Capítulo veintitrés.
Piper se hizo de un suspiro valiente mientras cubría la fría manilla de plata son los dedos sudorosos. Descansó la mano izquierda sobre el almohadillado de la puerta blanca, intentando controlar su respiración nerviosa. En la boca se le instaló un temblequeo, como si estuviese al borde llanto. No había supuesto cuanto le costaría tomar aquella decisión, incluso cuando se convenció de ello pocos minutos atrás.
Les temía a las memorias que acudiesen a su mente en cuanto atravesara la puerta de la habitación de sus padres.
Apartó las manos sudorosas de la puerta y se frotó las palmas contra la falda del vestido, pero casi al instante volvió a su pose de batalla. Introdujo la llave y la hizo girar, muy lentamente, como si temiera que se rompiera en su mano. Un escalofrío la inundó cuando escuchó el distintivo «click» de la cerradura al abrirse. Empujó la puerta, y el primer golpe de aire polvoriento que le llegó al rostro la hizo estornudar.
Las largas cortinas grises mantenían la habitación a oscuras, aunque podía ver pequeños remolinos de polvo a través de los escasos rayones de luz que se colaban por entremedio de la gruesa tela. Los muebles estaban arropados por sábanas blancas que, a pesar de la distancia, pudo notar la gruesa capa polvorienta que las convertía en grises. Frotándose la nariz, suspiró profundo y dio el primer paso al interior.
Piper tenía la memoria fresca de cuán maravillosa había sido esa habitación años atrás, con su cama de alto dosel, el tocador en madera oscura con un ancho espejo siempre impecable y un antiguo escritorio canterano ―que le había pertenecido a su familia durante siglos y que su padre se había esmerado en cuidar― donde el rey Aleksander solía responder las cartas importantes. De niña, solía acceder a aquella habitación incontables veces, siempre procurando hacer el mayor ruido posible para acaparar la atención de sus padres.
Ahora era una habitación oscura, polvorienta y fría, sin vida, y aquello comprimió de tristeza su magullado corazón.
El polvo que tocaba su nariz le provocaba comezón y temía que, al mover las sábanas, permanecer en la habitación fuese imposible. Aunque le entristecía ver la habitación en aquel estado, como una mansión lúgubre que no ha conocido alegría en mucho tiempo, una cálida sensación en su pecho le hizo cosquillas. Aquella habitación guardaba recuerdos que atesoraba: las mil y una veces que se escabullía a media noche para dormir con ellos, cuando corría en la mañana para ser la primera en despertarlos...
Encendió la bombilla y se internó más. Apartó la sábana del escritorio canterano de su padre. Sobre la tapa lucía una pintura al óleo de Nyhavn, el paseo marítimo a pocos minutos del palacio. Se podía observar con nitidez las fachadas coloridas de los edificios y su reflejo en el agua, algunos veleros y la gente de pie en el muelle. Escrito en diminutas letras observó los nombres de los negocios. Por las fachadas, y los barcos anclados al muelle, supuso que era una imagen del paseo en el siglo XIX. Piper deslizó los dedos por encima de la madera. La textura era lisa, aunque encontró partes rasposas. De todos los nombres, tan solo el del edificio pintado de rojo, amarillo y café era entendible: Skjul Og Søge, un bar que cerró en el 2014. El nombre significaba esconderse y buscar. Piper lo encontró extraño, pero le restó importancia.
Deslizó el dedo índice por encima de la cerradura. La boca estaba un poco oxidada, supuso que por el tiempo sin uso. Levantó la tapa con cuidado y la descubrió abierta. Tenía en su interior cuatro cajones separados por una curvatura en forma de puente. Medallones de oro servían como pomo para abrirlos y cerrarlos. Podía recordar las incontables horas que pasaba su padre redactando cartas o firmando documentos, y una vez culminado su trabajo se reunía con su familia, siempre acompañado de una sonrisa que ocultaba su cansancio.
Se acercó a la pequeña mesa de noche junto a la cama. Levantó despacio la sábana y observó el reloj de péndulo junto a la lámpara. El marco plateado de una pequeña fotografía captó su atención. En ella vio a sus padres cargándola entre medio de ambos mientras le pellizcaban las mejillas. Piper imitó la sonrisa de la niña.
Recordando a qué había venido, giró sobre sus talones y se acercó al tocador. Contuvo la respiración para evitar que el polvo la hiciera estornudar. Vio la silueta oscura de su reflejo en los tres espejos rectangulares. La débil luz parpadeante de la bombilla le permitió observar los objetos sobre el mueble: las cajas con algunos colgantes de diamantes intactos, el estuche de relojes y brazaletes de su padre, el guardajoyas con los pendientes de su madre y el pequeño cofre de madera envuelto por una cinta roja junto a los perfumes que su madre solía utilizar.
Deslizando los dedos con lentitud abrió el guardajoyas. En él encontró un par de pendientes de diamantes que solía utilizar su madre. Acostumbraba a escabullirse en la habitación y ponérselos, fingiendo que eran suyos, diversión que le duraba hasta que ella la atrapaba y la obligaba a devolverlos al lugar del que los tomó. Su madre ya no tenía esa oportunidad. Todas sus cosas habían sido sentenciadas al exilio en una habitación clausurada, con sus recuerdos encerrados entre el polvo, y por ello había temido tanto entrar.
Contrario a la agonía y al dolor que había supuesto sentiría, una calidez familiar la cubrió. Estar rodeada de las propiedades de sus padres le hizo sentirse un poco más cercana a ellos, como si pudiese sentir su presencia, algo que deseaba tener en su presentación en sociedad. Por desgracia, aquello era imposible. Ante su ausencia perene, Piper quería tener algo de ellos ese día, un simbolismo de su compañía en una fecha tan importante.
Los pendientes favoritos de su madre y un pequeño brazalete de plata de su padre parecían suficientes.
Marchó fuera con el guardajoyas de su madre y el estuche de prendas de su padre mientras intentaba mantener en la cima la fotografía. Echó una rápida mirada a la oscuridad de la habitación desde el umbral. Aquel dormitorio había sido testigo de una maravillosa y feliz familia. En ella persistía el permanente recuerdo de una carcajada, de una infancia bendecida que, por una mano cruel, duró muy poco. Un monstruo desalmado le quitó a sus padres, pero no había podido arrebatarle los momentos felices, y cada día avanzaba más, con paso firme, hacia la justicia que ellos merecían.
Después de llevar el cargamento a la habitación, acudió al Salón Amarillo para hacerle compañía a su tía. La duquesa estaba sentada en el asiento más largo mientras tomaba pequeños sorbos de una copa con vino tinto. Margo estaba acomodada al otro lado del salón en el asiento más pequeño mientras redactaba algunas notas.
La duquesa la invitó a sentarse junto a ella en cuanto se percató de su presencia.
―¿Qué prefieres: mañana o el jueves?
―¿Para qué? ―preguntó mientras se sentaba.
―Una cena. Tenemos que celebrar lo que sucedió hoy, ¿o es que no estás contenta? ¡A mamá le pareció buena idea!
―Por mí está bien siempre que se quede en algo familiar.
La duquesa señaló a Margo.
―Jueves entonces. Un día antes de la presentación ¡Qué brillante eres!
Elinor levantó un poco la copa y una mujer vestida de rojo ―salvo por el cuello, las mangas y el delantal― se acercó para llenarla.
―Sirve otra, gracias―sin respirar, la duquesa se echó a la boca la mitad de la copa―. ¿Has tomado alguna vez?
Piper arqueó una ceja mientras sonreía.
―¿Yo? Para nada.
―Si algo he aprendido con los años, cariño, es que algunos toman como una ofensa si les rechazas una copa. Tienes que aprender y acostumbrarte al alcohol.
Piper miró discretamente a Margo.
―¿Está borracha?
La mujer no pudo contener la carcajada.
―Temo que se ha pasado de copas hace bastante.
―¿Por qué dejaste que tomara tanto?
―Convencer a su tía es casi tan difícil como convencerla a usted.
La duquesa tronó los dedos, y la mujer de rojo le extendió la copa. Le obsequió una sonrisa mientras la aceptaba.
―No voy a tomar ―intentó arrebatarle la copa a la duquesa, pero ella la apartó―. Tía, por favor. Pareces una niña.
―Tengo deseos de celebrar. Ayer hemos logrado dar un gran paso, cariño. Antes de que acabes el mes, serás la reina de Dinamarca. Imagina cuan contentos estarán tus padres. Puedo imaginarme a Aleksander sonriendo, como si lo tuviese justo en frente. Hasta podría escuchar la risa de tu madre.
La duquesa alzó la copa mientras reía.
―Pronto podrás portar la corona como corresponde. Tendrás que adaptarte a tu nuevo título ¿Sabías que serás la primera reina de Dinamarca por herencia directa? No regente, ni reina madre ni reina viuda, sino reina reinante ―señaló la copa que Piper tenía en la mano con el dedo índice―. ¿No tomarás? ―la aludida negó con la cabeza mientras colocaba la copa sobre la pequeña mesa junto a ella―. Vamos, Piper. Tu proclamación será un hecho histórico. En los próximos años, serás conocida como la primera reina reinante de Dinamarca. Harás historia. La dicha podría estar completa si decidieras aceptar la boda.
―Lo siento, señora, pero tengo mis límites. Mi respuesta sigue siendo no.
―¿Por qué no? Sabes que el marqués es un buen hombre.
―Oh, definitivamente estás muy borracha. No conozco a ese marqués.
La duquesa estalló en carcajadas al tiempo que se levantaba del sofá, balanceándose hacia adelante y hacia atrás. La copa le tembló en las manos y Piper vio cómo, después de un mal paso y un doloroso doblez de tobillo por culpa de la borrachera y la altura de los tacones, su tía cayó al suelo alfombrado.
Margo y Piper se apresuraron hacia ella, intentando tomarla del brazo y levantarla, pero la mujer, presa de un ataque de risa, imposibilitó la tarea.
―Vaya forma de perder la elegancia, duquesa ―bromeó Piper―. Creo que es mucho alcohol por esta noche ¿Cuánto tomó? ―le preguntó a Margo.
―Cuatro copas. Dos de brandy y dos de vino.
―Parece que no le ha sentado bien.
Entre Margo y ella lograron acomodar a la duquesa sobre el sofá. Una vez cumplida la tarea, las mujeres se desplomaron en sus respectivos asientos. Junto a ella, la duquesa comenzó a toser. Piper apretó la mano de su tía cuando la descansó sobre su muslo.
―¿Te ha visto tu madre en este estado? ―masculló a son de burla.
―Se fue a dormir. Estaba cansada.
―Tú deberías irte a dormir.
La escuchó mascullar la palabra "aguafiestas" en tres idiomas diferentes.
―Estás hablando con una mujer criada por la reina madre Olena. Ella me enseñó todos esos idiomas, así que te entendí perfectamente.
La duquesa sonrió mientras extendía la mano hacia ella. Le acarició con suavidad la mejilla derecha y después la dejó caer en su falda.
―Has crecido para convertirte en una hermosa jovencita. Deseo para ti lo mejor en esta vida. Lo mereces.
―Tú también lo mereces.
El sonido de un teléfono acabó con el momento. Al levantar la mirada, observó a Margo responder la llamada.
―¿Hola? Oh, buenas noches ¿Cómo se encuentra? Me alegro mucho por usted ―la sonrisa fue reemplazada por una mueca extraña―. Comprendo ¿Está seguro? Bueno, temo que la duquesa está indispuesta de momento, pero se lo comunicaré. De acuerdo, que esté bien. Saludos a su familia.
Al finalizar la llamada, un incómodo silencio arropó la habitación. Sólo podía escuchar la respiración trabajosa de su tía que, después de haber murmurado palabras, se había quedado dormida.
―¿Está todo bien? ―se animó Piper a preguntar.
Margo asintió.
―Era Riley.
Escuchar su nombre provocó un repiqueteo extraño en su corazón y un remolino de nerviosismo y alegría se le atoró en la garganta.
―¿Te ha dicho cuándo volverá?
―Él no volverá, Su Alteza. Ha decidido quedarse en Inglaterra con su familia.
Un gritito se perdió en su garganta, y podía sentir el incremento de su respiración trabajosa al tiempo que le temblaban las manos. Una corriente de aire frío penetró por entre la ropa. Había pensado que provenía del frío del exterior, pero sabía que el origen estaba dentro de ella.
Riley no volverá.
Aquellas palabras la habían dejado helada.
―Pediré ayuda para llevar a la duquesa a su habitación ¿Necesita algo, Su Alteza?
Piper negó con la cabeza. Había perdido las ganas de hablar.
En silencio, observó cómo Gastón accedía a la habitación. Tenía un aura extraña que la intimidaba, y no sabía por qué. Tal vez era la intensidad de su mirada, como si tuviese en los ojos una inminente advertencia de peligro. Su altura prominente y su corte militar le añadían un aspecto pernicioso. Piper no sabía si su presencia le hacía sentirse segura o en riesgo.
Cuando su mirada se cruzó con la de él, Piper sintió la necesidad de apartarse. Le sacudió el cuerpo su presencia al pasar junto a ella. No lo entendía. Claus era un hombre tan amable, humilde y gentil, Viggo era calmado y austero, pero Gastón parecía lo opuesto: dañino, esotérico, callado. Como si escondiese algún secreto.
Viéndolo llevar a la duquesa del brazo mientras ella se balanceaba por la borrachera, volvió a apartarse para abrirle camino. Margo lo acompañó fuera de la habitación, y Piper expulsó su tensión en un suspiro.
Sabiéndose a solas, se dejó caer en el asiento más cercano mientras instalaba la mirada en la pintura de la pared. Era un escenario de campo, con dos niños columpiándose de un gigantesco árbol. Abajo, un hombre y una mujer tomados de la mano los observaban jugar.
Piper sintió un cosquilleo en la barriga que la obligó a apartar la mirada ¿Cómo es que una pintura podía causarle tanta envidia? Pasó parte de su adolescencia planeando su futuro y sabía que deseaba tener hijos algún día, lejano o no, una vez que su carrera como violinista estuviese bien asentada. Por alguna razón, mientras le devolvía su atención a la pintura, aquel deseo se hacía más fuerte y urgente. Estaba cansada de sentirse incompleta.
Por supuesto, tener sus propios hijos no era algo que pudiese hacer sola y estaba consciente de ello. Necesitaría un marido, porque no podía arriesgarse a tener un hijo fuera del matrimonio, no si quería que ellos heredasen lo que estaba por recuperar. El único candidato que tenía era un marqués inglés que no conocía.
Riley, el único en su corta vida por el que había sentido interés, había salido de la ecuación.
El recuerdo de su despedida le supo amargo otra vez. Le había dicho que regresaría, pero su afirmación fue tan débil que, desde ese instante, la sospecha de que no volvería nació en su pecho.
Jamás le había dolido tanto estar en lo cierto.
El dolor fue reemplazado por el aguijonazo de la rabia. Le había mentido. La miró a los ojos y le dijo que volvería, pero no lo hizo, y ni siquiera había tenido la cortesía de informarle él mismo su decisión.
La noticia le hizo sentirse tan sola y confundida como lo estuvo diez años atrás, cuando vio a su tía una última vez, dejándola con su abuela en Tórshavn ¿Pero por qué su mala suerte? Todo el que le prometía volver a ella acababa por desaparecer de su vida como si sus sentimientos no importaran. Si iba a quedarse por su familia, podría habérselo dicho. Lo habría comprendido. Si ella hubiese tenido la oportunidad de devolverse y pasar tiempo con sus padres, lo habría hecho sin pensárselo.
No pudo evitar sentirse decepcionada. Casi parecía dar la impresión de que ella era tan poco importante en su vida que no merecía tan siquiera una llamada. Y pensar que estaba desarrollando sentimientos por él...
Incluso así, la culpa no podía recaer entera en él. No le había dado una señal de que estaba interesada. Si él se apartaba, entonces le correspondía a ella hacer el acercamiento, dejarle claro que quería quebrar esa maldita línea impuesta entre ellos.
Tal vez ahora era demasiado tarde.
¿O no?
El teléfono sobre la mesa llamó su atención. No era el suyo, sino el de su tía. Debió dejarlo allí y olvidarlo, embrutecida por el alcohol. En cualquier momento Margo regresaría a la habitación por él.
Estiró el brazo y lo tomó. Mientras deslizaba los dedos por la pantalla y buscaba su nombre en la carpeta de contactos, se preguntó si lo que estaba a punto de hacer era correcto. Él tomó una decisión ¿Y si la percibía desesperada por su regreso? No, lo mejor era no llamarlo. Pero tal vez, y sólo tal vez, una llamada de ella era suficiente para que él decidiera regresar. Aunque era posible que se le hubiese espantado ya el encandilamiento. O tal vez, sólo tal vez...
―Ya basta de tanto tal vez ―masculló para sí misma.
Presionó llamar apenas lo encontró. Pegó el teléfono al oído, y una orquesta de impaciencia, nerviosismo y contentura iniciaron una pieza ruidosa en su pecho. El tono de llamada le perforó el oído, y a medida que avanzaba y aumentaba sin que hubiese una respuesta, la llama de valentía y esperanza se esfumaba.
Una risita atravesó la línea, acompañado por un coro de carcajadas disparejas, algunas infantiles y otras largas, entrecortadas y quedas, que fueron silenciadas cada tanto por pasos rápidos y ruidos.
―¿De verdad sabes jugar a las escondidas, Noah? Porque desde aquí te puedo ver.
Un aguijonazo le despertó el corazón al escuchar su voz, y al instante se le curvearon los labios, contenta por oírla otra vez.
―¿Elinor? ―dijo―. Lamento el escándalo. Jugábamos con mis hermanos. Supongo que me llamas porque Margo te dio mi mensaje.
―Mm ―Piper se aclaró la garganta―. No es Elinor. Soy Piper.
Al fondo, todo ruido desapareció, y por un largo instante lo único que pudo escuchar fue el eco de su voz, repiqueteando en su mente como si fuesen paredes de aluminio. Se apartó de la sala y avanzó hasta la cocina, donde lo único que podía escucharse era el sonido del abanico de techo.
―¿Piper?
Su respuesta fue inmediata.
―Hola. Margo dijo que no volverías, ¿es verdad?
Riley maldijo en silencio por el ensordecedor escándalo en su pecho, donde su corazón se negaba a calmarse, preso del frenesí que lo apoderaba cada vez que oía su voz.
―Sí ―le respondió―. No tenía otra forma de contactarte y...
―Hace poco me hice de un teléfono, pero no lo sabías así que está bien. De todas formas, entiendo el por qué decidiste quedarte.
―¿De verdad?
Un puño de fuego apretujó el corazón de ella.
―Quieres recuperar el tiempo con tu familia ―le teorizó―. ¿Cierto? Debes haberte puesto muy contento de verlos después de tanto. De seguro extrañabas Inglaterra.
―Sí, algo.
―¿Siguen viviendo en Bath?
―Sí.
―Supongo que te quedas en casa de tu madre.
―Sí.
Piper contuvo el deseo de gritar.
―Discúlpame. Te estoy quitando el tiempo.
Una punzada de angustia abrumó a Riley. No quería que colgara. Oír su voz le dio una alegría indescriptible, y al mismo tiempo una tristeza insoportable.
―No, no hay problema.
―Es que me contestas con monosílabos. La llamada fue repentina y no consideré la hora o la posibilidad de que estuvieses ocupado. Yo sólo llamé para decirte algo importante.
―¿Qué cosa?
Piper apartó el teléfono de su oído y cubrió la boca con la mano izquierda. No podía decirle. Se oía tan contento con su familia, relajado y en casa. De repente, todo el valor y el deseo por darle una señal de que sentía algo por él, con la esperanza de que volviera a Dinamarca por ella, se esfumó. No tenía el corazón de apartarlo de una bendición como esa.
Suspiró profundo y devolvió el teléfono contra su oído.
―Sólo quería darte las gracias ―le dijo―. Sé que al principio no nos llevábamos bien, pero después te convertiste en un buen amigo. Me ayudaste en el peor momento de mi vida. Creo que, de no ser por ti, todavía estaría bajo las sábanas. Estaba preocupada porque no supe nada de ti en las últimas semanas. Me tranquiliza saber que está bien y en familia. Aun así, lamento que no regreses. Como ya no nos vamos a volver a ver...
Una bola de alambre se estancó en su garganta. Le dolía hablar, pero el sufrimiento no venía del gesto, sino de las palabras. Como dolía decirle adiós...
―Lo lamento. Tal vez si te hubiese dicho algo a tiempo, no lo sé, no habrías querido irte. Entiendo que estás mejor allá. Tienes a tu familia y de seguro a tus amigos también. No tienes nada importante en Dinamarca.
―Piper...
―Por favor, no digas nada. Será peor si me das una respuesta que no esté esperando. Sólo quiero darte un consejo. Cuida mucho de tu familia, crea tantos recuerdos como puedas y no des nada por sentado. He pasado la mitad de mi vida sintiéndome un poco sola y comprendida únicamente por mi violín. Después te conocí y te convertiste en un gran apoyo, pero tu familia está allá. Si estuviese en tu situación, también habría decidido quedarme. Y por favor...
Se hizo un silencio enloquecedor, uno que fue una tortura para Riley. Se le desgarró el pecho cuando la oyó llorar.
―Lo lamento. No puedo. Lo siento. No soy buena con las despedidas. Olvida las últimas tonterías que te dije ―suspiró―. Adiós, Riley. Siempre agradeceré todo lo que hiciste por mí.
Con el fin de la llamada, una punzada fría danzó muy cerca del intacto recoveco donde tenía, guardado como un tesoro, cada recuerdo donde estaba ella. La calma y alegría de la noche se fue al demonio al instante. Con la decisión tomada, debía centrarse en moldear su nueva vida.
Una llamada suya puso su mundo de cabeza, y lo sintió; en su mano, donde vio temblar su teléfono; en su garganta, donde montones de palabras se quedaron atoradas; en su pecho, donde el peligroso huracán de emociones desequilibró la paz que en los pasados días le costó tanto encontrar.
Con la rabia salivando en su consciencia, arrojó el teléfono sobre la barra. Observó la taza del té que estuvo bebiendo hace unos minutos, antes de comenzar el juego con sus hermanos. La tomó y bebió el líquido tibio. El té de su madre solía calmarlo, como un niño se calma pegado al pecho de su madre mientras le acaricia el cabello.
¿Entonces por qué sentía que el frenesí le empeoraba? El té no había hecho mas que aumentarle la rabia, de cuyo origen parecía no decidirse. La sentía por él, por haberse quedado, por ella, por la maldita llamada, y otra vez por él, porque odiaba el saber que su llanto era responsabilidad suya.
Atragantándose una maldición, golpeó la taza sobre la superficie de la barra, haciéndola pedazos bajo su mano. Otra maldición se le escapó al percatarse de que había golpeado el teléfono, rompiéndole la pantalla.
―¿Pero qué te sucede? ―gritó su madre desde la entrada―. Dios mío, estás sangrando.
Riley levantó la mano y observó las cortadas. Eran pequeñas y poco profundas, pero aún así sangraban. Debía doler, lo supuso, pero sea ya por la impresión o lo repentino del incidente, no sintió nada.
La herida que lo sosegaba no era visible, pero dolía como el infierno.
―¿Quién te llamó? ―le preguntó ella mientras tomaba el botiquín de primeros auxilios de los compartimientos superiores―. ¿Fue tu padre?
―No.
―¿Entonces? No me digas que tienes otro problema del que no me habías hablado.
―No.
Danya detuvo su labor para mirarlo a los ojos.
―Respóndeme bien.
Quitó de su mano la gaza y prosiguió a limpiarse.
―Estoy bien. Son raspones. Sobreviviré.
―Quisiera decir lo mismo de tu teléfono ¡Y de mi taza!
Lo observó en la barra. La pantalla estaba casi completamente quebrada.
―Compraré otro después, y te regalaré una vajilla nueva.
―Está bien. Ahora dime quién llamó.
Lo intentó. Intentó decir su nombre en voz alta, pero algo dolía, dentro y fuera de su cuerpo, el tipo de dolor que se siente cuando se pierde a alguien. Le costó lo suyo lograrlo.
―Piper.
―¿Ella está bien?
―Seamos honestos, mamá. Aquí ninguno está bien. Quiero responsabilizar a alguien. Necesito tener a quien culpar, pero adivina quién es. Yo, que no tengo un maldito cerebro que me funcione para tomar una decisión correctamente. Toda esta mentira que he sostenido los pasados dos años, ha venido ahora, justo ahora, a comerme de un bocado. Puede que haya dejado ir lo mejor que me pasó en la vida por imbécil.
Con la confesión dicha en voz alta, fuera del pecho donde lo consumía, tuvo de repente una visión clara. En el túnel sin salida donde se había metido, de repente le brilló una luz, y con los pies cansados corrió hacia ella. Era la respuesta que tanto había estado buscando.
Suspiró para tranquilizarse. Quitó de su mano la gaza y observó los raspones. Poca era la sangre que se escapaba. Pronto se detendría
―Mamá ―la miró―. Sabes que te amo, ¿verdad?
Al instante la vio sonreír.
―Lo sé, cariño.
―Te prometo que esta vez no dejaré que pase tanto sin verte, pero dejé algo sin resolver en Dinamarca que es muy importante para mí.
Con el fin de su sollozo y la vuelta a la calma de su respiración trabajosa, la habitación se ensombreció por el silencio. Piper sintió un escalofrío.
No supo cuántas horas pasaron, pero la espalda y el cuello comenzaban a dolerle por el largo rato que estuvo mirando la pintura. Montones de pensamientos iban y venían por su mente, haciendo ruido como autos en carretera. Se frotó la frente con mal humor y soltó una maldición.
De reojo, observó la copa de vino que su tía le ofreció, y la que había rechazado. Nunca le nació el interés por las bebidas alcohólicas sin importar cuánto la instara Maude para hacerlo. Supuso que era cuestión de tiempo para que el resto también lo intentara. En pocos días sería reina. Los brindis formarían parte de su rutina.
Estiró su mano temblorosa hacia la copa de vino que yacía intacta sobre la mesa. Observó el líquido morado con el ceño fruncido y, sin pensárselo, se lo tomó en dos largos tragos.
Se echó hacia atrás en el asiento y se cruzó de piernas de una manera indigna para una dama. Su abuela escandalizaría si pudiese verla, pero en aquel momento los modales y la elegancia le valían muy poco. Quería que el efecto del alcohol la abrumase y perdiese la noción de sus problemas. Después de todo, era la primera vez que ingería una bebida alcohólica. Debería emborracharse fácilmente, ¿no?
Mientras esperaba, volvió a observar los detalles de la pintura, poniéndole especial atención a la mujer. Esa podría ser ella, casada con un buen hombre que la tomaba de la mano mientras observaban a sus hijos jugar.
A ella le encantaba los niños. Le hacía muy feliz jugar con los más pequeños durante los festivales en las Islas Feroe. Fue así como descubrió el innato deseo de ser madre. Sabía que era un sueño que cumpliría en un futuro. Y ese día, mientras el alcohol y la tristeza bailaban en su barriga, sintió que su anhelo afloraba con fuerza.
Ella era joven, y la mayoría de las mujeres a su edad pensaban en cualquier cosa menos en bebés. Pero ella los quería. Deseaba formar su propia familia cuanto antes. Sus padres murieron jóvenes y sólo pudieron estar presentes en los primeros ocho años de su vida. Quedó dentro de ella mucho amor para dar que ni siquiera los niños de las islas pudieron agotarle. Quería darle todo eso a sus propios hijos.
Con el alcohol haciéndole cosquillas en la barriga, sacudió una determinación dormida y asintió a la nada. Trabajaría en ello, en su propia familia, y no descansaría hasta tenerla.
Para ello, debía casarse.
Aunque no era una romántica confesa, siempre habría imaginado que se casaría por amor, pero si su tía estaba en lo cierto el Folketing no tardaría en exigir que la heredera aparente contrajera matrimonio pronto. Por ello, la duquesa le había orquestado el compromiso con el marqués.
De pronto la idea de casarse con él no parecía tan descabellada. Resolvería sus enigmas personales y acabaría con la enemistad entre los Lauridsen y los Egerton, tal como había indicado su tía. Además, podría obtener a través de él toda la información que necesitase para confirmar o descartar al duque como responsable de la muerte de sus padres. Sin mencionar que, una vez casados, podría tener todos los hijos que quisiera.
El alcohol debía estar haciendo estragos con su mente. Sólo borracha podría considerar ese matrimonio. Sin embargo, mientras más pensaba en ello más sentido le hacía. Su tía se había unido a su actual marido por la presión propia de la soledad, e incluso así se las habían ingeniado para enamorarse. Podría pasarle lo mismo. Con el tiempo, tanto ella como el marqués podrían llegar a enamorarse.
Por supuesto, si es que no terminaba divorciada como ella.
Deseó abofetearse a sí misma ¿Desde cuándo estaba dispuesta a doblegarse por el mero compromiso? Todo lo que había conseguido hasta el momento era mérito suyo tras haber recorrido el camino que se hizo ella misma, nadie más. Supuso que lo que estaba haciendo estragos en ella era el despecho.
Una carcajada sin ánimos se le escapó de la garganta ¿A dónde se había ido la Piper equilibrada y ordenaba de Tórshavn? Desde que regresó a Dinamarca, nada funcionaba de acuerdo a sus planes. Iba día con día improvisando decisiones a la marcha. Solía estructurarse tan bien. Su primer amor iba a ser algo maravilloso, pero la verdad la sacudió, vaporosa. Con algunos golpes fuertes aprendió que la vida no se planea, se vive.
La determinación dolorosa la despertó. Tenía que hacer lo que estuviese en su poder por detener el avance de Riley hacia su corazón. Debía arrancar de tajo sus sentimientos por él. Tal vez la mejor manera era conocer a otras personas. El marqués, por ejemplo. No tenía que ser un compromiso inmediato, tan sólo venir y conocerse, probar como amigos.
El eco de unos pasos la obligó a abandonar sus delirios.
Gastón retomaba su posición dentro de la habitación, muy cerca a la puerta. Tenía las manos cogidas tras la espalda y su mirada se hallaba fija en un punto que Piper no supo identificar. Su presencia aún le parecía abrumadora, y no estaba segura del por qué. El hecho de que se mantuviera allí parado, en completo silencio, la hizo sentirse un poco incómoda.
―¿Cómo sigue tu padre?
Gastón parecía sorprendido por la pregunta. Piper supuso que él no se esperaba que le montara conversación.
―Mejor, Su Alteza.
―Me alegro escucharlo. Le he pedido a mi tía que les reembolse los gastos del hospital.
―No ―lo áspera de su respuesta la incomodó, pero prefirió no demostrarlo―. Se lo agradezco, Su Alteza, pero no es necesario.
―Insisto. Además, enfermó en palacio durante horas laborables. Le tengo aprecio a tu padre. Desde que se instaló aquí, ha sido muy dulce y atento conmigo. Tengo un interés personal por su bienestar.
El gesto distante de Gastón se esfumó durante un instante, y a Piper le pareció observar una pequeña sonrisa asentarse en sus labios, pero desapareció tan pronto que pensó que se lo había imaginado.
―Recuerdo haberte pedido que volvieras pronto a palacio, para hablar sobre el incidente el día de la visita del primer ministro ―le recordó ella―. La reunión no pudo llevarse a cabo por mis compromisos, pero ya que estás aquí aprovecharé la oportunidad. Después de que me fuera a dormir, ¿te mantuviste en la puerta?
―Sí, Su Alteza.
―¿Había alguien contigo?
―No, mi señora.
―Supongo entonces que tampoco abandonaste tu puesto, ni siquiera para ir al baño.
―No abandoné mi puesto hasta el cambio de guardia.
―¿Quién entró a mi habitación, entonces? Después de que me fuera a dormir.
―La duquesa y su asistente. Fueron a visitarla de media a una hora más tarde.
―Y seguías en tu puesto.
―Así es, mi señora.
Piper asintió.
―Entonces fuiste tú.
Gastón frunció el ceño, pero fue un gesto que le duró poco. volviendo a su pose firme, dijo:
―No, mi señora. Yo no entré a su habitación.
―O fuiste tú o mientes.
―Jamás me arriesgaría a cometer una afrenta como esa. He trabajado para la familia real durante varios años y mi único propósito ha sido proveer seguridad a mis patronos. Ingresar a su habitación sería una tremenda falta de respeto que sé que sería duramente castigada. Bajo ningún concepto, me permitiría un comportamiento de tal índole.
Piper lo miró, en silencio, durante un largo minuto, que parecía el equivalente a una hora.
―Está bien. Supongo que es cierto lo que dice mi tía. Estaba afectada por los medicamentos que ingerí. Lamento cuestionar tu decencia.
Él no dijo nada. Mantuvo la mirada firme a un punto al que ella no se aventuró a descubrir. Descansó las manos sobre las piernas cruzadas.
―Supe lo de tu madre ―comentó, tomándose el riesgo de sonar indiscreta―. Lamento mucho lo ocurrido.
Gastón volvió a su habitual posición rígida.
―Se lo agradezco.
Piper se levantó y sirvió un poco de vino en una copa limpia.
―¿Tomas?
―No cuando estoy en servicio.
―Bueno, yo tampoco. Nunca me ha llamado la atención en alcohol, menos ahora que he visto como se le han pasado las copas a mi tía.
Él no dijo nada. Se mantuvo con las manos cogidas tras la espalda y la mirada fija en el exterior. Desde el salón se podía observar la estatua ecuestre de la plaza.
―Claus fue el mayordomo de mi padre, ¿no es así? ―se aventuró a preguntar.
Gastón asintió.
―Creo que lo recuerdo vagamente. No tenía el cabello gris en ese entonces.
―Le comenzó a cambiar hace un par de años. Se está haciendo más viejo.
―Le sienta bien ―sabiendo que no le aceptaría la bebida, devolvió la copa a la mesa―. Tu madre era la cocinera.
―Lo era.
―Creo que también la recuerdo. Tenía mucha paciencia conmigo.
Hablar de su madre parecía relajarlo. Lo supuso por la manera en que sus hombros tensos se aflojaron.
―Mi madre siempre fue una mujer muy paciente.
―¿Llegamos a conocernos cuando éramos niños?
―Nunca hablamos, Su Alteza. Usted era la princesa y yo el hijo de sus empleados.
―Tal vez en aquel entonces te habría dado la razón, pero ahora soy diferente. Las circunstancias me cambiaron.
Piper percibió su incomodidad, por lo que decidió cambiar de tema.
―De verdad lamento mucho lo de tu madre. Te lo dice alguien que perdió ambos progenitores.
―Se lo agradezco.
―He escuchado a varias personas decirme que me parezco a mi padre. Supongo que eso es un consuelo. Algo de él sigue en mí ¿Qué te quedó de ella?
―Los buenos recuerdos que me dio de su cariño incondicional. Creo que usted podría entenderme.
Para ella, sus palabras fueron como un balde de agua fría. Apenas comenzaba a recuperar esos recuerdos, y algunos de ellos no eran muy gratos.
―Lamento si te incomodé ―se disculpó ella―. Me hace bien hablar de mis padres y no consideré que podría disgustarte o incomodarte hablar de tu madre. Sé que hay cosas que uno prefiere callar para sí.
La rigidez de Gastón volvió a quebrarse cuando la miró a los ojos.
―Creo que puede entender que la memoria de alguien tan importante vale más que cualquier cosa, en especial si se pierde en las circunstancias en que yo perdí a mi madre.
―Lo comprendo ―asintió.
Gastón volvió a apartarle la mirada.
―Mi madre aprendió sobre arquería desde pequeña. Le enseñó mi abuelo.
Piper se acomodó en el asiento para disfrutar de la conversación.
―¿Llegó a enseñarte?
―No muy bien, pero no fue su culpa. No era muy bueno al principio y ella enfermó pronto.
―¿Dejaste la arquería?
―Después, sí. No era lo mío.
―Supongo que tampoco te sientes cómodo como guardia.
―Me acomodo bien. Lo he sido por los pasados años.
―Supongo que eso es algo que hacemos todos en este palacio: acomodarnos como mejor podamos.
Abrumada por el rumbo de sus pensamientos, se levantó del asiento y se dirigió tambaleante hacia su habitación.
En el pasillo se encontró a Meredith. Tenía en la mano un paquete de galletas de avena que devoraba con ímpetu.
―Margo me dijo que seguía despierta. Vine a ver si necesita algo.
―No. Iré a mi habitación ¿Tú por qué sigues despierta?
―Nunca me voy a la cama antes que usted. Además, estaba en, ya sabe...
Piper miró de reojo a Gastón.
―O le ponemos un nombre clave o lo llamamos como corresponde.
―Bueno, ¿qué tal Operación Consorte?
―Es lo mismo. Sólo Christina es consorte en esta familia. Da igual, ¿tienes algo nuevo?
―Ódieme si quiere, pero no. Sin importar la fuente que consulte, toda información es la misma. Se hace alusión a los vínculos políticos del padre, y de eso no va mucho. El padre de las hermanas es el primero en pertenecer a la política. La mayor, Birith, siguió sus pasos, y como ya le he mencionado, la princesa consorte Christina estudió medicina alternativa hasta que se casó.
―Esa mujer no me gusta. Tiene algo... No sé cómo explicarlo. No encuentro una palabra apropiada.
―Aviesa, tal vez.
A Piper le sorprendió oírlo hablar de aquella forma, en especial por lo difícil que era obtener de él una conversación. Escucharlo utilizar tal expresión para describir a un miembro de la familia real le causó curiosidad.
―Eras parte de la nómina del Christian IX, ¿no es así? ―Gastón se encogió de hombros como repuesta ante el cuestionamiento de ella―. ¿Cuál era tu puesto?
―Guardia de la princesa consorte.
―¿Por qué la describes como una persona aviesa?
―¿No lo es cada miembro de la realeza? Un estratega, a veces perverso y con malas intenciones.
―¿Así que te parezco de esa forma? Deberías agradecer que no soy como el resto de la familia. Acabas de insultar a dos miembros de la casa real en cuestión de segundos. De haberte escuchado mi abuela, hasta podría hacer que te arresten de inmediato, y eso sería el menos de los castigos.
―Me disculpo si la ofendí, Su Alteza.
―Te perdonaré más tarde ¿Por qué la consideras una persona aviesa? No te andes con rodeos ni esquives la respuesta. No me conoces, así que no sabes cuan persistente y testaruda puedo ser.
Gastón observó a Meredith, como suplicando ayuda.
―Ella no te salvará ―masculló Piper―. Si te preocupa que llegue a oídos de Christina, prometo que no será así. Habla.
Gastón suspiró, no muy convencido, pero poco después acató la orden.
―La princesa consorte es una mujer muy ordenada que le gusta estar en control de todo su personal. Mi hermano y yo comenzamos a trabajar para ella antes de que contrataran a mi padre como su mayordomo. Viggo era el chofer y yo estaba en la guardia. Tiene un carácter rígido, severo, adusto tal vez, pero también ha llegado a ser temperamental. Sus empleados se aseguran de hacer las cosas tal como les fueron ordenadas. Tiende a perder la cabeza cuando no sucede así.
―No puedo decir nada al respecto. Incluso yo la pierdo de vez en cuando.
―No ―se apuró Gastón a decir―. No es lo mismo. La princesa consorte no se maneja bien cuando algo se le va de las manos. A veces da la impresión de que podría sacarte los ojos si tuviera con qué en ese momento.
Piper miró de reojo a Meredith. La vio anotando en su cuaderno.
―Parece que te incomoda ―le dijo Piper a Gastón. Él se encogió de hombros―. A mí no, pero ciertamente me provoca mucha tensión estar junto a ella.
―Como le dije, pienso que es una actitud normal de alguien con poder como la princesa consorte. Después de todo, es la esposa del rey.
―No por mucho tiempo. Le guste o no, pronto seré su reina. Ya veremos que tanto pierde la cabeza con ello.
ESTÁ BIEN, NO ME ODIEN POR LO DE LA LLAMADA.
¿Adivinen? ¡En el 24 pasa lo que tanto han estado esperando! Aunque no lo parezca, el 23 está plagado de cosas importantes. Ajusten sus antenas detectivescas.
Próxima actualización: bueno, el 23 está largo, pero para evitar que se junten y me persigan por la calle con antorchas y un grito de guerra de ¡atrápenla!, voy a subir el 24 el viernes, 13 de septiembre. Y eso sí, ¡les advierto que se viene fuegoooooo!
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