El Cadáver Viviente
Bueno, el último one-shoot sobre Madeleine que voy a escribir en un laaargo tiempo. Basado en el libro de Kay, con unas pocas alteraciones de fechas. Toma lugar el día que Erik huyó de su casa. A pesar de odiar a Madeleine, siempre fue un personaje que me interesó bastante.
Vamos a ver si podemos redimirla un poco. -R
Olvídame.
Caí sobre mis rodillas, el ruedo y la falda de mi vestido convertidos en una maraña de tela. Miré a mi alrededor, hacia las decenas de espejos estratégicamente colocados para crear ilusiones (esas ilusiones que yo nunca había aceptado), tijeras y pedazos de metal. Dibujos y partituras llenaban todo el piso, y al borde de la cama, el violín que él usaba cuando tenía tres, pero que ya le había quedado pequeño.
Mis intentos por aclarar mis pensamientos estaban siendo vanos; no podía hacer otra cosa que temblar, maldecirme e intentar reprimir los sollozos, allí en esa habitación a la que ni siquiera llegaba la luz del sol.
Se había ido.
Erik se había ido.
Y hasta yo podía reconocer que era la responsable de eso. Pero, ¿por qué justo debía suceder el día en que yo había decidido cambiar? ¿En que dejaría de ser la mujer malcriada, egoísta y fría para convertirme en una verdadera madre?
Toda la noche me habían atormentado nefastas pesadillas en las que no hacía otra cosa que ver vagos relámpagos de imágenes: a Erik cargando el cuerpo sin vida de Sasha, cuyo cuello estaba doblado en un ángulo extraño; a Erik sangrando; a Etienne partiendo para siempre por la puerta de entrada, y volviendo para llevarnos a ambos, a mi hijo y a mí, al manicomio. Vi máscaras y muñecos que cantaban, y a Erik, y a Erik y a Erik.
Al despertar no pude hacer otra cosa que caer en la súbita comprensión de que había arruinado sus nueve primeros años de vida, tal vez marcándolo para siempre, de una manera mucho más profunda que las horrendas marcas que mostraba su cara. Pero había estado dispuesta a intentar repararlo, a ser una mejor madre, a no gritarle, a dejar que me tocase o abrazase.
Pero esa decisión había llegado tarde. Y Dios me estaba castigando por eso.
Olvídame.
No pude contener las lágrimas que escapaban a raudales de mis ojos. No tuve fuerzas para levantarme, aun cuando la habitación era demasiado fría y mi cuerpo no dejaba de recordármelo. Una y otra vez mi cuerpo era atravesado por los indetenibles sollozos, mientras me aferraba con fuerza a uno de los pequeños espejos rotos del piso, con el propósito de que el dolor me ayudara a despejarme.
En este estado tan lamentable me encontró Marie, unas horas después. Yo no me había movido, no podía hacerlo, no me atrevía a hacerlo. ¿Qué sucedería si mi hijo volvía y yo no estaba aquí? ¿Volvería a huir? Sentí la presencia de la mujer a mis espaldas.
—Se ha ido—susurré, sin apartar la vista de la ventana cubierta por tablones de madera. Marie permaneció unos segundos en silencio.
—No sé por qué te sorprende tanto, Madeleine—dijo, con un tono frío que muy pocas veces le había escuchado emplear—. ¿No era eso lo que querías? Ahora podrás casarte con el doctor Barye y rehacer tu vida.
—Etienne no volverá. Lo he echado—comenté, con calma—. ¡Oh, Marie, que cruel y egoísta he sido!
—Sí, lo has sido—coincidió la mujer, pero su voz era ahora amable, esa voz que me recordaba a nuestro tiempo en el colegio de monjas, y que era más acorde a su carácter.
Marie se acercó a mí y me tomó por los hombros, ayudándome a ponerme de pie. Siempre gentil, siempre paciente, me condujo escaleras abajo y me sentó en una de las sillas de la pequeña cocina, esa cocina de la cual me había enamorado a primera vista, cuando todo era luz y felicidad y Charles, y que luego le había convertido en mi propia prisión.
Comenzó a hacer el té, mientras mi mente seguía dando vueltas. Se había ido; había huido de mí. Del monstruo en que yo me había convertido. Mi hijo había huido de mí. Pero, ¿podría eso haber sido posible? Era consciente de cómo Erik me miraba, con esa adoración y amor que sólo podía sentir un niño por su madre. No importa cuántas veces yo le había gritado, golpeado o ignorado, esa mirada seguía ahí. Entonces... ¿Por qué? ¿Había creído de verdad que iba a dejar que Etienne, en su afán de estudiar su caso, lo llevara a un manicomio? ¿Por Sasha? Tal vez había tenido miedo de que esos endiablados jovencitos que habían matado a la perra volvieran.
La comprensión me golpeó como una ola, haciendo que el dolor se volviera más insoportable. Por supuesto que había tenido miedo de que volvieran; pero no había temido por su seguridad, no era a él mismo a quien buscaba proteger.
Era a mí.
Marie me tomó del brazo cuando me levanté de la silla, impidiendo que pudiera llegar muy lejos.
—¿A dónde se supone que vas, Madeleine? No estás en condiciones de salir a ningún lado. Siéntate y tómate tu té.
—Tengo que ir a buscarlo—dije, y por primera vez en mi vida sentí una verdadera determinación, diferente de todos aquellos berrinches que me habían llevado a conseguir cosas a lo largo de mi vida—. Es un niño, Marie. Es un niño y está solo en quién sabe dónde. Me necesita.
Marie me observó con una chispa de preocupación en los ojos, pero pude ver también que me miraba distinto, como si por primera vez estuviera viendo a su amiga y le gustase lo que veía. No podía culparla; había sido desagradable con ella en demasiadas ocasiones.
Finalmente suspiró, y me soltó.
—Bien. Pero déjame primero ir a buscar al padre Mansart. Él nos aconsejará cómo debemos proceder, y mantendrá al pueblo a raya si es que se llegan a enterar de algo. ¿De acuerdo? —quise protestar, pero su mirada me hizo callar. Por primera vez, era ella quien se hacía cargo de la situación.
—Está bien—contesté, intentando parecer resignada—. Pero no tardes.
Tan pronto como Marie salió por la puerta, corrí hacia arriba y saqué del cuarto que había compartido con Charles una capa y un revolver, así como bastante dinero para cualquier eventualidad que surgiera. Cambié mis zapatos por un par de botas y bajé al living.
No miré atrás cuando salí de la casa.
°°°
Fueron cuatro noches. Cuatro interminables noches en las que no hice más que caminar, caminar y preguntar a cuanta persona encontré si no había visto a un niño con las características de Erik. Todos abrían mucho los ojos, pero contestaban negativamente.
Fue el tercer día, luego de haber recorrido los pueblos circundantes, cuando decidí internarme en el bosque; estaba segura de que Erik no había caminado directamente por donde hubiese gente. El primer indicio de que iba en buen camino fue un pedazo de tela, blanco y manchado de sangre, que encontré enganchado en una rama. Era de su camisa.
Pero poco a poco, el bosque se fue cerrando sobre mí, haciendo que perdiera el camino muchas veces, y finalmente tuve que volver a la civilización. Grite su nombre, una y otra vez, pero nadie contestó.
Fue en la tarde del tercer día cuando oí hablar en la posada acerca de los gitanos, y a la madrugada del cuarto ya había llegado a su campamento. Estaban ubicados en una llanura con bastantes árboles en el que habían armado cientos de carpas y carros y jaulas, y varios animales se encontraban amarrados en distintos lugares del campamento.
De repente, me encontré sin saber qué hacer. Ni siquiera sabía por qué había venido hasta aquí; un presentimiento, quizás.
—...te estoy diciendo, es una fortuna asegurada.
Escuché unas voces cerca de mí y me escondí tras uno de los árboles cercanos, conteniendo el aliento. Estaba casi segura de que a estos hombres no les gustaría encontrar una intrusa.
Observé a los dos gitanos que se acercaban a al pequeño fuego del que ya no quedaban más que brazas. Eran altos, de tez olivácea, y con pobladas barbas. Algo en sus miradas hizo que permaneciera muda.
—¡Un cadáver viviente, quién lo hubiese dicho! —rió uno de los hombres—. ¡Y encima con modales! ¿No te has dado cuenta de que es todo un caballero? Cuando no está mordiendo o pateando a Javert, desde luego.
Un momento... ¿un cadáver viviente? No me gustaba como sonaba eso. ¿Y quién era ese hombre, Javert?
—Él sabe mantenerlo a raya, aunque parece que el endiablado niño es fuerte.
—No estoy seguro de que eso sea un niño en absoluto—agregó el primer hombre, dando un trago a su botella de alcohol. Se me heló la sangre, mientras me daba cuenta de que había una gran posibilidad que se estuvieran refiriendo a mi hijo—¿Pero tengo derecho a dudar, no? ¡Eh, tú! ¡Sal de ahí un momento! —gritó, ahogándose con una risa y aproximándose a una jaula que no había visto hasta ese momento.
Comencé a temblar ante el giro que habían dado los acontecimientos. No era posible que... no era posible... no era posible...
—¡Tú, monstruo! ¿Por qué no haces algo?
Ahora los hombres se encontraban frente a la jaula, pero me encontraba a una distancia suficiente para distinguir entre los barrotes su cara, sus ojos que miraban con un profundo odio a los gitanos frente a él.
—Déjenme en paz—la voz de Erik intentó sonar firme, pero la oí temblar.
—Paz es lo único que nunca podrás tener, demonio. Ahora diviértenos un poco.
Y con eso fue suficiente. Una fuerza superior hizo que mi cuerpo se moviera por si sola en dirección a los dos desagradables hombres.
—¡Aléjense de él!
La reacción de sorpresa de los hombres era de esperar. Atónitos, se dieron la vuelta y me observaron, sin entender mucho.
Sin embargo, Erik también me había visto, y golpeaba con fuerza los barrotes de la jaula. Jaula. Como si fuera un animal.
—¡Mama!
—¿Qué tenemos aquí, Madame? —el gitano más grande sonrió de una manera desagradable y avanzó hacia mí, y mi primera reacción fue poner distancia entre nosotros.
—¡No la toquen! ¡No la toquen! —los gritos de Erik resonaban en mis oídos, y me di cuenta de que sus muñecas, que intentaban con fuerzas arrancar los barrotes, estaban muy lastimadas. No llevaba máscara, y por primera vez en la vida, no me importó. Sólo lo quería devuelta.
—¿Qué demonios está sucediendo aquí?
Una poderosa voz se unió al creciente murmullo de las personas que habían salido de sus tiendas a ver de qué iba el alboroto. Aproveché la distracción de los hombres para correr hasta la jaula y proteger a Erik de la vista de la multitud. El instinto de apartarlo de la crueldad del mundo, de los malos ojos que había sentido desde que había nacido era más fuerte que nunca.
Un gitano robusto, barbudo y con un rostro que no terminó de gustarme se acercó a mí, arqueando una ceja. Me llevaba más de una cabeza, y su presencia había silenciado a todos los que nos rodeaban. Escuché a Erik contener el aliento a mis espaldas.
—Esta mujer se ha metido en el campamento, Javert.
Todas las miradas se fijaron en mí, y se me hizo un nudo en la garganta. No, precisamente ahora no podía mostrarme débil. Debía ser esa persona orgullosa, altiva y confiada que había sido durante toda mi vida.
Mis ojos no bajaron cuando encontré los del hombre llamado Javert.
—He venido a buscar a mi hijo.
Javert hizo callar los murmullos que volvieron a comenzar, y sonrió. No me gustó su sonrisa.
—¿Eso? —el hombre rió—. Lo lamento, Madame, pero su hijo me está haciendo ganar mucho dinero. ¿Sabe cuánto paga la gente por ver a un diablo como él?
¿Verlo?
—¡Es sólo un niño, por el amor de Dios! —exclamé, sintiéndome a punto de ser invadida por la desesperación.
—Si es sólo un niño, ¿por qué no estaba en su casa? ¿Por qué llegó a nuestro campamento hambriento como un perro?
—¡No los escuches, Mama! ¡Sácame de aquí! ¡Quiero irme de aquí! —la voz de Erik a mis espaldas no hizo más que acrecentar el nudo de culpa que se me había formado.
—Y si es sólo un niño—continuó Javert, más cerca todavía de mí—. ¿Por qué estaba usando una máscara?
Yo quería gritarle que se callara, que cerrase la boca, que nos dejase en paz. Y, sin embargo, una parte dentro de mí sabía que su reclamo era justo. Era bajo mi cuidado que Erik había acabado aquí, expuesto como una atracción en un campamento de gitanos.
—Si se va ahora, Madame, no habrá mayores consecuencias. Debería agradecerme, después de todo; le he hecho un favor.
Tomé aire; los nervios iban a jugarme una mala pasada en cualquier momento. Intenté poner mi cabeza en orden; en primer lugar, debía sacar a Erik de allí. Luego vería cómo seguir.
Presioné mi espalda contra la jaula y, con una mano tras esta, señalé sin voltearme mi pelo, esperando que Erik captara mi indirecta. Suspiré con alivió cuando sentí que me sacaba una de las hebillas del pelo, y unos segundos después escuché el pequeño ruido de la cerradura siendo manipulada a mis espaldas, que afortunadamente yo cubría.
Había entendido a la perfección.
—No—le contesté, y una vez que Erik pudo abrir la traba con un grito de triunfo, y el rostro de Javert se contorsionó de ira, yo saqué el revolver de Charles y le apunté a la frente. Vi cómo mi mano temblaba—. Va a dejarnos ir, y no nos va a seguir. ¿Me entendió? —dije, todavía ocultando a Erik tras mi espalda, pero aferrándolo fuertemente con la mano.
El hombre me miró durante unos segundos, y ante mi completa estupefacción, rió.
—¿Quieren intentarlo? —abrió los brazos, abarcando su alrededor—. Mátenme, y ustedes estarán muertos antes de que mi cadáver toque tierra. No, usted estará muerta, su hijo volverá a la jaula, donde debería estar. No...—la cara de Javert se contorsionó, en una mueca difícil de interpretar—. ¿Qué han dicho?
—¿A qué te refieres?
Esta vez, todos lo oímos. La voz parecía estar detrás de Javert, pero ahí no había nadie.
Javert...
Ahora la voz estaba a su lado. El gitano volteaba, con el cuchillo que había empuñado, intentando encontrar el origen del sonido, que iba y venía, cambiando de lugar.
Javert...
Javert...
Javert...
Miré a Erik, y vi que lucía concentrado. Por supuesto que era él; Dios le agradecería a Marie el libro de ventriloquía que le regaló para su quinto cumpleaños. Y sabía por experiencia propia que era fácil dejarse conducir a la locura por su voz.
—¡Es el chico demonio! ¡Lo he escuchado antes! —uno de los chicos, flaco y de tez olivácea, nos apuntó con el dedo— ¡Sabe hacer magia con la boca!
El rostro de Javert estaba rojo de ira, y de dos zancadas y un manotazo, arrancó el revolver de mis manos.
—Me aseguraré de cortarle a lengua una vez que vuelva a exponerlo—siseó, y alzó la mano para pegarme.
Erik estaba temblando a mis espaldas. Ya no había ventriloquismo, ni trucos, ni espejos ni ilusiones.
Era sólo un niño asustado.
—¡MADELEINE!
El grito hizo que todos nos sobresaltáramos. Atónita, vi a Etienne correr hacia donde nos encontrábamos.
Etienne.
¿Acaso no se había ido al otro extremo del país? Al parecer no había llegado a hacerlo. Aunque en otro momento su llegada hubiese supuesto para mí una alegría inexplicable, ahora lo hacía pero por otros motivos. Mi mundo había cambiado de la noche a la mañana.
Y ya no era él quien ocupaba su centro.
—Disculpen, caballeros, pero creo que ha habido una equivocación—dijo, en un tono conciliador pero firme—. La dama aquí presente y su hijo están conmigo. ¿Quién es el líder del grupo?
—Yo—gruñó Javert, enseñándole su cuchillo en señal de amenaza. Etienne no pareció inmutarse.
—Ya veo—dijo, y sin ninguna señal de estar alarmado, continuó—. ¿Podría hablar un segundo en privado con usted? Tal vez le interese negociar.
Ante la palabra "negociar", Javert pareció mostrarse interesado. Juntos, entraron a una de las tiendas, sin antes haber ordenado el primero que nos tengan vigilado.
°°°
Erik y yo nos habíamos atrevido apenas a respirar, y esperamos en silencio alrededor de quince minutos a que los dos hombres volvieran a salir. Sin embargo, sentía su mano firmemente aferrada a la mía.
Etienne, al verme, sonrió.
—Nos vamos. Los tres—un creciente murmullo de desaprobación creció entre los gitanos, pero yo no prestaba casi atención; una ola de gratitud me invadió, y tuve ganas de volver a correr a los brazos de Etienne, como hace unas semanas lo había hecho.
Tal vez lo había juzgado mal. Tal vez su preocupación por mí y por Erik era sincera, e iba más allá de su obsesión por lo científico. Me sentí mal por haber dudado de sus intenciones.
Sentí que Erik me jalaba de la pollera, y bajé vista hacia él.
—Mi máscara. Javert tiene mi máscara—dijo, con la voz temblorosa. Al diablo con esa cosa.
—No importa, Erik. La máscara ya no importa. Vamos.
Pude percibir que dudaba, pero no se soltó de mi agarré, y yo a su vez me aferré a Etienne, dispuesta a salir de ese endemoniado campamento y poner la mayor distancia posible entre este y mi hijo.
Íbamos a estar bien.
Crucé una última mirada con Javert, que se encontraba cruzado de brazos, y esté volvió a sonreír, el brillo de la codicia reflejado en sus ojos. Se me heló la sangre. Toda la sensación de seguridad que había logrado había desaparecido de un momento a otro.
Clavé los ojos en la espalda de Etienne, quien no pareció haberse percatado de que mi mano temblaba.
Yo me quería morir allí mismo.
°°°
—¿Qué te han hecho, Erik?
Una vez fuera del campamento, los obligué a que nos detuviéramos antes de entrar al coche en el que había venido Etienne. Me arrodillé frente a él y le tomé con suavidad las muñecas, e inspeccioné su desfigurado rostro en busca de heridas. Tenía la camisa manchada con sangre en distintos lugares y los pantalones se le habían abierto en diversos lados, dejando ver que sus rodillas estaban raspadas.
—Nada, Mama, ya no importa.
—Yo creo que sí importa—agregó Etienne, pero yo no pude mirarlo a los ojos—. Habrá que limpiar las heridas para que no se infecten. Y saturar algunas.
—Has sido muy valiente, Erik—susurré, intentado contener las lágrimas. Sin embargo, él no tuvo tanto autocontrol y rompió a llorar. ¿Qué esperaba? Aunque a veces lo olvidaba, era un niño, después de todo.
Por primera vez en mi vida, lo tomé en mis brazos y lo abracé con fuerza, y luego lo besé una, dos y tres veces, en la frente, en las mejillas. Él me miró con los ojos muy abiertos.
—¡Me has besado, Mama! —la voz de Erik tembló, como si estuviese intentando no volver a temblar. Pareció dudar unos momentos antes de preguntar—. ¿Puedo darte un beso yo también?
—Sí, Erik—respondí, riendo.
No me estremecí cuando sus maltrechos labios se posaron en mi mejilla, ni me aparté con repulsión, ni rechacé su toque.
Él era mi hijo. Y no lo volvería a hacer nunca más.
°°°
Observé con fascinación como Erik se llevaba a la boca comida y más comida, como nunca lo había hecho. Tartas, tortas, budines y panes nunca lo habían tentado en absoluto, pero ahora parecía estar comiendo todo lo que no había comido en toda su vida.
—Más despacio, Erik querido, o vas a ahogarte—dijo Marie, también sentada en la mesa de la cocina, recibiendo una mirada de fastidio por parte de este. Me aclaré la garganta y Erik bajó la mirada. Este ya vestía de nuevo su ropa nueva, pero no llevaba máscara. No parecía estar del todo cómodo con el cambio. Etienne le había lavado y vendado las heridas antes de irse, prometiendo que volvería al amanecer. Yo sólo había asentido, aun sin encontrar sus ojos.
—Sí, Madeimoselle Perrault.
Me levanté de mi lugar para ver si el agua para el café ya estaba lista, y miré por la ventana. Había oscurecido, y la luz de las lámparas de aceite alumbraban la cocina.
—¿Madeleine? ¿Me acompañas un segundo? —la voz de Marie me sacó de mis cavilaciones, y, extrañada, la seguí hasta el pequeño living, no sin darle una última mirada a Erik, que seguía comiendo. Algo me dijo que eso no se repetiría muy seguido. Una vez que estuvimos solas, Marie suspiró—. Temí haber hecho mal en llamar al doctor Barye, pero las cosas resultaron bien.
—Sí, lo hicieron—murmuré.
—¿Entonces por qué te noto intranquila?
Suspiré y me acerqué a la ventana, temerosa de que alguien pudiera estar afuera, como lo habían hecho la noche que Sasha murió. Pero allí no había más que oscuridad y árboles, y el sonido de algunos búhos.
—Tenemos que irnos.
—¿Irse?
—Algo no me gusta, Marie—confesé, volteando hacia ella—. Etienne ha hablado con el jefe de los gitanos, ¿lo sabías? Y temo que... que sus intenciones no son buenas. No, no permitiré que ese hombre vuelva a acercarse, ni a mí hijo. Quiero a él y a su ciencia lejos de nosotros, y bajo ninguna circunstancia dejaré que ponga a Erik en un manicomio. ¿Qué, por qué me miras así? —repliqué molesta—¿Acaso piensas que estoy loca?
—No, Madeleine—dijo, sonriendo—. Al contrario. Pienso que estás siendo coherente por primera vez en tu vida. ¿Qué tienes en mente?
Guardé silencio unos instantes. Era un plan improvisado, casi imposible. Pero era el único modo en que podías huir.
Desaparecer.
—París—respondí, y la palabra tuvo un sabor a esperanza en mi boca—. Nos vamos a París. Esta noche.
°°°
El movimiento del coche de alquiler que había contratado Marie, cuyo cochero era un hombre honesto y buen cristiano, no consiguió tranquilizarme mucho.
Nada lo haría, hasta que no nos encontrásemos a una buena distancia del maldito pueblo de Boscherville, que tantos sufrimientos nos había traído.
Erik se encontraba sentado frente a mí, vestido de manera impecable, como un pequeño caballero. No hubo forma de convencerlo de que dejara atrás la máscara—que, inexplicablemente, él había fabricado y que había mantenido oculta en su habitación en caso de emergencia—. No hubo fuerza posible que lo hiciera cambiar de opinión.
Se aferraba con fuerza a su bolsa de viaje, que llevaba algunos libros, bocetos, partituras y el violín. Yo llevaba otra con otro tanto de sus libros, dos vestidos y dinero. Agradecí a Charles el habernos dejado una pequeña fortuna a mi nombre.
Sorprendentemente, Erik no había protestado cuando le dije que debíamos irnos esa noche, ni había rechistado al darse cuenta que debería dejar la mayoría de sus libros y de sus espejos en ese casa. Sólo lo había visto dirigirles una mirada de tristeza. "Enviaremos a alguien a buscarlos", le había dicho. Me había despedido de Marie con lágrimas en los ojos, pero ella prometió que nos visitaría antes de lo que pensáramos.
—¿Madre? —dirigí la mirada hacia Erik, que parecía algo incómodo—. ¿Puedo decirte una cosa?
—¿Y por qué no podrías?
—Temo que te enojes—dijo, bajando la mirada.
—No me enojaré siempre y cuando no tenga que hacerlo.
Él se mordió el labio, pero finalmente asintió y susurró:
—No pensé que irías a buscarme.
Mi corazón dolió en mi pecho e intenté que no se me humedecieran los ojos. Era mi culpa que él pensara eso. Mea máxima culpa. Me levanté de mi lugar y me senté a su lado, y Erik se hizo a un lado para dejarme lugar.
—He cometido muchos errores contigo, Erik—dije con suavidad—. No podía cometer este también.
—¿Así que no me odias? —preguntó, alzando los ojos hacia mí.
—No, Erik. Lo que dije el otro día era mentira; los adultos mentimos cuando tenemos miedo y estamos enfadados. Y tú, Erik, ¿todavía me quieres? ¿Después de todo lo que te he hecho sufrir?
Permaneció unos minutos en silencio.
—Sí—resolvió, y solté el aire que había estado conteniendo sin percatarme—. Todavía lo hago.
—Bien—dije sonriendo—. Entonces ya tenemos una base para empezar desde cero en París, ¿no te parece?
Ante la mención de París, su mirada se iluminó, como si intuyera que las cosas iban a mejorar de ahí en más.
—¿Podremos ir a las casas de ópera, Mama?
—Por supuesto. Y a las grandes casas de arquitectura también. Y debemos conseguirte un profesor para que continúes tus estudios—dije pensativa—. Sí, unos cuantos profesores estaría bien.
Por primera vez, vi a Erik sonreír abiertamente, con la sonrisa de un niño.
—Sí, estaría bien.
°°°
25 AÑOS DESPUÉS
Todo el teatro se puso de pie en una gran ovación. Entre las personas que nos encontrábamos allí habían nobles y gente bastante importante, todas ataviadas con sus mejores galas y vestidos. Imité a la multitud y me puse de pie, pero mis ojos no estaban puestos en el escenario, donde la prima donna y los demás cantantes saludaban y recibían rosas.
No, estaban en el palco número cinco, allí donde Erik se encontraba.
Este contemplaba con un dejo de satisfacción y orgullo el cierre de telón, aplaudiendo también lentamente, mientras el recuerdo de las últimas notas de la ópera moría.
Su ópera.
Una vez que la función hubo terminado definitivamente, y la gente se hubo levantado de sus asientos y dirigido al salón de la Ópera Garnier para hacer sociales, me permití sonreír. Mis ojos no pudieron hacer otra cosa que contemplar la magnificencia del edificio, sus inigualables detalles, su lujo. Sabía que a Erik le había contado aceptar no haber sido el principal arquitecto—su viaje a Roma le había impedido enterarse del concurso sobre el diseño de la Ópera—, pero afortunadamente había entablado una buena amistad con el ganador, ese tal Garnier, y no se habían trabajado mano a mano durante muchos años para lograr concretar su sueño.
Y no tardó en comenzar a presentar sus propias composiciones, lo que le valió una importante fama en toda Europa. Muchas veces era él mismo el intérprete, y en otras ocasiones, como esta, delegaba su tarea
Lo observé conversando con uno de los directores—Lefevre, o algo parecido. Estaba impecable de punta a punta, y usaba su máscara. Siempre lo hacía en público. Ambos rieron ante algún comentario, y el director finalmente se despidió.
Estuve a punto de acercarme a felicitar a mi hijo cuando otra persona se acercó a Erik. Una mujer; Erik me había hablado de ella, refiriéndose a esta como Madame Giry, y sabía que había entablado una muy buena relación. Pero a Giry la acompañaba a su vez una joven—de veinte, tal vez veintiún años—quién lucía algo nerviosa, pero que miraba a Erik con una mezcla de admiración y curiosidad que era difícil ignorar. No parecía ponerse ansiosa en su presencia, o que esta le resultara un tanto perturbadora, como a muchas personas. Intercambiaron también unas palabras, y luego ambas mujeres siguieron su camino, perdiéndose entre la elegante multitud.
Cuando llegué a él, no pude evitar notar que Erik también tenía un brillo distinto en los ojos.
—¿Te ha gustado? —me preguntó, cuando se percató de que me encontraba allí.
—Fue perfecta, Erik. Como siempre—contesté, con una sonrisa que, sin embargo, ya no tenía el mismo efecto en mi rostro que antaño—. A Marie le ha encantado. Y ha quedado fascinada con la Ópera.
—Me complace escuchar eso—dijo, pero su mirada seguía perdida por detrás de mí. Volteé para ver qué era aquello que llamaba tanto su atención, y no me sorprendió ver a la jovencita con la que anteriormente había hablado.
—¿Quién es la chica? —pregunté, arqueando una ceja. Erik volvió a concentrar su atención en mí.
—Una joven bailarina, pupila de Madame Giry. Esta me ha pedido si podía evaluar su voz, darle unas cuantas lecciones. Dice que tiene un talento muy prometedor.
— Ya veo—comenté, intuyendo el curso en que se desencadenarían los acontecimientos—. ¿Sabes su nombre?
Erik sonrió, volviendo la vista hacia ella, como si de repente el centro de su mundo hubiese cambiado en un segundo.
—Christine—dijo, sin dejar de mirarla—. Christine Daaé.
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