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15. Mapache moderno

1. Adentro de la caja

¿Has tenido gatos mascota? Sí... no... ¡Qué más da! Hoy quiero hablar de cajas, de los gatos y sus cajas. Cada empaque básico de cartón superior al tamaño pequeño se vuelve de inmediato el juguete predilecto para tu felino favorito.

  Mm-hm, ellos son criaturas de gustos sencillos, poco presuntuosos (a mi parecer). ¿Los gatos aman las cajas, digo, quién no? Ellos son animales crípticos que les gusta esconderse... Pasemos al punto próximo.

  Una refinada caja de cartón común (del más corriente también) ofrece un escondite. Es un "no me molestes". Y de algún modo su ansiedad les abandona; sustituida por bienestar. La caja le hace creer que no será atacado y si lo fuera, lo único que debería hacer es saltar al ataque. Una vez que termine con su presa o agresor volverá a su sitio.

  En efecto, podrá ver el mundo sin necesidad de ser visto.

 En mi caso, una caja de tamaño medio sería un casco y lo que requiero es algo tamaño nevera.  Desde luego que tengo mi propio escondite. Y su nombre es iglú. Solo que no es un iglú.

  Sino una casa del árbol.

  Pero en ocasiones hay  intrusos inesperados...

  Mi banco de memoria tiene almacenados pocos recuerdos en los cuales mi horario concluyera que lo mejor para mí es no dormir; volverme nocturno; sonámbulo o nada más me impidiera dormir. En definitiva soy diurno. Según mi naturaleza, por poco que note que el sol comienza a caer; correré a resguardarme en casa. Y ocasiones como La noche del pato mandarín son una rareza en mí.

  Creemos que tomar un paseo de noche por nuestra cuadra es casi como visitar otro planeta. No defiendo a tus parientes locos, pero sé que tienen razón. Tú deberías entenderlo. Animales nocturnos no salen de día, por eso nosotros tampoco. NO ES nuestro hábitat.

  Mas parece que Julia y su auto de golf (que supongo fue vandalizado) parecen no viajar con las leyes naturales o nada más no importarles. Justo como un pato obeso no debería ser encontrado en un lago natural. Como me resultaba irónico tener a Incín conmigo sin que eso significara una mala acción para mi.

  Aprecié que Julia no exigiera una conversación. No fue requerido mientras supiéramos qué hacer. Ella conducía y yo cargaba al pato con el brazo derecho y sujetaba a Incín con el otro. El hecho de cruzar dos kilómetros junto a un bosque apagado, me hacía venir malas vibras y, en especial, que me diera comezón en las manos. Es nuestro instinto al reconocer que no estamos seguros. De hecho, Julia procuraba conducir lo más centrado posible cuando éramos rodeados por la bruma vegetal e inclinarse a las casas si estábamos por un vecindario.

  Había dormido incontables veces en mi iglú, procurando llegar temprano e irme por la  mañana o cuanto antes cayera la noche. Tendía a confundir los sonidos de las aves con voces humanas y los reflejos bajo los árboles con merodeadores. En el carrito, sin pensar que me sucedería en compañía humana, me alerté, observaba nuestras huellas en el camino y en las orillas de la carretera me pareció encontrar criaturas. Sabía que si el gato reaccionaba de repente hacia los árboles, significaba que no era un episodio

  Ese sentimiento humano que nace cuando encuentras los ojos de alguien con los tuyos, en réplica exacta, me persiguió cada vez que revisaba a nuestras espaldas. 

  Mis sensaciones predilectas tampoco consiguieron desaparecer a la hora de llegar al lago. Debí ser más transparente que una medusa para que Julia se fijara en mí al bajar del carrito. Cuando frenó, puse mis brazos bajo el abdomen y el pecho de Incín y lo levanté contra mí. El pato se encogió en su cuerpo, luego me concentré en enganchar el arnés de Incín a una de las barras del carrito. Entonces el viento sacudió mi cabello por la frente y las siluetas permanecieron a una distancia de Julia.

  —¿Viste algo? —observó apresuradamente y volvió a preguntar—. ¿Qué viste?

  Y la vi asegurando su bolsillo con la mano atenta, dándole golpecitos.

  —No lo sé, me pareció ver una multitud de... —mastiqué duramente qué podría ser—. No tiene importancia. Veo cosas que no están aquí —dije—, no es un don;nada más ilusiones...

  Al haber hecho esa pausa para el intercambio de ideas por la mañana, con seguridad, el pato obeso hubiera huido (tratado). De noche no solo estaba encima de su peso, también encogía el cuello de sueño, pareciendo una almohada con cabeza si lo veías desde lejos.

  Julia apartó su mirada del bosque a sus espaldas, donde yo me había quedado viendo, se giró con el cuello tenso hacia mí y suspiró exhausta. Se mantuvo firme, aún así, y con la mirada tosca.

  —Suena aterrador —parecía desconfiar de mi.

 —Se llama psicosis... reactiva breve -murmuré apenado y esquivando su reacción. Deseé no haberle dicho al instante—... reactiva breve,pero... eso no quiere decir que sea un psicópata. A veces puedo identificarla. Cuando no es así, lo mejor será que no me creas lo que diga...

  Escuché una ronda de pasos hacia el canasto del carrito de golf. Eran los suyos, y mientras el pato dormitaba y ella desencadenaba las bicis; canalicé mis ideas en no parecer un loco.

  Me acerqué para ayudarla con el trabajo, me sentía fácil de alterar por ese momento. Llevando la bicicleta de Bosco al suelo y dijo:

  —¿Es algo así como la esquizofrenia?

  —Hay... un vínculo.

  —¡Está bien! —esbozó al bajar la bicicleta con cuidado—. No pienso que seas un psicópata por tener psicosis.

  —¿Ah, no? —me estiré para alcanzar a Olivo, que pesaba mucho más.

  —¡Para nada! —sus gafas redondas resbalaron por el puente de su nariz, si se hubieran caído Olivo hubiese acabado con ellas—. Solo sé que estás loco... por rescatar un ganso obeso.

  Su comentario me ofendió de una manera divertida.

  —Ha de ser por eso que pensabas atacarme con lo que fuera que esté en tu bolsillo.

  Vi su ceño fruncirse y levantar sus gafas por sí mismo, no pudo evitar sonreír al igual que yo, y cuando confesó que iba a sacar un chicle y me ofreció; ambos reímos de manera aterradora para cualquier persona a esa hora.

  —¿Te refieres a que iba a sacar un taser o gas pimienta? —exclamó.

  —Sí, ¿por qué no lo harías' —bromeé.

  —Ahora recuerdo que de verdad tengo gas pimienta en casa —continuó—, si en verdad quieres...

  —Sí, ja —suspiré dudoso—. Mejor consígueme uno.

  Ella asintió.

  —Resguarda el perímetro, Incín —mencioné al rascar la barbilla del gato.

  Nos llevamos las bicicletas por la orilla del lago -que despertaba en mí extraños deseos de zambullirme por la claridad del agua-, pasamos por unas mesas de madera y tuvimos problemas con un relieve que volcó las bicicletas una sobre la otra; pero al final las rodamos por una colina y las escondimos en un lugar invisible por si al día siguiente no podíamos ir por ellas.

  Bajamos de una manera resbaladiza que hubiera sido controlada si Julia no hubiera resbalado detrás de mí; empujándome con su peso y que eventualmente me hiciera caer detrás de una roca. Se disculpó y me estrechó del brazo para ponerme en pie. Volvimos hacia el carrito y lo primero que percaté fue a Incín despertando y empujando al pato obeso (y los graznidos de éste).

  —No debiste... —murmuró Julia.

  —Sube, Incín —dije inclinándome ante él. Se puso en dos patas y extendió las delanteras para trepar por mi hombro.

  Abracé su traserito con la mano izquierda y con la otra quité su arnés del collar; se lo puse al pato obeso y desenganché el gancho de la barra.

  —Eres bastante hábil con los animales -observó Julia.

  —Menos con los humanos —tiré del arnés y el pato me empezó a seguir muy despacio—. Tengo poca tolerancia...

  —No para un pato y un gato.

  —... con ellos. Hablo de todos nosotros -evalué al cruzar entre las mesas-. Sabemos que hay un encantador de perros y un cazador de cocodrilos... En humanos por mucho hay...

  —Televisión.

  —... astrólogos.

  —¿Y los psicólogos?

  —Quisiera conocer a uno que no sea... ¿Cómo rayos lo vamos a llevar con esos de allá?

  Los patos durmiendo en el otro extremo del lago, inaccesible, literalmente solo agua, tendrían que sumar el peso de cuatro para pesar lo que el obeso. Incín ronroneó pesadamente sobre mi oído. 

  —No tenemos que llevarlo con ellos —Julia se cruzó de brazos—. Lo dejaremos por donde están las rocas para que esté mucho más cerca. Se dormirá en  tierra y por la mañana se unirá a los patos...

  —No estoy seguro de que flote —pronuncié.

  —Eso ya lo dijiste —dijo cortante.

  —¿Lo hice?

   Me repasó de oreja a oreja:

  —Tu cara lo dijo.

  —Yo... no o sé. Podría no adaptarse. Lo mejor hubiera sido...

  No me atreví a concluir mi pensamiento.

  —No hay marcha atrás —tomó mi mano, pero lo que hizo fue quitarme el arnés—. Damián fue aparentemente secuestrado, Sarabi y... Bosco están haciendo de policías (ya que la policía nunca podrá ir por Damián con esto de los Cornejo y el Gobernador). Yo estoy aquí... Una joven que fue abandonada por dos de las personas que más apreció en su vida y... —lo siguiente lo presentó con otro tono. Lo que me llevó a pensar que se quedó basta de ideas o no me quiso contar. En fin, mis amigos tampoco duran mucho—. Tú estás aquí... el chico que rescató un pato obeso de la mansión Cornejo.

  —¡Mierda!

  —Llámalo como es. Podrá haber sido estúpido o un acto noble, pero si te quedas aquí solo será estúpido.

  —¡Rescaté al pato! -celebré.

  —Aún no —y apuntó al puñado de rocas.

  —Muerte en casa de los Cornejo... o ahogamiento por obesidad o... aislamiento por ser un pato mandarín.

  —Eso es la cadena alimenticia, ¿qué no?

  —Suena como el sistema de mierda de la escuela.

  —¿Qué más podías pedir? Tenemos que seguir siendo animales modernos por más que el mundo cambie.

  Cerré los ojos y concentré mi ser en la respiración: merecía la pena el pato obeso.

  —¡Va!

  —¿Sale? —me dijo con una voz entusiasta,

  —Hecho —el persa soltó un gas...

2. Antifaz de noche

No hacía mucho que Julia regresaba a la mansión Cornejo para huir junto a Damián, Sarabi y Bosco.

  Incín se mantuvo en mi hombro, usualmente oteando a donde yo no era capaz de ver. La noche me comprometía a peligros menores sin importar por dónde fuera. Volver a casa por hoy no estaba previsto tras el mensaje a mamá, pero si quisiera llegar... debí pedírselo a Julia antes de que se llevara el carrito. Por tanto, mi encrucijada estaba en el bosque.

  Y odio pasear de noche.

  El pato obeso no solo rebosaba de peso, a parte, tenía un serio problema de confianza. Al soltar su arnés esperaba una reacción animal, mas no, encogió su cuello de nuevo y mirándome vagamente se quedó dormido.

  Iluminé el camino con la linterna de mi celular u mantuve la brújula en la pantalla —con tal de no confiarme—. Incín y yo nos movimos al suoeste por unos minutos, finalmente encontramos el río Celoso y subimos por el sendero a su lado.

  El gato persa mantuvo una respiración superficial y difícil de oír. Quería confiar en que los arbustos chocando entre sí eran únicamente el viento y no aquella multitud acechándome. Aunque fuera el caso, Incín tendría que avisarme...

  Por un momento escuché unos jugosos latidos a mis espaldas; acompañados de una fuente de sombras. Decidí no mirar atrás, ¡es lo más estúpido que puede hacer uno! Pretender que no está ahí, junto a ti, puede ser un sustituto de fármaco. Además, Incín ronroneaba como no lo había hecho por ahora; eso me hizo entrar en duda.

  Nos hacia falta recorrer un tronco lleno de ranas de la madera y el árbol torcido que atravesaba la mitad del lago para arribar a la casa del árbol. La presencia de Incín se desvanecía en mi hombro. No más ronroneos. No más calor. ¿Realmente seguía conmigo? En definitiva no podía ni me atrevía a buscarle sobre mi hombro ni por el puto bosque.

  Es lo que esperan los depredadores de sus presas: la anormalidad. Un espíritu vagabundo, quizá una nahuala o un animal... Si sabía, fuese quien fuese, que yo lo noté es porque pude haberme detenido; girado; empezar a correr; gritar. Cualquier conducta anormal es una señal de acción.

  Ponte en la mente de Jason Voorhees; Michael Myers; Samara; no lo sé: la llorona; Drácula; Jack el destripador y todos ellos. No hablo de jumpscares o técnicas psicológicas "sencillas" para asustar del cine, quiero profundizar en ellos. Niños, mujeres, hombres, animales: son sus presas. Y el error que cometen en ocasiones como crédulos seres recae en su torpeza.

  ¿Quién camina dando vueltas sobre sí, quién se cree, la luna? NADIE.

  «—¿Qué decir en estos casos, doctora mamá?

  «Ella sonríe y empuja suavemente mi cabeza.

  «—¿Qué decir tontito? Primero aprende si tu acechador es un cazador o es una bestia.

  «—La bestia torcerá mi cuello sin que me lo espere. ¿Un ataque mortal? Eso diría. No pretende herirme, mas bien lo que quiere es devorarme... Yo no creo que ellos gozen verme en agonía.

  «—¡De seguro! No todas las bestias son iguales. Pero... ¿Un cazador?

  ... siempre buscan el nido.

  El bosque se volvió un laberinto de silbidos y ecos, los de mis pasos. Cada paso era repetido por uno idéntico a mis espaldas. ¿En serio iba a llevarlo a mi iglú? Pues eso estaba haciendo hasta ahora. Dejé atrás a las ranas de la madera y me deslicé bajo las ramas del árbol torcido. No tenía ojos en la nuca, pero tenía a Incín. Lo que no me decía mucho.

  Encontré los tablones un poco desviados del río —recordé a Bosco tropezando con ellos cuando salíamos en el rescate del pato. Perdió el equilibrio y por poco cae al río...—. Me pregunto de dónde vino éste cazador o ellos. Empezaba a comprender que había más de uno.

  Avisar bajo cierto contexto, puede volverse una cortesía de la cotidianeidad. Decir: «Por fin llegamos, Incín» y aliviar un suspiro entrecortado puede confundirse como cansancio o lo que podrías decir minutos después de no decir ni pío para que no sea malinterpretado.

  Y sin embargo, ilumina.

  ¿Debía estar acorralado en aquellos momentos? Escoltado por un lacayo ante su cazador superior (habitando tu casa del árbol; luces encendidas). No lo entendía. Sobrevivir al día para un animal de campo, ayuda a que nunca se olvide de las anormalidades. Un nido deshecho en el suelo no es ya tu hogar seguro; al igual que una madriguera al descubierto se convierte en banquete de zorros. Una luz enccendida después de apagada (no como la gente común tiende a apagarla), comprobando con tres cambios en cada interruptor MÁS ayuda de la visión externa.

  El río me impregnó al elevar su temperatura de un tortuoso escalofrío azúl. Di un punta pie para cruzar, pero solo hizo falta un segundo para hallar la cara contra la otra orilla. Un borboteo en el agua me hizo saltar y caer como un dardo, sin esperar que Incín saldría catapultado de mi espalda en el impacto.

  Lo único bueno que conseguí, fue la calidad del raspón en la naríz.

  El gemido del persa se encausó hacia mí y el mío más allá. Derecho por el puente de tablones el bosque se hundía sobre sí; se consumía y crujía su corteza. La multitud se marchaba, abriendo camino bajo las raíces entorno a mi pequeño refugio.

  Estuve paralizado y con los ojos abiertos bastante cegados. Incontrolables.

  Incín llegó a acicalar mi rostro y hundirse en el hueco entre mi estómago y las piernas. Ronroneó por fin. Devolvió el ruido que no sabía se ausentó de mi vida por un corto tiempo y segundos después se transformó en ruidos naturales casi invisibles.

  Estaba en pie y vigilando que ningún movimiento fuera del perímetro del río llegara hacia mí. Caminé de espaldas con grandes zancadas y los brazos extendidos a los costados e hice temblar la escalera colgante a mis espaldas una tabla sobre otra como una oruga.

  "El cazador se asoma y descubro que se trata de mamá...

3. No hay escondrijos

Acecha severa por la escotilla —son cinco metros de distancia entre nosotros y su mirada crítica no pierde la gracia", así fue como imaginé que se narraría en un documental. "Tras deteriorar la paz mental de su hijo por cinco segundos más, se posan en el nuevo inquilino de aquella noche. Aquel que fue invitado al escondrijo". Que por cierto me pregunté: ¿Quién la invitó?

  —¡Deberías estar muerto! —me dijo de una manera exhaltada.

  La escalera se vio apartada por una rafaga de viento, casi choco con ella.

  —¡Son como diez metros de aquí a ahí!

  —Cinco —mencioné.

  —¡¿Qué?!

  —¡¡Dije: cinco!!

   Su rostro cayó avergonzado y me hizo un ademán para que subiera.

  Llamé a Incín a mi hombro, inclinándome y repitiendo el proceso. Trepé por la escalera y ella me decía:

  —Escuché la primera vez. Pregunté por reflejo tardío. Una pregunta que no tenía porque haberse formulado.

  Quiso tenderme una mano, pero considerando su postura lo único que me esperaba era una muerte segura. Me senté en la cima de la escalera (dejé que Incín se acoplara al nuevo nivel) y arrastré conmigo tabla por tabla hasta cerrar la escotilla.

  —"¿Qué haces aquí?" Es la única pregunta que debió haberse formulado.

  De estar en cuclillas se enderezó y caminó al armario donde guardo las bebidas. Después de que apartara su cabello de ramen comprendí a qué venía.

  —Te traje la cena —dijo.

  —Dije que...

  —En serio lamento interrumpirte —raspó su garganta para aclararla—. No estoy enfadada porque te tomaras el tiempo de tomarle una fotografía a tu dedo medio y me lo enviaras como respuesta...

  Pretendí prestar atención a lo que Incín hacía para no observar su rostro.

  —Conseguiste descargar los sentimientos acumulados con ese simple gesto... No. Por supuesto, no... Ellos no se irán.

  —Están aquí todavía —murmuré frustrado.

  —Mi peor jugada es censurar ese tema para ti... No debe manejarse como el taboo del sexo.

  —No quiero hablar del sexo otra vez.

  —Porque sabes que en el fondo los taboos causan curiosidad y deseo.

  —¡Mamá, ya hablamos la semana pasada de eso!

  Carraspeó de manera nasal y entreabrió los labios hacia mí.

  —Mar, llegará el día donde todo de lo que quieras hablar sea sexo...

  —¡Dormiré entre las raíces! —¿por qué, por qué de nuevo?

  —¡Ey, ey, ey! Ni se te ocurra.

  Dejé caer la escotilla medioabierta.

  —Tu enfado del otro día pareció nacer de la nada... —nada más equivocado—. Sin embargo, tus emociones no brotan de la nada. No son como granos o barros.

  Me hizo reír por un momento.

  —Parecen actuar como pequeños lunares. Pigmentan tu cuerpo en diferentes puntos emocionales conforme avanzas en edad y maduración. Tú no dejas que se vayan. Los granos, barros, espinillas... solo mueren. En cambio, vuelves cada momento parte de ti.

  Una inesperada tensión apareció en mi y ascendió por el esófago.

  —No recuerdo que hayas hecho el mismo berrinche dos veces.

  —Quizá porque nunca me hacías caso.

  —¡Tu papá lo hacía! —mencionó con cierta pena dulce.

  —¿Qué no —me sobresalté— los berrinches son para llamar la atención?

  —Sí, ja, ja, ja. Pero la magia del llanto de un bebé es infinita. Cada varriación significa algo nuevo que quieren conquistar.

  —¿Y cuál era la mía? —pregunté.

  —Ohhh, bueno. Muy sencillo. Cenar con mamá en tu iglú.

  —Yo no recuerdo eso.

  —Podría decirse que es tu castigo. No recuerdo permitirte no regresar a casa y con todo lo que ha pasado... (quizás encuentre tu permiso junto a la foto que me enviaste). O debería mostrártelo yo misma por que se te ocurriera hacerlo cuando hay disturbios en la ciudad...

  Mamá me enseñó el dedo del medio y sonrió.

  —Por eso me harás comer carne —respondí melancólico.

  —Es lo que cualquier madre haría.

  Me encaminé al segundo piso donde Incín nos miraba hecho bolita.

  —Soy tu madre y en especial pertenezco a esa generación que quiere ser amiga de sus hijos... —me guiñó carismática.

  —Tú y yo no somos amigos —respondí riéndome.

  —No veo que tengas muchas opciones.

  Eso es...

  —En otra situación podrías herir mi autoestima... —aludí.

  —Dormir con la ropa de calle puesta hiere mi autoestima —contrapuso.

  —¿A dónde vamos con esto?

  —Que la casualidad de que yo sea tu madre solicita que no te trate solo como a un hijo (viendo nuestras condiciones). Seré tu primera impresión del mundo exterior por siempre de los siempres y punto.

  Mis cejas dieron un microsalto de impresión.

  —No te eduqué como lo hice hasta ahora para que recibas los tratos y respuestas del hijo de cualquier otra persona. Sinceramente me importó... Me valió... una...

  —... mierda —sonreí.

  —... opinión ajena.

  —¿Solo eso?

  —Me valió una mierda, Marcel. Educarte por mi cuenta y en aislamiento, con el conocimiento de que tu generación llegaría a tener el control de la tecnología moderna; supe que no podía educarte como me educaron a mí. Enseñarte lo que mis amigos le decían a sus hijos no era una opción y tampoco podía educarte como yo hubiera querido. Todo lo que te dejé hacer y apoyaré para que seas tú; te muelas los huesos; pierdas un dedo; sufras o... O... Permito que seas tú.

  Formé un triángulo con mis manos sobre el regazo y la miré de reojo.

  —Buscaré una nutrióloga y ella coordinará tu transición de una dieta a la otra...

  La enredé en un abrazo y ella correspondió sutilmente sin dejar de explicarme lo que seguiría en el proceso. Más tarde una prueba de motivos, pensamientos, pros y contras. Asunto terminado y salió con esto:

  —Sé que una cadena de eventos te incitó a considerar una dieta vegana —dijo neutral—. Y si asumiste que vivir así te hará sentir abundante, no impongo peros.

  Me apartó suavemente y me miró de cerca al rostro.

  —Sé que ocurrió algo realmente duro y no me lo has dicho aún. No tiene reparo insistirte y violar tu privacidad. Recuerda que no importa qué, te comprenderé.

  Me alejé lentamente.

  —¡Te he dicho todo! —ella negó sin pizca de juzga.

  —La comida de allí es de un restaurante de carne —confesó, provocándome intriga—. Lamentablemente es una versión vegana de lo que siempre comemos. ¡Si la vomitas te tiro por la ventana!

  Me acerqué animado y eché una mirada de reojo.

  —Puede que Incín termine comiéndose tu comida —añadí.

  —No lo creo, la comida no se desperdicia —miró al persa amorosamente—. ¡Véngase mi chiquito bonito, mínino, bolita de pelos grisácea!

  Muy cursi...

  —¡Decidió volver contigo, eh! —dijo mamá.

  Me encogí de hombros y dije que no.

  —Una emergencia hizo que me lo quedara solo por hoy. Su dueño realmente lo quiere. Lo conozco.

  Cargando a Incín de cabeza como le había enseñado (aunque fuera una manera correcta lucía raro), mamá me miró cómplice.

  —Contigo también sería feliz.

  —Si me lo hubiera quedado, solo habría provocado dolor en Bosco.

  —¿Y qué hay del dolor en ti?

  —No quiero causar dolor, daño o... nada en nadie, ¿vale?

  Frunció el ceño y no respondió.

  —Sé que puedo causar mucho dolor en las demás personas —comenté—. No puedo evitarlo. Y ellos no pueden verlo, creen que... Cada inhalación es una carga para alguien; comprar un boleto; sonreírle a un extraño o decidir no hacerlo. Un no o un sí. Mi felicidad puede corromper a los demás. Pagaré cuando sea grande por mantenerme en el lugar más remoto de la tierra y vivir solo. Eso estaría mejor.

  Mamá inclinó su cabeza hacia mí, sentada con Incín en el piso de la casa del árbol, tensó su mandíbula y no formó expresión alguna.

4. El mundo fuera de la caja

Para los demás, el día domingo es para descansar, no salir de casa y, en unos pocos, ir a misa. Pese al avance de los años, las personas siguen guardan la costumbre de resguardarse en su casa antes de los tediosos lunes. No he vivido en una casa que no sea la mía y a lo que a mí respecta, solo hablo por suposiciones y rumores.

  Otros miran la televisión desde que cantan los gallos, algunos tienen que seguir con las tareas domésticas; por otro lado, algunas personas trabajan. Lo que me recuerda a los granjeros. Por lo que puedo decir, tener un granjero ejerciendo en la ciudad es anormal. Y los que cultivan su propia cosecha son vistos como raritos.

  Recién amanece en el bosque, yo ya estoy allí levantando ramas y hojas para proteger mi propiedad. Escasas semanas atrás, mis únicos visitantes no solían ser humanos. El depertador del Iglú era una tórtola de cola larga, llamada Seis (porque a esa hora llegaba). Se posaba en la ventana entre las frazadas y picoteaba por diez minutos el cristal.

  Seis era un ave de rutina, sin embargo nunca se le veía por allí en invierno. El verano era su máximum. Al principio, cuando tenía doce y empecé a frecuentar la casa del árbol con mayor constancia ¡odiaba a esa ave! Tendía a despertarme a las nueve si era domingo, pero Seis cambió mi rutina. Incluso actualmente si quien me despierta es Seis, Seis punto Uno o Dos...

  Una mañana escuché vibrar la ventana entre las tablas, más preferí no abrir los ojos y seguir durmiendo. Cuando me iba encontré a Seis en la cima de un puñado de hojas. No podía creer que se esmerara tanto en despertarme para llegar al punto de estrellarse frente a mi ventana. Daba zureos torpes y trataba de volar, mas daba vueltas por la tierra.

  Decidí dejarla por ese momento. Era mi primera noche concreta con un profundo sueño. Llevaba la mochila al hombro y una chamarra gruesa por la ventisca, más tórtolas se agitaban en el cielo y emigraban al cambio de estación. Recuerdo que si no llevaba guantes, entonces se me hacía doloroso mover los dedos y fue tras un poco de humanidad que decidí volver por ella.

  Subí por una cobija y abrí el compartimento de mi bicicleta —fue lo más parecido que encontré a un nido—. Me acerqué a Seis y pensé: «Está muerta». Dejó de moverse e intentarlo. Caí de rodillas y me quedé junto a ella.

  Estaba en mi patio y no quise presenciar con el paso de los días cómo algún mapache, bacterias o la naturaleza la consumía. Extendí la cobija y acuné a Seis en ella, la deposité en el compatimento de Olivo y aplasté, en ese entonces, el poema a papá.

  Me había acercado al tronco de las ranas de madera cuando oí gorgojeos debajo del asiento. Mi estómago se ennubleció de una alegría amarilla. Al salir del bosque pedaleé hacia el veterinario y una de ellos hizo lo posible para reconstruir su ala. Estuvo un par de días con ellos, pero me explicó finalmente que no tenían permitido tratarla sobre "mascotas". Me sentí provocado por la actitud del consultorio. Supuestamente mejoraría en una semana si la dejaba libre.

  Nadie me ve la cara.

  La conservé en el iglú por tres semanas hasta que un día al entrar, la vi voleando por todo el lugar. A menudo solía abrirle la puerta del puente colgante para que se animara a volar, sin gran éxito. Y como es de esperarse, en ese día, solo la abrí y se fue.

   Me abandonó por tres meses, una estación. Pero al fin y al cabo, siempre regresa.

  —¡Oye, seis! —le grité—. ¡Ya cállate!

  Y le arrojé una vara que impactó a su lado izquierdo.

Sin saberlo, Seis compuso mi horario diurno. Mamá sumerge en saliva su almohada cada vez que duerme fuera de casa. Y no me sorprende. Sus constantes quejidos y patadas mientras dormíamos juntos en la casa del árbol me hicieron agonizar tanto como a ella. Pero no son tan poderosos para alterar mi ritmo.

No me avergüenza decirlo: los lunes visto brincacharcos y chaqueta de mezclilla (con lana de borrego porque hace frío). No es ninguna clase de antimoda que yo haya inventado o una rebelión contra el sistema; llamémoslo: trabajo de campo.

  Seis siguió picoteando mi ventana y yo desde abajo gritaba.

  —¡Te dije que ya pares! ¡Basta! —sus plumas se camuflaban con el matiz gris del bosque en aquellos momentos—. Pero no me escuchas, eres necia. Te pareces a...

  Cerré mi chaquete y metí las manos a los bolsillos para calentarlas.

  —¡La puerta del puente está abierta!

  Rondé en circulos para despertarme y bostezar un poco. No había dormido el sábado en aquella casita, sino en la mía. La parte de la ciudad que tomo de camino de mi casa a la de Bosco se ve perfecta. Pero las noticias no dicen lo mismo del gobernador ni de la fábrica. Qué bueno, no he oído a nadie decir "adoro el jamón Cornejo".

  La realidad más pesada y chistosa es que Bosco está castigado y no fue el quien recibió a Incín. Pareció ser su hermana... Lina. Como es de esperarse de una cara nueva al pie de tu casa, te preguntan:

  —¿Quién eres?

  —Marcel.

  Y a la gente le agrada vincular los elementos del mundo.

  —¡Días! —nuevamente puse en práctica mi saludo de chocar los cinco con ella—. Lina. ¿Por qué me miras así, que ya dejaron de saludar así?

  —No lo creo. Es solo que no lo hago mucho —y extendí al persa como si fuera un tributo—. Traje a tu gato.

   —¡Qué onda, Incín! —lo cargó de mala manera y lo apapachó.

  —Gracias, me tengo que ir.

  —Eres como el te describió —señaló.

  Contuve la palabra entre mis labios.

  —Nada malo. Pareces ser una persona simple, pero no lo digo como ofensa.

  —Chao, Lina —le dije rápidamente y no me puse nervioso.

  —Sí, cuídate y salva más animales en peligro —cerró la reja.

  Miré los barrotes que cubren la puerta principal y tuve vagos recuerdos del día que até la correa de Incín a uno de ellos.

  —Bosco debe de invitarte a comer uno de estos días con nosotros. Le diré que lo haga. Nuestra comida es vegetariana.

  Me detuve en seco y me incliné ligeramente.

  —Vivir como vegetariana por toda tu vida no es la gran cosa. Hasta el día que huyes de tu casa y pruebas caldo de pollo por un ligero resfriado —se llevó al persa a la naríz y olió su pelaje—. Pero la comida de mamá tampoco es mala. Adiós.

  Seis (o Seis punto Uno) desapareció de mi periferia. Recuperé mi actitud de vigilia y volví a pensar en las sombras de la otra noche. Me arrimé a la escalera y subí para dejar la "munición y suministros" de la casa del árbol.

  Sentado en la pequeña planta alta, traté de imaginar a papá y mis tíos treinta años atrás construyendo el lugar donde me encontraba. Sería como caminar entre los abetos cercanos, la mayoría reinando el bosque y pensar que habite vida humana en ellos es tenebroso en ocasiones. No sé si hago más daño del que debería o tan solo ayudo a preservarlo, sin embargo, ser la única casa del árbol en el bosque no me ayuda.

  Me siento como el verdadero guardián del bosque.

  Dudo que otra persona en Salmet lo comprenda. Si bien todos vivimos en él, no es como antes. La ciudad es la parte conquistada y lo demás es el transfondo ingobernable. Una vez caminé tanto que parecía ser infinito... y encontré la carretera.

  Bajé cuando unos rayos más nítidos procedían por el hogar y me deslicé por las últimas tablas. Sabía que debía enfocarme en que no era perseguido por nadie y que el bosque no quería vengarse de mi por haberlo invadido.

  Di media vuelta al rededor del árbol de abeto y me senté de piernas cruzadas, recargándome sobre él. No entendí cómo mi suscripción al podcast, y la misma red turbia del bosque, me permitía escuchar la meditación. Dejé caer mis párpados. ¡Quinientos mil oyentes! (¿quién hace eso). Empezó y mi mente transformó el aire en colores...

  —"No, no parezco estar drogado" —pensé al abrir los ojos para asegurarme.

  Continuó por media hora y se volvía más como una sesión de yoga en la que esperaba nadie pudiera verme con la cara tan cerca de... Dejamos escapar el aire y ahora debíamos sentir la tierra, lo que implicó ensuciarme la chaqueta y un poco el mentón (pero eso último no lo notaría yo).

  Cada locutor agregaba su estilo personal al podcast y debido a ello, los invitados variaban de vez en cuando. El de aquella mañana hablaba de cosas muy raras. Él decía que nuestra alma sufre una metamorfosis eterna, y a lo largo de nuestras vidas adoptamos el salvajismo de algunas especies a la hora de estar en diversos entornos. Y no solo se trataba de una experiencia que trataba de humanizar a los animales como una parte del alma, ya que todo dependía de nuestra interpretación de la bestia... O eso dijo

  Una destacada comunicóloga que también fue invitada al programa hizo algo similar con los oyentes. Empero, su técnica nos llevo a sentirnos como el animal qie queríamos ser y no como el que éramos; y así fue fácil pensar que yo era un pingüino de magallanes.

  Si la situación hubiera sido idéntica, no destacaría que me sentí totalmente diferente. Algunas personas creen que los mapaches son invasores. Y es información a medias. En Salmet se construyó una sociedad humana que despojó a varias criaturas de sus hogares naturales y las obligó a tener que esconderse, pero el mapache siempre consiguió adaptarse.

  He escuchado que entre los barrios del sur en Salmet, al norte del centro comercial, se encuentran mapaches durante la noche. Han crecido tan bien con nosotros que es difícil saber si los perjudicamos o no. Lo único seguro es que matar un mapache es ilegal y amerita una multa de veinte mil pesos.

  Hurgar entre las sobras de la gente (su basura); escarbar la tierra para encontrar gusanos o insectos; confundir a la gente con tu ternura para que te alimenten o les robes... Abrir puertas, usar escaleras, resolver rompecabezas y rodar como panda es hoy en día un mapache moderno.

  De hecho los aztecas lo nombraron mapachtzin (el que tiene manos) y más allá de sonar tenebroso, agreho que tiene cinco dedos, tiene mayor inteligencia que un niño de dos años... O quizá tres. Cinco dedos, ningún pulgar.

  Y me siento como uno.

  Podría ser la manera en que aparezco en la vida de los demás y me escabullo a los dos minutos. Y no como basura, de hecho: "Darle de comer basura a los mapaches te hace una basura". Pero cada nueva historia para mí ya tiene el final arruinado, porque sé cómo acabará.

  El podcast concluyó, pero debí seguir reflexionando en el animal que era. Dislumbré a través de mis párpados la ráfaga anaranjada del Sol y al abrir mi vista de nuevo se había expandido por todo el bosque. Observé lo que podía más lejos del puente de tablones y solo pude sentir sus miradas analizándome.

  Recogí uno de los frutos del manzano —no me gustaba hacerlo debido a que no crecían muchos al año—, la situación lo ameritaba. Le di un mordisco a aquella que parecía la manzana envenenada de Blancanieves y la sostuve con mi boca, succionándola como un triste bebé. La mantuve mientras organizaba el trabajo de hoy. Se me cayó al suelo debido a que terminé sacándole un bocado. La recogí. No le diré a mamá que como comida del suelo.

  Después de tomar los remos, descubrí que mi cobertizo y el baño son idénticos en construcciones. De hecho se parecen mucho al baño de Shrek. Pero limpios (al menos lo intento). Había rotado la manzana y mordí la otra cara, quizá  combato mi ansiedad con azúcar y mordidas. Los perros lo hacen y probablemente los mapaches también.

  Levanté los remos de un costado y volví a la casa del árbol por mi mochila. Lamentablemente pensé que podría morderla con más fuerza sin que cayera y evidentemente no me funcionó. Soplé como lo hacen los elefantes por su trompa y cargué la manzana de nuevo.

  —No lo hagas, ya la chupó el diablo.

  De mi pecho emanararon gritos pálidos y me vi propulsado a caer de nalgas.

  —¡MIERDA!

  —¿Qué nunca te contaron chistes de Pepito? —esbozó Damián con naturalidad.

  Enterré el mango de un remo y me apoyé en él para ponerme de pie.

  —No escuché tus pasos... Imaginé que no sabías venir por tu cuenta.

  —¿Bromeas? Estuve dando vueltas por horas —acarició su nuca de manera drástica, ya que podía oír sus dedos—. Entré por el reloj de Salmet ¡dos veces!

  La manzana no se me había caído de la mano, por lo que alcé el segundo remo nadamás.

  —Vi que ibas a comerte esa manzana —añadió sonriente.

  —Yo no soy un mapache.

  —Creo que no dije eso.

  —Perdona... Es solo una tonta comparación que tengo en mente.

  —Oye, ¿es mi imaginación o tu manzana está envenenada?

  Tuve una microsonrisa y asentí.

  —Pero... —no tenía motivos para quedarse más tiempo—... de alguna manera tu memoria grabó el camino. Sin importar que tardaras en llegar "horas"...

  —Bueno, me perdí por diez minutos...

  —Conque el tiempo te parece una eternidad —dije.

  —Bueno, sí. Estuve perdido y no fue bonito.

  —Debiste haberme llamado, entonces te habría ido a buscar. ¿Qué quieres?

  —Ah... sí, bueno yo no.... Umm. Este... quería disculparme.

  —¿Por lo del pato? —asumí—. Supe que apareciste pese a todo. Yo sería mediocre si espero tus disculpas.

  —Vi tu cara, ¿okay? —balbuceó—. Estabas al borde del quiebre y yo lo supe de inmediato...

  No podía componer las oraciones con fluidez, le costaba mirarme a la cara y jugaba con el cabello en la nuca. Reconocía el movimiento involuntario y la timidez con que huían las pupilas. No saber qué hacer con las manos, odio eso porque es como si siempre hicieras algo con ellas... Él murmuraba y su voz parecía volverse externa a él.

  —Damián —interrumpí—. Sé suficiente sobre el comportamiento humano y cómo surgen las ideologías. No quiero que te disculpes conmigo. Prométeme que no pedirás disculpas por cosas que nunca...

  —No. Todo se fue a la mierda por mi culpa.

  —Eso es ridículo —profundicé honrado—. Salieron de la casa y el pato está en el lago.

  —Realmente no tienes idea. Nadie te contó.

  Me inflamé en dudas y su tono triste me puso inseguro de lo que sabía.

  —Sé que a Bosco y a Sarabi los castigaron, pero no pregunté nada más —descubrí que mi serie de actos se repetía mucho más rápido que las veces pasadas—. Yo debería lamentarlo. Realmente no me importó lo que les pasara.

  —Tu plan solo se enfocaba en que todo saliera bien —murmuró, ocultando coraje—. ¿Pensaste lo que pasaría si...?

  —No lo hice.

  —No creo que conozcas a Aurelio.

  —Yo... —"ojalá fueras un pato..."—...sé que está enfermo.

  —Hablé con él el jueves pasado —dijo—. Bosco me contó el plan. Por nada del mundo él daría las crías a ese pendejo. Su familia y los animales no se llevan...

  —Sí —suspiré irónico—. Su casa y su fábrica son una carnicería.

  —Pareciste olvidarlo —contestó molesto—, cuando supe que metiste a mi mejor amigo y su gato a casa de Aurelio (quien me rompió el dedo y me dejó morada la cara, te metió droga a ti y Sarabi...).

  —Acepto la carga.

  —¿No puedes decir nada más? —inquirió en voz alta.

  Meneé la cabeza avergonzado y sentí que la manzana realmente era venenosa para mí.

  —Lo mejor será que deje de verlos —añadí—. Es lo mejor que puedo hacer.

  —Eso no puede ser madurez emocional, viejo —dijo irritado.

  —A simple vista luce como una locura —dije con una actitud pasiva que no debería alterarlo—, pero realmente sirve para evitar contratiempos.

  —Hablas como si lo hicieras todo el tiempo.

  ¿Tenía sentido decirle que no era cierto? La respuesta es no. Podría convencerlo, pero sería ineficaz para lo que finalmente ocurriría.

  —Me agradaría que realmente te esforzaras por darme excusas —expresó descontento.

  —Pensaba salir a limpiar la laguna... —murmuré como respuesta.

  —Pues iré contigo.

  —¿Qué dices?

  —Soy un dispensador de información contigo —dijo con frialdad—. Sarabi piensa que podrían ser verdaderos amigod porque no quiere quedarse sola cuando se vaya Bosco... Te idealizó lo suficiente para...

  —Imagino que no solo hablar por ella.

  Me ensombreció con su mirada ámbar y tuve que apartarme.

  —Te ayudaré en lo que sea que tengas que hacer, pero con la condición de que me cuentes por qué haces esto. Solo necesito la absoluta verdad y quiero que me hagas creer en tu palabra o...

  —Piensas golpearme —murmuré y me observó con desagrado.

  —Te creí más pespicaz. No soy Aurelio. Me refiero a que se volverá una carga para ti y yo no me esforzaré en hacerte sentir mejor. Cuéntame qué te ocurre y liberaré cualquier culpa por mi y por Sarabi.

  —No es suficiente.

4. Un truco viejo

Apoyé los pies en la tierra y los arrastro. La canoa se desplazó turbulentamente y al final flota en el agua. Elevé el nudo de la soga por la barra de madera clavada en el suelo y la tiré escrupulosamente junto a los remos.

  —¿Sabes remar? —dije.

  —¿Me ves cara de que sepa remar? —me contestó apático.

  Me subí al frente y le ofrecí mi ayuda, pero el no hizo mucho caso. Impulsé la nave con ambos remos y nos movimos lentamente por la laguna musgosa.

  —Se aclara más adelante —mencioné.

  —Siempre estás en el bosque haciendo cosas de campesino —murmuró a mis espaldas—. ¿Por qué?

  —Salmet necesita guardabosques de verdad y no gente que custodie los límites. Se debe solucionar —mi molestia incrementó al ver una botella de plástico contaminando—. ¡Otra vez! Las cañerías recaen en los cuerpos de agua.

  —¿Y esobque tiene que ver?

  —El agua del lago, los estanques, el río... la laguna. Basicamente la gente nada en su propia mierda sin saberlo.

  Me erguí en alto, procurando no perder el equilibrio y nos acerqué a la botella. Incliné el cuerpo para tomarla, sin esperar que Damián me asegurara tomándome de la chaqueta.

  —Si no vas a usar la "garra", mejor no la hubieras traído —agitó mi recolector de basura en el aire y jugó a pelliscarlo.

  —Me confundes —dije ronco.

   —¿Cómo?

  Al destapar la botella me extrañó encontrar agua estancada, roté su boquilla abajo y el agua cayó en cascada. Damián pateó de mala gana la bolsa de basura hacia mí y guardé la botella. Cuando veo cosas como esa, pienso en gente cagando plástico.

  —Damián —respondí conflictuado—, pareces molesto pero sigues siendo alegre. Eso me confunde. No sé si usar mi modo serio o relajarme un poco.

  —No tienes que decírmelo como un robot —dijo—. ¡Simplemente actúa como una persona normal!

  —¿Esto te parece normal? —me senté frente a frente y tiré de un remo.

  —Es que... tú nos agradas, pero solo quieres irte. De repente tienes lapsos en los que te ves muy contento. No lo notas. ¿Quieres que actúe como si estuviera bien?

  —No les he causado más que problemas, debo irme.

  El agua ofreció una auténtica resistencia que nos hizo girar en pequeños círculos, pero logré encausarnos hacia la presa. La situación empezaba a oler mal.

  —Te recomiendo que respires lo menos que puedas —aconsejé cubriendo mi nariz al encallar en tierra firme.

  —Huele a mierda.

  —Porque es mierda en grandes cantidades. Pero descompuesta... —desenrollé un paliacate de mi bolsillo y lo extendí hacia Damián—. Póntelo.

  —¿Eso significa que inhalarás caca? —rio abrumado.

  Quise golpearlo en la entrepierna con ganas.

  —Creo que tengo un paliacate extra en mi mochila, ¿puedes revisar?

  Se tropezó hacia mi con un andar curioso. ¿Alguna vez su mamá o un amigo les ha abierto la mochila de la escuela cuando la traen puesta? Se siente raro. Usaría el dibujo de alguien abriéndole la mochila a otro para demostar que me están robando de manera discreta, en caso de no poder hablar.

  —Era azul —mencioné—. ¿Puedes no mover tu mano tanto? Gracias. Me hace sentir incómodo...

  —Tu mochila no cierra —jaló de los cierres y el presión de la mochila subía y bajaba—. Creo que se... No, ya está.

  —No volveré a hacer eso jamás; se sintió horrible.

  Vaciló hasta ponerse frente a mí. Me divirtió su gesto. Hay personas que tienen cara de haber olido mierda todo el día, mas verlas en persona es un mundo totalmente diferente.

  —Siento que voy a vomitar...

  —Al menos no la tienes en cima —arumenté al tomar el paliacate.

  —Vaya, nunca he usado uno de estos —dijo.

  —No es la gran cosa. Mi abuela los usa para los dolores de cabeza —me detuve a pensarlo sin creer en su argumento—, ¿de dónde vendrá esa creencia?

  Me puse de espaldas a Damián y le pedí que imitara los movimientos que hacía para el nudo. Iríamos a revisar el canal de drenaje para reparar el mismo error de siempre.

  —Hay algo que tienes que saber sobre el drena... —acercó su pulgar izquierdo a mi mentón y lo talló con intención de limpiar algo.

  —¿Comiste chocolate acaso? —curioseó como si hablara con un infante.

  —No... —carraspeé para apartar su mano lejos de mi cara.

  —¡Uy, perdón! —fingió afligirse—. Es que traías mugre en la cara.

  Parpadeé por un rato (es un truco que me enseñó papá y es lo que se hace cuando no tienes respuesta a cualquier suceso). Agité mi dedo índice y lo dirigí en flecha por la pendiente. Me puse el paliacate y me apoyé de algunos troncos para escalar.

  —Un día me caí —le conté a Damián—. Me apoyé en una de las raíces de ese árbol ¡justo del que te estás agarrando! Quedé empapado.

  —Sarabi te describió como lo que parecía ser un activista alentador —enhalteció sus palabras con sarcasmo—. ¿De verdad eras tú o te confundió con alguien más? Ahora tengo miedo de caerme.

  —Te hablo del pasado, como me lo pediste. Pero solo me ocurrió la primera vez. No tenía experiencia en la exploración.

  —¿Me das una mano?

  Damián se ancló a mis dedos en vez de mi palma —fue necesario sostenerlo como si fuera una garra—, además, consiguió tronarme los dedos. Al soltarme, la sensación fue muy parecida a un desfile de hormigas.

  —Se ve como lodo —dijo Damián com tono pestilente.

  —La parte buena es que entiendes que no es lodo.

  Me gustaría visitar un pantano y así imaginar que los desechos sanitarios pueden ser tolerables en imagen. Pero los pantanos parecen apestar también. Existían ingenieros que frecuentaban reparar el drenaje, pero solo una vez al año. Hasta ahora no me he topado con ellos. Fue el exgobernador quien aseguraba que el trabajo se hacía, afortunadamente ahora tenemos una nueva alcaldesa... (espero no sea el mismo perro de los trucos viejos).

  Una vez una prima me dijo de la forma más natural que los mapaches nacen de la basura. De inmediato vino a mi mente la idea de la generación espontánea de las ratones (de Van Helmont y Jan Baptiste).

  Seguí la receta de la creación de ratones por tres semanas. Estaba añorando una granga de super ratones. La cual nunca llegó.

  Tenía trece años y por ese tiempo le creía demasiado a una persona de internet. ¿Qué tan crédulo es un mapache?

  5. Generación espontánea

  —¿Ves esa escalera? —comenté a Damián.

  —Se ve tan grotesco —añadió arrugando la nariz de manera cómica.

  —Quítame la pena, señor Mostaza —se apoyó en mi hombro y vaciló si cruzar o no—. Un descuido y me iré por el drenaje.

  —No me llames así, helado.

  —Este canal conecta el drenaje fluvial y sanitarias... No me mires así.

  —Fui a un examen de reposición de geografía en primero y segundo —murmuró caprichoso—. Bosco me ayudó a pasar, ¿qué esperabas de mi?

  —Paso la mayor parte del día solo en el bosque, ¿qué...

  Me fui a la escalera, yabque no entendí cómo detener esa idea que salió naturalmente de mi parte. Además, Damián tampoco quiso seguir el tema. Me quité la mochila y la arrojé del otro lado del canal. Cruzaríamos la escalera de metal que lucía como puente y destaparíamos un obstructor.

  —Este canal solo debería transportar o agua de lluvia o de desechos del hogar —expliqué al asegurar  la escalera-puente.

  —¡Ah, ya! Haberlo dicho antes, Mostazín.

  —El exgobernador unió los canales, lo cual no solo fue una perdida millonaria. Si esto sigue así, las demás partes del bosque quedarán hechas la mierda. La basura a veces cae por la boca de tormenta y arrastra todo hacia acá. La culpa es de todos, pero yo lo mantengo... Ten cuidado.

  Pasé mi mano y mi pie como si escalara la escalera de manera común o pasara por arriba de un pasamanos. Y llegué a pararme al lado de la causa. Esperé a que Damián cruzara.

  —Estos pinos dejan caer sus ramas y hojas ¡todos los de alrededor! Se supone que hay un canal secundario para que fluyan los deshechos, pero los plásticos y esos árboles terminan tapándolo.

  —Es injusto.

  —Pero así son las cosas.

  —Solo te quita tiempo y no te deja hacer nada más. ¡No lo deberías hacer tú!

  —Enviaré cientos de cartas con petición de que se haga caso —añadí seguro.

  —¿Entonces creéis que la caballería vendrá al rescate del bosque? —entonó con acento español.

  —Nup, nup, nup —repetí.

  —¿Es por esto que tú..? Ya sabes.

  —Para nada —empuñé el extractor y retiré unas cuantas partes de la presa—. A mi papá le hubiera gustado verme así.

  —Vine a ayudar —se agachó y me pasó la basura a la bolsa.

  —¿Te dije que murió? —pregunté con sutileza—. No puedo acordarme.

  —No estoy seguro si me lo dijiste o lo comprendí por mi cuenta —admitió con mi mismo tono—. No haré preguntas.

  —Y no quiero que las hagas —acepté.

  —Sabes, no quisiera encontrar ningún animal entre toda esta mierda.

  —¿Quién sí? —reí—. Aunque... no tiene por qué ser malo. Conocí a Incín mientras cargaba un puñado de varas como tú.

  —¡Tienes que estar chingándome!

  —¡Hm! —sonreí. Me pasé del lado opuesto y me arrimé hacia él—. ¿Te cuento lo que ocurrió?

  —Es por esto que el agua empieza a desbordarse por la pendiente de allá —señaló Damián, jugando a que no me oía.

  Me esmeré en mi cara de póker para que la apreciara fielmente.

  —Quita esa cara o te palmeo el rostro —amenazó Damián.

  —Olvidamos los guantes —añadí asqueado.

  —Ah, bueno... —soltó irónico—. Pues que te pudras.

  —¿Cómo llegó al drenaje?

  —Ocurrió... un accidente bastante turbio —narró Damián como si se tratara de un rumor.

  —¿Siempre fue doméstico, no? El día que lo encontré tenía un collar.

  —Tengo entendido que su hermana le obsequió al persa.

  —¿Se escapó al bosque o cayó en una boca de tormenta? —expresé seguro de una de las dos alternativas—. No apuesto en que cayera en el escusado.

  —Fue culpa del papá de Bosco y un enjambre de ratas.

  —Las ratas no forman enjambres; son más de manadas o colonias.

  —No te pregunté —sumó Damián naturalmente.

  —Sigue.

  —Regresando de un evento, Bosco encontró a Incín afuera de su casa. Parecía observar algo en el otro lado de la calle. Ignoró la presencia de Bosco y fue a checar la boca de tormenta, sin embargo, al instante, aparecieron cientos de ojos rojizos que se lanzaron sobre ellos. Mordieron a Incín y a Bosco. Tuvieron que matarlas. Su cuadra estuvo en reparación por unas semanas debido a la plaga, pero el problema no acabó con eso. Estaban cansados y adoloridos, Incín apenas podía moverse y un par de ratas se treparon sobre ellos.

  —Debió ser una masacre —comenté—. Debió de encontrar la forma de...

  —Te equivocas —me cortó paranoico—. Pudieron haberlos matado y en esos casos, son ellos o tú.

  —No diré nada.

  —Era una tempestad y la lluvia desbordaba y nublaba las cosas. Y de la nada fue atropellado —exclamé como si me ahogara—. Era el papá de Bosco. Volvía después de meses fuera y la verdad las cosas erab horribles en su casa. Lina (su hermana) huyó de casa y sus padres no se hablaban. Bosco era un rarito idealista y antisocial... Creo que el gato tenía como tres o cuatro meses. ¡Salió volando y resbaló por la boca de tormemta!

  —Suena como una novela muy dramática —esbocé algo molesto.

  —Bosco se deprimió de manera seria durante el mes después de eso. Alucinaba y se avergonzaba de ello. Sarabi se fue con los populares y quedé con él únicamente. Aún así, no pudo contarme lo que en verdad pasaba en su mente. Tuvo que esperar a que fuera demasiado tarde... Me envió varias cartas para explicarme, pero la... la más importante, donde me decía lo que iba a hacer... ¡La perdí!

  —¿Qué fue lo que pensaba? —me observó con ojos tristes de muñeca y se arrepintió de momento—. Bueno, no te preocupes.

  —Vivió en el hospital psiquiátrico por un mes. Lo vi, mejor dicho; lo visitaba a menudo. Creo que no le gusta hablar de ello. Solo sé que se trataba de algo extraño.

  —¡Demonios! ¿De qué tipo?

  —Un Bosque —susurró—. El nombre era algo por el estilo. Y creo que su terapeuta era tu mamá. No creo, lo sé. Él tampoco sabe que tomo terapia y tu mamá era discreta cuando nos veíamos...

  —Dijiste demasiado —dije preocupado de que se confiara de mí—. Tengo que terminar la historia, desde lo que yo viví. Y una última para que te puedas ir y comprendas que no soy bueno para ti. Para ustedes.

  Cabeceó, por poco, invisible.

  —Era noviembre. Asumí que el desastre del canal que caí hacia la laguna no haría ningún bien a los animales ni al bosque. Cruzaba lo más que podía, creyendo que algún día vería un guardabosques; mas no. Nunca existieron. Solo era yo.

  —Tu vida suena solitaria, viejo. Me recuerda a la mitad de la mía.

  —Pensé que estaba muerto.

  —¿Quién?

  —Incín, el persa. No se movía. Ese día vi flotando montones de ratas entre mierda y otras porquerías, e Incín no era mucho más grande que ella. Realmente eran ratas enormes. ¿Qué comerán? Rebotaban grupos de sangre, mis ojos los destacaban por encima de todo, y había un rastro de gotas que se atascaban entre los residuos yvlas ramas. ¿Era una rata? ¿Y estaba muerta? Se escuchaba un terrible llanto; se sentía lejano e infinito.

  —¿Bosco sabe?
 
  Oteé por todos lados. ¿Debía llamar a un adulto? No. Si ninguno estaba, quería decir que no les importaba. El canal crujía y dejaba de avanzar, resistiéndose tremendamente. Debía quebrar esos obstáculos para que no murieran los peces y eso hice. Después del primer golpe, el vientl se congeló y una voz se desgarró.

  —Lo golpeaste...

  —Espero que no. Había perdido el pelo, aún quedaba poco para distinguirle, su cola parecía la de una rata. Agarré la red de ese entonces para pescarlo. No podía moverse y temblaba en frío. Lucía pequeño como un recién nacido y se contraía lleno de heces ajenas. ¿Lo desecharon? Y si así fue, ¿Por qué? Desmoroné la presa que formaban los árboles de una patada y volví al iglú cuanto antes.

  —Yo lo hubiera dejado —dijo Damián—. Me habría dado miedo y jamás hubiera vuelto.

  —Qué triste. No tuve tiempo de pensar en mí —noblp hago—. Lo lavé con ahua del río celoso y al poco tiempo me hallé con la veterinaria.

  —Gracias.

  —No lo hice para que me agradezcan. Ese consultorio estaba hartl de que llegara todo el tiempo a voces de emergencia. ¡Les pagué y les pago siempre! ¡Solo callen y trabajen! Llamé a mamá y expliqué la situación, pero mientras ella terminaba si trabajo para llegar conmigo ocurrió lo inesperado. La veterinaria se asomó por la puerta y me dijo que no podían curarlo si su collar y el listón lo obstruían. Me veía realmente afligido, dudo lo qie pensó, debió pensar que ese realmente era mi gato y no otro animal. O yo ya debía parecerle un abusador de animales por diversión.

  —Los estabas salvando. ¿Se atrevería a creerlo?

  —No me veía como si me considerara un héroe. Pero mamá llegó cuando yo había llegado a la conclusión de que el gato no podía volver con su dueño.

  —Concluiste...

  —Encontrar a un gato mediomuerto y con cicatrices que hasta hoy día tiene, no deja mucho que creer de su dueño. Y por eso mamá me dejó quedármelo. Me encariñé con él y lo llevaba a la casa del árbol. Pude enseñarle trucos como las maneras para levantarlo o subirse a mi hombro; subir solo por la escalera del árbol.

  —¿Lo entrenaste como a un perro?

  —Lo domestiqué unicamente, pero conservé su listón y el collar. Todo el tiempo lo llamé por si nombre: Incín. Quedármelo era egoísta. Para la felicidad del gato y para sus dueños.

  —¿Pero que si tú tenías razón?

  —Espié a Bosco. Primero enconrrandl su direvcion y en la escuela; lo vi en su manera de andar y si pierna fracturada. Se veía deprimente.

  —¿Siempre haces cosas así?

  —Pensé que sería sencillo despedirme... Aproveché mi última hora libre en la escuela para llegar a casa de Bosco y dejarle a Incín. Pareció merodear feliz por la casa y haberla reconocido. Recordar a Bosco. Quererlo más allá. Entonces me subí a la bicicleta, pero caminó detrás de mí.

  «—¡Shu! Lárgate. Estás en casa, tu hogar. ¡Tienes un hogar.

  «Pedaleé ligeramente y el corrió a mi lado. Empecé a... Hartarme. Podría hacer que me odiara o me olvidara. Solo causaría dolor si permanecía a mi lado. Nunca tuve nada como eso, estoy acostumbrado.

  «En segundo año me juntaba con unos chicos. Josh, Raúl y Nat. Eran... unidos. No causé nada más que problemas. Confiaron en mí; me llamaban y escribían todo el tiempo. Me incluían, pero discutían por cosas... como todos. A Josh le gustaba Nat y yo a ella. Pero a mí también me gustaba Nat. Raúl me preferia para los deportes y Josh quería que hiciera lo que él dijera. Nunca fueron cosas malas. Pero yo estaba con ellos porque necesitaba compañía. Me confunde pensar si en verdad los quería o duraría por siempre. Pero era la misma vieja historia».

  —Cosas como esas ocurren todo el tiempo —dijo Damián—. Y no son culpa tuya. La gente es así.

  «Besé a Nat, me gustaba mucho y le escribí una carta para que me viera en la fuente del parque japonés. Ella fue. Me inscribí a un concurso junto con Raúl, pero al momento en qje iniciaba, lo llamé. "Se me había olvidado. Es que solo me acuerdo de cosas importantes" y le dije a Josh que solo quería tocarle el trasero a Nat.

  «Tenían conflictos internos. Los padres de Nat discutían y debido a ello, su papá le pegaba de vez en cuando: siempre en los brazos (basta con mangas largas para ocultar los golpes). Josh tenía que trabajar en un taller para ayudar a su familia, una numerosa, que regularmente pasaban hambre. Raúl se llenaba la cabeza con comentarios autodestructivos y aceptaba que Aurelio, Belén o Abril se los dijeran. Lo aceptaba de todos.

  —¿Qué no "Cachetes" se llamaba Raúl? —me interrumpió Damián de pie.

  —Era el apodo más pobre y bondadoso de todos. Pasaron los meses y hubo un día en el que descubrí que dependían más y más de mi, porque yo era la persona más estable y normal. Y me querían. Yo no pedí su sufrimiento ni que se colgaran de mi... Nat me llamaba "Mi Santuario", Raúl creía en las cosas qje decía de él (y que toda persona debería creer), Josh me consideraba su guía moral.

  «El problema fue que debí irme desde el principio y no quedarme. O en otros casos, mantener una línea de territorio para que nadie se acerque. Incín quería irse conmigo y olvidar a Bosco. Por eso até su collar a la reja y me fui. Sé que encontró la manera de volver al iglú y no le importó que lo abandonara, como si él no tuviera memoria. Eventualmente lo dejaba en casa de Bosco y se iba. Con el tiempo él se volvió una visita; creció. Ahora tiene quince en años gato y alnparecer tendrá una camada. Raúl, Josh y Nat siguen siendo amigos; parece que a todos les va mejor.

  «Como sea, no puedo preguntar. La última vez que me acerqué, Josh me dio una paliza. Yo se lo permití, lo merecía».

  —¿Estás escuchando lo que dices? —me contestó Damián con rabia natural.

  —Por favor, no le cuentes a Bosco. Ni a nadie. Te llevaré a casa.

  Descargué mi mochila junto a la casa del árbol y arrastré a Olivo hundiéndole por donde pasaramos. Él se quedó detrás de mí, inaudible (invisible). Arrastraba mis pies con dolor en el estómago y me mortificaba pensar que vivir en una isla en el lugar más remoto de la Tierra era mi sueño.

  Los mapaches hurtan, después de todo. No se quedan, pero vuelven por más: para ellos. Fingen ser alguien que conoces, pero no pueden ser ellos mismos contigo cerca. ¿Cómo lo sé? Soy un mapache. O lo que logro comprender de ellos.

  Aparté los arbustos para que Damián bajara hacia el parque oculto. Uno que pocos conocen, por su nombre. Y creo que eso está bien, la belleza oculta y el misticismo. Todo está protegido como si fuera el nido de un ave; me hace creer que solp lo descubriran quienes lo merezcan.

  Respiré estrepitosamente bajo y me oculté en mi pecho. Era insonoro. Invisible. Yo, por siempre. Damián vio la salida y se me adelantó. Su cabello chocolate se veía amargo y la sonrisa que me mostró después, algo agria.

  —Eres un gran tipo —me referí a él—. Sarabi tiene la resiliencia de todos los héroes y Bosco es un nexo común, al parecer, me alegra tu vínculo con él. Dejen que Julia se integre, lo necesita más que yo. Que los buenos actos los acompañen.

  —No quiero que los buenos actos me acompañen —negó Damián, rotundamente y con las manos en los bolsillos—. Bosco, Sarabi, Incín, Julia, Mondlicht; Nat, Josh y Raúl tampoco lo querrian.

  —Hago lo que todos necesitan —protesté.

  Me tomó del hombro, su mano temblaba junto con sus labios y la iris. Tenía muletollas en la nariz (espasmos diminutos).

  —No soy como nadie más —inclinó mi cabeza y besó mi mejilla—. Por si no te encuentro mañana —agregó.

  Se desvió por otro camino. Monté a Olivo y perseguí su dirección, no el rastro, abandoné si silueta en el sendero pasado y me perdí en el laberinto de calles.

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