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Capítulo 1: La vida no es lo que te pasa...

Me llamo Siena Hero. No soy italiana ni mucho menos una heroína, pero no siempre llamamos a las cosas por su nombre.

Si os fijáis bien he dicho "me llamo" y no "mi nombre es". Existe una diferencia entre ambos que pocos habrán notado.

Con asiduidad las palabras dicen más de lo que parece. Si estáis atentas, siempre descubriréis la verdad entre ellas. Matices casi imperceptibles que dicen mucho más de lo que pretendemos.

Lo que quiero decir, panda de inútiles, es que no es mi nombre real.

En condiciones normales no os diría mi nombre, pero teniendo en cuenta que os contaré cosas mucho peores supongo que no pasa nada si hago una excepción.

Eso sí, si alguna de vosotras se atreve a llamarme así, acabaréis con esa sucia lengua metida por el culo.

Mi madre siempre me decía que era algo brusca. Supongo que tenía razón.

Si os he ofendido o lo hago en un futuro, quiero que sepáis que... me importa tres cojones.

Que os jodan.

En el mundo no hay sitio para las niñitas de mamá.

Fátima Ashes. Ese es mi nombre.

Os estaréis preguntando por qué, siendo un nombre tan corriente, inofensivo e incluso carismático, puede molestarme tanto que alguien me llame así.

Dios, sois tan predecibles... Me aburrís.

La primera razón y posiblemente la más importante: me lo puso el señor con quien comparto ADN. Mi ascendiente. Mi antecesor. Mi progenitor. 

Si, intento evitar la palabrita de las narices. Es otro nombre que odio.

Automáticamente se considera padre a un hombre que tiene un hijo. Yo opino que se requiere mucho más que llenar de líquido blanco un coño para considerarse eso, pero no me tiréis de la lengua.

En fin, he ahí la razón principal del cambio de nombre.

Pero, os preguntaréis, ¿por qué también el apellido? ¿No es lógico? ¿De quién coño creéis que viene?

De nuevo otra imposición. "Por defecto", dicen, llegas a este mundo con el apellido de la parte masculina. Y si quieres, con el transcurso del tiempo, ponerte el de la madre, debes pagar.

Porque en este mundo, señoritas, ser mujer sale muy caro.

Quizás esa sea la razón por la que, en exclusiva, me dirijo al público femenino.

Perdonad chicos, si es que alguno tiene la capacidad mental para llegar hasta aquí. Si algún hombre, si es que realmente existe eso, ha entrado aquí, estoy segura de que ha sido por la foto de mis tetas en esa extravagante portada que mi creadora con tanto atino ha diseñado.

Seguramente entren esperando encontrar como disfruto de una buena polla en la primera página y al ver que no hay nada de eso, se vayan.

Pues bien, a ellos también, que les jodan.

A quienes han decidido quedarse, enhorabuena, estáis demostrando tener algo dentro de esas cabecitas que merece la pena.

Pero no estamos aquí para saber lo que hay en vuestras cabezas, sino en la mía.

Yo soy la puta protagonista de esta cojonuda historia. No me quitareis eso, arpías.

Te estoy vigilando, Lena. Más te vale darme el protagonismo que me merezco o no te gustará lo que soy capaz de hacerte...

Sigamos.

El resto de razones por las que odio mi nombre son más nombres. Mejor dicho, apodos. Apodos supuestamente crueles sobre mi notable sobrepeso. Juegos de palabras facilones que hacían más palpable un hecho innegable, que estoy gorda.

De nuevo, fijaos. He dicho "estoy", no "soy". Porque no rondaba los 100 kilos siete meses antes y no tenía intención, en aquel entonces, de seguir pesándolos en un futuro cercano.

Pero eso a mis compañeros de instituto les daba igual. "Compañeros", no amigos.

Ellos no se planteaban por qué aquella joven tan perfecta y hermosa, ahora no cabía por la puerta.

Solo les interesaba inventar mil maneras de putearme la vida. ¡Cómo si tuvieran ese poder! ¡Cómo si esos absurdos intentos de bullying produjeran algún efecto negativo en mi! Si ellos supieran... Si supieran lo que hacía falta para hacerme caer...

Fat, Fatty-mama, Fat-Ass (supongo que porque mi apellido tenía un comienzo parecido a culo en inglés). Cuando se quedaban sin ideas o creatividad, algo de lo que carecieron siempre como podéis observar por sus insultos, comenzaban los tópicos. Hulk, La Cosa, foca, Moby Dick, morsa marina, Obélix,...

Y mi favorito, sobre todo por su fascinante complejidad: gorda.

Nótese el sarcasmo.

Eso era todo lo que sus cerebros resecos por los videojuegos, las redes sociales y los selfies frente al espejo daban de sí.

Lo que suele pasar con los abusones, o los intentos de, es que cuando sus víctimas no reaccionan ante sus ofensas, no se sienten realizados. Algo en su interior se frustra y su instinto macarra pide más.

Así fue como pasaron del dicho al hecho.

Por cierto, no va un trecho.

Lo que separa las palabras de los actos son exactamente dieciséis horas. Eso fue lo que tardaron esos cabrones sin nada mejor que hacer en cansarse de los insultos y pasar a la acción.

Un día, sin más, comenzaron.

Desde simples zancadillas a auténticas y apestosas mierdas dentro de mi taquilla. Siempre me pregunté si cagaban dentro de ella o lo hacían dentro de una fiambrera y luego la colocaban sobre mis cosas.

Es curioso cómo mi mente nunca se concentraba en la perrería en sí, sino en el procedimiento o la novedad. Cómo si siempre me decepcionaran con sus absurdos métodos. Cómo si siempre esperara más de ellos con cada nueva "bromita".

Incluso se las apañaron en una ocasión para cambiar el agua de mi botella por agua del váter. Delicioso...

Perdí la cuenta de cuántas veces me encontré las ruedas de mi coche pinchadas al salir del instituto. O los cristales rotos y los asientos meados. O mensajes escritos sobre el chasis amenazándome y, de nuevo, insultándome.

Escondían animales muertos y putrefactos en mi mochila, pupitre e incluso me encontré alguna que otra cucaracha en mi bandeja del almuerzo.

Las risitas y cuchicheos a mi alrededor me avisaban de una putada inminente. Ni eso eran capaces de hacer bien.

Si vas a joder a alguien, por favor, al menos sé capaz de controlarte y no estropees la sorpresa.

Y así pasé meses.

Era curioso como todo lo que me hacían siempre estaba orquestado de forma que no me tocaran o que no estuviera presente en el momento. Supongo que, en cierto modo, me temían. Y lo cierto es que, aunque en aquel entonces no lo sabía, hacían bien.

Ni que decir tiene que la intervención de los profesores o educadores sociales brillaba por su ausencia en este aspecto. Un ciego vería mejor que cualquiera de esos capullos retrasados.

Entonces, un día, el ambiente del instituto cambió.

Llegué allí una mañana, como cualquier otra, y las risitas se habían transformado en susurros, miradas sucias y prejuiciosas y caras de asco.

Me llevó poco tiempo entender a qué se debía el brillo especial de sus rostros. Se trataba de la luz de sus móviles, apuntando directamente a sus ojos sedientos de morbo y maldad.

En ellos se proyectaba un vídeo. Una especie de montaje pseudo-porno en el que se me veía desnudándome al ritmo de una música sensual y metiéndome en las duchas, supuestamente solitarias, del gimnasio, masturbándome.

Por aquel entonces no existía el puto satisfyer, y no es que mi casa fuera un lugar donde se respirara la calma y tranquilidad suficiente para hacerse un buen dedo, de modo que, ¿qué queríais que hiciera? Esos mamones eran como la mierda de perro: estaban por todos lados. Y me pillaron, pero bien.

¡Eso sí que lo vieron los cabrones de los profesores! ¡Para eso sí tenían ojos! Valiente panda de inútiles salidos.

Acabé (sí, he dicho acabé, yo, primera persona del pretérito imperfecto simple, no aquellos desgraciados que habían grabado y distribuido pornografía "infantil", sino yo) en el despacho de un tal señor Dun. Yo le habría cambiado la n por la m. Alfred, se empeñaba en que lo llamara. Cómo si eso hiciera que fuéramos más amigos.

Era un buen trabajo. ¿Cómo lo llaman? Orientador. Sí, muy buen trabajo. Trabajas cuatro horas, de las cuales tres las pasas en la sala de profesores bebiendo café gratis y criticando la mala educación de los alumnos mientras tu propio hijo se mete tiros de farlopa en fiestas cutres y tu hija se abre de patas en la parte trasera de algún coche mientras uno de esos alumnos se la mete hasta el fondo. ¿Que qué haces en la hora restante? Pues dar consejos de mierda a adolescentes con problemas que ni conoces ni te molestas en conocer.

Pero, claro, el problema son "los jóvenes de hoy en día", no el sistema educativo.

—Pasa, Fátima —dijo con sonrisa amable indicándome que me sentara.

—Señorita Ashes —le corregí.

Con desgana y sin mucha paciencia, me dejé caer en la silla, que se resintió bajo mi peso.

Desde que estaba gorda había eliminado las florituras de mis modales para con los demás.

Antes pestañeaba tanto a los hombres que podría provocar un huracán. Sonreía con mi dentadura perfecta. Me contoneaba, controlando hasta el más ínfimo movimiento de mi cuerpo y adquiriendo posturas que idealizaran mis curvas. Todo para conseguir lo que quería. Sólo tenía que aparecer y lo demás venía rodado.

Ahora, mi cara seguía produciendo una atracción automática a quien la mirara, seguía y sigo siendo la mujer más guapa sobre la faz de la tierra. Y esa atracción se reducía notablemente cuando descubrían mi cuerpo.

Por suerte, mi cara nunca engordó. Era como si la grasa supiese que no debía tocar mi rostro, que permanecía igual de delgado y hermoso que cuando pesaba la mitad.

—Supongo que sabes por qué te he citado —continuó, mirándome contrariado por mi belleza y mi obesidad.

Ese hombre no sabía si la tía que tenía delante se la ponía dura o le repugnaba. Era divertido comprobar qué sentimiento era más fuerte.

—Orientador Dun —leí en la peana de madera sobre su mesa—. ¿Eso es lo que quiere hacer? ¿Orientarme? —gemí mientras lo atrapaba con mi mirada azul intensa—. Y, dígame, ¿en qué dirección, exactamente, quiere orientarme? —pregunté mientras me levantaba lentamente de la silla, me daba la vuelta y me cernía sobre ella, poniéndome ligeramente en pompa mostrándole mi culo por debajo de la falda que azoté con la palma de mi mano—. ¿Le parece bien esta orientación, Alfred? —mi tono siempre había sido lascivo, pero su nombre lo pronuncié como si fuera una navaja afilada.

La cara de aquel hombre era un poema. Tuve que hacer grandes esfuerzos para no estallar en carcajadas ante sus ojos incrédulos.

Lo cierto es que desde que engordé no me había atrevido a usar mis encantos. Esa era la primera vez en meses y me gustó. Echaba de menos el poder que ejercía sobre ellos.

—Haga el favor de bajarse la falda y sentarse, señorita Ashes —impuso, aunque su voz temblorosa le robaba la autoridad.

Ahora sí me trataba de usted. Ahora sí me llamaba señorita. Ahora ya no quería ser el amigable, generoso y bueno de Alfred. Capullo.

—Orientador... —dije pensativa y volviéndome a sentar—. ¿Por qué no se orienta hacia la ventana y se lanza por ella? Sería más productivo —mi tono ya no era sexual, sino cortante.

Esta vez no hubo reacción por parte de Alfred. Se limitó a ignorar mi comentario y comenzó a contarme una sarta de patrañas sobre por qué se hizo educador y lo mucho que comprendía las dificultados a las que se enfrenta la gente de mi edad y condición.

Condición...

Estar gorda no era mi condición, era mi decisión. Mi alternativa. Mi desesperado intento de liberarme, aunque eso me atara a otras desagradables consecuencias como la que estaba a punto de descubrir.

—Hay un vídeo circulando por todos los institutos de la zona —me informó con seriedad—. ¿Lo sabía? —negué con la cabeza. Era cierto, en aquel momento desconocía su existencia—. Se la ve a usted en una situación algo comprometida.

Comprometida. Menudo eufemismo de mierda para decir que se me veía metiéndome el dedo hasta el hígado mientras jadeaba como una perra en celo. Como ya dije al principio, no solemos llamar a las cosas por su nombre.

Me levanté como un resorte y salí de ese despacho como alma que lleva el diablo.

Mientras me dirigía hacia la salida, un grupo de chicas susurraban en corrito mientras miraban fijamente algo en el centro del círculo formado.

Un móvil.

Sin pensármelo dos veces, fui hacia ellas con decisión, empujé a un par de chicas para abrirme camino y le arrebaté el móvil a la que lo sujetaba para las demás.

Entonces lo vi.

Me vi.

Una mole de grasa deforme y desnuda gimiendo solitaria. Aquello no era yo. Ese montón de carne no podía ser yo y a la vez era más yo que nunca.

Hacía mucho que no me hacía una foto, un vídeo o algo similar. El único lugar donde veía mi cuerpo era en el espejo. Y puedo aseguraros que lo que el espejo me devolvía no se parecía en nada a lo que se veía en esa grabación. Al menos yo no me percibía de esa forma.

Fue entonces cuando fui consciente de lo que había hecho. Puede que suene absurdo, pero así fue. Necesité verme desde fuera para ver cómo lucía realmente. Cómo los demás me veían. Cómo había destrozado mi vida.

Era asquerosa.

¿Cómo podía haber dejado que los actos de un hombre me hicieran eso? ¿Cómo había perdido el control de esa forma? ¿Cómo permití convertirme en eso?

Estaba a punto de romper a llorar y mandar toda mi fachada de tía dura a la mierda cuando un número en la parte superior derecha de la pantalla que no hacía más que aumentar llamó mi atención. Cada vez que el número subía, un sonidito salía del teléfono.

—¿Qué es eso? —pregunté a las chicas—. ¡¿QUÉ COÑO ES ESO?! —les grité con violencia al ver que se habían quedado mudas.

—Las... las vi... sitas —tartamudeó la que antes sujetaba el móvil—. Está online —explicó temblorosa al ver mi cara de no estar entendiendo una mierda.

Ahora la que estaba muda era yo. Aquellas palabras me cosieron la boca.

No se trataba de un vídeo que se habían pasado unos entre otros, sino que estaba colgado en la red a la vista de cualquiera que quisiera mirar. Es decir, a esas alturas, no sólo estaría rulando por los institutos de la zona, sino por todos los putos móviles de la ciudad.

Exactamente, por 1308 móviles.

1308 personas lo habían visto.

1308 personas conocían mi "situación comprometida".

1308 vergonzosas visualizaciones.

1308.

1309.

1310.

Entonces mi cerebro dejó de concentrarse en lo que me habían hecho para concentrarse en lo que podría hacer yo con lo que tenía delante.

Entonces volví a mirar. Y lo que vi fue realmente diferente a lo que había visto segundos antes. Vi una oportunidad. Una válvula de escape. Una vida. 

1315 posibilidades de ser libre.

Fue cuando comprendí el significado de la frase "la vida no es lo que te pasa, sino cómo te lo tomas".

Y ese fue el comienzo de cómo me convertí en una puta estrella del porno por internet.

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