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Capítulo 2: Sueños truncados

Ya os he hablado de cómo era mi vida siendo un tarro de manteca andante. Ahora os contaré un poco sobre cómo era antes de esa desafortunada decisión.

Supongo que, como cerebros resecos sin imaginación, será más efectivo una imagen que mil palabras. De modo que aquí tenéis:

¿A qué vienen esas caras de sorpresa?

Ya os dije que soy la mujer más guapa del mundo. Y nunca bromeo cuando se trata de mi belleza.

¿Qué queréis una foto de mí ahora? ¿Qué os habéis creído, zorras? Mis carnes fofas cuestan diez pavos el minuto en internet. Vamos, haced los cálculos para saber cuánto gano en una hora, y todo libre de putos impuestos. No tengo intención de mostrároslas gratis.

Bien, ¿estáis aquí o seguís admirándome? Concentraos y continuemos.

Os pondré en situación:

Joven de catorce años. Hermosa. Imponente. Lo suficientemente inteligente para ser admirada sin ser considerada una nerd. Lo suficientemente divertida para ser lo más esperado de cualquier fiesta con clase sin llegar a ser cómica. Lo suficientemente loca para ser venerada, pero no encerrada. En resumen: la puta ama.

Mis notas eran las mejores de la clase. Mi marca en educación física era insuperable. No había materia, por dispar que fuera, que se me resistiera. Básicamente no había nada que no supiera hacer.

De modo que hagamos un recuento:

Belleza.

Buenas notas.

Alta capacidad de aprendizaje.

Mano diestra.

Popularidad.

Admiración.

¿Qué más podía pedir? ¿Qué me faltaba? ¿Qué creéis que podía necesitar para ser aún más perfecta de lo que ya era?

¡Ah, sí! Ya sé lo que estáis pensando. Un novio. Uno guapo, tierno, bueno, alto, atlético. Uno con dinero y contactos en las altas esferas. Con clase, pero sin ser aburrido. Uno por el que se peleen todas las universidades del estado para que juegue al fútbol con sus camisetas. Uno que sea querido por todos y respetado. Fiel. Un caballero.

Sí, estaría bien tener uno así, ¿no? Pero, ¿sabéis que está aún mejor? Que ya lo tenía.

Carter Chambers.

El chico más guapo de todo el instituto. ¿Qué digo? El chico más guapo de todos los institutos. Podéis juzgadlo vosotras mismas.

Lo nuestro fue amor a primera vista y, mirándonos, es obvio el porqué.

La primera vez que lo vi tenía doce años. Yo no era una niña corriente de doce años, siempre fui una adelantada a mi edad. ¿Cómo lo llaman ahora? Una joven con capacidades especiales, eso era. ¿Que qué implicaba eso? Básicamente era superdotada: rapidez de pensamiento, inteligencia superior a la media, madurez excesiva...

Así que, mientras otros niños de mi edad sólo pensaban en juegos y caramelos, yo desarrollaba otras inquietudes algo más complejas.

De modo que cuando conocí a Carter y encontré en él las mismas curiosidades que había en mi interior, no tuvimos más remedio que enamorarnos hasta las trancas el uno del otro.

Aún recuerdo aquel día en el comedor del instituto. Todos los alumnos estaban revolucionados por la llegada del chico nuevo. Se acercó a mí en la cola de las ensaladas y me sonrió, con una sonrisa que iluminó toda la sala abrasando cada centímetro de mi ser.

—¿Eres la última? —me preguntó, y su voz, grave y suave, terminó el trabajo que su aspecto había comenzado, atrapándome por completo.

—No, guapo, seré la primera y la única —le respondí.

Y desde ese momento fue mío y sólo mío. Éramos la pareja ideal, la envidia de todos.

Cuando Carter cumplió los siete años, lo mandaron a Inglaterra a un colegio interno para que aprendiera las tradiciones, el protocolo y los modales británicos. Su madre, de ascendencia inglesa, se negaba a que su hijo tuviera el rudo acento americano y creyó que unos cuantos años al otro lado del océano serían suficientes para que desarrollara un perfecto y atrayente acento inglés.

En aquel colegio para pijos le enseñaron a ser todo un caballero, aprendió francés e italiano, ganó varias regatas de remo, practicaba atletismo, superando todas las marcas, incluso era una pequeña eminencia jugando al polo. Hasta que un día descubrió su verdadera pasión, el fútbol americano, de modo que esa era la razón de su regreso al nuevo mundo.

"Un deporte de bestias pardas con poca clase con el único objetivo de entretener a las masas y excusar el alcoholismo y brutalidad de los plebeyos", así lo describía siempre su madre, para la cual fue vergonzoso tener que apoyar que el futuro de su hijo fuera revolcarse en el barro siendo placado por monstruosos jóvenes de familias bajas.

"Si consiguieras que volviese a remar" me decía cada vez que la visitaba. "Si volviera a montar. La hípica, eso sí que es un deporte de caballeros".

La verdad es que las gilipolleces que esa mujer decía entre gin tonic y gin tonic eran de lo más reveladoras. Criticaría sus métodos y opiniones si no hubiese hecho tan buen trabajo con su hijo criando al hombre perfecto, haciendo de él todo un príncipe azul de músculo y hueso.

Carter poseía una sonrisa cálida que te hacía olvidar el cinismo del mundo y flotar entre nubes rosas. Su piel de porcelana, su pelo rubio y brillante y sus ojos profundos que, cuando te miraban, hacían temblar el suelo a tus pies, hacían que su rostro pareciera cincelado por los dioses.

En cuanto a su cuerpo, tenía unos músculos fuertes y marcados, pero no como los de esos tíos inflados a pastillas y proteínas que da la sensación de que, si les pinchas, se deshincharan con un globo. El cuerpo de Carter era un templo. Un deportista tradicional cuyos logros en ese ámbito venían dados por la perseverancia y el trabajo duro, no por el dopaje.

En conjunto, poseía una belleza digna de lucir a mi lado. Y esa era una de las razones por las que salíamos.

Su dinero era otra.

Él era el único hijo de la mismísima familia Chambers-Winston, una de las mejores familias de la ciudad.

Su padre era banquero y su madre una aristócrata con apellido noble que lo único que había hecho en la vida era haber nacido rica y ser descendiente directo de uno de los padres fundadores de la ciudad de Winston Coast, al sur del estado de California.

Así es la vida. Tus antepasados matan a un puñado de indios, roban sus tierras, destruyen su estilo de vida y sus raíces hasta hacerlos desaparecer por completo y el mundo occidental te venera siglos después haciéndote merecedor de una gran casa colonial y un montón de ceros en el banco. Eso sin contar las fiestas pijas, los regalos del alcalde y el favorable efecto que tu apellido ocasiona allá a dónde vas.

Cualquier persona con esa posibilidad, la utilizaría. Cualquiera, menos Carter. Podía usar el apellido de su madre, Winston (sí, como el lugar donde nací y pasé mi adolescencia, así de importantes eran), pero prefería conseguir los logros por sus medios.

Y eso lo hacía único a la vez que estúpido.

Os lo dice alguien que ha tenido que tragar mucha mierda para llegar a donde he llegado. Si tenéis la posibilidad de escalar en esta vida a costa de los demás, aprovechadla. Dejad la estupidez y el afán de superación a un lado. Esas chorradas no te dan de comer, sólo te procurarán un duro golpe contra el suelo de la realidad. En cambio, el dinero, el poder y los buenos contactos, sí.

Como ya he dicho, Carter era diferente. Representaba todo lo que está bien en este mundo putrefacto. Era la personificación del puñetero sueño americano. Jugador de fútbol de primera. Amigos populares. Futuro prometedor. Saber estar. Atractivo. Dinero. Buena media. Familia perfecta.

Y lo más importante, me tenía a mí. Una bonita joya que lucir en recepciones, celebraciones o cualquier otro tipo de reunión opulenta de las altas esferas.

Era muy consciente de cómo me miraban los poderosos hombres que asistían. Ministros, consejeros, futuros presidentes, intelectuales, escritores de talla mundial, deportistas profesionales, banqueros... Todos se corrían mentalmente con la visión de su polla entre mis adolescentes piernas. Algo a lo que no supe sacarle partido hasta tiempo después.

Incluso para el padre de Carter, yo era su fantasía hecha mujer. Podía saborear la lascivia en sus ojos cada vez que iba a su casa. Era un hombre atractivo, de estos que, pese a haber cumplido los cincuenta, mantenía todo su pelo y tenía buena percha para lucir un bonito traje italiano hecho a medida. Nunca tuvo el valor de insinuarse, pero nunca dejó de divertirme jugar con su autocontrol.

Al parecer, no todos los padres se follaban a sus hijas.

Porque eso es lo que era para esa familia, una hija.

Su madre también me adoraba, claro que por otras razones de naturaleza menos sexuales que las de su marido. Por supuesto, idolatraba mi belleza. Ella no era guapa, pero tenía cierto atractivo. Aunque tenía tantas operaciones que resultaba difícil saber si se trataba de un atractivo natural o era fruto del bisturí.

Ella siempre fantaseaba con el día en que nos viera caminando juntos hacia el altar. Él sería todo un hombre de provecho y yo una imponente mujer florero que la acompañaría a cenas benéficas contra la extinción de alguna rana con nombre impronunciable que a nadie le importa un cojón y otra serie de mierdas que hacen los ricos para sentir que sus ideales vidas sirven para el bien común cuando lo único que hacen en esas cenas es comer caviar y beber champán a cinco mil dólares el cubierto mientras critican la nueva operación que se ha hecho la mujer de este y de aquel.

La verdad es que esa vida se me habría dado de puta madre. Una pena que nunca se cumpliera.

Efectivamente, Carter y yo rompimos después de cuatro años de relación.

¿Qué si fue porque me puse como una morsa?

Me encantaría mentiros y deciros que sí. De esa forma lo convertiría en el personaje más odiado y eso me ayudaría a odiarlo a mí también, pero me temo que no tuvo nada que ver con eso. De nuevo, la razón fue algo que lo ennoblece aún más.

Quiso tratarme como a una dama, quiso respetarme, quiso quererme y hacer que me sintiera querida.

El problema fue que, por aquel entonces, yo estaba muy lejos de saber lo mucho que valía como ser humano y no como objeto de deseo y lo mucho que merecía todo lo que él se moría por ofrecerme.

El problema fue que, por aquel entonces, hacía años que mi madre había desaparecido sin previo aviso ni explicación al temer por su vida por las incontables palizas que mi padre le procuraba, abandonándonos a mí y a mis tres hermanos, dejándonos solos con un perturbado como padre.

El problema fue que, un año después de que ella nos dejara, mi padre echó de casa a la única persona de la unidad familiar que me protegía y a la que amaba con locura y de la que no sabía nada desde entonces, mi hermano Hero.

El problema fue que, sin mi madre ni mi hermano para defenderme, mi padre y mis otros hermanos tenían vía libre para cometer toda clase de abusos, físicos o psicológicos, conmigo, anulándome como ser humano y, por tanto, como persona.





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