictos con la librería.

  —Tienen una librería, Napolitano. Y si no entienden les lanzaré enciclopedias hasta que te acepten.

  —Implicaría no o tener más libros...

  —¡Nah! Lo vales.

  —Gracias.

  —Marcel. ¿Le dijiste algo? —dijo Sarabi.

  —No... nada. Tal vez lo besé, pero no recuerdo si lo soñé.

  —¡¿Qué?! —exclamó Sarabi riéndose.

  —En la mejilla.

  —¡El señor Napolitano y Mostazín haran un...! Olvídalo, suena asqueroso.

  —Ja, ja, ja. Y... sí, sí. Ya me acordé: besé su mejilla al despedirme. Si nos vuelve a ver, besaré a todos al despedirme con tal de que no lo note.

  —Y lo estarías besando de nuevo.

  —Um... sí.

  —¿Se lo ocultarás?

  —Pensaba contemplar eso con el tiempo. Ahora ya no me importa tanto.

  —Ah, entiendo.

  —No, no lo haces.

  —Quiero que vayas y lo beses en los labios.

  —No lo haré. Lo conozco desde hace semanas... No me sentiría cómodo con eso.

  —La gente hace eso. ¡Hasta cojen al día de conocerse!

  —Eso me pone incómodo. Por eso re dije que no soy hererosexual, no sé bien si soy homo o no.

  —¿Te ha gustado una chica?

  —No recuerdo.

  —¿Chicos?

  —Marcel.

  Sarabi golpeó su boina hacia abajo, cubriéndole el rostro.

  —¡Eres un... personaje de novela como tal!

  —Mi mamá quiso que leyera Call me by your name.

  —¿Y eso qué es?

  —Una película. En especial un libro de... Dos tipos gay que cojen en verano.

  —¿Tu mamá quería que leyeras un libro porno?

  —Dice que es más que eso. Todavía no lo leo, así que ¡pff! ¿Será que mi mamá sabrá que me gustaban los hombres antes que yo?

  —Puede que sí. Las madres son poderosas. Deberías preguntarle.

  —Lo haré.

  —¡Oye! ¿Y crees que Marcel sea... o algo?
 
  Damián frunció su nariz e inclinó la cabeza anonadado. Sé que dije que lo besé en la mejilla, pero yo no lo he... pensado bien. Puede que no... Y no quiero ponerme triste pensando en ello ya que no lo veré. Quiero saber quine soy primero, ¿sabes?

  —Es fácil: eres Damián.

  —Sabes que no me refiero a eso.

  —Ajá, sí. Mejor habla con Julia, creo que ella sabe de esto.

  —Dijo que era asexual —asumió Damián conflictuado—. ¿No sería tonto preguntarle?

  —Sí —Sarabi recargó su cabeza en el hombro de Damián y miraron la nieblabque cubría la casa de Julia—. Y debió pasar por lo mismo que tú. A su manera y con su propio destino. Sería un error ignorar tan bella presentación.

  —Ja, ja, ja, ja. ¿Qué puedo hacer para que siempre me alientes?

  —Quédate —quebró su voz—. No vayas a tu escuela de niños prodigio del cine y sé feliz conmigo en nuestro mundo de helados, libros y mostaza...

  Damián se alejó de Sarabi y aferró las manos a los guantes de la mochila.

  —Será mejor que vuelva a la librería. Técnicamente estoy trabajando... vine a ayudarte como parte de mi vida laboral. No por... Gracias por el consejo. Te veo luego.

5. Aprovecha tu camuflaje (segunda edición)

No hay dinero.

  ¿Qué implica aquello?

  Si Sarabi hubiera sugerido a Damián que la contrataran para trabajar en librerías Arias, no solo sería más trabajo: sus primeros pagos serían para liquidar el dinero de los libros y obtener un pago normal sería una inversión a largo plazo. Lo que da un gran rodeo para ponerlaba dónde ya llegó: ¡Necesita el dinero hoy!

  Axel y su mamá no le darán la importancia que merece; dependerá de Sarabi darle el descanso que su mamá de merece después de tanto esfuerzo en el trabajo. Sarabi contempló La corte notable. Por un momento su sonrisa iluminó la habitación como una bombilla.

  Un mapa de Salmet y una leída al diario de La corte notable más tarde...

  Tres golpes en la puerta y lo que te tardas en dar el cuarto, bastan para que Julia Ferreira abra la puerta. Apareció como si lo hubiera estado esperando por horas: una llamada a la aventura.

  —Busca un abrigo —dijo Sarabi.

  Dentro de una escala de tiempo moderada y aplaudible, Sarabi y Julia bajaban del porche de la última en lo que parecía ser un pueblo fantasma.

  —Días como estos no se ven a menudo —razonó Sarabi al subir al carrito de golf color cerezo.

  —Me gusta tu gorro —comentó Julia al encenderlo—. Color vino. Este viaje se siente europeo, por lo que sé. Una mezcla euro-urbano.

  —Conste que tú pusiste la vara alta —amenazó Sarabi, agarrando la bolita de su gorro—. Y el gorro no está nada más alejado de lo que dices. Me lo tejió la abuela de Bosco.

  Julia se detuvo antes de avanzar, posando la mirada en sus dedos fríos y blancos. Tenía las mulecas abarrotadas de pulseras y un gorro blanco.

  —Julia —entonó Sarabi, envalentonándose para decir la verdad (lo que podía a esa altura) y que sonara natural y ajeno al conflicto—, me gustaría que Bosco venga...

  Julia se reclinó audazmente en el asiento y tomó el cinturón de seguridad —formando una bolita de aire en su impermeable turquesa que se hacía ver como una pancita.

  —¿No me estás usando como como chofer, lo prometes? —Sarabi asintió sin preocupaciones.

  —Bosco se va cuando acabe la semana que viene y lo he visto menos de lo que esperaba. Sé que pasó "eso" entre los dos, pero no vale lo suficiente para desperdiciar sus vacaciones. Abril te usó y a mí también. Después Belén me usó y lo permití. Y me volverá a pasar porque no sé cómo evitarlo... Merecemos ser adolescentes felices y aventureros, al menos por hoy.

  —¿A su casa? Hecho.

  Conducir entre la niebla no es sinónimo de manejar en la lluvia. A menos que cuentes los accidentes automovilísticos. Julia se ponía menos sociable (algo común al frecuentar a Sarabi), se dejaba puestas las gafas de reloj y era inmutable. Además de su conocimiento de urbanismo, al que Sarabi vinculaba al senderismo y exploración forestal de Marcel.

  —¿Te pone nerviosa la niebla?

  —Solo si no te callas.

  —¿No tienes frío? —curioseó Sarabi, sobando sus codos cubiertos por mangas grises.

  —Nada de nada.

  —Soy un puto esquimal con chaleco y ropa térmica, pero tú andas como Heidi en las montañas...

  Julia giró en la intersección con la calle Berol, cercana al reloj de Salmet y directa a la pendiente Berol; también conocida como "casa de Bosco".

  —La colina del reloj es infravalorada —le dijo Julia—. Me agrada por eso, que esté vacía.

  —Es que a ti no te gusta para nada la gente —respondió Sarabi sonriéndo.

  —Esos comentarios me incomodan —anunció severa.

  Julia aparcó en la casa del frente a la de Bosco; también conocida como: "casa del pequeño Lio (EL coro fantasma)". Sarabi caminó por el jardín proncipal de Bosco; totalmente despreocupada. Aliviada de que no tiraría ninguna maceta oculta entre la hierba, aunque triste por lo mismo de que no volvería a pasar.

  Rio al recordar a Damián atorar la cabeza entre los barrotes de la reja o la conversación con Damián y Marcel en la pendiente y las visitas a la terraza de Bosco para que el parloteara por horas de las constelaciones; mientras ella y Damián fingían escuchar y entender; comían todo lo que les servía la madre de Bosco y compartían el momento.

  Después de tocar el primer timbre del día, Clara, la madre de Bosco acudió a atenderla.

  —¡Sarabi!

  —¡Clara! —respondió.

  —¡Boscooooooooo! —se desgañitó intensamente—. Ahorita viene.

  —"Admiro esa habilidad de las madres para ser dulce y estricta alternando en tiempo récord".

  —Está castigado por haberse escapado de casa —aclaró Clara—. Puede salir con la condición de que Damián o tú vengan por él.

  —Siento como si viniera a pasear un perrito —dijo emocionada.

  —Un perro ermitaño —difundió Clara—. Nos vemos.

  —¿Quién es má? —se asomó una figura joven, la hermana de Bosco.

  —Hola —dijo Sarabi.

  —¡Saludos! —exclamó Lina—. Llévatelo todo el día y tráelo con el tanque lleno.

  —¡No soy un auto! —reclamó Bosco que venía bajando las escaleras.

  —¡Haz que haga algo ilegal para que se le quite lo gato! —anunció Lina al cruzarse con Bosco...

  ...e intercambiar muestras de lengua el uno al otro. Bosco bajó con una chamarra con pelusas en la parte de la capucha. Sarabi se inclinó y la vio tocando la parte trasera de la rodilla.

  —¿Una falda de esquimal? —se burló—. ¿Ahora quién es el friolento.

  —Es la única forma de salir con la niebla —dijo Bosco—. ¡Carajo, esto se ve como un videojuego de terror que mencionó Damián hace unos meses!

  —Silent Hill, sí —musitó Sarabi—. No aguanta nada.

  —Da miedo, no lo culpo. En una pijamada que tuvimos, jugamos el dos... Odio las pirámides.

  —No sé si Damián y tú se pedorreen en las pijamadas, pero quiero ir a una. Quizá finalmente terminen Silent Hill. Hablando de pirámides... ¿Incín?

  —Durmiendo —esbozó Bosco, tensando la quijada; lo cual afilaba su naríz—; duerme mucho. Y su servicio de adopción rinde día y noche sin resultados verdaderos. ¡Me agota! ¿No quieres uno?

  —¿Del chico que usa faldas para la nieve? Lo pensaré... —comentó Sarabi intrigada—. Bosco, olvídalo, tengo problemas por el momento. Sería como tener un niño en la calle.

   —Exageras —susurra Bosco, acomodándose el cabello—. Y yo necesito un corte.

  Extendió el cabello creciente del lado izquierdo que se enredaba sobre sí como crema de chocolate negro.

  —Por supuesto, hazte un moicano.

  —Tú primero.

  —¡Vamos, ya tienes la falda! —lo señaló Sarabi.

  —Los moicanos y las faldas no combinan —analizó Bosco, paseándose por el jardín—. Pero los suéteres de lana y el café sí.

  Bosco corrió el cierre de su chamarra para demostrar que no planeaba usarla.

  —Deja de beber café: esas cosas matan. Mejor trae a Incín.

  —Tendré que ponerle un impermeable... —rezongó sufriendo de aburrimiento.

  —Ve. A parte, no cerraste la puerta.

  Bosco y Sarabi corrieron en distintas direcciones; uno a la casa y la otra al carrito de golf. Sarabi se deslizó por el asiento como si huyera del peligro, sin parar de reír con ronquidos; Julia la llamaba Carme San Diego.

  —¡En persona! —festejaba Sarabi—. ¡Incín viene! ¡El persa!

  —Brillante —musitó a escondidas.

  —Por su puesto.

  —¿Le dijiste que vine? —murmuró Julia.

  —¡Puta madre!

6. Correr en manada

Un buen guía de turismo mantiene entretenido a sus pasajeros.

  Cuando menos, se solicita que provoque algo.

  Julia al volante y Sarabi a su lado; animando a Bosco como si hubiera pagado su boleto para el mejor Safari del mundo. «Tengo suerte de que no se haya ahogado con su lengua al verla», se consolaba a sí misma, aliviada. Era difícil hacerles hablar entre sí. Era un solución química con una sola combinación posible, sin embargo, estaba claro que el hecho del "beso" hizo más incompatibles a los elementos.

  —Y los pañuelos como los que lleva Incín, son de mejor calidad que los de las tiendas de marca para mascotas —mantenía la leña encendida de la conversación, sin importar que ella hiciera in monólogo—. Duran más y son más bonitos. Los verdaderos persa usan paliacates. ¿Me equivoco, Incín?

  —¡Miau!

  —¿Cómo sabes que no te dice "NO"? —dijo Julia.

  —Porque lo que dice es cierto —contestó Bosco—. Incín es un gato aristócrata, pero inteligente.

  Ese pequeño intercambio sirvió para que Sarabi se sintiera cómoda en un silencio de dos minutos.

  —¿Alguien quiere decir qué es lo que más odia de Belén? —solicitó Sarabi con insistencia castrante.

  —¡Odio que sea la tercera vez que lo preguntes! —roncó Julia.

  Sarabi y Bosco rieron debido a su tono.

  —Pues yo odio que tararee todo el tiempo —gruñó Sarabi.

  —Odio que la excusa para invitarme a su fiesta de quince años fuera tirarme a la fuente del centro comercial —enhalteció Bosco, agitando al persa.

  —¡¡¿Discuulpa?!! —interrumpió Sarabi como quien quiere iniciar una discusión—. ¿Te invitó a su fiesta?

  Julia tragó saliba y agregó:

  —También me invitó.

  —Sí, nos invitó a todos.

  —Pues a mí no —replicó Sarabi sin gracia alguna.

   —Cambiando de tema —se apresuró Bosco con dirección a Julia—: Incín tendrá bebés y Mondlicht, la gatita preñada, está a días del...

  —¡¿Y saben qué es lo que más me encabrona?! —acusó Sarabi—. Belén es del tipo de persona que hace cosas como esa para que pienses en ella, porque quieren ser el top de charla. ¡Carajo! Esa perra necesita una dosis de realidad, deberíamos ir a su casa y esperar a que salga... ¡Por aquí a la derecha, DERECHA!

  Julia dio el volantazo que hizo a todos mecerse como sillas al lado opuesto. De hecho, Incín no cayó gracias a Bosco; hubiera rodado en ese impermeable que le cubría todo el cuerpo y quedado como una cobijita roja.

  —¡Bueno, ya! —reclamó Julia en tono histérico—. Necesito traer mordazas para salir contigo. La próxima que grites así, voy a explotar el carrito.

  —E Incín pudo caerse... —añadió Bosco.

  —Y todo por la perra de Belén —inculpó Sarabi—. ¡Miren, por fin! Exploración urbana en camino.

  El vehículo despejo la niebla cercana con los faros. Ver lo que Sarabi señalaba parecía ser una broma de ingenio, de no ser por ese logo grabado en letras gifantes que anunciaba el centro comercial. Figurativamente, el centro comercial se hallaba en las nubes.

  —Cerrado —leyó Bosco, asomándose entre las chicas.

  —Ese es el chiste —dijo Julia.

  —No le veo lo divertido, en especial, no lo entiendo.

  —¿Sí sabe? —interpeló Julia a Sarabi—. Pensé que tú le contaste.

  —Cometí el terrible error de pensar que iríamos por un café.

  —Te presento el centro comercial versión: exploración euro-urbana —presentó Sarabi.

  —Salmet es cero europeo.

  —El nombre fue idea mía —anunció Julia.

  Después de aparcar en uno de los callejones continuos, Sarabi bajó primero.

  —Necesito revisar los guardias.

  —¿Los hay? —rio Bosco—. Deben ser tan buenos que nunca los veo.

  —¿Pensabas que entraríamos sin ser vistos? —murmuró Julia.

  Sarabi extendió la mano hacia Bosco.

  —Tu catalejo —Bosco lo desprendió de su bolsillo y vio a Incín pasearse por las plantitas que goteaban.

  —No te vayas lejos, Incín. Síguenos.

  Sarabi balanceó el catalejo en la mano al conducir la orquesta frente a la calle del centro comercial. Su temor de ver a alguna persona era nulo, por eso el día era perfecto. Era Silent Hill, señores, y las calles se hacían pasarela de fantasmas. Julia formó una visera con su mano para tratar de ver el panorama de edificio sin mucho éxito. Pasaron por el paso peatonal. Sarabi pasó por encima del charco; Bosco e Incín lo rodearon y Julia salpicó con sus botas.

  —¿Nos estamos metiendo en algo ilegal? —dijo Bosco.

  —Fue peor la vez que nos metimos con el tipo de la cafetería —contra dijo Julia.

  —No, sí... Ah... Fue justificado —contestó Bosco.

  —Él fue inhumano con Rosita. Corrijo lo que dije: fui yo la única que se metió con él.

  —¿Ves, Bosco? —dijo Sarabi al ocultarse detrás de una banca—. Tu expediente está limpio.

  Bosco se sentó en la banca, viendo esa tienda de pintura con el piso resbaloso por la humedad. Sarabi se hincó cual espía e inspeccionó con el catalejo de Bosco esa bruma terrorífica que opacaba el camino con ceguera.

  —¿Puedes ver algo? —inquirió Bosco, sonriente.

  —Sí, un guardia.

  —No es cierto —le arrebató el catalejo—, no puedes ver, tiene la tapa.

  Bosco la giró y extendió el catalejo.

  —La lente está empañada, el aire es denso y se debe calibrar.

  —Carmen San Diego quedó en ridículo —comentó Julia.

  Bosco hizo lo que dijo y se convirtió en el observador de la misión, parado como un poste inerte en la escena. De manera obvia, mas oculto por la niebla. Más oculto no se podía estar.

  —Un guardia —comunicó nervioso.

  —Veamos la segunda ala —ordenó Sarabi.

  Por ese sitio se aproximaba la carretera, imposible de ver, pero llena de autos o criaturas veloces que rompían la barrera del sonido. La humedad la absorbía ese relieve y acaparaba su visibilidad. Bosco necesitó inspeccionar el área por varios puntos. Así tuvo la certeza de que había un guardia por ala.

  —¿Por cuál entramos? —dijo Julia a Sarabi.

  —Los funcionarios públicos obesos son más sencillos de pasar —declaró Bosco, orgulloso ante Sarabi—. Fuiste tú quien menospreciaba a la prefecta gorda, no yo.

  —Cierto...

  Descolgó la corte notable de un bolsillo interno y miró un mapa en su celular. Dejó salir vaho y cruzó un paso peatonal de la calle que no los llevaba al centro comercial.

  —Marcel te enseñó la entrada del bosque —dijo Sarabi—. Él no pudo venir, tiene asuntos más importantes que atender como preocuparse por no ser humano... Sé más o menos donde queda gracias al mapa. ¿Nos llevas, Bos?

   —¿Marcel es el de cabello mostaza? —consultó Julia.

  Bosco se guardó el catalejo y observó al gato y Sarabi.

  —Sí, es listo y sé como llevarnos, pero aún así nos caga.

  7. Los colores que podemos dar

La luna que les iluminó era una charola de plata.

  Su cabeza pulsaba y la consistencia pegajosa del aire evitaba que los parásitos abandonaran las heridas que albergaban su cuerpo. Su puños cerrados contuvieron por su parte a la tortuga y un puñado de arena al que se aferró para no volver al agua.

  Las partículas del aure crujían en el centro de ese islote de basura. Una escalera metálica de propiedades dudosas y alargadas sostenían la luna: la tapa de la cloaca. Estaba tan lejos como la cima de reloj de arena hace unas horas. La luz caía como estrellas inversas en el fondo, luciendo como tesoros sin econtrar (pero falsos).

  No pudo mantener la fuerza para resguardar a su amiga y abrió la mano. Ella se arrastró con la forma de una tortuga marina recién nacida. La arena coleccionaba cristales, heces o basura como si se tratara de diamantes. Arrastró su caparazón, había quedado como la boca de un volcán y palpitaba temblorosamente. Un corazón moribundo.

  La detective enterró los puños en los granos de arena. Era la misma del reloj, volviendo a su centro y los cristales habían sido las paredes de ese manicomnio. Su chaleco quedó mugriento y apestoso; se lo quitó trabajosamente con la piel quemada por el rayo.

  —¿He-heri.. heri-da? —dijo la tortuga agonizante.

  Dejó caer el chaleco en la arena. Traía la blusa rasgada y amarillenta en lugar de blanca. Pisó descalza hacia el avance de la tortuga. Se cortó con varios cristales entre los dedos, pero ahora era soportable. La recogió anidándola con las manos.

  Parecía que el la arena no era la única coleccionadora de pestes. Una casa sin techo y paredes no conectadas, en parte de madera y algo de barro o caca rodeaban una fogata. Un barril metálico ardiendo furioso en el centro, alimentado por un ser robusto y no-humano. Justo a un lado (usado como respaldo del animal) la base de la escalera que conducía a la salida.

  Sarabi se arrastró hacia ese criatura, aquella que dio un saludo vago y se marchó para dejarla morir. Lo que recordó a Sarabi: perdió todos sus instrumentos; incluyendo la libreta y sus fotografías.

  —¡Oye tú! —imploró con una torpe y colapsada voz—. ¿Qué hiciste con mis cosas?

  La cebra frotó sus pezuñas y arrojó arena a la detective. Perdió el equilibrio y aplastó la arena, heces y cristales.

  —¡No hables! —gruñó la cebra con su hicico negro.

  —¿Dónde están? Me iré si me lo dices.

  —Busca otra solución —lloró la tortuga en silencio.

  Sarabi la ocultó con las manos en la espalda y se acercó a la peluda criatura de dos colores.

  —Alimento del fuego —reclamó la cebra. Una frase que pronunció como si lo hiciera todo el día.

  Sarabi apretó los puños y los dientes.

  —Me voy entonces... —avanzó a la escalera, pero la cebra la hundió en la arena de un cabezazo.

  —Te irás cuando yo quiera.

  Los brazos enterrados como una figura de plástico en su torso. La cabeza sobresaliendo y el caballo enredado. La tortuga sin respirar, encerrada en el ataúd de sus propias manos. Se escurrió golpeando con los hombros para salir. La cebra bicolor se pone de pie, cuatro patas arrastrando la barriga por la arena viajan a la costa; iluminada por las estrellas falsa y la característica luz de "un preso" que se conoce al mirar por tu ventana: una reja. Las de las alcantarillas que seguían en la calle.

  —¡Maldita cebra! —insultó Sarabi—. Intento salvar el mundo.

  Ella se burló.

  —¿Una simple niña? —y escarbó con sus pezuñas malgastadas. Las cenizas viajaban a ensuciar el rostro de Sarabi.

  —Tengo que hacerlo. ¡Trato de salvar tu puto rabo, por dios!

  —Debería decir gracias... —cantó melódica, volviendo con una charola llena de heces—... por tu preocupación. Es un sabor dulce.

  —Pues libérame.

  —Las cebras multicolor no hacemos cosas como esa —agregó en un tono despectivo al sumergir su pezuña en la montañita de caca.

  —Apesta vivir entre la mierda de los demás —dijo la detective—. La de Salmet, las bestias, las tuyas y las mías. Esta arena llegó gracias a mí. ¡Y no eres una cebra multicolor! ¡Eres bicolor!

  —No te pedí tu opinión —la cebra alzó la pezuña sumergida y se la metió a la boca. La mascó de manera crocante y una mosca brotó fuera entre sus dientes.

  —¡Qué desagradable! —arqueó Sarabi, evitando vomitar para no tener que estar tan cerca de su vomito—. ¡Volverá a ser...!

  —Una comida infinita —sumó arrogante con el hocico sucio—. Ustedes no comprenden, ven las cosas en blanco y negro.

  —Esa eres tú.

  —Cometes un error —la cebra extendió una de sus patas a una caja de figuritas de Ajedrez en un tablero—. Tus opciones son en blanco y negro. Las mías lo son de todos los colores.

  —Te concedo la opción de sacerme de aquí —ordenó Sarabi con un turbio mensaje en su rostro.

  La cebra pateó la arena. El tiempo fue corto e inundó los ojos de Sarabi, los enrojeció y quiso no haber experimentado la sensación del tacto en su vida con tal de no tener eso en los ojos. Gruñó amargamente ante la diversión de la cebra.

  —¡Oh, dios! —bramó la multicolor—. Me adoro.

  —¡Bestia inmunda! —por suerte, la cebra usó la pezuña limpia para hacer callar a Sarabi.

  —Tú sabes... Los colores que puedo dar al mundo. Vivos y jamás vistos por nadie, incluyéndome. El día que salga haré lo que quiera con ellos.

  Sarabi rio con lágrimas de colera.

  —Dices eso porque temes que no sea verdad. La única manera de creértelo es repitiendo. ¡Yo puedo salvar al mundo porque de ello me he encargado toda la noche!

  —No, no puedes. Yo puedo sobrevivir aquí, tú no. Soy el eslabón más fuerte de la cadena alimenticia; y eso me lo brinda no tener tus prejuicios. Como las moscas que se pegan a las heces y eso me basta para siglos. Puedo enterrarte a ti y todo lo que esté afuera; pienso hacerlo. Pero lo que me trajo aquí fue el mundo...

  —El mundo... —murmuró Sarabi.

  —Tu pensamiento blanco o negro no tiene palabras para arrebatármela; la victoria. Dejarte ir no me ayuda. Tendría que probar un bocado de ti primero...

  —¡Soy venenosa!

  —Me dispongo a comer el veneno de tus venas —rio la cebra multicolor.

  —Entonces deja que me gane la libertad.

  —¿Con qué, adivinanzas?

  El corazón de tortuga que latía en sus manos dio un latido demasiado fuerte y luego muy bajos...

  —No pierdas tu tiempo... Solo si demuestras tener un pensamiento multicolor podría pensarlo un poquitito...

  Sus pezuñas extendieron el tablero de ajedrez ante las narices de Sarabi. Debía enfrentarse al ejército multicolor enterilo con su única pieza monocromática; mitad blanca y negra: rey y reina.

  —Es injusto —enfadó Sarabi, esforzándose por moverse fuera de la arena que la comprimía y liberar a la tortuga de sus latidos imperceptibles.

  —Cualquiera en tu posición diría lo mismo —la cebra chocó sus dientes en sinfonía y se tiró una pedorreta—. La vida no es justa cuando estás abajo. Deberías saber que siempre lo es. ¿Qué diría un violador o asesino al estar en la carcel? ¡No 3s justo! —escupió la cebra.

  —Pero esto realmente es injusto.

  —Cállate, perra. Comencemos.

8. No confío en la vida multicolor

—"No soy mi papá" —repitió en su mente para poder creérselo.

  —¿...Sarabi? —insistió Bosco con los ojos fijos en ella—. La puerta está libre. ¿Entramos?

  La piel de Sarabi se volvió tibia como un durazno crudo. Se le había formado una bolsa de ojeras y sintió que el cabello se le alaciaba bajo el gorro. Incín se acarreó a la puerta para husmear y detrás de él, Julia se volteó a verla.

  —¿Viste un a pie grande en el bosque? —gritó—. La exploración euro-urbana nos aguarda.

  —¿Segura que quieres explorar y ya? —husmeó Bosco, rascándose de manera inconsciente por el nerviosismo y la comezón de su sueter.

  —"Puesto que eres mi mejor amigo, lo mejor es que te evites preguntas pendejas. ¡Mírame! ¡Estoy de la mierda! Te irás en quince días, a Julia no le importo lo suficiente por más que trate de ser buena con ella; lo mismo que Belén y Abril. ¡Damián prefiere su carrera como famoso a ser feliz! Marcel nos dio a todos ideas confusas; papá me abandonó por segunda vez; no tengo dinero y probablemente muchas deudas futuras para mi futuro y el mundo se acaba...". —Sarabi suspiró, con el sonido de moqueo característico del llanto—. No sé, tengo alergias.

  Pero Bosco preguntó: "¿Segura que quieres explorar y ya?", y no: "¿Te encuentras bien?".

  —La pude abrir —informó Julia en cuanto se le acercó.

  Había moho formándose en las paredes y los pinos cubrían su existencia. Debió ser ese el sitio por el que Marcel y Bosco escaparon cuando ella trabajaba en la juguetería. Aunque la razón por la cual Marcel sabía cómo irse por ahí, seguía siendo misteriosa.

  —¿Crees que haya luz? —dijo Julia en un susurro excitado.

  —No. La cortó la comisión debido a que piensan clausurarlo.

  —¿De verdad? —Bosco echó un vistazo a ese corredor de ladrillos alumbrado por la luz y neblina que entraba por la puerta.

  —¿Realmente te importa? —comentó Sarabi, incisiva—. En dos semanas eso no importará...

  Julia uso esa mirada que regaña sin decirlo.

  —Sí, la comisión público una noticia —continuó Sarabi—. Tuve que verla primero, de nada. Quizá algún día abran un nuevo centro comercial y no solo tiendas individuales en Salmet... Linternas —entregó unos cilindros—. Pulseras neón, porque son bonitas y para identificarnos...

  Las extendió en su palma: dos escarlata y una azul —y los colores no eran coincidencia—. Julia prefería siempre los grises que brillaban azul o los colores del agua; a la vez, Bosco y Sarabi tenían una preferencia inconsciente por los objetos rojos: el pañuelo de Incín o su impermeable, los abrigos de ellos y los helados de grosella. Pero si Bosco no se atrevía a tomar eso a consideración, mucho menos Julia.

  Encogió la palma y entregó las pulseras azules a Bosco y un par rojo a Julia, quedándose ella con el otro par rojo.

  —Rómpalas y luego usenlas —ordenó—. Servirá para distinguirlos entre la niebla (ya que no está techado por completo).

  —Pude... usar la linterna de mi celular —se quejó Bosco agitando su linterna.

  Pero estaba muy atrás, en la puerta. Julia y Sarabi llevaban las pulseras rojas brillando y creando un par de ojos luminosos con las linternas. Incín se movía astutamente entre aglomeraciones de humedad.

  —Se ve peligroso afuera —apuntó Julia a las capas de neblina detrás de Bosco—. Peligroso en serio.

  Reclamaron el lugar apresuradamente. Habían pasado unas semanas de abandono financiero y se veía como que un nido de arañas dominaba los techos de "los túneles". Incín comía las arañitas que encontraba en el piso, distrayéndose mucho tiempo con unas en ocasiones. Paradas entre los ductos de drenaje más tarde, Julia iluminó un par de puertas de emergencia.

  —La entrada a la plaza —dijo.

  —¿Tendrán guardias dentro? —cuestionó Bosco.

  —No, no. El presupuesto de Salmet y los empresarios tiene prioridades.

  —Lo que la jefa diga —exclamó Julia, agarrando la barra y empujándola lentamente.

  Incín pasó rapidam por la abertura sin importarle el peligro. Afortunadamente, no había riesgo. Número de guardias: inexistente. Sarabi abrió la puerta que compartía espacio con la de Julia y se pasearon por un pasillo estrecho.

  —Sanitario de hombres... —leyó Julia con tardanza, pues la neblina cubría las letras—. Extintor, letrero "no corras" y el aparador lateral de la tienda de plantas... Quiero ver el sanitario de hombres.

  —No es la gran cosa —replicó Bosco detrás de ella.

  —Sí —lo apoyó Sarabi con maña—, los sanitarios de Toluca son mejores.

  Sarabi empujó con un roce a Bosco para meterse a la par de Julia. En cambio, Incín siguió a Bosco como lqs niñas que sostienen la cola del vestido en las bodas.

  Lejos de ser un espacio de sanitarios peculiar, el lugar era como el de mujeres pero con mingitorios. Por lo tanto, había mayor capacidad.

  —Este tarda en llenarse —mencionó Sarabi al contar los cubículos con los mingitorios.

  —Regularmente no se tardan mucho —le contestó Julia.

  —¡Ejem! —reclamó Bosco.

  —Y apesta —dijo Sarabi.

  —El diablo se esconde aquí —concedió Bosco.

  —El de chicas también apesta —soltó Julia con naturalidad a la mirada impaciente de Sarabi—. Bueno, como en todos lados: hay gente que apesta más que otra.

  Incín jugaba a darse vueltas por el borde de la fuente, Bosco lo vigilaba de cerca para no perderlo a causa de una araña mutante vengativa que lo arrastrara bajo la niebla. Julia pataleaba ese diminuto nivel de agua que aún le quedaba dentro. El área de comida, las escaleras de emergencia; los sistemas de luz que trstaron de encender de todas formas y algunos locales de puerta no mecánica, sino manual que Sarabi anotaba cada vez que pasaban por uno estaban vacíos a la mitad y unos por completo.

  No había pasado el tiempo suficiente para que la naturaleza lo reclamar; solo lo necesario para acumular polvo y a la mayoría de los animales que nadie quiere.

  Sarabi tenía que aprovechar la opinión y creencia popular de que las mujeres tardan más en el baño; sumarlo a la capacidad de desaparición que le brindaba la niebla para solucionar las cosas un momento.

  —Iré al baño —dijo Sarabi cuando descansaban en la fuente y habían acordado que cuando tuvieran fuerza se irían.

  —Que nada te pase ennesa media hora... —indicó Bosco. Por el rabillo del ojo, Sarabi pudo ver a Julia golpearlo en el brazo y a él sobándose.

  Podría no ser el plan, pero pensar que era un beneficio planeado por ella era satisfactorio: que Julia y Bosco se reconcilien mientras ella va a conseguir dinero. Era cierto. No lo planeó, pero ocurriría. Incín siguió el sonido de sus botas por unos metros hasta que le ordenó quedarse y obedeció. Quince segundos caminando y Sarabi ya no era capaz de verlos sentados en la fuente.

  Se apresuró en subir las escaleras mecánicas de la manera más silenciosa que pudo. Pasó sin darse cuenta por el verdadero sanitario de mujeres y se agachó con un entusiasmo creciente para ocultar su risa. Esa emoción que crece al coro de la música o cuando darás un beso, aunque sea por un reto, por primera vez a alguien. Una poderosa fuerza que luce eterna.

  Empresas grandes pagaron lo suficiente para despejar sus establecimientos y, por supuesto, retirar su dinero. Mas los negocios pequeños y de puertas manuales no pudieron llevar a cabo tal proceso. El día en que llegó del robo, desocuparon el centro comercial y por la gran pérdida para el gobierno y los empresarios, se decidió cerrarlo. La presencia del público podría interferir. Además de que los sospechosos eran grupos delincuentes de las zonas bajas de Salmet, los hechos indicaban a protestas politicas.

  Los grafitis y sus mensajes eran una pista.

  Se presume que de no haberse llevado a cabo tal acto, al centro comercial le hubieran quedado dos años de vida. El proceso se adelantó y se le dio prioridad a cosas más importantes. Cosas como drenar el dinero al bolsillo del exgobernador, compatriotas, la familia Cornejo y aliados.

  Vidrios rotos en el piso; una valla del segundo piso vencida.

  Pensar en blanco y negro hace imposible ver un arcoíris. Gran público es predilecto a estos colores, mas los niños adoran el rojo, azúl y rosa (por ejemplo).

  —"¿Soy mi papá?" —caviló arrepentida.

  Tal vez.

  —"No. A mí no me atraparán" —se compadeció orgullosa.

  Se aseguró de ocultar su cabello entero en el gorro y de no tener raídos los guantes. Abrió con lentitud la puerta de la primera tienda: "Antigüedades de antaño". Consejo: una mochila de gatito sonriente siempre será inofensiva al ojo humano.

  Revisó su reloj.

  Dos minutos transcurridos.

A veces el tiempo se esmera en ganar la carrera. Si ese es el caso, adelántate, ponle el pie y triunfa.

  Piso alfombrado, delicioso. Corrió hacia la caja registradora y apretó muchos botones hasta que venciera... Los policías son corruptos, pudieron ser ellos. La cajita se abrió. Posó sus ojos en la niebla del exterior, salir al pasillo y ver a Julia y Bosco como si nada.

  Todo lugar fue registrado, incluyendo la tienda de recuerdos, por ella misma. Bosco y Julia apreciaron varios objetos del lugar, incluso bromearon con llevárselos. Sin embargo, Bosco insistió que estaba mal la primera vez; segunda, Julia y el patrón se repitió. Sarabi evitó dar indicios de querer tomar algo. Simplemente Bosco y Julia bromeaban con la idea de hacerlo, a pesar de que nunca lo harían. Sarabi no bromeó al respecto.

  Y eso no significó que no fuera a hacerlo.

  No evitó que casi llorara al contar seis mil pesos en un gran fajo de billetes. No se sintió mal. Conservaba los recuerdos importantes meticulosamente: "La tienda de antigüedades no pudo hacer su cierre de caja ayer", oyó a una policía mencionárcelo a su pareja. "Deberíamos ir a ver al rato", argumentó este y ella aceptó.

  ¿Pero qué diría la gente de la tienda de antigüedades al hallar su caja vacía? Probablemente esa pareja vino también y tomó algo antes que ella, de hecho, pudo haberse llevado más de lo que ella iba a tomar.

  Sarabi dejó dos tercios y salió de la tienda. Hubiera sido vergonzoso hacer eso ante su familia y amigos, pero contar el dinero de las otras dos tiendas... ¡y procurar no llevarse más que de la tienda de antigüedades fue bastante dopamina para que se preocupara por pequeñeces.

  Diez minutos no son la media hora que le prometiste a Bosco, sin embargo basta para liquidar su deuda con la librería; comprarse otra alcancía e invitar a su mamá a cenar para su cumpleaños.

  Sarabi regresó a las escaleras mecánicas. Se podría decir que el humo se le subía a la cabeza. ¿O era la niebla? Después de tomar el dinero, sus poros moqueaban más y los huesos raspaban entre sí como los de un anciano.

  No fue la culpa lo que le hizo sentir eso. En realidad, la humedad aumentó y la temperatura descendió. Al caminar fuera del techo de la escalera mecánica le calleron unas cuantas gotas; se apartó y bajó por la que le llevaría con sus amigos.

  Una linterna apuntó a su rostro.

  Sarabi se congeló.

  Debió ser la suficiente distancia para descubrir que era ella. El sol cambió el color de su manto a los del atardecer y favoreció a que quien iluminara el rostro de Sarabi, fácilmente pudiera hacer un boceto. "Piel terracota; cabello rizado (algo afro como de circo), negro y naríz de bolita.

  De inmediato, ella apagó su linterna y se brincó de dos en dos los escalones para alejarse del guardia no-contado.

  Su perseguidor se desplazó con su linterna disparando en todas direcciones y tirando el agua de esa pequeña construcción de puente a la planta baja. Las escaleras se golpeaban detrás de ella como si se descompusieran y el techo ametrallaba el centro comercial; volvería imposible caminar en segundos (minutos) sin caerse de nalgas.

  Sarabi se soltó una de las pulseras, tirándola a dónde no planeaba irse. Su persecusión tuvo una pausa tras su ventaja al bajar las escaleras. Se agachó debajo de las escaleras que bajó y lanzó por los aires la otra. Iluminó una roja parábola perfecta y salpicó el agua del piso.

  Se mantuvo atenta a oír los pasos del guardia que perseguían el rastro de las pulseras. El ruido de la lluvia no se lo permitió, mas la linterna no alumbraba el sitio y no veía al hombre. Se arriesgó a tomar la decisión de correr al descubierto.

  Despegó. Impulsó las piernas contra un bote de basura y se encaminó a ciegas a donde creía que estaba la fuente. La lluvia salpicaba y helaba su respiración, pero todo eso desapareció al ver los resplandores azúl y rojo que les dio a sus amigos. Iba en la dirección incorrecta. Fueron las benditas pulseras lo que la salvó.

  Ese es un verdadero regalo de tu yo del pasado.

  El alboroto de sus pies golpeando las losas del piso llamó la atención de Bosco, que emergió poco a poco gracias a la luz de las linternas y las pulseras de neón. Sarabi se detuvo, resbalando un poco.

  —¡Váyanse, encontré un guardia! —explicó mientras le quitaba rápidamente las pulseras azules—. ¡Quítenselas para que no los vean! —susurró.

  —¡¿Te vio?! —susurró Bosco, oteando a la dirección de donde vino.

  —Sí.

  —¿Qué? —chilló Julia.

  —Mi punto es que a ustedes dos no los vio —compuso Sarabi—. Váyanse por los túneles y no... No me esperen. Lo distraeré y perderé rápidamente.

  —¡Esto no es como lo que pasó con Aurelio! —reclamó Bosco al lanzar sus pulseras lejos—. ¡¿Tenemos que escapar siempre?! En las fiestas u cada vez que allanamos propiedades...

  —¡Sí! Cuando te vayas a Toluca consiguete amigos que no se metan en problemas.

  Bosco cogió a Incín forzosamente del lomo y este maulló. Él cerró su hocico y al escuchar un resbalón externo apagaron sus linternas.

  —¿Ahora...?

  —¡Agáchense! —muurmuraron Sarbi y Julia a la par.

  Escucharon a un hombre joven dando una carrera para encontrarlos. Los bordes del interior de la fuente los hicieron imperceptibles.

  —¡Largo! —ordenó Sarabi.

  —Nos iremos juntos... —replicó Bosco.

  —Esto no es un estúpido argumento cursi, Bosco —explotó Sarabi—. ¡A la policía no le importará y nada se solucionará si te quedas!

  —Pero yo sí me quedaré —impuso Julia—. Yo sabía a qué venía y...

  —No, no lo sabes. Cállense los dos.

  —Nos entregaremos —ofreció Bosco—. Esto ha de ser bastante común en...

  —¡Puta madre, cállate ya! —lo agarró del sueter con agresividad—. ¡No sabes de mí! Te preocupas más por sentirte mal todo el tiempo y trabajas en tu depresión como si te pagaran por ello. ¡Todo por ti! —susurró hacia Julia—. ¿No pudiste evitar dar indirectas? ¡Arruinaste nuestro verano! ¡Solo eres una Marcel 2.0! ¡No quieres que nadie te quiera porque no te gusta nadie, pero cómo chingas!

  —¡Sarabi! —Bosco se aferró a las manos que jalaban de su suéter y se notaba el esfuerzo que hacía por ser objetivo—. Todo tiene una solución. Y Julia no tiene la culpa, sino yo. ¡No le hables de esa manera!

  —Tienes razón, cabrón —lo mantuvo bien sujeto—. Todo es tu culpa. Pero mi amor propio está tan mierda que de seguro en dos horas iré corriendo a besar sus pies para que me perdonen. Y podemos hablar de cómo al recibir una bofetada pongo la otra mejilla. ¡Pero no ahora!

  —¡Ah! —suspiró Bosco.

  Julia hacía esfuerzos por tragar saliba.

  —¿Por qué no le dices eso a Belén? Siempre la trataste como Su majestad.

  —¡No lo sé, tal vez lo haga! —encoleró—. El problema con personas como Julia y yo es que nos gusta correr por la gente que nos hace daño. ¡Me pregunto por qué! Al menos a mí sí me importa saber si mis amigos están vivos. ¡Los escucho! ¡Me esmero en saber lo que les pasa! Y... tú...

  —¡¿Yo qué?!

  Sarabi rio entre hombros.

  —No sabes lo que pasa por nuestra cabeza.

  Bosco suspiró y posó una inevitable sonrisa maliciosa.

  —Confieso que desde que te fuiste al "baño" supe que seguías los pasos de tú papá.

  El mal presentimiento que Julia tuvo en ese momento se cumplió.

  Una mano y firme e inhumana se elevó en el aire y reventó un charco de sangre en repetidas ocasiones en la mejilla del otro. ¿Adivinan quién fue?

  Pensamiento multicolor.

  Su mejilla izquierda palpitaba. Había burbujas rojas naciendo en ella y el impacto provocó que no pudiera ver con el ojo izquierdo en ese momento. Se sintió de manera similar a cuando sufrió el atropello. Una pequeña franja se formó en lo alto de esa delgada ceja, podría volverse una cicatriz o no. De esa franja creada por el filo de la uña, cayó una cascadita de sangre. El pigmento carmesí se extendió por el resto del rostro.

  Julia se acercó a sostenerlo de los hombros. La imagen de desviaba como lo haría en un barco en mala marea. En frente de sí, Sarabi tenía un corte diagonal en la uña. Su dedo goteaba carmesí. «No hables de mi padre», quiso decirle. Pero de inmediato: «Lo siento», a la vez.

  Si Sarabi lloraba quedaría como una estúpida.

  Y si lo hacía Bosco, se abriría paso a una reconciliación.

  No obstante, el instinto animal no se sostiene de las dudas. Ataca y sobrevive.

  Un corte ninja pasó invisible por su rostro en diagonal de forma precisa y acabó con la patita colorando escarlata la poca agua de la fuente. Algunos ninjas gozan de completar su trabajo y este era uno de ellos.

  Incín concentró sus pupilas en los ojos y las formó en diagnlonal, pero antes de dar el salto; Bosco abrazó sus extremidades.

  Incín se erizó y vio ese trazo en el rostro de Sarabi. Futura cicatriz o no que se expandía por la frente y la nariz.

  —Perdona... —confesó Bosco y huyó con Julia.

  Esa ceja magullada con la mejilla irritada con cráteres de sangre y el ojo amarillento no merecía disculparse. Por otro lado, insultó a su madre y de manera indirecta; pudo haberle sacado un ojo.

  Pero ella estaba bien.

  Todavía no se preocuparía por la cicatriz y él no sabía cómo lucía su rostro. Basándose en la reacción de Julia.

  ¿Disculparse era lo que debía hacer o una creencia errónea?

  «Y podemos hablar de cómo al recibir una bofetada pongo la otra mejilla».

  La neblina se los tragó. Sarabi dependería de sí misma. Y el guardia apareció, apretando la linterna y disparando por doquier. Por accidente, alcanzó a Sarabi con su luz. Llovía sobre ella. Trasladaba su rastro de sangre al piso.

  La luz se hizo más grande y más grande. ¡Cercana! Rodó al borde de la fuente y calló empapada al piso; resbaló su pie y corrió.

  El impermeable del hombre, sus pisadas, la respiración, la mejilla de bosca escurriendo como una bolsa de jugo y aquella supuesta balacera cayendo sobre su cabeza. Ruido. El piso se alisó e impulsó veloz... Debió pensar en usar botas... Antes que calzado deportivo. El guardia se aproximó a ella y tiró de su gorro.

  Su cabeza se inclinó treinta grados y su cabello cayó en sus ojos. Sus pies patinaron en hielo y el guardia gritó algo... ¡Adiviertió!

  Sarabi se enderezó y saludó un aparador de cristal con la sonrisa.

  Como las copas de las cabtantes de ópera, el cristal reventó y descendió en una hermosa cascada. "Dicen que lo frágil es bello".

  Sus pies se levantaron como cuando tenía la lluvia de ideas de como ganar dinero y su nuca golpeó el piso.

  Vio el cielo cerrarse ante la niebla; quizá estaba más cerca. Y avanzó en el tiempo a la par de la caída. El guardia del impermeable y la luz juguetona se paró ante ella. Viviló con su rostro oculto y se agachó a saludar.

  —¡Te ves del carajo! —esbozó Aurelio, chasqueando sus dientes.

9. Pigmentos diferentes

¡Jaque! —gritó la cebra a Sarabi—. Anda, muévete.

  Sacudió las piernas entre la arena, o eso intentaba. No podía sentir el corazón de la tortuga y la cebra multicolor no le  dejaba hacer ningún movimiento con su pieza monocromática. Simplemente movía a sus peones y ella trabaja para salir de la trampa.

  —¿Decidiste no moverte? —cantó la cebra—. Me sorprende que una monocromática haga eso, aunque lo comprendo. Después de todo soy una multicolor.

  —¡No! —masculló Sarabi. Preocupada por que otro corazón dejara de latir.

  —No-lo-lamento, detective —enunció la cebra.

  Todas las piezas multicolor emboscaron por los aires a la monocromática. Así murieron el rey y la reina en uno. Todos los peones y torres y alfiles... Aquello nunca fue ajedrez. Taladraron el tablero y el acérrimo cayó por todas partes y Sarabi no podía sacudirlo.

  —Finito —celebró aplaudiendo con sus pezuñas—. ¡Es mi cumpleaños! ¡A comer pastel!

  La cebra abrió una gran mandibula marrón que se atrevió a acercarse a Sarabi, quien le escupió.

  —¡Trágatela, ce...!

  El cuerpo de Sarabi voló hacia la costa del islote. Se volvió un proyectil en perfecta parábola que despegó desde el suelo. Pero su boca explotó. Después de escupir, una cebra bastante disgustada pateó su rostro.

  Soltó un grito desesperado. ¿La marea subía o venía más? Parecía que el islote se hundía. Su cerebro se fundía junto al cráneo y vomitaba restos de... dientes y sangre. Se llevó los dedos temblorosos, mirándolos regados entre la arena y cristales. Sus manos temblaron y escupía coagulos de sangre.

  Lo que antes creyó eran estrellas en el piso, se volvieron efectos movedizos del incendio en las calles. Gritos. Miseria. Cenizas descendiendo a su nariz.

  Quedando encima de la tortuga.

  Muerta.

Sarabi empezó a desprender lágrimas saladas sobre su cadaver y contempló a la cebra con el sentimiento de un nuevo pigmento en su rostro.

  —¡A ver, una sonrisa! —pidió la cebra, aplaudiendo sus pezuñas y chasqueando los dientes—. Adoro el rojo escarlata, sabe a cerdo.

 

10. Extraño tinte escarlata

  El sueter gris de cuello alto que traía puesto estaba tendido en el piso.

  Había algo suave... sobre su cabeza. Aurelio dobló su chaleco escarlata y lo puso como almohada.

  Sarabi desvió la mirada a su ropa. Tenía aquella playera del taxista animado que dice: "¿A dónde te llevo?". Estaba cubierta de un extraño tinte escarlata que se expandía delgado al principio y grande al final, como una guitarra. ¡Ja! Guitarra de sangre.

  Pero honestamente eso no era divertido. Solo siniestro. Estuvo inconsciente por golpearse la cabeza; vestía menos ropa que antes y su cerebro ardía en migraña. Tendida el piso frío de un sanirario femenino. La mochila de gatito y la libreta no se hallaban cerca de ella.

  Respiró preocupada y se enderezó.

  La navaja amarilla le había sido robada y la puerta estaba abierta. La niebla se colaba con frialdad.

  Su labio empezó a punzar, ardía como si lo hubiera quemado. Goteaba un extraño tinte escarlata por su mentón. Y tocó su boca ¡apartó su mano! Era un corte. Lo intentó de nuevo y encontró algo sorprendente: un colmillo más afilado.

El cuarto no tenía luz eléctrica. Las mismas pulseras que había arrojado reflejaban su luz en las paredes. Entonces notó que no cargana con su celular. Tanto el suyo como el de Aurelio iluminaban la habitación apuntando al techo desde el lavabo común.

  Sarabi presionó su cabeza para callar ese sumbido molesto de polilla y trató de pararse.

  Un cubículo cercano a la entrada se abrió y detrás de él, la cadena del inodoro fue tirada. Aquella puerta mostró que del perchero metálica colgaba su mochila. La mano que la abrió, pronto fue una persona. Aurelio.

  Mucha gente propone con persistencia que la belleza y en ese caso, Aurelio es nefasto. Pero seamos realistas: la apariencia física sí importa. La genética de Aurelio era deseable. Piel caramelo y suave, labios carnosos —mas no grotescos—; una nariz elegantemente elaborada por artesanos, cejas marcadas y simétricas. Ojos que parecían piedras preciosas resguardadas por un abanico de pestañas modesto. Con suficiente altura para alcanzarte el cereal y brazos fortalecidos por el tenis. Astuto, rápido y de buenas notas. Un joven que no podía tener un mal corte, ya que su cabello ondulaba como si le hubieran espolvoreado granos de cacao frescos. Un modelo y no solo de cabello.

  Sí. Sarabi tuvo un crush en él.

  Un par de años atrás.

  Hoy, él era ese compañero rarito con el que no te querías topar porque saca temas extrañitos.

  El físico no se pudrió.

  Su belleza creció.

  Pero el desinterés pudo más.

  Personas como Aurelio (resúmen): tu fisonomía atrae a la gente; tu ser los extermina.

  —Siempre quise saber cómo era ir a... en un balo de mujeres —rompió el silencio.

   Puso firmes los pies y empujó de su pecho para tomar su mochila.

  —¡Demonios! —bromeó Aurelio—. Creíste que era un maldito guardia.

  —Necesito limpiarme —rezongó Sarabi—. Invades mi espacio personal y te limpio el pito.

  Aurelio cerró la puerta del cubículo y se acercó a aquel lavababo situado a cuatro del que eligió Sarabi. Cada uno en un extremo.

  —Humilde manera de agradecerme —comentó Aurelio al enjabonarse las manos—. Haces que piense si hice lo correcto o no.

  —Soy un encanto —manifestó Sarabi—. Son solo los hechos... Te pone a pensar.

  Aurelio se llenó las palmas con algo de agua y las frotó arduamen.

  —¿Entonces vamos a hablar o no? —protestó Sarabi, contemplando su reflejo.

  —Solo por eso estamos aquí —dijo Aurelio—. ¿Te actualizo lo ocurrido o eres tienes la suficiente sapiensa?

  Sarabi roncó para aclararse la garganta. Tomó posición del lavabo de junto, cerró su ducto con una perillita y vació el contenido de su mochila en ella. Artículos grandes y pequeños cayendo.

  —Buena mochila —elogió Aurelio.

  Sarabi seleccionó artículos inusuales que dejó poco a poco sobre la superficie de cuarzo.

  —Metiste una caja de aspirinas..., un sobre de toallitas desechables, mentos... Gesto sutil.

  —La sangre se apesta.

  —Ajá, sí. Paracetamol..., vendas y alcohol. Esto viene del botiquín del baño: se ve viejo y genérico. ¿Asaltaste la farmacia del centro comercial? Debiste traer alcohol de allí. Pomada... de la campana.

  —¿Cómo supiste que fue del centro comercial? —inquirió Aurelio, mojándose los nudillos.

  —Lo intuyo. Pero no creas que es sapiensia, yo misma tuve que registrarlos antes que tú.

  —Eres una farsante —añadió fingiendo descepción—. Demasiado buena para ser verdad.

  —Eres gay, así que no te emociones.

  —Lo que hiciste me salvó con suerte de una hipotermia o resfriado común —susurró Sarabi, apartando unas figuritas de juguete—. El asunto contigo es que lo que te he visto hacer, me hace dudar de rus intenciones.

  —La gente se derrime —aclaró Aurelio, desprendiendo un trozo de papel del expositor.

  —Se redimen por motivos reales, no idioteces como salvar a la chica que se rompió la madre por tu culpa. Además, mis amigos tienen anécdotas que desagradables que te incluyen.

  —¡Sarabi! —dictó Aurelio, como un logro—. Recordé que tienes nombre propio. Te conocí varias veces como la sombra de Abril... ¿La más reciente fue Belén, no? Odio a Belén. Es una perra. A ver... ¿Quién más? La amiga de Damián o la amiga de Bosco... Son los hechos lo que hacen que te ganes tu nombre.

  Sarabi abrió una llave y envió una ráfaga de agua a Aurelio.

  —¡Carajo! Me acabo de secar.

  —Si de hechos se trata, los malos te hicieron ganar el tuyo.

  —Al menos tengo... —se excusó al secarse de nuevo.

  —Me quitaste cosas... —señaló Sarabi, irritada.

  —Las devolveré, tampoco soy un ladrón.

  —Eres un Cornejo muy curioso... ¿Qué es esto?

  Sarabi encontró un pañuelo blanco, anudado consigo mismo para proteger algo.

  —Una tragedia. Ábrelo.

  Sarabi lo observó desconfiado. Extendió el pañuelo en la superficie —desanudarlo fue sencillo—. "Tragedia", en parte. Era un pequeño pedazo de porcelana o lo que lucía como un pedazo de porcelana.

  —Mírate bien en el espejo —dio una pista.

  No lo podía creer... Un pedazo de diente.

  —¿Vas a llorar o algo? —dijo Aurelio y se sentó en la superficie del lavabo.

  —No. ¿Y si así fuera qué te importa? Creo que es malo mal gastar las lágrimas.

  —¿Tú crees? Yo lloraría.

  —Estas cosas se arreglan —rezongó Sarabi.

  En su reflejo había una adolescente de quince años con uno de los dientes frontales superiores partido a la mitad. Una nariz semiperforada y con estragos en la frente y la mejilla. Una línea diagonal escarlata que iba de un extremo a otro del rostro.

  —¡Eso no se ve atractivo! —añadió Aurelio.

  —Tienes mi libreta, la navaja, el dinero y mi chapstick. ¿Tendremos una larga conversación para que me los devuelvas?

  —Pero no te preocupes por tu horrible cicatriz —continuó Aurelio el sordo—, quien de verdad te ame te querrá con toda marca que tengas.

  Extendió ambas palmas para que las viera. Demonios. Una gran marca lateral enirritada las atravesaba.

  —Qué asco. ¿Responderás mi pregunta? —dijo Sarabi.

  —Sí, hablaremos mucho. Lo haremos porque es el momento justo. Presencié lo suficiente y sé cosas que tú no, pero lo mismo contigo. ¿Qué te parece si completamos la historia?

  Sarabi imaginó una historia donde presumía sus cicatrices.

  —¿Quieres una entrevista? —resolvió Sarabi. Él asintió—. Me niego.

  —Sarabi... Hermoso nombre, mis respetos a tus padres.

  —"Espejismo del desierto" —explicó su significado—. ¿Así comienzas la entrevista, de veras?

  —No, Sarabi. Te amenazo con que hagas la entrevista. Tengo evidencia tuya robando y a Ibai respaldandome...

  —Dijiste algo como eso y al final nos dejaste salir el viernes pasado —replicó Sarabi, creyendo escuchar un chiste.

  —¡Sí llamé a la policía! —admitió Aurelio—. Pero para eso necesito la entrevista... Mis motivos son que quiero una aliada y los tuyos son: Uno, tengo evidencias de que robaste a esos humildes trabajadores. Dos, Bosco y Julia Ferrira te odian. Tres, tengo evidencia de que robaron a mi familia... Sí, lo sé. Fue un patoz pero es un robo. Cuatro, tengo tu libreta que lo confirma todo. La corte notable sigue sorprendiéndonos hoy en día. Amo esta libreta que ocupas como diario. Cinco, tengo tu dinero. Seis, sé que tu mamá cumple años mañana. Siete, tengo dinero para recompenzarte por una entrevista al día desde hoy. Lo suficiente para comprarle regalos de calidad a tu mamá por treinta años. Ocho, no puedes irte con esta lluvia y niebla tú sola; además, tengo auto. Nueve, tu diente. Pagaré tu operación para que tus novios de amen por el físico. Y diez, estás sola. Una vez te dejen los dos amigos que te quedan: Damián y Marcel, no tendrás a nadie.

  —¿Crees que me convencen tus privilegios? —murmuró Sarabi con los ojos pesados de canica y llorosos.

  —Sí, aceptaras.

  —Marcel y yo no somos amigos. Damián te odia; traicionaría al único que me queda.

  Aurelio se midió el puño con una sonrisa.

  —Sí, bueno. Entonces te pondrá bien saber que le hice una broma a Marcel ayer.

  A Sarabi le hormiguearon los brazos y le dio una comezón aterradora en el cuello.

  —¡Cielos! Sin pantalones en público. ¡Eso fue lo que hice! ¡Lo encontré fuera del veterinario... Se le cayeron las bolas de vergüenza. Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja.

  Aurelio se encogió y aferró los dedos al espejo.

—¡Ayayay! Él... no se lo esperaba. ¡Al desnudo! ¡Lo empujé y...! Ja, ja, ja, ja. Creo que lo vio como medio... ¡Medio mundo!

  Sarabi metió sus cosas a la mochila y aplicó la pomada en su labio, enjuagó su cara y vendó su rostro; desinfectó y secó torpemente rápido.

  —¡¿Puedes creerlo?! ¡Me acerqué y le bajé los pantalones! ¡Aj, ja, ja! ¡Con los... los testículos colgando!

  —¿A-ayer? —tartamudeó Sarabi.

  —¡¡Sí!! ¿Y sabes qué? Tengamos la entrevista sin cortinas y así. ¡Damián te abandonará! ¿Por qué darle ese privilegio? Soy todo lo que siempre quisiste: un verdadero amigo.

  —¡Pff! —soltó sarcástica—. ¿Mejores amigos los dos?

  —¡Tiempo de mirar la vida con todos los colores!

  Sarabi sujetó su cabello con una liga y con algo de tartamudez, aceptó.

  —¡Sí, como un podcast! ¡Eso haremos, Sarabi! —la felicitó Aurelio—. La condición es contar las historias buenas y gráfica. Lo más lúgubre, ¿va?

  —Va...

10. El temido pigmento multicolor

La cebra estaba hambrienta.

  Buscaba un sabor nuevo.

  Sarabi lo esperaba.

  Se debe salvar el mundo. En especial cuando eres tu propio mundo. Pero... ¿Por qué no darle lo que quiere e ir por lo que le conviene al mundo? 

  Sarabi rompió la parte baja de su blusa. Estaba un tanto amarilla, pero servía. Corrió por una rama y la ató audazmente en lo que la cebra multicolor se acercaba a acecharla. Y agitó su bandera en el aire con fuerza. Creó una ramificación de posibilidades; ese era el pigmento multicolor.

  La cebra tropezó ante ella con elegancia, comprendiendo el mensaje. Bufando sobre su cabello y dejando libre la escalera a la superficie. Entonces la guío.

  —Tengo lo que quieres. Quizá hayas comido humanos antes... y... —comentó, sintiendo la ausencia de sus dientes—... no te importe si somos venenosos. Mas no sabes de mi nuevo pigmento.

  La cebra obedeció como una bestia obediente y llegaron a donde estaba el cuerpo de la tortuga. Sarabi la levantó y limpió su caparazón de los escombros. Derramó más lágrimas.

  —Un aderezó —exclamó metódica.

  Se hincó y ofreció la ofrenda con las manos extendidas a la cebra.

  Ésta rio:

  —¡Tu primer pensamiento multicolor! El placer fue enseñarte —aplaudió sus pezuñas y chasqueó los dientes.

  Su mohosa lengua se estiró a sujetar su ofrenda e introducirla con deleite. Sarabi permaneció hincada y llevó ambas manos a la espalda.

  —¡El sequeto... —balbució la cebra con la tortuga en la boca—, es crujir... e caparazón!

  La dentadura amarilla tronó de una manera que no pudo ver Sarabi.

  —¡Mmm! Y luego... —siguió la cebra multicolor—, lo escupes!

  Y el caparazón fue un proyectil que se hundió en la arena al lado de Sarabi.

  —¡Y... —contó con sangre cayendo de su hocico—... te la tragas!

  Las lágrimas de Sarabi rodaron a la arena. Era libre de irse. Tenía permiso y había actuado di-diferente... Mas no... No era el temido pigmento multicolor, sino este:

  En un islote donde la basura de todos se reunía, las navajas de cristal no eran una anomalía.

  La cebra multicolor tomó asiento frente a Sarabi y se relamía las pezuñas. Al hacerlo, sus ojos orbitaban como espirales girstorias. Cada franja blanca y negra se tornó esmeralda: el color de la tortuga al volar; aqua: al ser paraguas; pino, verde, escabeche cartuja...

  Sarabi empuñó los fragmentos del reloj de arena. Y arrebató un suspiro furioso en el aire para detener la respiración de la cebra: directo en el cuello. Ésta se paralizó y convulsionó haciendo que Sarabi colgara de ella como un marioneta. Tomó más fuerza y apuñaló la segunda navaja en la boca de su estómago.

  Empezó a tirar.

  Sintió dolor.

  Y el pigmento multicolor.

  Un baño de pigmentos rosas, azules, anaranjados verdes y todo lo comido por la cebra cayó encima de ella.

  Finalmente, como la cremallera de una sudadera, Sarabi cayó sobre la arena. La cebra se desplomó de espaldas y mientras ella sufría con el pecho y la garganta abiertos, los pigmentos multicolor se volvían escarlata.

  Sarabi desenterró el caparazón usando las manos como palas. Abrazó contra su pecho y no halló ningún latido.

  Trepó la cebra para llegar cuanto antes a la escalera de metal. ¡Sorpresa!

  Un brillo en el interior de sus entrañas hechas espagueti: luz verde multicolor. Su escena mental era: Una pintura gore de Picasso. A pesar de ello, se había sentido bien matar a esa cebra. Liberar su pigmento multicolor y dejar de ver todo como blanco o negro.

  Se dio un baño en las entrañas para rescatar aquél brillo multiverde. Una vez bien sujeta a él y llegada a la superficie, lo alzó por encima de la piscina escarlata.

  Sonrió.

  Un corazó palpitante.

  Vivo.

  Lo introdujo en el interior del caparazón como si fuera una mochilita. Agarrándolo firme con un solo brazo, Sarabi empezó a escalar la escalera con una mano.

  —Tenemos que salvar al mundo.

  


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