CAPÍTULO CUATRO: EL CLUB DE LAS TRES PIPAS
Llegué a casa muy tarde y supe que estaba en problemas incluso antes de golpear la puerta. Fue mi mamá la que abrió, quedándose parada en el umbral, mirándome. Para qué voy a mentir, me dio miedo, así que bajé la mirada de inmediato y la clavé en el suelo.
—¿Sabes la hora que es?
—Sí.
—Es de noche ya, Julián. Ni siquiera dijiste a dónde ibas.
—Es que...
—Entra. Te vas a tener que comer la comida helada.
Obedecí dando grandes zancadas hacia la cocina. En el camino apareció mi hermana con Chicle en los brazos, observándome con el ceño más fruncido que mi mamá. Hasta dejó caer al gato y se puso las manos en las caderas, gesto que me recordó vagamente a alguien.
—¿Por qué vienes llegando en esta hora?
—"A esta hora"— repliqué de forma mecánica.
—¡Pensamos que te habías muerto!
—¡Francisca! —La niña dio un respingo ante el reto y se escabulló hacia el segundo piso—. Ya te dije a ti. Anda a comer.
Seguí caminando, cabizbajo. Mi ánimo no mejoró cuando dentro de la habitación encontré a mi papá sentado a la mesa. Tenía su clásica cara de enojo: las cejas ligeramente alzadas, la boca fruncida en las comisuras y los ojos fijos. Apenas me vio, se puso en posición para soltar el sermón que debía estar preparando desde hace rato. No era un hombre dado a las improvisaciones.
—¿Dónde andabas?
Preferí no mentir.
—En la casa del señor Rodríguez.
Por la cara que puso y por el débil bufido que dejó escapar mi mamá mientras me servía la comida supe que ambos sospechaban mi respuesta.
—¿Y qué andabas haciendo allá? Estás de vacaciones.
—Si sé... pero es que me gusta ir.
Mi mamá dejó el plato frente a mí con cierta brusquedad. Nunca le había gustado la idea de que tuviera un tutor y mucho menos le gustaba mi amistad con él. Supongo que es comprensible, ya que el hombre tenía cuarenta años más que yo. Mi papá, por su parte, desvió los ojos un momento, señal suficiente de que se avecinaba una mala noticia.
—Estuvimos conversando con tu mamá sobre eso. Yo creo que este año no vas a seguir teniendo clases particulares con él.
No sentí nada al escucharlo. O más bien sentí tantas cosas que estas se anularon las unas a las otras. Tuve que concentrarme mucho para lograr articular algo con la boca.
—¿Por qué?
—Porque tu papá lleva varios meses sin trabajo... no hay plata para pagarle. Aparte, a ti ya no te va mal en el colegio.
Siempre supe que dejar de sacarse rojos no era una buena idea. Me insulté mentalmente con palabras que en esa época no me hubiera atrevido a decir en voz alta.
—Pero... ¿Y si me vuelve a ir mal?
—No vas estar toda la vida con él, Julián. Tienes que aprender a estudiar solo- respondió mi papá con cierta diplomacia—. Nosotros te podemos ayudar si algo te cuesta mucho...
—No. Ustedes no saben— dije sin darme cuenta—. Ustedes no fueron a la universidad como él. No me pueden enseñar nada.
—Pero somos tus papás. Sabemos lo que es mejor para ti. —El tono de voz de mi mamá me dejó muy claro que mis palabras le habían dolido y que estaba más enojada que cuando me recibió en el umbral de la casa—. Ya no vas a tener más clases con él y se acabó el tema.
Sentí la cara caliente de impotencia y la mano rígida. Sin darme cuenta había estado sosteniendo la cuchara con tanta fuerza que me hizo daño. Me obligué a soltarla, al igual que el aire que se viciaba en mis pulmones. Asentí después de respirar hondo un par de veces, sabiendo que era eso lo que querían. No servía de nada pelear. Si me castigaban no podría juntarme con Arturo, ni seguir investigando El Misterio de la Casa de la Esquina. Y, más importante aún, si comenzaba a criticar la decisión que acababan de notificarme, mis padres estarían atentos a todos mis movimientos. Por más que quisiera, no podría escabullirme de cuando en cuando a la casa de Javier.
Porque, eso estaba claro, no dejaría de visitar a mi tutor. No importaba lo que ellos dijeran.
—Y ahora cómete la comida— espetó mi mamá.
En silencio, con la cabeza gacha, comí todo lo había en el plato frente a mí. Los fideos con salsa me supieron a nada, a pesar de que era y es mi comida favorita.
Mi abuela tenía un talento especial para conocer todos los problemas de la casa. Aunque no presenciara ninguna discusión por estar siempre viendo la tele, ella tenía muy claro cuando ánimos bélicos empañaban la calma de su hogar. Siendo más chico pensaba que la mujer nos espiaba sin que nos diéramos cuenta. En el fondo, no me hubiera extrañado. Mi abuela vivía en esa casa desde su infancia y conocía los recovecos mucho mejor que todos nosotros.
Entré a mi pieza después de terminar de comer y vi que mi hermana estaba durmiendo, lo que me alegró. No tenía ganas de hablar con nadie. Sin embargo, apenas crucé el umbral, escuché la voz de mi abuela desde el otro lado del pasillo, donde ella dormía.
—Mijito, venga.
—Tengo sueño, mamita.
—Venga. Si es un rato no más.
Quise resoplar de frustración, pero me abstuve. Me di vuelta y crucé el pasillo hacia su pieza, uno de los lugares de mi casa que con menos frecuencia visitaba. Es que... ¿cómo explicarlo? No sé, me parecía que al entrar allí retrocedía cincuenta años en el tiempo, viendo fotos de mi abuelo y uno de mis tíos, quienes murieron antes de que yo naciera, y otra gente que no me sonaba de nada. Era incómodo, como si esa habitación fuera un terreno ajeno, que estaba dentro de la casa sin ser parte de ella.
—¿Comiste?— preguntó cuando entré y cerré la puerta a mi espalda.
—Sí.
—¿Y tus papás?
—Abajo...
—¿Te retaron mucho?
—No, pero ya no me van a dejar ir donde el señor Rodríguez.
Mi abuela chasqueó la lengua, tic que había heredado mi papá.
—Es que las cosas están malas, mijito...
—Si sé. —Mentira, en ese momento no me imaginaba lo malas que estaban las cosas—. Pero ni siquiera voy a poder ir a verlo. ¿Por qué a mi mamá no le gusta que vaya para allá?
—Porque tienes que juntarte con niños de tu edad... no con viejos... ¿Y tu amigo, el que vive a la vuelta?
—¿Arturo? También me junto con él... hasta estamos investigando un misterio...
Muy tarde. Cuando quise retractarme de mis palabras, mi abuela había decidido indagar en qué andaba metido ahora. A los doce años, uno cree que los ancianos no se dan cuenta de nada, pero el que no se da cuenta de nada es uno.
—A ver... ¿cómo que un misterio?
—Estamos investigando la casa de la señora Julia— dije luego de meditar en un segundo las posibles consecuencias de lo que estaba haciendo.
La cara de la mujer sufrió un cambio extraño. Primero mostró sorpresa, luego quiso esconder esa sorpresa. Después se hizo la desentendida, como si incluso le costara recordar quién era la señora Julia o dónde estaba su casa. Sherlock, por supuesto, me enseñó a confiar en las primeras expresiones que aparecen en los rostros de la gente, no en los segundas.
—¿Tú conoces a la señora Julia desde que eras chica?
—Sí, pero no jugaba con ella.
—¿Por qué?
—Porque era más grande. Ella tenía como tu edad y yo más o menos la de tu hermana cuando vine a vivir acá con mi mamá.
—Ah... ¿y por qué vive sola?
—Porque los hijos se van. Crecen y se van. Y a ella se le fue toda su gente.
—Pero su nieta vive cerca de acá. Va al mismo colegio que yo.
Esa vez, no pude definir el gesto de mi abuela.
—¿Y ya te hiciste amigo de ella? —Me encogí de hombros; dudaba que pudiera decirle amiga a una niña que conocía desde hace un día, mucho menos a Carla. Mi abuela asintió ante mi escueta y ambigua respuesta—. Mejor no te juntes con ella... esa familia es rara.
—¿Cómo rara?— pregunté con voz temblorosa.
—Rara. Su abuela era igual... quizás sea la casa.
—¿Qué tiene la casa?
—No sé... nada.
Su forma tan burda de evadir mi pregunta me hizo pensar que seguramente había heredado de ella la indiscreción.
—Ya pues, mamita. Cuénteme.
Suspiró, más molesta con ella que conmigo.
—Es que cuando yo era chica decían que en esa casa penaban. Pero la gente habla puras tonteras.
Asentí, tratando de contener el escalofrío involuntario que me subió por la espalda. Asustarse no era propio de un aprendiz de detective.
—Ya, vaya a acostarse. Es tarde y si tu mamá te pilla acá te va a retar de nuevo.
—Bueno.
Me despedí de ella como en un trance, sin sentir el beso en la mejilla que me dio o el piso bajo mis pies cuando caminé de vuelta a mi pieza. Ya acostado, dejé que todas las preguntas que tenía en la cabeza se fueran ordenando una a una para tener de donde agarrarme. Me sentía perdido. No era una sensación agradable.
Me desperté temprano al día siguiente. Era imposible seguir en la cama teniendo tantas cosas en la mente. No estaba seguro de que fuera una buena idea intentar salir de inmediato a la calle, aunque era justo eso lo que quería. Se me ocurrió que si me portaba bien durante la mañana, a mi mamá no le importaría que saliera después de almuerzo. Así que jugué un par de horas con mi hermana, a quien se lo ocurrió simular una operación estomacal, siendo ella la doctora y yo el paciente, por supuesto. Después ordené mi pieza y barrí el comedor. Apenas terminé de comer levanté mi plato e, incluso, me ofrecí a lavarlo.
—No, yo voy a lavar la loza— contestó mi mamá mirándome con sospecha.
Puse cara de pesadumbre. Luego, como quien no quiere la cosa, me atreví a hacer la pregunta importante.
—¿Puedo salir?
—¿Para dónde?
—A la casa de Arturo.
—¿A qué?
—Vamos a jugar Nintendo.
—¿Otra vez?
—Sí... es que el otro día le gané cuando jugamos Mario Kart. Tenemos que jugar la revancha.
—Mmm.
No contestó de inmediato; me mantuvo en vilo casi un minuto más. Esperé en silencio hasta que ella dejó de lado el tenedor y dijo que podía irme. Estaba sonriendo.
—Pero vuelves justo a las seis. Si vuelves más tarde te vas a pasar el resto de las vacaciones encerrado.
—Bueno.
—A las seis— repitió mi mamá.
—A las seis— dije y salí lo más rápido posible por la puerta.
Caminé hacia la calle de Arturo por un par de minutos por si mi mamá estaba vigilándome por la ventana o, peor, si mi hermana había sido enviada para seguirme. Cuando fue momento de doblar me detuve, miré por encima de mi hombro y, al no ver nada raro, emprendí el verdadero viaje rumbo al hogar de mi ex tutor, Javier Rodríguez.
—Ya no te pueden pagar. Por eso.
—No importa si no me pueden pagar.
—¡Eso pensaba yo! Pero es que ellos no entienden que tú eres mi amigo.
Si a Javier le impresionaron mis palabras lo escondió bien. Continuó con la misma expresión que antes, sentado en su escritorio con la espalda encorvada.
—¿Ya te falta poco?
—¿Para qué?
—Para terminar la novela.
Bajó la mirada hacia su obra con gesto ausente.
—Sí, me falta poco.
—¿Y la vas a publicar?
—No creo. Ya te dije que nadie la va a leer.
—Apuesto que apenas la termines te van a dar ganas de publicarla.
—No...
—¿Cómo se llama?
—¿Qué cosa?
—Tu novela. ¿Cómo se llama? ¿Las Aventuras de Javier Rodríguez?
Sonrió ante mi broma, mientras sus dedos hacían correr las hojas de la libreta hasta dar con la primera página.
—No, se llama El Club.
—¿El Club?
—Sí.
—¿Y por qué se llama así?
—Porque... porque sí.
Iba a preguntar más, pero preferí dejar el resto del interrogatorio para más adelante. No era bueno abusar. Estuvimos hablando de varios temas un rato, sin volver a tocar el asunto de mis padres. Tal como yo esperaba, a él no le importaba el dinero. Si a mi familia ya no le alcanzaba para seguir pagándole por ser mi tutor, eso no sería impedimento para que yo le visitara. Nada podía borrar la sonrisa de mi cara.
—¿Y cómo va el misterio que estabas resolviendo con tu amigo?
—Mmm... bien. Aún no hemos averiguado casi nada. Ah... y conocimos a la nieta de la señora Julia. Se llama Carla. Es muy pesada, pero inteligente... eso hasta ahora. Es un caso raro... no sé qué conclusiones sacar.
—Sherlock te diría que no te hagas ideas previas sobre el caso... no antes de las pruebas.
—Es verdad... necesitamos pruebas.
Javier se puso de pie y se acercó al sillón donde yo estaba sentado. Era raro que hiciera eso, sentarse junto a mí solo a conversar. Habitualmente nos separaba la distancia de un metro y medio que había desde el sofá hasta su lugar de trabajo. A menos que fuéramos a ver la tele, cosa para la cual él tenía su sillón especial, tan viejo como la casa, puesto justo frente al aparato. Lo miré preguntándome qué era eso que lo tenía tan feliz.
—El principio siempre es lo más difícil en estas cosas. Uno no sabe por dónde empezar.
—¿Te ha pasado?
Arrugó el ceño ante mi pregunta.
—¿Qué cosa?
—No saber cómo empezar a investigar un misterio.
—Sí, sí... más o menos.
—¿Cuándo más joven?
—Sí. Hace años.
Nos quedamos en silencio un rato, hasta que él volvió hablar con entusiasmo.
—Quizás les hace falta un nombre.
—¿Cómo un nombre?
—Algo así como La Banda de Detectives Infantiles que formó Conan con sus amigos. O los Irregulares de Baker Street.
—Ah... algo así como un club.
Dio un respingo al escucharme. Pero se repuso muy rápido de la sorpresa, simulando una sonrisa.
—Claro. Un club. No sé por qué, pero eso ayuda. Tienes que buscarle un buen nombre y listo.
Un buen nombre, pensé, deslizando la mirada por la habitación. De golpe me detuve en la misma repisa de siempre, esa que me sabía casi de memoria. Ahí, justo frente a los libros de Sherlock Holmes, estaban las tres pipas de madera gastada de Javier. Un día, hace tiempo, me contó que en una de ellas había fumado por primera vez. Nunca me dijo por qué guardó las otras dos ni a quien pertenecían. La idea apareció de manera abrupta en mi cabeza.
—El Club de las Tres Pipas— dije con orgullo.
Javier me observó con curiosidad, mientras pronunciaba el nombre en voz baja. Luego de pensárselo un poco, volvió a sonreír.
—Sí, suena bien. ¿Y por qué tres?
—Por Arturo, por mí... y por Carla.
GRACIAS POR LEER :)
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