Tú, sí tú quien estás leyendo. A tí como a cualquier adolescente te ha salido un grano en el rostro. No lo niegues.

Debes estar preguntando: ¿Por qué rayos Bonnie habla de granos?

¿A que sí te lo preguntabas? Tal vez no, pero sé que me vas a entender cuando te digo que es una pesadilla.
Cuando te ves al espejo lo primero que ves es el grano.
Cuando alguien te habla, no te habla a tí, le habla al grano.
Una vez que te cansas de esa abominación de la naturaleza llegas a la conclusión de pellizcarlo.

No hay más grano pero sí queda una marca igual de horrible. Si no usas algo para quitarte la cicatriz te quedarás con esa marca en el rostro. Cada momento en el que te paras frente al espejo lo ves, pero con el tiempo lo ignoras y te acostumbras a él.

Y esa vocecita vuelve a preguntar: ¿Qué tienen que ver los granos con el capítulo?

Damas y caballeros, mi grano es mi sonrisa. Pero si son lo suficientemente inteligentes para darse cuenta, mi primera sonrisa fue a los cuatro años.

Luego vino una ventisca que hizo ese grano más notable.

A los siete años mi padre tuvo un accidente de trabajo y falleció. Desde entonces nada ha vuelto a ser lo mismo.

Ya nadie me ayudaría a terminar el atardecer que papá y yo estábamos pintando en la pared de mi habitación. Nadie me ayudaría a perfeccionar mi talento. Y nadie ocuparía su lugar en la mesa, en la casa o en mi vida.

Después de esa ventisca vino otra.

Mamá, Noah y yo lloramos, pero nuestras lágrimas se secaron.

Mamá duró un día completo en su habitación. Yo quise hacerla sentir mejor y elegí la peor opción.

Le sonreí.

Le sonreí y le dije que fuera a trabajar y que continuara con su vida. Muy inteligente para ser dicho por una niña de siete años.

Mamá ¿Tú que hiciste?
Me ayudaste a mejorar mi sonrisa. Me diste esa sonrisa de «todo está bien».

Me acuerdo que ese día te tomaste un baño, te pusiste tu mejor ropa, te maquillaste, usaste esa sonrisa y fuiste al trabajo. Cualquiera diría que nada pasó, que nadie murió.

Me miré al espejo imitando tu sonrisa, la usé por unos días hasta que me pellizqué el grano y me quedé con la marca.

Tú seguiste dándome esa sonrisa cada vez que yo estaba despierta lo suficientemente temprano como para verte antes de ir al trabajo.

Al mes te ascendieron de puesto, al año eras la jefa y a los tres años tenías en tus manos la cadena de empresas en más de siete países.

Cualquiera diría que yo estoy orgullosa de tí. Pero nadie sabe que pasabas más tiempo en el trabajo que en la casa. Nadie se ha enterado que te has olvidado de varias presentaciones de arte y de los campeonatos de fútbol de Noah. Nadie se ha dado cuenta de que no estás presente en las navidades y cumpleaños.
Nadie me ha preguntado.

Mamá, tú fuiste quien me enseñó a perfeccionar mi sonrisa, a vivir con la marca y no quitarla.

Ya me acostumbré a usar la sonrisa de «todo está bien».

No sé si decirte gracias. Ahora puedo intentar hacer sentir mejor al mundo con una sonrisa.