Capítulo 3: Conoce a tu enemigo
¿Qué hay más importante que la amistad?
Nada, dicen los ilusos.
La familia, dicen los afortunados.
El amor, dicen los estúpidos.
La enemistad, digo yo.
Esta mamarracha con cara de no haber roto un plato en su vida es Jessica Jackson, era mi mejor amiga del super mundo mundial, y un pedazo de hija de puta mentirosa.
No lo supe en su momento, claro, pero las mentiras pesan poco y al final siempre terminan saliendo a flote.
Jessica y yo éramos inseparables desde preescolar. Ella vivía unas calles más abajo de mi casa. Cada mañana venía a recogerme para ir caminando juntas al colegio, asistíamos a clase juntas, almorzábamos juntas e íbamos a las mismas actividades extraescolares.
A medida que crecimos, yo comencé a florecer y a desarrollarme con extrema perfección, mientras que ella se quedó bajita, sin tetas, con demasiada nariz y una boca que parecía un buzón de correos.
Su pelo, pese a ser rubio, no brillaba como el mío, negro azabache. Sus ojos, enormes como los de un búho triste, no poseían la intensidad de mi mirada felina de un azul único. Sus labios, como he dicho, eran grandes, pero sin control, mientras que los míos eran definidos, rosados, abultados en su justa medida y, en definitiva, perfectos. Sus orejas estaban algo separadas de su cabeza, algo que suplía llevando el pelo siempre suelto. Tenía una cara angelical que hacía que confiaras en ella de inmediato.
Su cuerpo era de tamaño reducido. No es que fuera simplemente delgada, era pequeña, como si se hubiera quedado a mitad de camino en el crecimiento. Creo que no tuvo la regla hasta los dieciséis años.
En conjunto, no estaba mal. Era guapa, supongo, al menos lo justo para no avergonzarme, pero no lo suficiente para estar a mi nivel.
Como ya he dicho, siempre estábamos juntas.
Ella era mi sombra, no sólo porque siempre me imitaba (aunque nunca me igualaba) y me seguía allá a donde fuera como buena perra faldera, sino porque a mi lado no era más que una mancha negra tras de mí.
El problema de las personas que van detrás, es que no las ves venir cuando te apuñalan por la espalda.
El problema de las personas con cara de ángel, es que ocultan al diablo tras sus pestañas postizas.
Ya lo dijo Michael Corleone: "Mantén cerca a tus amigos, pero aún más cerca a tus enemigos".
La cuestión es, ¿conocéis a vuestros enemigos?, ¿sabéis quiénes son?, ¿cómo son?, ¿de qué son capaces?, ¿qué están dispuestos a hacer para veros caer?
Porque yo no lo supe hasta que fue tarde.
Aunque, con el tiempo y mucha reflexión, sí llegué a averiguar el momento exacto en el que una amiga se convirtió en enemiga...
—¿Has visto a ese chico? ¿No crees que es guapísimo? —me preguntó Jessica una mañana en el comedor.
—A ti todos te parecen guapos, salida —le contesté sin darle importancia ni a ella ni al sujeto al que se refería.
—¡Oh Dios mío, viene hacia aquí! —exclamó tirando de la manga de mi chaqueta con nerviosismo.
—¿Se puede saber qué haces? Esta bomber es de Armani, más te vale no romperla —dije apartando sus delgaduchos dedos de mí—. Debes controlar esos instintos, búscate un novio o cómprate un perr...
Mis palabras se desvanecieron en mi boca. El chico al que se refería era Carter Chambers y venía hacia nosotras. En cuanto sus ojos vieron los míos, ya no existió nadie más para su mirada.
—Fama —me presenté después usar mis indomables encantos con él.
Así era como me hacía llamar en esa época de mi vida. Mi nombre no me gustó nunca. Fátima. Virgen de vírgenes. Yo no era virgen, ese tren pasó hace más tiempo del que me habría gustado, de modo que, ¿por qué mentir llamándome así?
Sin duda el acrónimo que encontré se correspondía mucho más con mi personalidad.
—Carter —respondió con esa sonrisa arrebatadora y con esos ojos que sólo me miraban a mí.
—Carter... —repetí su nombre para oír cómo sonaba entre mis dientes— Fama y Carter —comprobé la sinfonía que formaban ambos juntos y era extraordinaria—. ¿Necesitas una visita guiada, Carter?
Carter, por primera vez, guio su mirada hacia la pequeña y escuchimizada joven que había a mi lado, Jessica.
—¿No ibais a comer? —preguntó con caballerosidad, aunque yo sabía que se moría de ganas por salir de allí conmigo.
—Por favor, Carter... —respondí con una risita sugerente mientras enroscaba mi brazo en el suyo—, yo no como.
Él sonrió, sorprendido por mi forma de hablar, tan inusual en las chicas de mi edad, e hipnotizado por mi atractivo, tan inusual en cualquier chica que había conocido o conocería. Y así, agarrados del brazo y riendo, abandonamos aquel grasiento lugar para sumirnos en nuestro encantador cuento de hadas.
Fue aquel momento, aquel puñetero instante.
No lo supe entonces, pero ahora estoy segura. Fue en aquel momento, en aquel lugar, en aquel abandono, cuando en el interior de esa zorra envidiosa comenzó a germinarse una enorme bola de mierda rellena de celos, rencor y resentimiento que terminaría por lanzar contra mía años después.
Porque eso, niños, es lo que pasa cuando eres malo con alguien, que te folla el culo hasta dejártelo como la bandera de Japón.
Porque el perdón, la clemencia, la compasión, y sí, la puta amistad, no son más que un montón de patrañas con las que nos engañamos porque necesitamos creer que la bondad existe cuando la única realidad es que, como seres humanos, tenemos una naturaleza rastrera y carroñera donde nos jactamos del ojo por ojo.
Así que, en cuanto pudo, se vengó. Oh, ya lo creo que lo hizo.
Lo que ese despojo con orejas de Dumbo no sabía es que quien ríe último, ríe mejor. Y ya os aviso, zorras, mi venganza no fue una risa, fue una puta carcajada.
Pero vayamos por partes, como diría Jack "El Destripador".
Siempre me ha parecido curioso lo cambiante de la personalidad, lo diferente de nuestro carácter dependiendo de la persona que tenemos delante o de la situación en la que nos encontremos.
¿No os pasa?
En mi caso, toda la fortaleza de espíritu, chulería y determinación que poseía cuando caminaba por los pasillos del instituto, se volvían ceniza en cuanto cruzaba la valla del jardín delantero de mi casa.
Allí no era nadie, como si un par de cirujanos me extirparan de mi cuerpo y, en su lugar, introdujeran a una estúpida de encefalograma plano incapaz de luchar y revelarse.
Eso era lo que imaginaba cuando las rugosas manos de mi padre me tocaban. Imaginaba que no era a mí, que no estaba allí y lo hacía con tanta intensidad que era como si me estuviera viendo desde fuera, como si abandonara mi propia consciencia y mirara como ese ser mancillaba mi cuerpo, pero no mi mente.
Siempre que volvía a casa del instituto, me quedaba fuera, en el jardín, un par de minutos, observando la puerta de la entrada. Era una puerta de madera de color rojo carruaje intenso. Justo el color que tendrían las puertas del averno, o eso creía puesto que lo que había tras ellas era mi infierno personal.
Metí la llave en la cerradura y la giré. Las bisagras chirriaron al ceder a mi empuje. El interior de la casa permanecía tenue y en silencio.
Había salido antes de clase puesto que la señorita Neville, que de señorita sólo tenía el hecho de estar soltera, ya que debía tener como doscientos años, se había encontrado indispuesta e incapaz de dar su clase.
Eso me daba unos cuarenta minutos de paz y soledad antes de que mis hermanos llegaran y casi dos horas enteritas hasta que lo hiciera mi padre, y sabía perfectamente en que iba a invertir esos preciados minutos.
Abrí el grifo de la bañera y el agua chocó con fuerza contra el fondo de ésta cubriéndola de espuma al contacto con el jabón, esparcí unas cuantas sales que invadieron el baño de un olor a canela y coco y me introduje en el agua hirviendo.
El vapor cubría toda la sala empañando el cristal y la ventana e incluso dificultándome la respiración como en una sauna.
Mis brazos flotaban entre el agua y la espuma que la cubría mientras mis pensamientos flotaban mucho más alto.
Me dejé envolver por las apocalípticas voces del coro de Carmina Burana de Carl Off.
Sí, perras, me gusta la música clásica. ¿Qué esperabais, que maltratara mis oídos con las letras insulsas de Taylor Swift o los gritos descosidos de Demi Lovato?
Me temo que mis gustos son algo más refinados.
Ahí, relajada y liberada, perdí la noción del tiempo.
Hasta que, de repente, el cargado, pero agradable aire, se volvió pesado y húmedo. Sentí una presión sobre mi cabeza, una fuerza me hundía en el agua. No podía respirar y no podía abrir los ojos sin que la espuma me escociera en ellos. Pataleé y moví los brazos en un intento vano por salir a la superficie.
La subida de adrenalina causada por la sorpresa y la sensación de peligro cedió el mando a la falta de oxígeno en mi cuerpo, de manera que éste empezó a perder la fuerza. Mi cerebro, antes concentrado en sobrevivir, ahora a punto de colapsarse, comenzó a fijarse en otras cosas de menor importancia, como si ya diera por perdida toda posibilidad.
De ese modo fui consciente de un sonido algo taponado, lo que indicaba que venía de fuera del agua. Se trataba de un sonido agudo y estruendoso, una risa. No, unas risas. Dos para ser exactos. Entonces me concentré más en ellas y no tardé en reconocerlas: mis hermanos.
En ese momento, en el que mis brazos yacían inertes flotando en el agua y mi resistencia era nula, la presión sobre mi cabeza cesó.
Como si me fuera la vida en ello, y es que me iba, saqué la cabeza del agua haciendo uso del último rastro de fuerza que quedaba en mí y respire tan hondo que me escoció la garganta.
Tenía espuma en la cara y no pude abrir los ojos, pero recuerdo escuchar más risas seguidas de rápidas pisadas por el pasillo que indicaban que huían de la escena del crimen entre carcajadas y aplausos.
—¡Menudo susto se ha llevado esa guarra! —gritaban por toda la casa—. ¿Has visto cómo se movía intentado salir? —se regocijaban riendo más fuerte.
Gilipollas.
Piltrafas con micro pene que creían que virilidad y hombría eran sinónimos de violencia, eructos e insultos denigrantes.
Pero, ¿qué se les podía echar en cara?
Si coges a un ser humano desde pequeño y lo educas en una casa donde la agresividad, la falta de respeto, las palizas a mujeres, el alcoholismo y la normalización de la violación y el abuso son el pan de cada día, ¿qué creéis que aprenderá?
Yo os lo digo: aprenderá a ser un pedazo de zurullo con patas que no hará más que salir al mundo a contaminar la sociedad con su putrefacto carácter y sus violentos actos.
Y ese era el caso de mis dos hermanos que, para colmo, eran mellizos.
Sus instintos macarras y psicópatas, que no podían saciar en sociedad, los mitigaban conmigo como conejillo de indias en la intimidad de nuestra casa.
Cuando recobré casi por completo la normalidad en la respiración y tuve la capacidad de ponerme una toalla alrededor de mi cuerpo, salí del baño y comencé a tambalearme, aún desorientada, por el pasillo camino a mi cuarto.
Caminaba con lentitud ya que aún veía algo borroso debido al picor de los ojos, pero estaba próxima a mi habitación cuando algo frío y duro apareció por la esquina del pasillo y me golpeó con fuerza en la cara.
Caí al suelo de bruces y me tapé la boca, el lugar donde el desconocido artefacto me había dado, con mis manos.
No sentí dolor. Mi cuerpo estaba colapsado y no había tenido tiempo para reaccionar a tantos estímulos negativos, pero sí saboreé el sabor metálico de la sangre entre mis dientes.
Sangre...
Una herida...
Mi rostro...
Mi hermoso rostro...
Con un brillo maldito en mis ojos y una sonrisa diabólica, alcé la mirada en busca de quien ya sabía que había orquestado el golpe.
Filth. Sin duda, el peor de los dos.
Filth tenía en la mano una vara de metal, que soltó en cuanto vio la sangre emanar de mi labio. Me devolvía la mirada, pero ya no reía. Conocía el límite y sabía que lo había sobrepasado.
—Estas muerto, hermanito —le dije de forma tenebrosa y vi el efecto de mis palabras en sus ojos de inmediato: terror.
—No te atreverás... —tartamudeó, el miedo no dejaba salir su voz. Su temblor repentino provocó en mi garganta una estruendosa carcajada que inundó toda la casa.
—No tendré que hacer nada —continué—, en cuanto vea que me has tocado la cara, sabrá que has sido tú —mi sonrisa se ensanchó—. Y entonces te hará pedazos, capullo impotente.
En ese momento, una llave entrando en la cerradura de la puerta de entrada puso fin a nuestra "conversación", él había llegado.
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