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CAPÍTULO UNO: IRENE ADLER, WATSON Y CONAN DOYLE

Todo comenzó con las tres pipas de Sherlock Holmes. O al menos desde ahí fue que todo empezó a tomar forma. Las primeras tres pipas fueron las del detective, esas que se fumaba de corrido cuando se enfrentaba a un misterio especialmente difícil; luego siguieron las tres pipas de madera gastada que Javier Rodríguez tenía en su repisa, puestas una al lado de la otra frente a los libros de Conan Doyle; y las últimas fuimos Arturo, Carla y yo.

Mi historia sucedió en el verano del 2004.

Yo tenía doce años, había dejado de ser el peor del curso y me movía con cierta comodidad en ese gran grupo de alumnos del montón de un pequeño colegio de la comuna de Recoleta, donde también vivía junto a mis papás, mi hermana menor y mi abuela.

Seguía siendo un "alumno del montón" por elección propia. Llevaba dos años teniendo clases con Javier, mi tutor, y el cambio era evidente, sobre todo para mí. Era como si hubiera tomado mi antiguo cerebro para cambiarlo por otro, uno capaz de entender las cosas muy rápido, viéndole el lado bueno incluso a las materias que no me gustaban, que eran, en resumen, todas las que tenían que ver con ciencia. No lo logró de golpe, eso es obvio. Le costó su buen par de meses. Lo más extraño de todo es que no me di cuenta de lo que hacía hasta que ya fue muy tarde. Su carta ganadora fue, por supuesto, Sherlock Holmes.

Para ese momento ya había leído Estudio en escarlata y Las aventuras de Sherlock Holmes. Estaba obsesionado. Quería saber más sobre ese detective y su amigo Watson, pero, más que nada, quería ser como él. Javier se dio cuenta, así que empezó a recalcar cuán culto y versado (usaba esa palabra de verdad) era mi ídolo en muchos temas. Entonces, cayendo en la trampa, me puse a estudiar. Escuchaba con atención las clases en el colegio y luego llegaba con preguntas para hacérselas a él, quien explicaba todo de manera mucho más divertida y clara que los profesores. Los temas que más me interesaron desde el principio fueron el cuerpo humano, la historia y, claro, la literatura.

Javier Rodríguez lo logró y mis padres también se dieron cuenta del cambio. Mis notas fueron variando de la gama de los cuatro hasta rondar la nota seis. El día en que les llevé un siete en matemáticas, mi mamá dijo una frase que me heló la sangre:

—Yo creo que ya no necesita las clases de ese caballero.

Durante la noche, en mi cama, la realidad me cayó encima. Fue doloroso. Si seguía así Javier ya no sería mi tutor, ya no iría a su casa tres tardes a la semana, ya no veríamos más Conan en el canal 11, ya no comentaríamos mi última lectura de Sherlock Holmes. En la mañana había tomado una decisión. Un mes después empecé sacar notas cinco, las que no eran todo lo buenas que mis padres hubieran querido, pero me mantenían lejos de una posible repetición de curso.

—Mejor dejémoslo un tiempo más con tutor— dijo mi papá, mirando la prueba que acababa de entregarle, mientras yo intentaba no reírme.

Todos ganamos, o eso me esfuerzo en creer.

Como tenía que hacerme el tonto en el colegio, evitaba leer o hablar con las palabras que le copiaba a Javier, las que eran muchas. Seguí jugando a la pelota o a cualquier otra cosa que se les ocurriera a mis compañeros. Simulaba divertirme, cuando en realidad lo único que quería era estar en su casa. En esa época ya no daban más Conan, así que estábamos viendo una nueva serie que era una adaptación de los cuentos de Conan Doyle. Estaba protagonizada por Jeremy Brett, quien, a nuestro juicio, era la viva imagen de Sherlock Holmes. No la emitían por televisión; incluso hoy es difícil encontrarla. Según lo que me contó un día, se la conseguía un amigo que tenía un puestito en el Persa Bío Bío. A los dos nos gustaba tanto que veíamos cada capítulo más de una vez para así fijarnos en todos los detalles.

El caso es que me aburría en el colegio. Demasiado. Las ocho horas que pasaba allí me parecían una pérdida de tiempo al lado de lo que podría haber estado aprendiendo (aprendiendo de verdad) en la casa de Javier Rodríguez. Es importante decir también que, a esa altura, le contaba todos mis problemas. No lo hacía con un fin en especial, sino solo por sentir que alguien me escuchaba. Y eso era precisamente lo que él hacía: escucharme. En eso era distinto a los demás adultos que conocía, quienes creían que los niños no podíamos tener nada interesante que decir. Javier, en cambio, se comportaba conmigo como si yo no fuera un simple niño, como si tuviera cosas interesantes que contarle. O así lo veía yo en esa época.

—El colegio me da ganas de dormir. Es como si me apagaran el cerebro.

—¿Cómo si te cerraran el Ático?— preguntó sonriendo el día en que me desahogué, minutos después de que termináramos de ver un nuevo capítulo de la serie de Sherlock.

—Como si lo cerraran y lo inundaran. ¿El colegio era igual de fome en tu época?

—Yo creo que peor. Ni siquiera podía arrancarme de él.

—¿Por qué? —Lo miré interesado mientras dejaba el sillón y se encaminaba hacia su escritorio, en el que solo había una máquina de escribir vieja, un tazón con lápices negros y una libreta cerrada.

—Porque estudié en un internado.

Abrió la libreta y empezó a escribir. Esa escena no era rara en mis visitas, por lo que supuse que ya se había acostumbrado a tener mis ojos clavados en su nuca mientras lo hacía. Mi curiosidad tenía sentido, ya que esa libreta era el equivalente a una puerta prohibida en la casa de mi tutor. Yo podía moverme por toda la casa sin toparme con ninguna de esas, pero la libreta estaba más allá de mi alcance. No es que él me prohibiera leerla, pero yo intuía que si lo intentaba no se pondría feliz. Así que nunca lo hice, aunque me picaban las manos.

—¿Qué escribes?

—Algo así como una novela.

—¿Cómo las de Sherlock?

—No le llego ni a los talones a Conan Doyle.

No pensaba lo mismo. Era la persona más interesante que conocía, por lejos. En mi mente infantil no me costaba mucho compararlo con el creador de Sherlock. A veces sentía que venía de un libro y que yo estaba metido en la historia con él.

—Y lo de tu colegio... —continuó—. ¿No te has puesto a resolver misterios allí?

—Ahí no hay misterios— dije con el ceño fruncido—. Ya te dije que es lo más fome que existe.

—No creo. Quizás lo que te falta es mirar bien. Observar, como diría Sherlock. ¿Qué es lo que quieres ser cuando grande?

Ni siquiera lo pensé.

—Detective.

—Esta es una buena manera de comenzar. Aunque sea con un lápiz perdido. Puede que te entretengas. Y deberías hacer lo mismo con tu barrio.

Todavía dudaba de su consejo, pero cómo hasta el momento no había fallado con ninguno, decidí intentarlo al día siguiente. Antes, sin embargo, tenía una pregunta que hacerle.

—¿Qué querías ser tú cuando grande?

Él tampoco dudó.

—Escritor. Pero solo llegué a periodista.

—Ahora estás escribiendo una novela.

—Una que nadie va a leer.

—Yo la leería.

Sonrió ante mis palabras, como dándome las gracias.



Si el colegio me parecía aburrido y sin interés, mi barrio era mucho peor. En mi mente era como una extensión de mi casa, es decir, un lugar que conocía demasiado bien, que no albergaba ni una mísera sorpresa. Había pasado mis casi trece años allí, viendo todos los días a la misma gente, las mismas casas, las mismas mascotas. Pero cuando volví a mi calle esa tarde y me dediqué a observar con más atención a mis vecinos, noté que muchas cosas que ya había visto, una y mil veces, sin fijarme de verdad en ellas, no eran del todo normales. Requerían una investigación por mínima que fuera. Por ejemplo la gata de don Fidel (Celeste, creo que se llamaba), que se tambaleaba por los techos, en ocasiones incluso cayéndose, como si viviera al borde del desmayo. Antes de dedicarme al caso pensaba que simplemente era un felino con pésimo equilibrio. Un día, sin embargo, mientras espiaba a su dueño, cuya casa estaba al lado de la mía, vi que éste le echaba un líquido transparente en el tazón de leche al animal. En mi inocencia creí que era agua, hasta que recordé que mi vecino era el borracho más conocido de la calle, metiéndose en problemas de forma recurrente en el bar que había junto a la plaza. Una bebida alcohólica explicaba mucho mejor las caídas de la gata y también la forma de caminar de don Fidel, quien zigzagueaba por la vereda, al igual que su mascota por los techos.

Después del caso de La Gata Borracha tuve el de Los Dulces de Doña Luz y el de La balanza fallada de don Ricardo. Todos fueron fáciles de resolver, solo capaces de mantenerme ocupado unos cuantos días. Paralelo a esto, empecé a investigar cosas entre los miembros de mi curso, sobre todo enamoramientos ocultos y, tal como dijo Javier, lápices y otros útiles perdidos. Casos pequeños, de los que Sherlock se hubiera burlado, pero que lograron afinar mis capacidades de observación. Además, todo este juego me permitió conocerlo a él, a Arturo, el único estudiante de mi colegio que pudo llamar mi atención de forma duradera.

No era de mi curso, pero nuestras salas estaban una al lado de la otra. Tampoco vivía en mi misma calle, sino en la siguiente, cosa que descubrí una tarde cuando caminé hasta mi casa detrás de él, mirándole la mochila de mezclilla. No sabría explicar qué fue eso tan interesante que le vi; el asunto es que desde ese día no pude dejar de observarlo, ya fuera en el colegio o en el camino a casa.

Cuando le conté a Javier sobre él, su consejo fue simple:

—Háblale un día de estos.

—Es que él no habla con nadie en el colegio. Vez que lo veo anda solo.

—Igual que tú.

No intenté debatir con mi tutor sobre eso último.

—¿Y de qué le hablo?

—De lo que sea.

Durante todos los días de la semana que siguió, pensé en una forma de acercarme a ese niño y decirle algo interesante. No se me ocurrió nada que no fuera muy... bueno, muy yo. En el colegio no sabían lo que me gustaba, porque suponía, y con razón, que si hablaba de Sherlock nadie me iba a entender o, peor, se iban a reír de mí. Ese niño, cuyo nombre no conocía todavía, no tenía por qué ser distinto a los demás. Pero lo era; me di cuenta el día en que por fin hablamos.

Íbamos caminando como cada tarde hacia nuestras respectivas casas, él unos diez pasos por delante. Cuando faltaba solo una calle para la mía, se detuvo frente a la casa de la esquina, donde vivía la señora Julia, una de las habitantes más viejas del barrio. Abrió su mochila y sacó de ella una cámara fotográfica gigante, por lo que deduje que era incluso más antigua que la de mis papás. Tomó una foto rápido, evitando que alguien lo viera, o esa idea me dio su comportamiento. Escuché un ruido extraño y luego vi que de la cámara salía un papel que el muchacho guardó en el bolsillo de su pantalón gris. Entonces se dio cuenta de que lo estaba mirando. Se volvió hacia mí.

Estuve paralizado unos diez segundos antes de reaccionar, repitiendo en mi cabeza el consejo de Javier una y otra vez: "háblale de lo que sea... háblale de lo que sea... háblale de lo que sea". Caminé unos cuantos pasos, porque tenía claro que si decía algo desde esa distancia probablemente él no me escucharía. Cuando estuve más cerca, unas veinte frases de saludo se dieron codazos en mi mente hasta que algo logró salir.

—¿Por qué le sacaste una foto?

—Porque está abandonada.

—No está abandonada— le espeté—. Ahí vive la señora Julia desde hace años. Es más vieja que mi abuela.

Miró una vez más la casa con el ceño fruncido, asumiendo lo que acababa de decirle.

—¿No sale nunca?

—Mi abuela dice que está enferma y que no le gusta la gente.

—¿Vive sola?

—Sí. —Se giró hacia mí, supuse que para preguntarme si estaba seguro. Pero yo hablé antes—. Creo que tiene un hijo que vive lejos de acá. Está sola, no sale a la calle... si esto fuera en un libro, ella sería...

La forma en que me observó en ese momento me hizo recordar porqué escondía mis gustos. Mejor me callé. Dije que ya era tarde, que en poco rato empezaban las series que veía todas las tardes. Murmuré un "chao" antes de ponerme a caminar hacia mi casa. Él me siguió con los ojos, aún con la cámara en las manos, la que de repente levantó y apuntó hacia mí. Lo miré enojado al sentir el flash.

—¿Qué te pasa?

—Te saqué una foto.

—¿Para qué?

Se encogió de hombros mientras guardaba la foto en la que yo aparecía en el bolsillo, junto a la otra. Luego guardó la cámara en la mochila.

—¿Ahí vives tú?— preguntó señalando mi calle.

—Sí. ¿Por qué sacas fotos?

—Porque me gusta. ¿A ti te gusta jugar a la pelota?

—No, no mucho— dije sin dame cuenta.

—Pero juegas todos los días en el colegio.

Me dieron ganas de imitar su gesto anterior y también encogerme de hombros. En vez de eso, miré hacia mi casa, que estaba más o menos a mitad de la calle y me despedí de él. Siguió su camino, mientras yo simulaba andar con apuro. Volví sobre mis pasos al verlo desaparecer en la esquina.

Era una persecución compleja, porque la distancia era mínima entre él y yo. Recordé, además, que Sherlock rara vez emprendía una sin tener un buen disfraz encima. A mí nunca me han gustado los disfraces, no sé porqué. A falta de uno y de las condiciones óptimas, tuve que andar muy lento detrás del muchacho (en ese punto aún no sabía cómo se llamaba), andando un paso mientras él daba dos o tres. Por suerte el camino era corto, ya que su casa era la tercera desde la esquina. Era bonita, pintada de un color verde oscuro que lucía reciente. A diferencia de mí, el muchacho tenía su propia llave, así que abrió la puerta sin tener que golpear.

Me quedé mirando el lugar durante un rato, esperando que la construcción me dijera algo más, tal como la ropa de la gente le decía muchas cosas a Sherlock. Pero no pude descubrir nada sobre sus habitantes ese día.



Nuestra amistad se fue forjando de una forma extraña en los viajes de regreso a casa, ya que en el colegio rara vez nos topábamos. Yo seguía jugando a la pelota con los compañeros de mi curso mientras él se sentaba en el borde de la cancha a mirar. En un recreo me acerqué y le dije que jugara, pero con su calma habitual y poco infantil me contestó que era muy malo para los deportes. Volví al partido y simulé un rato más, hasta que me cansé y fui a sentarme con él. En los minutos que quedaban para que empezaran las clases le conté que me gustaba leer los cuentos de Sherlock Holmes.

—A mis papás les gusta— dijo y se ganó de inmediato una mirada mía.

—¿Tus papás leen?

—Mis papás son escritores.

Abrí la boca de asombro, pero Arturo justo desvió los ojos hacia otro lado.

—¿Qué escriben?

—Cosas...

—¿Y a ti te gusta Sherlock?— pregunté con ansiedad.

—No. Yo saco fotos.

Tocaron la campana y cada uno se fue hacia su sala. Ahora que sabía algo nuevo acerca de sus padres, me terminé por convencer de que era el indicado para ser Watson. Para qué voy a mentir: yo buscaba a ese amigo capaz de acompañarme en mis aventuras y, de paso, dejar un registro de ellas. Si él prefería hacerlo con su cámara en vez de escribiendo cuentos, me daba lo mismo. Aparte, con padres escritores, no podía perder las esperanzas de que algún día volviera al redil y descubriera su vocación de cronista.

Después de esa conversación quise más que nunca conocer su casa, pero esa tarde tenía que ir donde Javier. Cuando a la salida de colegio le dije que no volvía con él, Arturo se mostró confundido, como cada vez que sucedía ese cambio de planes. Ese día ya no aguantó más la curiosidad.

—¿No te vas a tú casa?

—No... es que... tengo karate.

—¿Karate?

—Sí... tengo que saber defenderme si quiero ser como Sherlock- mentí y como siempre que lo hago dije más de lo que debía.

—¿Quieres ser como Sherlock Holmes?

—Sí. Obvio.

Más tarde, ya con mi tutor, le conté sobre mi incipiente amistad con Arturo. Me escuchó con atención, sobre todo cuando le dije que los padres del muchacho eran escritores como él.

—Ya te dije que no soy escritor.

—Escritor es el que escribe, ¿o no? Y tú escribes todo el día. Paras a ver Sherlock no más.

—Bueno... ¿Te cae bien tu nuevo amigo?

Sí, me caía bien. Pero era raro, hasta para mí. Lo más extraño que tenía era su obsesión con la casa de la señora Julia. Sé que no soy quien para criticar a otro por ser obsesivo. No me costaba entender su fijación con un lugar o con su cámara instantánea. Lo que se me escapaba era porqué le atraía esa construcción en particular. Aparte de estar más descuidada que las casas que la rodeaban, no tenía nada raro. Y yo sabía de cosas raras en el barrio. Además me preguntaba qué podía tener de interesante una vieja que vivía sola al lado de dos padres escritores. A pesar de eso, cuando le daba por tomarle foto tras foto al lugar, lo acompañaba en silencio y con la misma resignación con la que él escuchaba mis resúmenes de las aventuras de Sherlock y Watson.

Eso es lo que hacen los amigos. No se entienden necesariamente, pero siempre se acompañan.



Debo hacer una confesión: en las páginas anteriores mentí unas dos o tres veces y cometí un grave error cronológico. No reconocería esto si no fuera porque se trata de ella, de Carla, quien no puede perdonarme ni un solo error, por más pequeño que sea. Si dejo este capítulo como está y la añado luego, en la escena frente a la casa de la esquina (que a mi juicio fue su entrada en la historia), es capaz de venir y tirarme el libro por la cabeza. Y yo prefiero evitarme ese tipo de problemas.

De modo que sí, con Carla nos conocimos mucho antes de que yo comenzara a seguir a Arturo. De hecho, su rostro me era familiar desde mis primeros años en el colegio, aunque no hablamos hasta que tuvimos once, más o menos. La suerte quiso que tampoco fuera mi compañera de curso ni me vecina. Lamentablemente, ella no necesitaba estar cerca para hacerme la vida imposible. Sabía aparecer en el momento indicado y era una experta en meterse donde nadie la había llamado.

Creo que nuestro primer encuentro fue culpa de mi hermana, Francisca. La niña por esa época tenía unos cinco años y una lengua descontrolada. No existía forma humana de hacerla callar. A mí me exasperaba en menos de media hora, y eso que no me caracterizo por tener mal carácter.

Ese día mis papás me obligaron a acompañarla a comprar un helado al almacén de la esquina. Como la mala suerte me ha perseguido desde la infancia, Don Ricardo tenía cerrado, seguramente porque estaba almorzando. Así que tuvimos que empezar una travesía en busca del estúpido helado por el que mi hermana no dejaba de parlotear. Encontramos una al otro lado del barrio, después atravesar muchos pasajes que yo no conocía muy bien. Ya con el helado en la mano, me concentré en no perderme y poder volver a la casa pronto a ver mis series de la tarde. Pero de repente...

—¡Ahhhh!... ¡No... mi helado! ¡¡Mi helado!!

Mi hermana, un par de pasos rezagada, miraba el trozo de piso donde su helado había caído. Tenía los ojos llenos de lágrimas y no paraba de de gritar.

—Cállate. No grites.

—¡Pero mi helado...!

—Te pasa por tonta...

—¡Mi helado...!

—Cállate, tonta o... —Pensé en algo que la pudiera asustar—. O van a venir los carabineros.

Se puso a llorar con más fuerza. Rodé los ojos, maldiciendo en voz baja a mis padres por decidir tener otro hijo. Iba a agarrarla de la mano para comenzar a arrastrarla hacia la casa, cuando detrás de ella apareció una niña un poco más alta que yo.

—No le digas tonta— dijo.

—No te metas— le espeté, entre sorprendido y enojado—. Francisca, vamos...

—¡No! ¡Quiero helado!

—Tú fuiste la tonta que lo botaste.

—No le digas tonta.

—¿Por qué no te vas a jugar a las muñecas mejor? Francisca, vámonos.

La niña, que no tenía intención de irse a ninguna parte, corrió a mi hermana a un lado y se plató frente a mí con el ceño fruncido y las manos en jarras sobre las caderas.

—No me voy a ir ni una parte. No la voy a dejar sola con un bruto como tú. Dale tu helado.

—¿Y por qué?... si yo no le boté el suyo.

—Porque es tu hermana. Tienes que cuidarla.

—Cómprale tú uno si tanto te importa.

Inspiró hondo, preparándose para decirme quizás qué insulto. Pero luego se lo pensó mejor y se volteó hacia mi hermana.

—Ven, yo te compro otro helado. —Le estiró la mano y Francisca se la tomó de inmediato. Cuando ya se habían alejado unos pasos, se agachó un poco antes de volver a hablar—. Nunca confíes en los hombres.

La traidora de mi hermana asintió, al tiempo que se limpiaba las últimas lágrimas de cocodrilo. Enojado, me debatí entre regresar a la casa o esperar. Concluí bastante rápido que si llegaba donde mis papás y le decía que Francisca había sido raptada por una entrometida niña ellos no estarían felices. Tuve que quedarme ahí hasta que salieron, las dos con grandes helados en las manos. Caminaron detrás de mí un par de calles, parloteando sin parar. Seguramente hablaban de cosas ridículas y sin importancia. Escuché que la niña se despedía de Francisca a la entrada de uno de los tantos pasajes que habíamos atravesado en el viaje de ida.

—Camina rápido— dije apenas mi hermana corrió para ponerse a mi lado.

—La niña...

—No me interesa.

Aunque le repetí lo mismo varias veces, de todas formas me dijo el nombre de su salvadora y me contó que iba a nuestro mismo colegio. Esperé no verla nunca más, pero nadie me concedió ese deseo. De repente la veía por todas partes. Intercambiábamos miradas ceñudas desde extremos opuestos del patio en el recreo y nos hacíamos desprecios cuando nos topábamos en la calle. Yo no podía estar menos interesado en ella; incluso olvidé su nombre. Por bastante tiempo no estuve seguro de si era Carla, Cata o Karen. En cambio, estoy seguro de que me seguía y, peor aún, me copiaba. No sé cómo siempre sabía lo que a mí me gustaba, la serie que estaba viendo en ese momento en la tele o el álbum cuyas láminas coleccionaba en esa temporada. Lo descubría y empezaba a hacer lo mismo. Cuando vi que tenía una chapita de Detective Conan puesta en la mochila me enojé tanto que hasta Javier notó que algo me pasaba. Preferí no decirle nada. Solo rogaba que no se enterara de mi amor por Sherlock Holmes y lo arruinara. Para evitar eso, no le conté a nadie de mi obsesión hasta que conocí a Arturo, aunque a mi favor diré que para esa época ya casi me había olvidado de ella. Ella, en cambio, no se había olvidado de mí.

Fue en el verano del 2004 cuando logró meterse definitivamente en mi vida.

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