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Las Sombras que Habitamos

Este es la pequeña historia que comencé escribiendo en un principio, y que da el nombre a esta serie de one-shoots. Me demoré en escribirla porque, para ser sincera, no me resultó para nada fácil. Toma como base el libro Fantasma, de Kay, aunque con algunas alteraciones. Me gustaría leer sus opiniones al respecto. En multimedia les dejo una canción que TIENEN que escuchar. -R

  El viento golpeaba con fuerza la ventada del dormitorio, produciendo un ruido constante y bastante molesto. Afuera, las nubes cubrían todo el cielo, ocultando el brillo de las estrellas y la luna; seguramente, no tardaría en llover.

La luz de la vela titiló, amenazando con apagarse, y recordando que ya era tarde para seguir despierto.

Madame Giry apartó la mirada de su libro, sobresaltada, cuando escuchó que llamaban a la puerta; la puerta de servicio, claro estaba. La Ópera Garnier, para esa hora, ya se había cerrado al público, y sólo los miembros residentes se encontraban allí en ese momento, a esa altura profundamente dormidos.

Extrañada, la mujer se envolvió en su bata, y tomó uno de los candelabros que había en su cuarto. Salió al pasillo, y comprobó con alivio que el dormitorio de las bailarinas seguía cerrado.

Madame Giry dudó antes de abrir la puerta; ya pasaba de la medianoche, y no era día de función. ¿Quién podía estar allí, que no fuera un ladrón o alguien con malas intenciones? Volvió a escuchar que llamaban con insistencia y, suspirando, abrió la puerta, antes de que toda la Ópera despertase.

Bonne nuit, Madame.

Giry tuvo que hacer un gran esfuerzo por distinguir a la mujer frente a ella. Iba vestida elegantemente, o eso podía percibir, por lo que no era una mendiga. Podía ver que en su juventud había sido hermosa, no había duda. La recién llegada no debía de superar los cincuenta y cinco o sesenta años. Sin embargo, no era eso lo que le llamó a Madame Giry la atención, lo que la hizo estudiarla tan exhaustivamente.

Había algo en su postura, algo en su forma de estar, que le resultaba sumamente familiar.

La maestra del cuerpo de ballet se obligó a dejar esos pensamientos de lado; había comenzado a llover, y era sumamente descortés dejar a un huésped esperando en el umbral.

Fuera quién fuere.

—Por favor, pase usted—Madame Giry ayudó a la señora a cargar su bolso de mano, mientras la invitaba a entrar.

Merci.

Ambas mujeres recorrieron en silencio el trayecto hacia el dormitorio de Giry, donde esta cerró la puerta y depositó el candelabro en la mesa. Preparó dos tazas con té, y le llevó una a la desconocida, quien la aceptó, agradecida.

—¿Qué asunto la trae hasta aquí, Madame, a estas horas de la noche? —preguntó, tomando su lugar en la mesa y envolviéndose con fuerza en su bata. Tal vez sólo estaba siendo algo paranoica, pero había algo en su huésped que no le gustaba del todo. La mirada en sus ojos, sobre todo.

Era la mirada de un condenado, de alguien quien se ha visto obligado a cargar con un gran peso por las mismas profundidades del Tártaro.

—Me gustaría disculparme, para empezar—dijo la mujer, depositando la taza en la mesa con una elegancia que denotaba que había sido bien educada—. Sé que no es adecuado presentarme a estas horas en cualquier lugar, pero me vi obligada a dejar de lado los modales, al haber sido mi viaje adelantado para mañana.

—Por supuesto—coincidió Madame Giry, mirándola fijamente—. ¿Entonces quería usted conocer el Palacio Garnier antes de partir de la ciudad?

—¡Oh, no! De ninguna manera hubiera aparecido a estas horas de tratarse de una simple visita turística—sus ojos parecieron perderse por unos instantes, y luego volvió a la realidad. Su rostro permanecía serio, cómo si no estuviese acostumbrada a sonreír—. Pero creo que no me he presentado. Mi nombre es Madelaine.

Madelaine... ¿debería conocer a alguna Madelaine?

—Soy Antoniette Giry—se presentó esta a su vez—dirijo la compañía de ballet de la Ópera.

—He oído críticas muy favorables acerca de su ballet, Madame.

Merci—Giry terminó su té, pero no pudo permanecer en silencio durante mucho tiempo. Debía saber qué era lo que Madelaine se proponía—. ¿Me dijo que está en la ciudad de paso, no es así?

—Sí—respondió—. Últimamente he estado de paso en demasiados lugares.

—¿Y puedo saber, si no resulta entrometido, cual es la finalidad de estos viajes?

Madelaine permaneció en silencio unos instantes. El golpeteo de la lluvia contra la ventana se iba haciendo más fuerte, a medida que la tormenta parecía cobrar intensidad. Madame Giry esperó pacientemente a que su huésped hablara.

—Estoy buscando a alguien—admitió al fin, con los ojos fijos en su taza—. Tuve un... presentimiento, de que aquí podría hallar algún rastro.

—Tal vez pueda ayudarla—dijo gentilmente Giry, al compadecerse de su situación—. Conozco a todos los que viven bajo este techo.

Otro nuevo silencio le siguió. ¿Qué le sucedía a esta mujer? Las sombras y la oscuridad no abandonaron su rostro en ningún momento. Parecía seguir sumida en sus propios pensamientos, y suponía que estos no eran muy agradables dado el estado en que la mujer se encontraba. Sí, lucía calmada, pero había algo que le hacía creer a Madame Giry que en su interior estaba experimentando una lucha. Dios, era la persona más extraña que nunca había conocido.

Bueno, la segunda.

—Su nombre es Erik—murmuró, y Madame Giry se tensó, de repente alerta—. Es... alto, supongo. Debe de ser alto ahora. Tiene...

—Aquí no hay nadie con ese nombre—espetó la mujer, poniéndose de pie. ¿Qué podría querer ella con Erik? Ha tenido una vida antes de la Ópera, Antoniette, se corrigió. Aun así, no podía dejar de lado que alguien preguntando por él era demasiado raro. Pero había jurado por su vida que no revelaría su escondite a nadie, y estaba dispuesta a cumplir con ese juramento—. Y si lo hubo alguna vez, lo he olvidado.

—No, Madame, usted no podría—dijo, su voz cargada de pesar, negando con la cabeza—. Su voz... esa voz...

—Lo lamento, pero tiene que irse—la cortó Giry, tomando el candelabro—. Le pediré al cochero que la acerque hasta la hostería, así no sufrirá las inclemencias del clima.

—Pero...

—De verdad me disculpo, Madame, pero tendré que responder ante los directores si dejo que se quede aquí.

—De acuerdo—respondió Madelaine, con una mirada de sospecha en los ojos, poniéndose de pie—. Entiendo perfectamente.

La mujer tomó sus cosas y dejó el dormitorio, abandonando a Madame Giry con mil y una ideas en la cabeza.

°°°

El subsuelo de la Ópera estaba húmedo y frío, como de costumbre. La oscuridad, espesa e inclemente, parecía llenar todos los espacios posibles del lugar, no permitiendo que la luz de la vela expandiera sus dominios. ¿Cómo podía alguien en su sano juicio vivir aquí abajo?

Madame Giry reprimió un escalofrío, y aferró con fuerza a su candelabro. Por fortuna, conocía un camino hacia la casa de Erik que no requería atravesar el lago, por lo que no tenía necesidad de usar la pequeña góndola que había en uno de los extremos.

—¿Erik? —el eco de su voz resonó por el lugar, y por un segundo pensó que allí no había nadie. Estuvo a punto de darse la vuelta y regresar, cuando la puerta de una de las habitaciones se abrió.

—¿Qué hace aquí a estas horas, Madame? —preguntó Erik, mirándola interrogante. Llevaba la camisa arremangada hasta los codos, y pudo distinguir que sus manos estaban manchadas de tinta. Llevaba puesta la máscara, y Giry dudó que se la sacase alguna vez—. No, déjeme volver a preguntar. ¿Qué hace aquí?

—Lamento si te desperté, pero necesito hablar contigo de manera urgente—dijo la mujer, con un tono duro.

—No estaba durmiendo—respondió, indicándole a Madame Giry que se aproximara—. Entonces, ¿Cuál era ese asunto que no podía esperar hasta mañana?

—Una mujer—contestó, barriendo el lugar con la mirada.

—No estoy de humor para mujeres—masculló—. Vuelva otro día.

—No me refiero a eso—espetó, cruzándose de brazos, en un intento de mantener el calor—. Una señora llegó hace unas horas preguntando por ti.

—¿Por ? —inquirió, mirándola con asombro. Estaba tan desconcertado como ella misma, al parecer. No era de extrañar—. ¿Dijo algo, algún nombre?

—Madeleine—recordó la bailarina—. Dijo que se llamaba Madeleine.

Madame Giry vio, con asombro, como todo el color de la parte visible del rostro de Erik desaparecía, y cómo sus manos habían comenzado a temblar. Pareció a punto de perder el sentido en un momento, pero logró llegar a tientas a una silla, y enterró la cabeza entre sus manos.

—¡Dile que se vaya! —exclamó, haciendo que a Giry no le pareciera más que un niño—. ¡No le hables de mí! No le digas que estoy aquí.

Dudando, la mujer se acercó a él y le colocó una mano sobre el hombro, sorprendida por su reacción. Generalmente la actitud del hombre era completamente estoica. Este se puso de pie rápidamente, y comenzó a caminar por el lugar, nervioso.

—Erik, cálmate, por el amor de Dios—se apresuró a decir Madame Giry, sacándole de las manos el pequeño espejo que apretaba contra sus manos y que lo estaba haciendo sangrar.

—¡Es que no puede ser! —dijo con voz ahogada, intentando recuperar la compostura—Ella no tendría que estar aquí. ¿Qué es lo que quiere?

—No lo sé—confesó Giry—. La corrí antes que me hubiese explicado gran cosa. ¿Quién es esa mujer, Erik?

El hombre enmascarado la miró, y pudo identificar el dolor en sus ojos. Su voz fue apenas un hilo de voz cuando respondió:

—Mi madre.

°°°

Nada de eso estaba sucediendo.

Todo debía ser una broma de mal gusto.

O, tal vez, él no era ese Erik, y ella no era esa Madeleine. Sí, era un pensamiento ingenuo pero consolador. ¿Cómo lo había encontrado? ¿Habían pasado... qué, veinticinco años? ¿Veintiséis? Había perdido la cuenta. Tampoco es que le hubiese importado seguirla.

No hasta ese momento, por lo menos.

Si cerraba los ojos, Erik todavía podía escuchar los susurros de un pasado algo lejano, de su niñez, y de la mujer que había sido su centro en aquellos días, y que, sin embargo, nunca lo había amado; recordaba a la perfección sus miradas frías, sus ojos evaluadores, nunca satisfechos. Sus manos heladas y su voz que nunca le había hablado con cariño, y lo había reprendido con dureza mientras aprendía a leer, a escribir y a dibujar.

Podía escucharla a la perfección repitiendo su nombre, una y otra vez, gritándole desde la cocina o desde su habitación que dejase de hacer ruido, que sacara a esa perra afuera, que no desarmase otra cosa.

Erik.

Erik.

Erik se tapó los oídos con las dos manos, demasiado consiente de que la voz en su cabeza era una advertencia; se estaba volviendo loco. Estaba seguro de que ahora su ya inestable mente iba a perderse para siempre.

Erik.

Si sólo pudiera callarla...

—¡Erik!

El hombre alzó la vista, sorprendido de ver a Madame Giry frente a él. Se había olvidado de que la mujer estaba junto a él. Esta se tocó la trenza castaña, nerviosa. Generalmente había cosas que la ponían así.

Erik decidió que el estado en que estaba era lamentable, y no iba a permitir que nadie lo viera así, tan... vulnerable. Tan fácil de destruir. Tomó aire e intento recomponerse.

—Sólo no la dejes bajar, Antoniette—dijo, y sintió alivio al escuchar que su voz sonaba segura y calmada, como siempre.

—Ya la he acompañado a la salida. Pero, Erik, no lo entiendo. ¿Tu madre?

—¿Acaso pensabas que había nacido del aire? —preguntó, un tanto cortante, y unos segundos después se arrepintió. Madame Giry no había hecho nada para merecer un mal trato—. La última vez que la vi tenía como ocho años, en realidad. Así que adivinarás que nuestra relación no era la mejor.

—Ya veo—dijo la mujer, con preocupación reflejada en sus ojos.

°°°

Erik terminó el perfecto crescendo, y sonrió con satisfacción al agregar una nueva nota a la partitura. Volvió a colocar los dedos sobre las teclas del piano y continuó tocando.

Música. Eso era lo que necesitaba en ese momento; el único remedio efectivo para callar esas voces el pasado que hacían eco en su cabeza desde la visita de Madame Giry. Intentó poner la mente en blanco, únicamente concentrándose en el sonido de las notas que se sucedían unas tras otras, creando una melodía que en un principio quería ser suave, pero que luego se fue convirtiendo en un torrente de emociones que difícilmente pudo ser contenido.

Erik tocó y tocó, hasta que sintió que sus dedos ya no respondían a los deseos de su mente, sino de su alma. Tocó sobre aquellas mañanas en que había despertado, de niño, esperando el abrazo de su madre, que nunca llegó; tocó sobre esos momentos en que lloraba sin obtener ninguna mirada de amor o de consuelo. Tocó acerca de cuanto le había molestado llevar su máscara desde que era un bebé, que le lastimaba y le hacía doler. Tocó sobre esa vez que su madre le mostró sin piedad el horror que era su cara, arrastrándolo frente al espejo, develando el verdadero monstruo que siempre había sido.

Tocó sobre ella, y eso le hizo odiarla aún más.

Su música no debía estar destinada a ella, sino a algo más superior... a otra persona... a...

—Has mejorado mucho, Erik.

Los dedos del hombre se detuvieron abruptamente, produciendo que la música se cortase de golpe, arrancándolo sin clemencia del momentáneo trance en que se encontraba. ¿Podría ser que...?

No, se dijo. No se había imaginado esa voz.

Erik volteó despacio, encontrando con la mirada a la mujer que se encontraba a unos metros de él. Usaba un vestido oscuro, como si vistiera de luto; en su rostro habían aparecido arrugas, testigos de que efectivamente los años habían pasado, pero sus ojos claros seguían siendo los mismos, a pesar de que ya no reflejaban la frialdad de antaño. Esta, en cambio, había sido reemplazado por...oscuridad. Culpa.

—Madeleine—dijo Erik, poniéndose de pie, y su voz sonó sorprendentemente serena. Bien. Debía mantenerse así.

No podía dejarle ver que estaba a punto de derrumbarse de un momento a otro.

—¿Ahora me llamas Madeleine? —Erik no supo distinguir si el tono en su voz reflejaba dolor o enfado. Considerando de quien venía, se inclinó por lo último.

—¿Cómo quieres que te llame? ¿Mama, como hacía cuando era niño? —replicó, cortante. Al aproximarse a ella, vio que le sacaba más de una cabeza. Al irse de su casa, solo llegaba hasta su hombro—. Lamento decirte que has sido todo menos una madre para mí.

—Lo sé.

Un segundo... ¿lo sé? ¿Qué quería decir con eso? Erik estudió el rostro de su madre unos segundos. Sí, definitivamente había algo raro en él. Madeleine no pareció percatarse del escrutinio, y recorrió el lugar con la mirada. Erik sabía lo que vería: unas cuantas habitaciones, un órgano, velas, el lago... En eso consistía su hogar.

—Había oído rumores...sobre un fantasma que vivía en la Ópera de París—dijo Madeleine, con la mirada pérdida—. Nunca pensé que fueras tú.

—No sé por qué estás tan extrañada. Después de todo, eres tú la que me mantuvo encerrado los primeros ocho años de mi vida. ¿No esperabas que terminase así?

—No—confesó esta, encontrando sus ojos—. Sinceramente, te imaginaba en las grandes casas de Ópera o arquitectura, pero no aquí abajo.

Erik cerró las manos en un puño y se obligó a respirar. Esto era sólo una pesadilla; las tenía a menudo. Sólo un mal sueño.

Aunque la mujer frente a él parecía demasiado real.

—¿Por qué has venido, Madre? —preguntó finalmente— ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Seguí a la mujer hasta aquí. Pero no es eso lo importante. Yo sólo quería... encontrarte.

—¿Encontrarme? ¿Para qué, exactamente? ¿Para que vieras el fantasma en el que me he convertido? Bien, madre, aquí me tienes—dijo, abarcando el lugar con las manos—. Y aquí tienes el hogar del Fantasma de la Ópera. ¿Estás satisfecha? Ya me has encontrado. Ahora vete.

Madeleine pasó a su lado como si no lo hubiese escuchado, en dirección al piano. Lo miró durante un tiempo, y luego alzó la vista hacia su hijo.

—¿Recuerdas la canción que me compusiste cuando cumplí treinta?

La pregunta tomó a Erik con la guardia baja, y este solo atinó a responder:

—Yo... no lo sé. Tenía cinco años.

—Por supuesto que la recuerdas—susurró ella, cerrando los ojos—. Nunca has olvidado una melodía. Yo la he escuchado todos los días de los últimos veinticinco años, desde el día en que huiste ¡Oh, Erik! Si supieras que esa noche yo... yo... yo quería cambiar. Quería empezar de cero. Sin golpes, sin dureza, y sin... máscara. Iba a intentarlo.

—No te creo—siseó este.

—¿Por qué habrías de hacerlo? ¿Acaso piensas que no distingo el odio en tus palabras, en tu voz? Si supieras cuanto he rezado para volver a escuchar tu voz...—Erik observó, totalmente atónito, cómo la mujer que alguna vez lo había criado comenzaba a llorar. ¡A llorar! Erik no recordaba haber visto llorar nunca a su madre, nada que no fueran lágrimas de cólera o frustración. Siempre se encerraba en su cuarto para hacerlo.

Y, ahora que la veía, no sabía cómo reaccionar. Sabía que debería consolarla, confortarla, ¿no era eso lo que hacían los hijos?

Y, sin embargo, Madeleine nunca lo había hecho con él, y entonces él tampoco lo haría.

—Durante años he implorado a Dios que me perdone—continuó ella, intentando frenar los sollozos—. Y que, de llegar el momento, tú lo hicieses también. Te he tratado como un monstruo, y el monstruo he sido yo, todo este tiempo.

Erik la observó, impasible, mientras Madeleine terminaba de componerse. En ella no quedaba nada de la mujer que él había conocido. Aun sin reflejar ninguna expresión en su rostro, se aproximó a ella.

—Lo que tú sientes, Madre, es culpa—su voz sonó fría y distante, como esperaba que lo hiciera—. Sólo culpa. Todavía no me quieres, quieres al hijo perfecto que ni siquiera existe. A tu Charles—ahora podía notar el dolor en sus palabras, y se odió por eso.

—No, Erik, te equivocas—dijo su madre, recuperando su expresión impasible—. Pero no tendré manera de convencerte de lo contrario, ¿o sí? Eres obstinado como cuando eras un niño—Erik permaneció en silencio, mientras Madeleine miraba a su alrededor una vez más. El hombre se dio cuenta de que seguía teniendo el mismo porte de elegancia y superioridad que cuando vivían juntos—. La mujer de los dibujos, ¿quién es?

Erik frunció el ceño, y le tomó unos segundos darse cuenta que se refería a los dibujos de Christine, que había sobre la mesada.

—No es de tu incumbencia.

—Rezo para que ella no cometa el mismo error que yo—murmuró casi para sí misma.

—¿Qué te hace pensar que ella es igual a ti? —espetó Erik, apartando los dibujos de la mesa, para ocultarlos de su vista—. Christine es un ángel. Un ángel. Nunca trataría a nadie de la manera en que tú lo hiciste, ni me miraría como tú lo hacías—Siempre y cuando no sepa en realidad quien soy, pensó con dolor, pero intentó alejar el pensamiento de su mente.

Madeleine asintió, y volvió a mirar a su hijo. Intentó tomarle la mano, pero este la apartó, como si fuera fuego.

—Mi toque es veneno, ¿recuerdas?

—Erik, por favor. He recorrido media Europa buscándote. Por favor, por favor, necesito que me perdones.

—¿Eso es lo que quieres? —preguntó—. ¿Perdón?

Claro que quiere perdón. Así podrá vivir en paz en resto de su vida. Por un segundo, Erik contempló con una satisfacción casi cruel la idea de mandar a su madre al diablo, de negarle lo que ella estaba pidiendo, así como ella se lo había negado a él en su momento. De ver en su rostro el mismo dolor e intranquilidad que lo habían atormentado durante todos los años que siguieron a su huida, y que seguían haciéndolo. Quería que experimentara en carne propia su sufrimiento, su miseria. Quería que entendiese.

Erik descartó la idea, casi con un suspiro de resignación.

Estaba cansado de odiar. De vivir con ese resentimiento que le oprimía el pecho cada vez que pensaba en él.

—Si eso es lo que quieres, tienes tu perdón—Madeleine levantó la mirada hacia él, y su rostro pareció iluminarse por unos instantes—. Te perdono, Madre. Pero no quiero volver a verte. Nunca más.

La mujer sólo lo contempló unos segundos, y Erik no pudo mantener sus ojos.

—Supongo que es eso lo que merezco—susurró ella—. Me iré y tú te quedarás aquí y ambos volveremos a nuestro propio infierno. A las sombras que habitamos.

Erik no dijo nada mientras Madeleine, su madre, le daba una última mirada, y lentamente desaparecía por unos de los túneles que conducían a la superficie de la Ópera. Una vez que se aseguró de que la mujer se había perdido por completo en el laberinto de pasajes y que ya no podía verlo, se dejó caer en una de las sillas, enterrando la cabeza entre sus manos.

Volvía a sentirse un niño; un niño débil, perdido, sin la más mínima idea de donde se encontraba o de qué haría a continuación.

Y, como un niño, lloró.

°°°

El movimiento del coche de alquiler era monótono pero relajante, a la vez. Erik se permitió perderse, por unos segundos, en el ruido de las ruedas sobre las piedras del piso, la respiración de los agitados caballos y el sonido de los búhos que venía del exterior. Observó a Madame Giry, a su lado, quien se encontraba con la mirada perdida, contemplando el paisaje del alba por la ventanilla. Llevaba un sombrero que ocultaba parte de su rostro, al igual que él, aunque supuso que esto se debía más a una moda que a una necesidad, como lo era en su caso.

Aferró con fuerza la carpeta de cuero que llevaba su nombre, pensando en cómo los acontecimientos habían dado un giro inesperado.

En cómo Madame Giry había vuelto a buscarlo unas horas después de haber despedido a su madre, y cómo lo había conducido a través de las calles oscuras de París hacia una pequeña posada. En cómo se había enterado de que su madre había comenzado a agonizar hacia una hora, allí, en uno de los estrechos cuartos, y había conseguido que el posadero enviase un mensajero al Palacio Garnier con una nota para Giry.

Erik había entrado en la sofocante pero a su vez fría habitación con la certeza de que su madre sólo sufría uno de sus ataques de histeria y que pronto se acabaría la farsa, y él se molestaría mucho, más teniendo en cuenta que le había pedido con exactitud no volver a verla. Había dudado antes de acudir a su llamado, Dios sabía que había dudado.

Pero había ido, para descubrir que efectivamente su madre estaba muriendo.

Él había estado demasiadas veces en contacto con la muerte como para saber distinguir cuando esta iba a acudir. ¿Cómo no lo había visto antes? La tez cenicienta, las profundas ojeras, las manchas rojas en sus ojos. Todo indicaba que estaba enferma.

La mujer sólo había llegado a tenderle la carpeta, con su nombre grabado delicadamente en la tapa, antes de exhalar por última vez, y, finalmente, morir en sus brazos.

Ahora, Erik la abría en el carruaje, mirando con asombro aquello que contenía. Eran sus dibujos, sus partituras; sus anotaciones, sus primeras letras. Todo lo que había hecho cuando era solo un niño. Estaban clasificados por fecha, y por edad. Erik ni siquiera sabía que Madeleine guardara todas esas viejas cosas.

Encontró otras cosas. El título de su casa, en la que había vivido, en las afueras del pequeño pueblo, así como de otras pequeñas propiedad que sabía que su madre tenía.

Todas a su nombre.

Había una pequeña anotación en el margen de uno de los títulos. La tinta estaba corrida y no se había secado del todo, por lo que Erik supuso que había sido de último momento. Sintió morirse en cuanto la leyó:

"Cuando te cases con tu ángel, ya tienes un lugar para vivir. Espero que sea suficiente"

°°°

—Sabes dónde encontrarme si me necesitas, Erik—dijo Madame Giry, con una mirada preocupada, ya dentro de los pasajes de la Ópera.

—Gracias, Madame.

Erik no le dirigió una última mirada a la instructora mientras se perdía por los túneles del Palacio Garnier, como una sombra.

Sólo había un lugar en el que quería estar, una persona a la que quería ver.

Afortunadamente, llegaba justo a tiempo para su lección de canto de la mañana con Christine, quien lo esperaba en el camerino de la prima donna, que era suyo desde la semana anterior, cuando la Carlotta había sufrido el misterioso incidente. Erik se colocó frente al espejo y se sacó el sombrero de ala ancha y la capa, dejándola caer a un costado.

—¿Christine? —preguntó este, proyectando su voz, en un intento por atraer la atención de su pupila, quien se encontraba en el tocador.

—¡Ángel! —el rostro de la chica se iluminó, y en la cara de Erik se formó el atisbo de una sonrisa.

Comenzaron con unas escalas, unos cuantos ejercicios de respiración y de postura, como de costumbre; sin embargo, al ver que algo no andaba bien, Christine decidió interrumpir la vocalización.

—¿Ángel? —preguntó, su voz sonando algo insegura.

—¿Si?

—¿Pueden los ángeles sentir tristeza?

Erik suspiró, y apoyó su cabeza en el vidrio del espejo, intentando tocar a la chica con su mano a través del frío cristal, sentir su calor.

¿Cómo podía explicarle que él no era un ángel, sino todo lo contrario? ¿Qué se estaba muriendo por dentro justo en ese momento? ¿Qué necesitaba sentir sus brazos a su alrededor, que lo confortasen y acallaran el dolor que sentía en ese momento? ¿Cómo decirle que hubiese dado todo lo que tenía por una mirada suya de afecto, sin nada de por medio?

Pero no podía decírselo. Nunca podría hacerlo; porque ella no lo abrazaría, ni lo consolaría, ni lo miraría con amor si de verdad pudiera verlo.

Christine huiría de él, como todos lo habían hecho.

No, no podía decirlo. En cambio, contestó:

—Sí, Christine.

Algo pareció cambiar en el rostro de la chica.

—¿Puedo hacer algo para que te sientas mejor, Maestro? —Erik dudó unos segundos, su corazón estremeciéndose ante la bondad de la joven.

—¿Podrías cantarme algo?

Christine entendió a lo que refería. Sabía que no quería escalas, sino una canción de verdad. La chica sonrió mientras intentaba recordar la melodía que su padre solía cantarle cuando se sentía asustada o perdida, y se alegró al ver que recordaba todas las notas.

Erik cerró los ojos cuando Christine comenzó a cantar, dejándose llevar por la canción. Intentando olvidar todo lo que había sucedido esa noche. Intentando olvidar a su madre y los recuerdos que ella había despertado en él.

Y, con un suspiro de alivio, se perdió en el sonido de la voz de Christine.

La voz de la única mujer a la que amaba.

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