Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

CAPÍTULO SIETE: LO IMPROBABLE ES LA VERDAD



Carla fue la primera en despedirse, diciendo que la esperaban en su casa para tomar once. Arturo y yo la vimos alejarse, aún sentados en el pasto, silenciosos y pensativos. La cámara de mi amigo estaba guardada en su mochila, la que a su vez permanecía entre ambos. El muchacho mantenía una distancia prudencial con sus objetos, como si les temiera. O quizás todo fueran imaginaciones mías.

—No quiero irme a mi casa— dijo de improviso, tomándome por sorpresa—. Es temprano todavía... podríamos ir a la tuya.

—Mmmm...

Yo tampoco quería volver a mi casa tan pronto. Necesitaba pensar en las escasas pistas que habíamos logrado hallar, y con mi familia se me haría muy difícil, aún teniendo a Arturo cerca. Así que debía pensar en otro lugar, uno en donde pudiera ordenar mis ideas y, quizás, recibir un poco de ayuda.

Me puse de pie, ganándome de inmediato la mirada de Arturo.

—O podríamos ir donde Javier.

—¿Javier? —Arrugó el ceño, creo que más por mi tono y mi expresión al hablar que porque el nombre tuviera algo especial.

—Es... un amigo. Vive cerca. ¿Vamos o no?

El chico lo meditó un momento bastante largo, mientras yo me removía de impaciencia.

—Bueno... Vamos.




Abrió, como siempre, solo unos segundos después de que golpeara. Con su aparición en el umbral Arturo se puso aún más tieso de lo que ya estaba, actitud infantil que entendí. El hombre solía dejar una primera impresión un tanto hostil, y su expresión al ver que en esa ocasión iba acompañado no fue precisamente simpática. Debo reconocer que no pensé en ningún momento que le molestaría, aunque visto en perfectiva era bastante obvio. No hacía falta ser un genio, ni un observador experto, para darse cuenta que Javier Rodríguez no solía relacionarse con mucha gente. Es más, durante todo el tiempo que pasé con él, nunca lo escuché hablar de algún amigo, familiar, compañero de trabajo o lo que fuera. Yo parecía ser el único ser humano con el que se relacionaba. Y de repente, sin previo aviso, tenía a un niño desconocido parado frente a su puerta. Sí, me arrepentí un poco de mi decisión.

Después de posar sus ojos en Arturo un segundo, me miró de nuevo a la espera de que dijera algo, que me explicara de alguna forma.

—Hola. Este es Arturo, mi amigo. ¿Te acuerdas que te hablé de él?

Asintió de forma indefinida, dejándome claro que ninguna de las trece palabras que acababa de pronunciar respondía a su silenciosa pregunta.

—Es que... quería contarte los avances de la investigación y... estaba él... lo invité... pero vamos a estar un rato no más.

Por el movimiento que hizo con los hombros supe que estaba conteniendo un suspiro de resignación. Murmuró un "pasen" y desapareció dentro de la casa, dejándonos plantados fuera. Como toda esa situación era culpa mía, me obligué a sonreír cuando Arturo me miró con cara de pregunta.

—¿Quién es? ¿Tu abuelo?

—No. —Solté una carcajada ante su tonta idea—. Es un amigo.

—¿Un amigo? —El muchacho alzó tanto las cejas que estas quedaron totalmente escondidas debajo del flequillo.

—Sí, un amigo.

Sin decir nada más crucé el umbral, esperando que él hiciera lo mismo antes de cerrar la puerta. Contrario a nuestra costumbre, Javier no estaba sentado en su escritorio, con el lápiz en la mano y los ojos puestos en su libreta negra. Lo encontramos parado en medio del comedor, mirando alrededor en busca de algo que ni siquiera él tenía claro qué era.

—¿Quieren... jugo? ¿O agua?... parece que no tengo jugo.

—Bueno— dije y Javier aprovechó la oportunidad de desaparecer un rato.

La ausencia del dueño de casa pareció relajar un poco a Arturo, quien dio unos pequeños y tímidos pasos hacia el centro de la habitación, mirando alrededor como solía hacer yo en mis primeros días allí. Cuando se detuvo frente a la repisa con los libros favoritos de mi tutor y reparó en el espacio que ocupaban los tomos de las Obras Completas de Sherlock Holmes, me observó por el rabillo del ojo. No era para menos; ese lugar parecía un pequeño altar hecho por un par de paganos, en este caso, Javier y yo. Si mi amigo quiso reírse en ese momento, lo disimuló muy bien.

Con la misma calma de antes, continuó su camino hacia el escritorio. Sin saber muy bien por qué, contuve el aliento en el instante en que el muchacho se agachó para mirar la libreta desde más cerca. Sentí la presencia de Javier mucho antes de verlo parado en el umbral de la cocina. Me encogí un poco al ver su expresión de enfado, y volví a mirar a Arturo para decirle que se alejara del mueble. Pero al hacerlo me di cuenta que mi amigo ya no solo miraba, sino que ahora sostenía en su mano derecha una fotografía instantánea (para ese entonces ya había aprendido a reconocerlas con solo mirar la parte de atrás) que yo no conocía.

—¿Sabe con qué cámara la sacaron? —Arturo alzó la foto y se giró hacia Javier, aunque yo pensaba que no lo había visto.

El hombre, más sorprendido que yo, se encogió de hombros ante la pregunta.

—¿No fue una Polaroid Land 360? Salió ese año, en 1969 —Por el movimiento con la mano que hizo Arturo pude ver que en el borde inferior de la fotografía alguien había escrito unos números, aunque no logré precisar cuáles.

—No sé nada de cámaras. Pero no creo que mi hermana haya tenido la novedad de ese año... aunque... sí, puede que haya sido esa.

—Qué genial.

El muchacho dejó la foto sobre el escritorio con gesto de admiración. Tardó otros treinta segundos en despegar los ojos de ella y observarnos.

—Mi mamá tiene una de esas guardada en la casa. Está tan vieja que ni se le ve el modelo, pero sé que es una Land 360.

—¿La heredó?

—Sí, de mi abuela.

—¿Te gusta sacar fotos?

Arturo no dudó antes de responder.

—Sí. Mi mamá dice que lo saqué de mi abuela... pero yo no creo, porque ni siquiera la conocí.

—¿Se murió antes de que nacieras?

—Se murió cuando mi mamá tenía mi edad. La mataron en una protesta...

—¿En la dictadura?

—Sí.

Javier inspiró sonoramente, viéndose un poco más viejo durante un segundo. Luego, haciendo un esfuerzo, le sonrió a mi amigo con amabilidad.

—Debió ser difícil para tu mamá... siendo tan niña.

—Ella dice que no. —Arturo se encogió de hombros para quitarle importancia—. La crió un tío que ella quería mucho.

Javier desvió la mirada de golpe y caminó hacia el escritorio. La manera en que lo hizo fue, a mi juicio, un tanto dificultosa. Desde que lo conocía me hice la idea de que tenía unos cincuenta años, que estaba en buena forma. Mientras lo miraba avanzar, sin embargo, me pregunté si no estaría enfermo, acusando una edad que yo había querido restarle por cariño. Cuando por fin llegó al mueble, tomó la fotografía y se la acercó a la cara. Su silencio me estorbó en los oídos más que nunca.

—¿Sabes? La mamá de Arturo escribió ese libro que te gusta... el de Mateo Salvatierra.

Tanto Arturo como Javier me miraron, lo que me hizo pensar que se habían olvidado que yo también estaba ahí. Sentí un pequeño resquemor en el estómago.

—Gabriela Rodríguez... ¿Así se llama tu mamá, cierto?

—Sí.

—Javier también se apellida Rodríguez— continué, incapaz de quedarme callado—. ¿Cierto?

El hombre asintió levemente, incapaz de decidirse entre seguir observando la foto que aún sostenía o girarse hacia nosotros. ¿Siempre se encorvó tanto como ese día? ¿No solía ser más alto?

—Julián, ¿vámonos a la casa...? —Arturo, a mi lado, se removió inquieto y muy pálido—. Es que si llego tarde mis papás me van a retar.

—Bueno... —Observé de nuevo a Javier antes de hablar en tono de disculpa—. Mejor nos vamos. Voy a venir mañana yo creo. Chao.

El hombre dio un par de pasos en nuestra dirección hasta quedar a la distancia suficiente para estirar su mano hacia Arturo. Esperó que este se la estrechara impávido, con la expresión ausente que solía guardar para su libreta.

—Un gusto, Arturo Rodríguez— dijo cuando el muchacho se atrevió a corresponder su gesto.

—Arturo Latorre.

—Ah, perdón. Latorre Rodríguez entonces.

Alargó el contacto unos segundos más, los que fueron como media hora en medio de esa casa donde se alargaba el tiempo al antojo de su propietario. Cuando por fin soltó la mano de mi amigo, lo hizo de una forma algo brusca, o eso me pareció a mí. Libre ya del hombre, Arturo caminó hacia la puerta sin esperarme y salió a la calle. Lo seguí por inercia, sin volver a mirar a Javier.

Supongo que él se quedó contemplando nuestra partida, parado en medio del comedor y con la fotografía aún en su mano.




Arturo me llevaba varios pasos de ventaja cuando la puerta se cerró a mi espalda; tuve que correr para alcanzarlo. Solo al doblar la esquina disminuyó la velocidad y pude llegar a su lado.

—¿Qué te pasa?

—Ya te dije... mis papás me van a retar.

—Mentira— espeté—. Tus papás nunca te dicen nada por la hora y ni siquiera es tarde.

La mirada que me lanzó fue una mezcla de enojo y sorpresa.

—Es que no me siento bien— dijo después de un momento de silencio-. Me duele la cabeza.

—Ah...

Lo dejé tranquilo el resto del viaje, aunque tenía muchas preguntas para hacerle. Tenía la ligera impresión de haberme perdido algo importante, una especie de pista esencial para resolver el caso. Esa sensación no me gustaba, más que nada porque había dejado de sentirla desde que había comenzado a leer los cuentos de Sherlock. Solo me di cuenta de la proximidad de mi calle cuando Arturo habló otra vez.

—Oye... ¿me puedo quedar en tu casa?

—¿A dormir?

—Sí... ¿puedo?

—Mmm... yo creo que sí. ¿Te van a dar permiso?

—Sí.

Permití que en mi rostro apareciera una gran sonrisa de satisfacción. Nunca antes se había quedado en mi casa un amigo a pasar la noche, pero me imaginaba que podía llegar a ser muy divertido. Veríamos películas hasta tarde y conversaríamos de lo sucedido en la casa de la señora Julia con detenimiento.

—Entonces vamos a tu casa a pedir permiso.

—Vamos.

Nos pusimos en movimiento, yo casi corriendo, él con un intento de sonrisa en la cara, gesto que desapareció del todo cuando entramos a su casa y subimos al segundo piso rumbo al estudio de sus padres. Supuse que estaba concentrado en inventar buenos argumentos para que le dieran permiso, así que no le hice caso y solo lo seguí poniendo cara de niño bueno. El señor y la señora Latorre intuyeron de inmediato el motivo de nuestra visita.

—¿Qué andan tramando ustedes?— preguntó el hombre apenas cruzamos la puerta.

—Nada. Es que Julián me invitó a quedarme en su casa hoy.

La mamá de mi amigo sonrió en mi dirección.

—¿En serio? ¿Y tu mamá sabe?

—Sí, ella me dio la idea— mentí.

—Ah. ¿Y qué van a hacer?

—Ver películas y comer.

—¿Qué van a comer?

—Mi mamá va a darnos pizza.

—Qué rico...

—Sí, podrían traernos un poco a nosotros, ¿cierto? —El papá de Arturo alzó ambas cejas un par de veces, al tiempo que se sonreía con picardía.

—Un poco no estaría mal...

—¿Me dejan ir o no?- dijo Arturo de golpe, tomándonos por sorpresa a todos. Hasta tenía el ceño fruncido por la impaciencia.

Su madre lo observó con detenimiento un instante antes de asentir.

—Sí, obvio que puedes ir. Pásenlo bien y coman harto.

—Gracias.

Dicho esto, el muchacho salió de la habitación, dejándome a mí ahí. Incómodo, me despedí de los dos adultos y seguí a mi amigo hasta su pieza. Él se movía de un extremo del lugar al otro, metiendo a la rápida varias cosas en su mochila. Alcancé a reconocer un pijama y su cámara de siempre. Cuando pensé que estaba listo para que nos fuéramos, volvió a cruzar su pieza a grandes zancadas, pasando a llevar la mayor parte de los animales de plástico que todavía avanzaban desde un rincón.

—¡Cuidado!— grité sin poder evitarlo.

Arturo me observó con frialdad antes de bajar los ojos hacia sus pies.

—No importa— susurró, más para sí mismo que para mí.

Salió de entre los juguetes con un salto y, por fin, caminó hacia la puerta. No sé porqué decidí preguntarle por la foto de Javier precisamente en ese momento.

—¿No sabes?

—No... nunca la había visto.

Dudó un segundo antes de responderme, debatiéndose en si debía o no contarme.

—¿Y?

—Eran cuatro tipos jóvenes sentados en un sillón. Amigos, yo creo.

—¿Y estaba Javier?

—No sé. Puede ser. ¿Qué importa?

Importaba, pero era algo demasiado largo para explicárselo. Pasamos a despedirnos de sus padres antes de partir a mi casa. Cuando mi mamá abrió la puerta y vio a Arturo a mi lado en el umbral, puso una cara muy similar a la de Javier un rato antes. Lo saludó amablemente y luego me miró con las cejas alzadas.

—Arturo se va a quedar a dormir.

—¿Ah, sí?

Su tono me quitó bastante de la seguridad con la que había golpeado.

—Sí...

—Pasen... —Cuando le obedecimos, se volteó hacia mí luciendo una expresión que no presagiaba nada bueno—. Anda a dejar tus cosas a la pieza, Arturo. Julián, ven a la cocina.

Mi amigo me lanzó una mirada de ánimo mientras se dirigía a la escalera. Ya en la cocina, mi mamá comenzó el sermón intentando hablar bajo, cosa que le agradezco.

—¿Por qué no me avistaste que venías con tu amigo?

—Es que se nos ocurrió ahora recién...

—Ya, pero igual... esas cosas se preguntan, Julián. ¿Qué les voy a dar de comer? ¿Dónde se va a acostar?

—Da lo mismo...

—No, no da lo mismo. —La mujer dio un suspiro de cansancio—. La próxima me avisas antes, ¿bueno?

—¿Se puede quedar entonces?

—No lo voy a echar a la calle. A ti debería echarte...

Me reí de su broma y escapé lo más pronto del lugar, subiendo las escaleras de dos en dos. A un metro de mi pieza escuché la voz aguda de Francisca acribillando a preguntas a mi amigo. Fui en su rescate rodando los ojos.

—Francisca, ándate— dije cruzando el umbral.

—No quiero...

—Déjanos solos. —Lancé la mochila a mi cama, donde Arturo soportaba el interés de mi hermana con estoicismo—. Vamos a dormir los dos aquí hoy.

—¿Y yo? ¡Esta es mi pieza!

—Hoy vas a dormir con la abuela.

—Pero yo quiero quedarme aquí...

—Pero yo no quiero que estés aquí molestando...

—Por favor. —La niña juntó las manos como si fuera a rezar y cerró los ojos para implorarme—. Por favor, por favor, por favor, por favor....

—No. ¿Cierto Arturo que no queremos estar con ella?

—Eh...

—Te voy a acusar que no quieres jugar conmigo.

—Acúsame.

Me encogí de hombros, gesto que Francisca se tomó personal. Después de la lanzarme la mirada más ácida de su repertorio, salió corriendo hacia el primer piso. Segundos después pudimos escuchar sus grititos provenientes de la cocina.

—No sabía que tenías una hermana.

—Intento olvidar que la tengo.

—Es simpática.

Lo observé como si me hubiera insultado.

—No digas eso delante de ella o no te las vas a sacar de encima.




Mis padres coincidieron en que era una buena idea que Francisca durmiera con mi abuela por esa noche. Así nosotros estaríamos más cómodos. A cambio, yo tenía que incluirla en todo lo que hiciéramos. Tuvimos que dejarla jugar Monopoly y elegir la película que veríamos antes de acostarnos. Por supuesto, eligió La Sirenita. Estuve a punto de armar un escándalo, hasta que Arturo dijo en voz baja que nunca la había visto.

—¡¿Nunca?!— pregunté con los ojos abiertos como platos.

—No... acuérdate que en mi casa no tenemos tele.

—Ah, verdad.

Mi hermana, atenta a todo lo que mi amigo decía o hacía, lo contempló en esa ocasión como si el muchacho viniera de otro planeta, uno no muy lindo y feliz.

—¿Por qué no tienen tele? ¿Están enfermos?

Arturo la miró sin saber qué decir, así que decidí salir en su rescate por segunda vez en una noche.

—No, Francisca. No están enfermos. Son raros no más.

Mi hermana soltó una carcajada. El sonido fue tan pegajoso que pronto Arturo y yo hicimos lo mismo. No paramos hasta que empezó la película.




Francisca se quedó dormida más o menos cuando Ariel da su voz a cambio de sus piernas. Apenas escuché que su respiración se volvía más pausada y profunda, me paré para cambiar la película. Pero Arturo me detuvo con un gesto.

—¿Te gusta?— le pregunté.

—Sí, está buena.

Me encogí de hombros y volví a sentarme. Me sabía las escenas de memoria. Hasta las canciones las tarareaba de forma inconsciente. Aún así disfruté verla, quizás más que otras veces, sobre todo cuando miraba de reojo a Arturo y veía su cara de embobado. Estaba atrapado por la película. No me sorprendió que pidiera que viéramos otra más antes de dormir.

—Bueno. Elige tú.

Se acercó al mueble donde teníamos nuestras películas en VHS y estuvo un rato leyendo los títulos. Sacó un par de la repisa, debatiéndose entre cual ver, hasta que se decidió por La espada en la piedra.

—Esa es mi favorita.

—¿En serio? ¿Por qué?

—Ahora vas a ver.

Antes de que empezara, mientras aparecía el castillo de Disney en la pantalla, Arturo se giró hacia mí y sonrió con alegría. Acariciaba con la mano derecha a Chicle, quien no se separaba de su regazo. Mycroft estaba echado junto al sillón, un poco más allá.

—Es genial tu casa.

—Es igual que la tuya.

—No, no es igual.

A pesar de la curiosidad que me causaron sus palabras, preferí guardar mis preguntas para más adelante.      




Me confundo un poco cuando intento recordar el instante en que Arturo apareció en mi pieza con la foto que me tomó en la casa de la esquina escondida en el bolsillo de su pantalón. A veces creo que fue al día siguiente de nuestra visita a Javier; en otras lo pienso mejor y concluyo que fue casi una semana después. El problema es que si existió esa semana de intervalo, por más que me esfuerzo no logro visualizar qué hice durante todo ese tiempo. Tal vez me dediqué a estar tirado en mi cama, intentando comprender cosas que no eran de mi incumbencia mientras avanzaba en un libro de Sherlock Holmes. Suena lógico tratándose de mí.

El asunto es que más o menos así me encontró Arturo cuando apareció en el umbral de la habitación, sin que yo hubiera escuchado que golpearan la puerta o el sonido de sus pasos al subir la escalera. Agradezco haber estado decentemente vestido y no solo con calzoncillos como solía hacerlo en verano.

—Hola... tu mamá me dijo que estabas acá arriba...

—¿Revelaste la foto?

—Sí... ¿te acuerdas lo que hablamos el otro día?

—¿Qué cosa?

—Eso de Sherlock... que si él tuviera pruebas de que existen los fantasmas lo reconocería.

—Ah... sí.

Había algo extraño en Arturo ese día, me di cuenta en ese momento. A simple vista solo parecía más ansioso que de costumbre, pero al mirarlo con atención antes de responderle, noté que lucía más inseguro, tal como yo debía verme todos los días. Era la primera vez que aparentaba sus doce años y no más.

—¿Todavía piensas eso?

Su necesidad de evadir el problema terminó por ponerme en alerta. Lo observé con detención otra vez, fijándome en su mano derecha metida en el bolsillo, toqueteando algo que se encontraba allí. La foto, pensé, ahí tiene la foto.

—¿Me la vas a mostrar o no?- dije con cierta brusquedad.

Se puso rígido ante mis palabras, como si lo hubiera atrapado en una travesura. Después de los últimos segundos de duda, se acercó a la cama y se sentó en el borde. La foto ahora estaba fuera del bolsillo, a poca distancia de mi mano. Tuve que reprimir la impaciencia para no arrebatársela.

—Te quiero pedir un favor— susurró—, dime qué ves en la foto.

Me la entregó con sus ojos clavados en mi cara para no perderse ni una sola de mis reacciones. Y me imagino que fueron muchas. Nunca antes había hecho un esfuerzo tan grande para hablar.

—...Estoy yo... con la cara muy brillante... Atrás mío hay un agujero en el techo... está súper oscuro... y ahí... hay un...

—¿Un...?

Pestañeé varias veces, pensando que quizás estaba enfocando mal la vista. Podía ser un juego de luces, el flash... yo no sabía nada de cámaras, pero me imaginé que esas cosas solían pasar. Solté una carcajada tímida.

—No... no, ahí no había nada. Yo miré. Ahí no había nada.

—¿Qué sale en la foto?

—¿Para qué quieres que te diga lo que sale? ¿Tú la viste o no? ¡Tú sabes lo que sale!

—Pero quiero que tú me digas qué ves.

—¿Para qué?

—Por favor, Julián...

No pude resistir la expresión con la me miró. Ese era otro Arturo, no el que yo conocía desde hace meses. Su miedo parecía extenderse hacia mí, contagiándome. Las yemas de los dedos que sostenían la foto me sudaban frío.

—Hay una cara— murmuré por fin—. Hay una cara atrás mío.

Algo en él se desinfló, haciendo que por un momento luciera lánguido. Pero feliz. ¿Por qué estaba feliz?

Abajo, en el primer piso, la puerta de la entrada se abrió y escuché voces. No logré entender lo que decían, aunque sí pude reconocer uno de los timbres. Era Carla. Arturo también lo supo y contempló la puerta a la espera de que se abriera.

—¿Se la vamos a mostrar?— pregunté.

—Obvio. Es una de las Tres Pipas.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro