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CAPÍTULO TRES: LA EXPOSICIÓN DEL CASO



La casa de la esquina (y todas las de mi barrio, como pude darme cuenta en mis previas aventuras detectivescas) aparentaba ser infranqueable. La reja negra que la precedía, tan alta como un hombre adulto normal, era solo el primer obstáculo. Yo no tenía experiencia trepando, de lo que culpo a mi crianza citadina. Y aunque la hubiera tenido, era imposible que alguien no nos viera, ya que la casa estaba en medio de la calle y a la vista de cualquiera. Detrás de la reja, un pequeño ante jardín con helechos medio secos no daba el más mínimo espacio para esconderse, a menos que tuvieras el tamaño de un insecto o un ratón. Y luego estaba la construcción cuadrada, con la puerta al centro, dos ventanas a cada lado, más las dos del segundo piso. No parecía tener ni un recoveco, nada que ayudara a dos niños espías a llevar a cabo su misión.

Arturo, que conocía el frontis del lugar perfectamente después de sacarle tanta foto, fue el primero en reconocer que aparte de mirar la casa como miles de veces antes, no teníamos mucho que hacer. A menos, claro, que nos atreviéramos a golpear.

—La señora Julia no le abre a nadie— dije—. Y si nadie ha visto a esa persona que vive con ella, me imagino que debe ser todavía más tímido.

—Sí, es verdad.

Se notaba por las arrugas en su frente que estaba enfrascado en la búsqueda de alguna forma práctica de comenzar nuestra investigación. Yo hacía lo mismo, pero no se me ocurría nada. Comenzaba a sentirme como un inútil cuando apareció ella, Carla.

La vi doblar una esquina y caminar rumbo a nosotros. O sea, no "rumbo a nosotros" exactamente, al menos al principio. De hecho, estoy seguro que apenas me vio parado en medio de la vereda pensó en volver por donde había venido. Pero al final le ganó su orgullo y algo más.

La curiosidad.

Arturo continuó hablando. Sin embargo, yo estaba tan concentrado en la niña que se nos acercaba, que no lo escuché. Tenía que preparar alguna frase ingeniosa y sarcástica para cuando Carla pasara por mi lado. Pero, no podía ser de otra forma, la muchacha no pasó por mi lado, sino que se plantó frente a mí y habló mucho antes de que yo atinara a abrir la boca.

—¿Qué hacen acá?

Sé que Arturo debió mirarla sin comprender antes de mirarme a mí en busca de respuestas. Sentí sus ojos clavados en mi cara, lo que me envalentonó en vez de ponerme nervioso. La niña estaba sola, yo no. Yo tenía un amigo, ella no.

—¿Es tuya la vereda?— espeté con tanta brusquedad que Carla dio un respingo.

Se repuso rápido, como siempre.

—No, pero no tienen por qué estar mirando tanto la casa de mi abuela.

Arrugué el ceño, preguntándome cómo alguien de doce años podía ser tan entrometida y paranoica. Ahora hasta se inventaba una abuela para molestarme.

—¿Qué me importa a mí tu abuela? Ni siquiera sé dónde vive.

—Aquí, tonto. En la casa que estaban espiando— replicó ella, rodando los ojos.

—¿Tu abuela es la señora Julia?— preguntó Arturo, tan sorprendido como yo.

No, en realidad no tanto. Mientras las palabras de Carla tomaban su verdadero sentido en mi cabeza, me quedé inmóvil en mi puesto intentando encajar las piezas. Nunca la había visto por esa calle... bueno, tal vez un par de ocasiones, pero nada que me hiciera pensar que la niña podía tener una relación de parentesco con mi vecina. ¿Y por qué justo ella? De toda la gente que conocía, tenía que ser precisamente ella la nieta de la señora Julia. A menos que nos estuviera mintiendo. Ojalá estuviera mintiendo.

—¿Me van a decir o no por qué miraban tanto la casa de MI abuela?

Arturo y yo nos observamos de reojo, cada uno más confundido que el otro. Debíamos decidir qué hacer, pero no delante de Carla. Es decir, teníamos que salir de allí rápido.

—Nada— dije en el tono más despreocupado que pude—. Se nos cayó una pelota, pero no la vemos. Vamos, Arturo.

Di un par de pasos, escuchando que Arturo me seguía solo unos segundos después. Aún no salíamos del perímetro de la casa de la esquina cuando la voz de Carla nos detuvo.

—¿Y la pelota?

—No importa. Tenemos otra.

Sé que no me creyó, aunque no me giré para ver su expresión. Tampoco es que fuera muy bueno mintiendo, y en esa ocasión ni siquiera me había esforzado. Todo era parte del plan, claro. Arturo se puso a mi lado, volteándose cada dos segundos a mirar a la niña parada en medio de la vereda.

—¿Para dónde vamos? Preguntémosle por su abuela. Ella nos puede ayudar.

—Si le preguntamos ahora se va a ser la difícil.

—¿La conoces?

Dudé antes de responder.

—Un poco.

—¿Sabes donde vive? Para buscarla después y preguntarle.

—Tranquilo. Nos va a seguir.

Justo en ese instante giramos en una esquina y vi por el rabillo del ojo que Carla comenzaba a caminar.

Sonreí triunfal.




La única plaza del barrio estaba a unas cinco cuadras de mi casa. Tenía un par de juegos a los que era imposible subirse en verano a menos que quisieras terminar con las palmas llenas de ampollas. Aún así, mi hermana obligaba a nuestros padres a llevarnos ahí, sobre todo los domingos en la tarde, cuando la tele se llenaba de programas sobre el sur de Chile. Aparte de esas visitas familiares, nunca iba a esa plaza. No soy de los que leen en el exterior y dejé de jugar en la calle como a los siete u ocho años. A pesar de esto, fue el primer lugar que vino a mi mente cuando tuve que pensar en algún sitio para acorralar a Carla.

Arturo me siguió en silencio hasta que cruzamos el perímetro de la plaza. Apenas pisó el pasto, soltó la primera pregunta que pudo.

—¿Quién es esa niña?

—Carla... o Kathy... no me acuerdo.

—¿De dónde la conoces?

—Va a nuestro colegio... no sé en qué curso.

—Ah, es tu amiga.

¿Fue mi imaginación o en la voz de Arturo había una ligera nota de sarcasmo?

—No es mi amiga- respondí con brusquedad-. Es mi Irene Adler...

Cuando quise retractarme, ya era tarde. Arturo intentaba ver mi cara roja de vergüenza, mientras yo clavaba la vista en el piso.

—¿Esa no era la novia de Sherlock Holmes?- preguntó el muchacho al tiempo que pateaba una piedra.

—¡No era su novia! Sherlock nunca tuvo novia... ella fue solo una mujer que lo venció una vez.

—Ah... lo venció.

Preferí no mirar a Arturo; con el tono de burla tuve más que suficiente.

—¿Qué hacemos ahora?- pregunté para cambiar de tema.

Mi amigo alzó las cejas ante mi pregunta.

—No me preguntes a mí. Tú eres Sherlock y yo soy Watson. Tú tienes que decir qué hacemos ahora.

Simulé que me ataba los cordones de mi zapatilla para agacharme un momento y desde esa posición ver donde estaba Carla. Tal como esperaba, la niña rodeaba la plaza con andar lento, como si no supiera a dónde dirigirse. Tanteaba el terreno, al igual que yo. Había llegado el momento de cerrar la trampa.

—Tú sígueme el juego, ¿bueno?— dije y empecé a caminar hacia el iglú de metal que había en el centro de la plaza. Una par de niños menores que nosotros me miraron interesados.

—¿Qué juego? —Arturo se puso a mi lado, tratando de no parecer tan confundido como en realidad debía estar.

Puse las manos en los fierros, esperando no quemarme. Estaban calientes, pero podía soportarlo. Si quería contarle a Arturo el plan, tenía que apurarme.

—Vamos a hacer una competencia de quién sube primero hasta allá arriba. —Le señalé la cima del juego—. Cuando estemos a punto de llegar, yo simularé que hago trampa y te botaré.

—¿Y yo tengo que simular que me caigo o tengo que caerme de verdad?

—Mmmm... yo creo que mejor lo segundo...

—¿No te puedo botar yo a ti?

Lo pensé por un momento antes de negar con la cabeza.

—No, ella va a venir solo si te boto yo. Está obsesionada conmigo.

Arturo arrugó la boca ante mi respuesta, intentando calcular de un vistazo la altura de la estructura metálica.

—No tengo que caerme tan fuerte, ¿verdad?

—No, no. No tienes que fracturarte ni nada— contesté con impaciencia—. ¿Ya?

—Bueno...

Inspiré hondo, para así alcanzar el mayor volumen posible al hablar. Solo rogué porque mi voz no sonara demasiado aguda.

—¡Oye! ¡Una carrera hasta arriba!

Los niños dieron un respingo al escucharme y Arturo me miró sin saber muy bien qué hacer.

—¡Si me ganas te doy mi álbum de Hey! Arnold... está completo!

—Bueno...—susurró el muchacho. Cuando vio que yo lo observaba con las cejas alzadas a causa de su poco entusiasmo, trató una vez más—. ¡Bueno, juguemos!

Cómo se notaba que no salía a las plazas a jugar... Preferí no decir nada.

—¿Listo?— exclamé, esperando que a Carla le hubiera ganado otra vez la curiosidad y estuviera lo suficiente cerca como para vernos.

—Listo— respondió mi amigo, un tanto pálido.

—A la 1... a las 2... y a las... ¡3!

Subimos lo más rápido que pudimos, quemándonos las manos en el viaje. Estuve a punto de tropezarme, lo que me sirvió como señal para hacer mi parte. Fue lo mejor que pudo haber pasado. Como el traspié me había atrasado, dándole ventaja a Arturo, era muy lógico que le agarrara su pantalón azul y jalara hacia abajo. El primer reflejo del chico fue sujetarse con más fuerza a los fierros amarillos del juego. Luego, en menos de un segundo, recordó lo que debía hacer y se dejó caer. Bueno, no fue exactamente eso lo que hizo; más bien simuló resbalarse de manera bastante aparatosa hasta terminar sentado en el suelo. Yo, en vez de detenerme e ir a ayudarlo de inmediato, llegué a la cima del iglú sin problemas ni contrincantes, alzando los brazos para celebrar mi victoria.

—¡Gané!— exclamé, mirando hacia todos lados, como saludando a un público invisible—. ¡Soy el mejor...!

—Oye...

Solo entonces miré hacia abajo, donde Arturo permanecía sentado. Me hice el sorprendido.

—¿Te caíste?

Reconozco que el tono meloso con el que pronuncié mi pregunta fue bastante insoportable. Una parte de mi entiende que Carla eligiera precisamente ese instante para entrometerse.

—No se cayó. Tú lo botaste.

—¿Tú de nuevo?— dije con una mueca, al tiempo que bajaba del juego de un salto—. ¿No tienes amigas para que las molestes a ellas?

Las cejas de la niña se juntaron en el centro al mirarme, mientras sus fosas nasales se abrían de par en par, supongo que para dejar pasar más aire y así calmarse. Perfecto: acababa de mostrarme los signos de su enojo.

—Yo sabía que eras un bruto, pero tramposo pensé que no. —Soltó después de pensar unos cinco segundos.

—No soy tramposo. Tú eres la mentirosa y la metida.

—¡Yo no soy mentirosa!

En esta ocasión hasta se había puesto roja, por lo que concluí que debían dudar de ella a menudo. Otra cosa a tener en cuenta en el futuro.

—Sí eres mentirosa, porque yo no lo boté. ¿Cierto, Arturo?

El aludido apenas alcanzó a abrir la boca antes de que Carla lo interrumpiera.

—Tú lo botaste para ganarle. Yo te vi. Solo hay una verdad... siempre.

Me puse rígido a penas pronunció esas palabras que conocía tan bien. Si citaba a Conan, uno de mis héroes, ya no podía seguir mintiendo descaradamente. Eso era jugar sucio. Tenía que desviar la atención.

—¿Nos estabas espiando acaso? —Esa sola pregunta logró sacarme del jaque en que Carla me tenía. Por su expresión supe que la había atrapado—. ¿Ves? Eres una metida.

—¡Quería saber por qué estaban espiando la casa de mi abuela! Y no me digan que por una pelota... ustedes saben algo que no me quieren contar.

—¿"Sabemos algo"?

Esa pregunta no la hice yo, sino Arturo, quien sin que nos diéramos cuenta se había puesto de pie, manteniendo la distancia hasta que Carla dijo lo último. Si la caída fingida le dolió, no parecía importarle. Ahora tenía esa mirada brillante que guardaba para sus fotografías y todo lo que tuviera relación con la casa de la esquina.

—Sí, ¿qué tenemos que saber?— dije para cerrar la trampa.

Carla se debatió con su orgullo un rato largo, o así lo sentimos Arturo y yo. Cuando por fin habló, fue obvio que no estaba convencida. Pero habló de todas formas.

Ella era así: si cruzaba una calle y a medio camino veía un auto a punto de atropellarla, no retrocedía, sino que continuaba con la vista al frente, pasara lo que pasara. Y ya al otro lado, se volteaba hacia ti, restregándote el hecho de haber llegado primero que tú, de haberte ganado en algo más.

—Bueno, les cuento... solo si antes me cuentan lo que saben ustedes.

Arturo y yo nos miramos un instante y, luego de decidirlo en silencio, asentimos.




Nos sentamos bajo el árbol más grande la plaza, cuyas ramas se retorcían de manera horizontal, como si fueran brazos abiertos. Semanas después aprendería que era un nogal. De manera tácita, Arturo y yo nos pusimos uno al lado del otro, mientras Carla ocupaba un trozo de pasto al frente. Se hizo un silencio incómodo antes de que ella hablara con tono brusco.

—Primero díganme sus nombres.

—Arturo.

—Julián... tú te llamas Karen, ¿cierto?

—Carla— me respondió con frialdad.

—Ah... Carla... mi hermana me dijo...

—No importa. ¿Por qué estaban espiando la casa de mi abuela?

Junto a mí, Arturo inspiró hondo antes de responderle. Fue breve, pero en esencia contó todo lo importante: su obsesión con la casa de la esquina, las fotografías, la silueta asomando en la ventana. Cuando llegó al grito de la noche anterior, se giró hacia mí, cediéndome la palabra.

—Bueno... escuché un grito... un grito fuerte... no sé de dónde venía, pero...

—Yo creo que venía de la casa de tu abuela—me interrumpió Arturo, logrando que Carla lo observara una vez más.

—¿Cómo sabes?

Mi amigo se encogió de hombros, desviando sus ojos hacia el tronco del árbol que tenía a su izquierda. Carla no dijo nada, aunque noté que la respuesta del muchacho no la dejaba satisfecha. Mantuvo la vista fija en el pasto durante unos segundos. Casi se podían escuchar a sus pensamientos chocándose unos a otros.

—Mi mamá dice que mi abuela está loca— dijo de repente, dejándonos de piedra.

—¿Loca?

—Sí... siempre le dice lo mismo a mi papá... yo creo que lo hace para enojarlo. Y mi papá se enoja mucho.

—¿Él también cree que tu abuela está loca?- preguntó Arturo.

—No. Pero igual no me deja ir a verla.

—¿No te deja verla?

—No... solo la vi una vez, cuando era más chica.

Claro, eso explicaba por qué nunca me enteré de la relación de parentesco entre Carla y la señora Julia. La niña apenas veía a la mujer.

—¿Y por qué no te deja verla?

—No sé... quizás sea por eso... quizás mi abuela sí está loca como dice mi mamá. Los locos gritan por cualquier cosa, ¿o no? Eso sale en las películas...

Desvié los ojos para así no ver la expresión de profunda tristeza que apareció en el rostro de la muchacha. Arturo, en cambio, estaba tieso. Se preparaba para decir lo que tenía en mente desde hace tiempo, incluso antes de conocerme.

—Puede que tu abuela no esté loca. ¿Y si en su casa pasa algo?

—¿Algo como qué?— preguntamos Carla y yo al unísono.

Y aquí puede que mi recuerdo haya sido tergiversado por el tiempo. Si me dejo llevar por mi memoria, tendría que escribir que Arturo no habló de inmediato, sino que nos mantuvo en vela durante una cantidad indefinida de segundos. Pero, como conozco a mi amigo, sé que es más probable las siguientes palabras salieran atropelladamente de su boca, ansiosas e impacientes. Después de todo, solo era un niño a punto de contar un secreto a sus amigos. Sin embargo, este es un libro y el drama es necesario, por mínimo que sea. Así que...

Arturo ordenó sus ideas antes de soltar la frase que nos dejaría fríos a mí y a Carla.

—Como un fantasma. Yo creo que en la casa de tu abuela hay un fantasma. Quizás por eso tu papá no te deja ir a su casa y quizás por eso gritó anoche. No es que viva con alguien, es que la casa está embrujada.




En vacaciones no tenía necesidad de ir a la casa de mi tutor tres tardes a la semana, pero yo iba igual. No cumplía un horario estricto, solo tocaba su puerta cuando me daban ganas o cuando lo necesitaba. Él abría, me veía parado en el umbral y me dejaba pasar con una sonrisa. Ese día, sin embargo, miró el reloj que llevaba en la muñeca izquierda con el ceño fruncido.

—Es tarde. ¿Tus papás saben que viniste para acá?

—Me voy rápido. Tengo que contarte algo.

Entré por el hueco que había entre él y la puerta, dirigiéndome al comedor. De un rápido vistazo vi que estaba escribiendo antes de que llegara; su libreta abierta sobre el escritorio era la prueba. La tele estaba apagada, la casa silenciosa. Como siempre.

—¿Te pasó algo?

—No, nada... bueno, sí... pasó algo. —Lo miré, incapaz de aguantar la ansiedad. Javier me hizo un gesto para que continuara-. ¿Te acuerdas de mi amigo?

—Sí.

—Empezamos a investigar un misterio en el barrio.

Una ligera sonrisa, no sé si de diversión o de orgullo, apareció en su rostro.

—O sea que están entretenidas las vacaciones...

—Sí... más o menos...

Me giré hacia la repisa que había a mi espalda, donde se encontraban los libros favoritos de mi tutor. Una tarde, yendo casi tomo por tomo, me contó a qué edad leyó cada uno y por qué le gustaba tanto. Entre ellos, obviamente, estaban los de Sherlock Holmes. Mis ojos vagaron por los títulos de la colección completa del detective hasta dar con una de sus novelas, El sabueso de los Baskerville. Es una de mis favoritas hasta ahora. Lo que más me gusta de ella es el halo de misterio paranormal que tiene, lo que al principio parece confundir incluso a Sherlock. Al final, sin embargo, el detective logra demostrar la verdadera naturaleza del problema. La resolución es lógica, al igual que en todos sus casos. Casi parecía una señal para mí en ese momento.

—¿Tú crees en los fantasmas?— pregunté aún de espaldas.

Contrario a lo que pensaba, Javier no contestó de inmediato con un claro y firme "no". Permaneció en silencio detrás de mí, sin moverse. Solo cuando me giré hacia él despertó del letargo.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Porque el misterio que queremos resolver se trata de eso. De fantasmas. Pero yo no creo en eso... Sherlock no cree en esas cosas. Diría que es tonto creer en algo así. Tú piensas lo mismo, ¿cierto?

Javier me observó unos segundos eternos, muy serio. Sentí que estaba calibrándome, probándome de alguna forma que no comprendía. Terminado el examen, decidió mentirme.

—Los fantasmas no existen.


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