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CAPÍTULO SEIS: LA AVENTURA DE LA CASA VACÍA



Nos sentamos uno al lado del otro en el borde de la calle, sin quitar los ojos de la puerta de la casa de la esquina. No nos atrevimos a hablar hasta que pasaron los primeros diez minutos; era demasiada la impaciencia. Pero después de tanto rato en silencio, entendimos que la visita de Carla a su abuela no sería corta. Seguramente fueran necesarios varios minutos de explicaciones antes de que la mujer comprendiera la situación. Esperaba que, mientras hablaba, Carla estuviera mirando con mucha atención a su alrededor.

Cuando la ansiedad pudo más conmigo, comencé a contarle la trama de El sabueso de los Baskerville a Arturo, deteniéndome en la escena en que Sherlock y Watson esperan la aparición del perro infernal en medio de la noche. El muchacho me escuchó con atención, haciendo varias preguntas. Solo se mostró desilusionado cuando le relaté la explicación del misterio.

—¿Solo era eso?

—Sí. Es súper genial cuando Sherlock descubre que...

—¿No hay un caso en Sherlock Holmes que sea raro?

—¿Cómo raro?

—Diferente...

Intuí por dónde iba su pregunta.

—¿Paranormal? —Asintió. Me esforcé por no soltar una risa burlona—. No, ninguno. Sherlock no cree en esas cosas.

—¿Y tú? ¿Crees en los fantasmas?

Su pregunta me tomó por sorpresa, así que me demoré mucho en contestarle. Medité bien antes de abrir la boca, porque algo me decía que Arturo hizo lo propio antes de interrogarme. Pero, más que nada, me tomé mi tiempo porque no estaba seguro de lo que creía y de lo que no. No tenía dudas sobre lo que Sherlock y Javier creían; yo era otra historia. Nunca había visto ni escuchado nada que me hiciera pensar que los fantasmas o cualquier otra cosa paranormal (como los OVNIs, Pie Grande y el Viejo del Saco) existiera. Sin embargo, tampoco tenía pruebas de lo contrario. Y en los libros de Conan Doyle había leído que tener pruebas o una cadena lógica de deducciones era lo más importante en una investigación. Así que estaba en una poderosa disyuntiva, y la mirada de Arturo sobre mí no ayudaba demasiado. Me obligué a decir algo, a armar una respuesta para darle.

—No creo que existan... pero yo no sé muchas cosas. Sherlock sabe más cosas que yo y él dice que... ¿cómo era?... ah, sí... dice: "desechado todo lo posible, lo que quede, por más improbable que parezca, es la verdad"

—¿Qué significa?

Arturo me contemplaba por primera vez con genuino interés y ansiedad. Tomé una enorme bocanada de aire antes de decir lo siguiente.

—Que todo puede ser. Hasta los fantasmas.

Mi amigo sonrió, complacido. Luego de unos segundos de silencio, volvió a hablar.

—¿Sabías que Arthur Conan Doyle creía en los fantasmas?

—¿En serio?

—Sí, mi mamá me contó anoche. Era espiritista y se comunicaba con su hijo que murió en la guerra...

La puerta de la casa de la esquina se abrió para dejar salir a Carla. La niña caminó hacia nosotros con el rostro libre de toda expresión, confirmándome que algo importante había pasado. Con un gesto nos indicó que volviéramos a la plaza, donde supusimos que nos contaría todo. La seguimos de cerca, lo que me permitió notar que caminaba con las manos en puño colgando en un vaivén rígido a los costados. Cuando llegó al perímetro de la plaza, simplemente se giró hacia nosotros, incapaz de esperar más tiempo.

—Tenemos que armar un plan para mañana. Vamos a entrar a la casa de mi abuela.

—¿Cómo?— preguntamos al unísono.

Estiró su mano y vimos que en la palma descansaba una vieja llave. Arturo y yo nos quedamos de piedra y desde ahí en adelante solo escuchamos, asintiendo para mostrarnos de acuerdo con todas sus ideas.




Nos despedimos después de una larga hora de planeación, análisis de estrategias y posibles contratiempos. Me fui a mi casa con la cabeza llena de ideas y el estómago rugiéndome de hambre. Por dejarme llevar por mis necesidades corporales cometí el primer error de la noche apenas crucé la puerta: le pregunté a mi mamá qué había para comer.

—¿Y tú no fuiste a tomar once a la casa de tu amigo?

Casi me di una cachetada por idiota.

—Es que después nos pusimos a jugar de nuevo. Entonces gasté energía. Aparte, soy un niño en crecimiento, necesito comer más que la gente normal.

La mujer me miró con el ceño fruncido, como siempre que una de mis respuestas la dejaba sin argumentos para seguir retándome. Esos son los peligros de tener un hijo inteligente, aunque es de mal gusto que yo lo diga.

—Ya voy a servir. Anda a buscar a tu hermana.

—Bueno.

Subí hasta el segundo piso, en el que se podía escuchar sin problemas a la niña, a pesar de que la puerta de nuestra pieza estaba cerrada. Cantaba la canción inicial de Sakura Card Captors. Rodé los ojos al tiempo que entraba y le decía que teníamos que bajar para comer.

—Hermano, ¿te retaron de nuevo?

—No.

—Ah, qué malo.

—¿Malo por qué? ¿Querías que me retaran?

La pequeña sonrisa que apareció en su cara me hizo recordar ligeramente a Merlina, la maquiavélica hija de Los Locos Adams.

—Es que quería que jugaras conmigo de nuevo. Igual que hoy día. Si no te retan no juegas conmigo.

No tenía un pelo de tonta y me conocía lo suficiente como para saber de qué manera manipularme. En lo futuro me andaría con cuidado.

—Mañana jugamos de nuevo. Pero no al doctor, ¿bueno?

—Bueno.




Después de ver por enésima vez La Sirenita con Francisca (era su película favorita), me fui acostar sin demasiado sueño. No quise leer nada que fuera a desconcentrarme de lo que Las Tres Pipas haríamos al día siguiente. Ahí fue donde cometí el segundo error de la noche. Después de casi una hora dando vueltas en la cama, caí en un sueño intranquilo, indefinido. A ratos soñaba con la casa de la esquina, o al menos una versión bastante terrorífica de ésta. La miraba desde la calle, como siempre, mientras siluetas se movían al otro lado de las ventanas. Arturo, parado frente a mí, le sacaba fotos a todo. Cuando me di cuenta que Carla no estaba con nosotros, le pregunté a mi amigo por ella.

—En la casa— respondía él sin inmutarse.

Al saber esto, crecía dentro de mí una desesperación muy grande. Necesitaba entrar en la casa y sacar a la niña de ahí, pero al mismo tiempo no quería hacerlo, por miedo a que alguna de esas siluetas me hiciera algo.

Desperté justo en el momento en que comenzaba a caminar hacia la casa de la esquina para buscar a Carla. Me quedé inmóvil en la cama por unos segundos, pensando que el sueño había terminado, ya que todo era exactamente igual a la realidad: el desorden en la pieza, la respiración de mi hermana, el ruido lejano de un auto que pasaba por la calle. Una réplica perfecta excepto por una cosa.

Parado frente a mí había un hombre.




El pánico me nubló la cabeza, lo que me impidió reconocerlo de inmediato. Pero era él, no había duda. Jeremy Brett personificado como mi ídolo, parado en medio de mi pieza. Vestía un traje oscuro y camisa blanca. Lo contemplé admirado y asustado a partes iguales. Incluso por un instante pensé que me atacaría, ya que me contemplaba con el ceño fruncido y las fosas nasales más abiertas de lo normal. Lucía furioso.

—Estás empezando a creer. Te estás haciendo una idea del caso previa a cualquier investigación. No sé qué es peor, si tu ingenuidad o tu ineficacia.

Abrí la boca una vez y luego la cerré. El mismo proceso se repitió un par de veces hasta que el hombre hizo chasquear la lengua. Dio una zancada hacia mí, lo que me hizo dar un salto.

—No te quedes callado como un idiota, Bustos.

—Yo...

—¿Qué vas a hacer mañana?— me interrumpió.

—Ir... iremos a la casa de la esquina.

—¿A qué?

—A investigar.

—¿Qué cosa?

—Todavía no sé... un fant...

—¡No! No un fantasma. Irás a descubrir por qué esa mujer gritó la otra noche.

—Pero Arturo dice que...

—Error, Bustos. Otro de tus tantos errores. No tienes que creer todo lo que la gente te dice.

Asentí. No se me ocurría otra cosa que pudiera hacer.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué?

Rodó los ojos ante mi pregunta.

—¿Qué vas a hacer mañana?

Pensé un momento antes de responder para así no equivocarme de nuevo.

—Voy a averiguar la verdad.

—Excelente.

Retrocedió hacia la oscuridad, donde no era más que la silueta de un hombre. Supe que se iría en cualquier momento y que yo despertaría, esta vez de verdad. Por eso, justo antes que desapareciera hablé otra vez.

—¿Y qué pasa si de verdad hay un fantasma en esa casa?

—Si es así, yo estaré ahí para ayudarte en el siguiente paso.

Sus pasos, al alejarse, produjeron un sonido leve, ahogados por la alfombra de mi pieza. Fueron hacia la puerta y luego regresaron, al tiempo que mi visión se nublaba. Creí que volvía, hasta que alguien me sacudió del hombro para despertarme.

—Julián, Julián, Julián, Julián, Julián.

—Mmmm...

—¡Despierta! Tenemos que jugar.

—Mmmm...

Abrí los ojos y vi la cara de mi hermana muy cerca de la mía. De un salto me alejé, incorporándome para buscar a Sherlock. Pero la luz del día me permitió ver que estábamos solos en el lugar.

El detective se había ido.




A las 14:50 salí de mi casa y me fui caminando hasta la de Arturo. Por la rapidez con que abrió sospecho que me estaba esperando junto a la puerta. Después de saludarnos escuetamente nos fuimos donde Carla nos esperaría: la vereda opuesta a la casa de su abuela. Parecía llevar bastante rato cuando llegamos.

—Hola— fue el escueto saludo que lanzó en nuestra dirección—. Se demoraron harto en llegar.

—Son recién las 3- dije con tono brusco.

—Ah... ¿en serio?

—Sí.

—¿Qué hacemos ahora?— preguntó Arturo con un gesto de impaciencia en el rostro.

Carla agitó su cabeza para poder concentrarse.

—Sí, sí... mmmm... como dije ayer, yo creo que es mejor que entre primero, para poder ver dónde está mi abuela.

—¿Y si te pilla dentro de la casa? ¿No te va a decir nada?

—Puede ser... pero me invento una excusa rápido... no creo que se enoje...

—Ya. ¿Y después?

—Lo más probable es que esté en su pieza... se notaba que no pasa mucho tiempo en el primer piso.

—¿Por qué?- dije con curiosidad.

La niña ni siquiera meditó su respuesta.

—Porque el piso estaba lleno de polvo. Las únicas huellas fueron las que hizo ese día para abrirme la puerta.

—¿Estás segura que miraste bien?- me negaba a reconocer que su observación era acertada.

—Obvio que miré bien. ¿O crees que tú eres el...?

—Entonces, si está durmiendo...—la interrumpió Arturo.

—Los dejo pasar y exploramos la casa. Está media sorda, así que no creo que nos escuche.

—Excelente— dijimos mi amigo y yo al unísono.

Con esa palabra, Carla se puso en movimiento. Cruzó la calle, empujó la reja tal como la tarde anterior y llegó a la puerta. Del bolsillo de su jeans claro sacó la llave de la casa de su abuela y, sin titubear, la abrió. Una vez más, Arturo y yo tendríamos que esperar, pero en esta ocasión la impaciencia era demasiado grande como para sentarnos y charlar. Cada uno estaba inmerso en sus pensamientos. En un momento miré al muchacho por el rabillo del ojo y vi que tenía una cámara en las manos, no la misma de siempre. Le abrió una tapa en la parte posterior y revisó el interior con el ceño fruncido. No soy experto en cámaras ahora ni lo fui en esos años; aún así me di cuenta que era de las normales, muy parecida a la que tenían mis papás en la casa, delante de la cual nos obligaban a posar a Francisca y a mí de vez en cuando. Bueno, me obligaban a mí, porque a ella le encantaba sacarse fotos.

—¿Y la otra?

—Mmmm...

—¿Tu otra cámara?

—Ah... en la casa... esta es mejor para sacar fotos a oscuras.

A oscuras, repetí en mi mente, recordando mi sueño de la noche anterior. Pero no podía tener miedo, eso no era propio de un detective. Además, Sherlock ya me lo había dicho: no debía pensar en los fantasmas como una respuesta a ese caso a menos que las pruebas no me dejaran otra opción. Aunque fuera una versión imaginaria de mi héroe, era mejor hacerle caso. Por otro lado, no estaba dispuesto a comportarme como un niño miedoso cuando Carla había mostrado su valentía no en una, sino en dos ocasiones.

La puerta de la casa de la esquina abriéndose interrumpió nuestras cavilaciones. Por el hueco apareció la cabeza de Carla y una mano que nos indicó que nos acercáramos. En menos de diez segundos atravesamos la calle e ingresamos por primera vez en los terrenos del lugar. Si a mí me comían los nervios, Arturo estaba aún peor. Avanzaba a mi lado como si tuviera el corazón en medio de la garganta, sonrojado por la emoción.

Después de todo, cumplía por fin ese deseo que llevaba tanto tiempo en su cabeza: entrar a la casa de la esquina y descubrir lo que se escondía en su interior.




Tal vez no debería haberme sorprendido, pero sí lo hizo: el interior de la casa de la esquina no tenía nada que ver con mi sueño. Para empezar, no estaba oscura; la luz del día entraba sin problemas por las ventanas. Los muebles no tenían sábanas blancas encima como en las películas, aunque sí un poco de polvo. A simple vista quedaba claro que nadie se sentaba en esos sillones. Lo mismo pasaba con el comedor de seis sillas que estaba al otro extremo del lugar. Las paredes no tenían cuadros y, al igual que en la casa de Arturo, no había televisión, solo una radio que debió ser novedosa cuando la señora Julia era una niña.

Carla estaba en medio de todo, tratando de aparentar que se sentía cómoda en medio de todo. La actuación no era precisamente su mejor don.

—Mi abuela está arriba. No sé si durmiendo, pero acá abajo no está. —Arturo y yo intercambiamos una mirada llena de dudas—. Tranquilos... si aparece nos escondemos.

—¿Dónde?

—Ahí veremos. ¿O no, detective?

Con una insoportable expresión de burla en el rostro, se giró hacia las escaleras que llevaban al segundo piso.

—Yo creo que hay que subir. Acá no hay nada que ver.

—¿Estás segura?

—Si quieres revisa tú...

—Igual podrían hablar más bajo. —Los pasos de Arturo no produjeron sonido cuando caminó hacia donde se encontraba Carla. Ya al lado de la escalera, puso la mano izquierda en la baranda, mientras que con la otra seguía sosteniendo la cámara—. También pienso que deberíamos subir. ¿Sabes en qué pieza duerme tu abuela?

—No... pero yo creo que en la del fondo. Ayer, cuando se despidió de mí y subió, se fue hacia allá.

—Mmmm... ¿vamos entonces?

Arturo miró primero a Carla y después a mí. Ambos asentimos en silencio, como si él nos estuviera probando o algo parecido. Después de nuestra respuesta, fue el primero en subir los escalones. No despegó en ningún momento los ojos de la cima.




El segundo piso era más lúgubre que el primero. También estaba más lleno de polvo, a pesar de que parecía ser el lugar que más ocupaba la dueña de casa en su día a día. Tal como en la mía, la parte de arriba estaba compuesta por un pasillo estrecho desde el que partían cuatro puertas: tres dormitorios y un baño pequeño. Si Carla no se equivocaba, la señora Julia dormía en la última pieza, cuya puerta estaba cerrada, tal como las otras.

Sin hablarlo con nosotros antes, Arturo, apenas llegó arriba, caminó hacia el dormitorio cuya ventana daba al frontis de la casa, el que en mi casa compartía con mi hermana. Mis padres nos habían dejado ese porque era el más grande y porque no estaba frente a la escalera. Por si un día entran ladrones, dijo mi mamá en una ocasión. También solía ser el más ruidoso y un excelente puesto de vigilancia, pero yo sabía que la elección de mi amigo no se debía a nada de esto, sino a que era precisamente esa pieza desde la cual alguien nos había observado semanas atrás, cuando él me tomaba una foto. Se acercó a la puerta de madera y, tras permanecer con la mano en el pomo durante unos segundos, abrió.

Al otro lado nos esperaba una cápsula del tiempo, una que en cierta época lejana había habitado un niño feliz y querido por sus padres. Muestra de eso eran los innumerables juguetes que ocupaban las repisas puestas en las paredes, el color alegre de la pintura en vías de desvanecerse y la cama pequeña pero acogedora puesta contra un rincón. Todo estaba intacto y, lo que más me sorprendió, limpio. Parecía que en cualquier momento iba a llegar el dueño a echarnos de sus dominios. Quizás porque ese fue el lugar donde por primera vez nos sentimos como lo que realmente éramos, unos intrusos, los tres nos quedamos parados en el umbral, silenciosos e incapaces de dar un paso más. No sé cuánto rato pasó hasta que uno de nosotros se atreviera a hablar.

—¿La pieza de tu papá?

Carla miró a Arturo con los ojos abiertos de par en par.

—No sé...

—¿Tiene más hermanos?

—No.

—Entonces esta tiene que ser su pieza.

—Pero él vivió aquí hasta grande... se fue como a los dieciocho años. ¿Cómo no iba a cambiar su pieza... nunca?

—Quizás porque era... -pensé un momento lo que estaba a punto de decir-. No... no sé tampoco.

—Se nota que tu abuela lo quiere mucho... —Arturo alzó su cámara y le tomó una foto al lugar con gesto serio—. La sigue limpiando y ordenando. Lo debe extrañar.

Carla asintió, visiblemente apesadumbrada. Dándose cuenta de nuestras miradas, giró el rostro y se alejó.

—Sigamos.

Fue ella quien abrió la siguiente puerta, la del centro del pasillo. Hacerlo no nos ayudó a responder nuestras preguntas. Porque esa habitación si parecía la de un adolescente que abandonó la casa de sus padres hace mucho. Más desordenada, menos alegre, incluso impersonal. Si alguna vez las paredes estuvieron adornadas con algo, esos afiches y fotos habían desaparecido. La cama era un simple colchón cubierto con una sábana amarilla de polvo frente a un ropero vacío. Ese lugar no era el santuario de nadie.

La respiración agitada de Carla era el único sonido que podía escuchar. También sus pensamientos, pero puede que eso fuera solo mi imaginación. Sin entrar, tal como en la habitación anterior, cerró la puerta con cierta brusquedad.

—Esta fue la pieza de mi papá.

—¿Y la otra...?

—No sé.

Iba a plantear una teoría cuando me desconcentró un crujido, de esos que producen las casas viejas durante la noche. Miré hacia el techo por instinto, fijándome por primera vez en la trampilla que había al centro del pasillo.

—¿Y eso?— dije, logrando que los otros siguieran mi mirada.

—Un ático— respondió Carla sin entusiasmo.

—Las casas en Chile no tienen áticos.

—A veces las casas viejas sí. Igual que sótanos.

—¿Tú casa tiene ático... o la tuya, Arturo?

Ambos negaron con la cabeza. Avancé los pasos que me alejaban de la trampilla y la observé con atención. Tenía un pomo de metal dorado en uno de los extremos. Solo un adulto con el brazo estirado hubiera podido alcanzarla. Yo, sin ayuda, no lo lograría. Además, ¿qué podía haber dentro?... era probable que lo usaran como bodega, para guardar cosas que ya no se usaran, como el árbol de navidad y sus luces...

—Sube— dijo una voz muy cerca de mi oído.

Miré hacia mi derecha, donde estaba Arturo, esperando que volviera a hablar. El muchacho me devolvió la mirada, tan confundido como yo.

—Sube— dijo otra vez la voz y entonces supe a quién pertenecía.

Sherlock Holmes.

—¿Qué te pasa?

—¿Ah?

Arturo estaba unos pasos más cerca de mí.

—¿Qué te pasa?—dijo el primero—. Estás súper pálido.

—Nada... tenemos que subir.

—¿Subir? ¿Para qué?

—Para investigar, obvio— repliqué con sarcasmo.

Creía recordar que en la segunda habitación había una silla vieja apoyada contra una de las paredes. Con eso sería suficiente. Mientras mis amigos me observaban con los ojos muy abiertos, abrí la puerta de la antigua pieza del papá de Carla y la saqué al pasillo. La puse bajo la trampilla y me subí rogando que soportara mi peso. Por suerte lo hizo. Hacer girar el pomo fue más fácil de lo que esperaba, lo que me demostró que mis sospechas eran ciertas: alguien usaba esa puerta con regularidad. De lo contrario, los bordes hubieran estado llenos de telarañas y la manilla más opaca.

La pequeña puerta se abría hacia el interior, así que tuve que dar un pequeño saltito para lograrlo. Una nube de polvo flotó justo encima de mí, haciendo palidecer la oscuridad por un momento. Luego, todo volvió a ser como antes: una negrura espesa dentro de la cual era imposible distinguir nada. Y mi maestro quería que subiera allí...

—¿Ves algo?— preguntó Carla.

—No- dije, volteándome hacia ellos. No necesitaba hacerlo, pero no me sentía muy bien mirando más allá del hueco en el techo—. Está muy oscuro.

—Quédate quieto.

Arturo, sin pedirme permiso, alzó su cámara en mi dirección y tomó una fotografía con un flash tan potente que por un par de segundos quedé medio ciego. Cuando recuperé mi visión, estaba muy enojado.

—¿Qué te pasa? ¡Avísame antes!

Algo se removió al fondo del pasillo. Todos pudimos escucharlo. Nos quedamos paralizados, atentos a cualquier movimiento. Cuando la puerta de la habitación del fondo se abrió lentamente, iluminando el pasillo, salimos corriendo rumbo al primer piso y, más importante aún, hacia la salida. No dejamos de correr hasta llegar a la plaza, nuestro centro de reuniones. Nos tiramos al pasto jadeando, incapaces de hablar. A mí me dolía el pecho como si alguien me hubiera hecho comer algo hirviendo. Pasamos así medio minuto o quizás más, hasta que nos pusimos a reír a carcajadas. La hilaridad, sin embargo, nos duró muy poco.

—Somos tan tontos. Se va a dar cuenta que alguien estuvo en su casa.

—Sí... pero no podemos volver.

—No... yo no voy a volver.

—Ni yo...

—Yo tampoco. Por lo menos no ahora... porque no logramos averiguar mucho que digamos— comenté.

—No, no mucho— coincidió Carla.

Arturo, en cambio, se mantuvo en silencio sobre eso. Lo único que hizo fue guardar su cámara en la mochila y secarse el sudor de la frente con gesto ausente.


GRACIAS POR LEER :)

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