Capítulo cuarenta.
“Este asesinato me resulta familiar”
―Inspector Emmett Fields
Lo despertó el golpe en las costillas que le propinó ella al moverse, cuando apenas habían penetrado al interior de la habitación un par de los rayones de luz gris a través de las cortinas a medio cerrar.
―Si quiera dame los buenos días ―masculló, moviéndose en la cama.
Ella ni se inmutó. En medio de la ensoñación y el agotamiento, se frotó el rostro con ambas manos para reforzar el esfuerzo por permanecer despierto. Un bostezo perezoso se le escapó de la boca. Moviéndose en la cama, se percató de que ella seguía profundamente dormida.
Se deshizo de las sábanas y sacó las piernas de la cama. Levantó los brazos para estirarlos, al tiempo que se ponía en pie y marchaba hacia el baño. Salió pocos minutos después. Desde la puerta, la observó dormir. Estaba a medio envolver por la sábana gris y el cabello oscuro le enmarcaba el rostro de una forma extraña. Su albornoz se había abierto por el movimiento mientras dormía ―porque había descubierto que lo hacía bastante después de quedarse dormida―, por lo que pudo percatarse de que llevaba ropa interior, pero ningún piyama. Marcas de la sabana se le habían quedado dibujadas en las mejillas sonrosadas. Piper se movió un poco, dejando aún más expuesta su media desnudez. Se le acercó para arroparla. Una vez más, ella ni siquiera se inmutó.
Se le volvió dulce la mañana con tan sólo mirarla, saberla cerca, sentirla cerca. Era como su bálsamo, su más grande alivio ¿Se atrevería a decirle algo así en voz alta? No se confesaba romántico y decirle te quiero le era más fácil que decirle te amo, aunque las últimas veces le había salido con una naturalidad que le sorprendía. Nadie había sido capaz de rebasar la barrera del te quiero, salvo por ella, y vaya manera tan avasalladora en la que había actuado. Se preguntó si ella era consciente de la magia que podía despertar en un hombre con una simple sonrisa.
Frotándose el rostro con ambas manos, se apartó de la cama. Tomó el teléfono que descansaba en la mesa de noche y marchó en silencio hacia su habitación. Debía cepillarse los dientes y darse una ducha. Tal vez les pediría a los empleados que les subieran a ambos el desayuno a la habitación ¿O preferiría ella tomarlo en el comedor?
Levantó el teléfono y ordenó que llevasen el desayuno a la habitación de Piper. Si optase por el comedor, pediría entonces que lo llevasen abajo.
Volvió en silencio a su habitación veinte minutos más tarde, vistiendo con algo ligero que había dejado años atrás. Los jeans negros y la camisa de mangas largas a rayas gris y crema le sentaban ajustadas. Supuso que Dinamarca le había cambiado incluso el peso.
Al abrir la puerta, encontró la cama vacía. Un vestido verde esmeralda se hallaba en la esquina junto a un par de tacones negros. Por el sonido del agua correr supuso que ya se había despertado y tomaba una ducha. Estiró los brazos y se desplomó en el sofá a esperar.
La ducha se apagó minutos más tarde. Dentro del baño, la escuchó moverse y musitar palabras rápidas en danés que no pudo entender. Se rascó la nuca mientras meditaba tomarse en serio la idea de aprender. Vivir en un país cuyo idioma no comprendía parecía una tontería.
Con un crujido, la puerta del baño se abrió. Al instante de verla, se arrepintió de haber entrado a la habitación sin darle constancia previa de su presencia.
Ajena a ella, Piper se introdujo a la habitación con un sencillo equipo de ropa interior negra que contrastaba fuertemente con su piel pálida. Una parte de sí estaba consciente de que, por mero respeto hacia ella, debía apartar la mirada y resguardar su privacidad tanto como la situación incómoda se lo permitía. Otra parte de él, una que sin lugar a duda era un sinvergüenza, disfrutaba tanto verla ¡Era una imagen que dejaba prendado a cualquiera! Se movía tan segura de sí misma, como si estuviese consciente del poder que podía ejercer sobre él. Le picaban las manos por el impulsivo deseo tocar su piel. No había podido olvidar la suave textura que tenía y moría por volver a sentirla.
Tragó en seco antes de hablar.
―Debí avisarte que estaba aquí.
Piper soltó un grito al escucharlo hablar, pero al voltearse hacia él fue un inusual brillo de vergüenza lo que acompañó a su respuesta.
―¿Qué estás mirando? ¡Deja de hacerlo!
Riley levantó ambas manos y después se cubrió los ojos con ellas.
―¿Por qué sonríes?
Él no había sido consciente de ello hasta que la escuchó mencionarlo.
―Lo siento. Solo quería avisarte que traerán el desayuno a la habitación.
―¿Por qué?
―Pensé que lo preferirías. Puedo pedir que lo sirvan en el comedor.
―No, está bien.
La escuchó moverse en la habitación de un lado a otro mientras luchaba por acomodarse el vestido. Después, se hizo un largo instante de silencio hasta que la sintió sentarse en sus piernas.
―Ya puedes mirar.
Riley dejó caer las manos sobre cada reposabrazos del sofá.
―Prometo que mirar no fue nunca mi intención.
Piper le pinchó la barbilla con los dedos.
―La habitación de cada uno es privada, sinvergüenza. Debes tocar antes de entrar.
―Discúlpame. Hemos dormido juntos las últimas dos noches y casi que la he sentido nuestra habitación.
Piper le echó una divertida mirada.
―Le estamos dejando una mala impresión a tus empleados.
―¿A qué te refieres?
Fueron interrumpidos por el golpeteo de la puerta.
―El desayuno, Lord Darlington.
Piper se puso en pie.
―Te lo voy a demostrar.
Se encaminó hacia la puerta. Al abrirla, en el rostro de la mucama se vislumbró un atisbo de curiosidad e incomodidad. Aun así, Piper le dio su mejor sonrisa y le permitió entrar a la habitación. Dejó la gran y pesada bandeja sobre el tocador, inclinó la cabeza y marchó fuera de la habitación al instante.
Piper se recostó de la puerta al cerrarla. Traía enmarcándole la boca una sonrisa de diversión.
―¿Lo notaste?
Él no supo qué responder. Parte de ello se debía a que no lograba comprender cuál era su punto. No parecía que estuviese ocurriendo algo fuera de lo normal. La otra se debía a la forma coqueta y seductora en la que caminaba a medida que se le acercaba para sentársele en las piernas.
―No ―le dijo después.
―La mucama.
―La noté.
―No eres muy intuitivo, ¿cierto?
―¿Qué debería estar intuyendo?
―La mucama piensa que tú y yo hemos dormido juntos.
―Pero lo hemos hecho, y por dos noches segui... ―soltó un silbido al comprenderlo―. Qué barbaridad. Luego las mujeres se atreven a decir que somos nosotros los que siempre pensamos en sexo.
―¿Has traído a alguna de tus exnovias a esta mansión? Sé honesto.
―A una.
―Pero no te la has llevado a ninguna cama en la que haya dormido yo, ¿verdad?
―No ―le sonrió a modo de burla―. ¿Eres una mujer territorial?
―No.
La vio alzar la barbilla, haciéndolo reír.
―Eres Piper Adelaine Elisabet Thorhild de la Casa Lauridsen-Fürhenborg-Naess, reina de Dinamarca, Groenlandia y las Islas Feroe, condesa de Hauvenart-Naess. Dama de la Orden de Dannebr...
Piper le tapó la boca con la mano.
―Te juro que es agotador oír todo eso.
Él se la apartó con la suya.
―Pero si me faltaron un montón de distinciones.
―¿Cuál es el punto?
―Quería establecer que eres una mujer muy territorial.
―Una cosa no tiene que ver con la otra.
―De todos modos, quería practicar tus títulos.
Ella lo ignoró. Se acercó hasta la pequeña maleta negra que contenía su maquillaje y se acomodó en la silla del tocador ―que Riley había ordenado trasladar de una de las habitaciones más apartadas― para alistarse. Dejaría como última aplicación el labial. Podría utilizarlo después del desayuno.
Había logrado ordenar sobre el tocador lo que utilizaría cuando lo vio en el reflejo del espejo. Tenía los brazos recostados del espaldar mientras la observaba trabajar.
―¿Te has dado cuenta de cuánto has cambiado de la Piper que llegó a Dinamarca meses atrás?
Una sonrisa débil, casi a la fuerza, se le formó a ella como primera respuesta.
―Las circunstancias me hicieron cambiar.
―A pesar de todo lo que has logrado en poco tiempo, ¿te arrepientes? Que ya no puedas asistir a la academia de música.
―No ―tanta fue la seguridad que acompañó a su voz que lo hizo sonreír.
Él asintió.
―Me habría gustado conocer a tu padre ―susurró, teniendo especial cuidado en no herir algún nervio sensible―. Si eres tan parecida a él como dicen, Aleksander debió ser un maravilloso rey.
―Lo fue ―asintió ella―. También fue un buen padre.
―Debe estar orgulloso de ti, al igual que tu madre.
―Es lo que espero.
Acortó la distancia entre ellos al girarse y tomar sus manos, fingiéndose ingenua y sin intenciones. Cuando el espacio que los separaba fue nulo, se levantó para besarlo. Al instante, Riley bordeó su rostro con sus manos, llevando las suyas aún tomadas consigo, para profundizarlo. La punta de su nariz acarició la suya.
Se le despegó un poco tras morderle con cariño el labio superior.
―Ve a desayunar ―la instó―. Vendrás conmigo al hospital porque pienso quitarte el ojo de encima.
―También hay algo para que comas tú. Ven a la cama.
Oh, como deseaba él que aquellas palabras significasen otra cosa. Levantó los hombros un par de veces antes de asentir.
Piper abrió la bandeja y dividió los platos. Para ambos, había un par de tostadas y queso, café y jugo de naranja. Piper optó por acomodarse al borde de la cama mientras que él recostó la espalda del cabezal. El crujido del pan al morderlo ocasionó un curioso eco en la habitación cerrada.
―Después del hospital, iremos a la mansión Yorkesten ―le informó él.
Tomó una servilleta y se limpió las migajas de pan de la boca. Se echó a ella un par de quesos antes de tomar un largo trago del café con crema.
―Mi padre dijo algo sobre la mucama que lo encontró ―le explicó―. Quería que hablara con ella. Puede que haya visto algo durante el robo, si es que podemos seguir catalogándolo como tal si tomamos en cuenta que no se llevaron algo. Pienso que es posible que viera o escuchara algo que nos ayude a identificar al atacante.
Piper frunció el ceño.
―¿Cómo supo tu padre que lo encontró una mucama? ¿No había dicho mi tía que él estaba inconsciente?
―Pudo habérselo dicho la policía.
Los ojos grises de ella se iluminaron por el usual brillo quisquilloso.
―¿Logró la policía hablar con él a pesar del impedimento del médico?
―No ―sentenció él al recordarlo―. El detective dijo que pasaría hoy en la tarde para intentar tomar la declaración de mi padre.
―Riley, ¿y si esa mucama, la que encontró a tu padre, dejó entrar al ladrón? ―el semblante de Riley palideció, por lo que procedió de inmediato a explicarse―. Me refiero a que si tu padre estaba inconsciente cuando ella lo encontró, ¿cómo supo que fue ella quien lo hizo? Nadie salvo por el médico logró hablar con él. Por como se han dado las cosas, fuiste el primero al que le dijo palabra alguna. Ni siquiera la policía ha conseguido el permiso del médico para interrogarlo. Tal vez tu padre descubrió que esa mucama dejó entrar al ladrón y por ello resultó tan mal herido, para evitar que la descubriera. Quizá el robo tuvo que ver con las cartas, pero tu padre tenía algo igual de valioso.
―La investigación de Danforth ―recordó él.
―Tal vez ambos crímenes si estén relacionados, así que algo podría haber en sus papeles que no quiere el asesino que se encuentre. De ser así, la investigación corren tanto peligro como las cartas.
Riley se levantó de la cama de un salto, llevando de vuelta a la bandeja el último pedazo de pan que yacía en su mano. Sacudió la camisa y al instante la apuró al sacudir las manos, obligándola a detener la ingesta de su desayuno.
―Ponte un buen abrigo. Tenemos que ir a la mansión Yorkesten de inmediato.
La mansión Yorkesten se tiñó del intermitente rojo y azul de la ambulancia y las patrullas de policía que impedía el acceso a la calle y a la propiedad. Les permitieron pasar al identificarse. Una vez estacionados frente a la propiedad, a Piper le dio un escalofrío al percatarse de la cinta amarilla que bordeaba el sendero hacia el patio trasero.
Bajaron del coche al instante. Riley se encontró a Robert discutiendo con uno de los oficiales que intentaba interrogar a la mujer que el mayordomo abrazaba. Ella, ahogada en llanto y temblando como una hoja al viento, le respondió a su interrogante que «tan solo la encontró allí».
―¿Qué sucede? ―indagó Riley―. ¿Por qué está aquí la policía?
―¿Es usted Lord Darlington? ―preguntó el policía.
―Así es.
―Sus empleados llamaron para informarnos de un cadáver en el patio trasero.
Piper palideció ante aquello y al instante le comenzaron a sudar las manos.
―¿Quién? ―demandó saber Riley.
El policía revisó los documentos que llevaba a la mano.
―Su nombre era Florence Doherty de veintidós años, huérfana. Viajaría a Wales la próxima semana para iniciar sus estudios universitarios. Según los empleados, fue vista por última vez ayer en la mañana después de haber salido a rendir su declaración respecto al robo que sufriera el Duque de Yorkesten, pero nunca llegó. Nadie la vio regresar hasta hace dos horas cuando ―señaló la mujer envuelta por los brazos del mayordomo― la señorita Marissa Valentine la encontró muerta en el jardín.
Riley soltó una maldición mientras buscaba los ojos del mayordomo.
―¿Por qué no me avisaste apenas te enteraste?
―Acaban de informarme sobre lo sucedido, milord. Llegué del hospital hace tan solo veinte minutos. Le estaba cuestionando al oficial por qué no se había comunicado antes.
―¿De qué murió?
El oficial intervino para proveer la respuesta.
―Presenta signos de aparente envenenamiento. Tengo entendido que posee un invernadero con una siembra de acónito en la parte posterior de la mansión.
―Así es, pero el personal tiene prohibido acercarse ¿La pregunta a qué se debe? ¿Cree que murió envenenada por acónito?
―Solo los de forense podrán darle una respuesta concreta. Ahora, si me disculpa, tengo que hablar con sus otros empleados.
Se marchó sin esperar respuesta de su parte. Aguardó en silencio hasta que el hombre estuvo lo suficientemente lejos para interrogar a la mucama.
―¿Qué fue exactamente lo que sucedió?
Marissa habló tan aprisa que no logró entenderle. Le pidió de la forma más calmada que le fue posible que respirara y lo intentase otra vez.
―La última vez que la vi fue ayer pasadas las cinco de la tarde ―comenzó a explicarse―. En la mañana, estuvo muy alterada por lo ocurrido con su padre y se pasó las siguientes horas yendo y viniendo del jardín a la cocina. Poco después de las cinco de la tarde, la vi tomar su bolso y su teléfono. Dijo que tenía que hacer lo correcto. No sé a qué se refería y tampoco me permitió preguntarle porque se fue a prisa. Abandonó la propiedad por la entrada de empleados del ala este.
―¿No es esa la que da al jardín? ―Riley no pudo neutralizar la rabia de su voz―. ¿La que le hemos prohibido al personal utilizar porque da al maldito invernadero de acónito?
La mujer asintió frenéticamente.
―Esta mañana, mientras iniciaba las labores de limpieza, encontré la puerta de empleados entreabierta. La abrí para cerciorarme de que todo estuviese bien ―la voz se le quebró y el rostro se le volvió a cubrir por las lágrimas y la angustia―. La vi a la distancia. Supe que era Florence por la ropa.
Una pregunta se atoraba en su garganta y no estaba seguro de querer conocer la respuesta.
―¿Florence era la mucama que encontró a mi padre?
―Sí, señor.
La respuesta le asestó una palmada de miedo al pecho. Le palpitó la cabeza casi al mismo ritmo que el corazón, ambos tan aplastantes y desconcertantes como la comprensión. Ni siquiera la brisa helada de Inglaterra fue capaz de espantar el miedo atroz que se le sembró en el pecho.
El asesino continuaba en Inglaterra, tal vez allí mismo, observándolos desde la distancia, cubierto por el manto de la confusión, saboreando los frutos de su crimen mientras se regodeaba de su victoria y planeaba su siguiente movimiento.
En aquel momento, un solo posible blanco se le vino a la cabeza.
Piper.
―Hazte cargo mientras regreso ―le ordenó al mayordomo.
Tomó a Piper de la mano y la obligó a caminar en dirección al auto. La mañana olía a lluvia y a tierra mojada. La brisa comenzó a penetrarle los huesos a pesar del grueso abrigo que había tomado de la maleta. Ni siquiera el contacto con su piel parecía proporcionarle alivio. No tardo en comprender que el frío no era provocado por el clima.
Era el miedo.
Dentro del auto, Piper se animó a preguntar.
―¿Crees que él lo hizo? ¿Qué la asesinó para evitar que lo delatara?
―Es posible.
La vio palidecer, y percibió el sudor helado que desprendían sus manos. Le envolvió ambas con las suyas.
―Lo lamento, pero no puedo arriesgarte y dejarte aquí con ese monstruo cerca. Voy a llevarte a Dinamarca donde estarás segura.
Evansdød no era más que una vieja casa veraniega al noroeste de Zelandia, en el pueblo de Hadelsør, a media hora de Copenhague. El frondoso bosque la bordeaba en un semicírculo de espesa arboleda, ocultándola de la calle pública que habían dejado atrás a poco más de diez minutos. Piper no tuvo tiempo de observarla. Apenas se había fijado en su estructura de madera cuyos colores rojo, blanco y amarillo se hallaban desgastados por el tiempo. Un camino de grava gris los condujo a la puerta gastada a tal punto que había vuelto a su color marrón natural. A ambos lados del pórtico colgaban dos jardineras vacías.
Riley la apuró al interior de la propiedad, donde encontraron a Margo organizando al personal.
―Por demás está decirles que la ubicación de esta propiedad es confidencial ―le recitó a prisa―. Cualquier divulgación conllevará la anulación inmediata de su contrato y podrá enfrentar cargos por la violación a la cláusula de confidencialidad. Quien no lleve consigo la autorización para acceder a la propiedad, firmada por la reina y aprobada con el sello, no puede ingresar a ella o mantener algún contacto con Su Majestad.
Los empleados se movilizaron en cuanto las indicaciones culminaron. Margo se trasladó al exterior para repasar las estrategias de seguridad.
Riley tomó a Piper del codo y la condujo escaleras arriba. Encontrar su habitación no fue difícil. Los empleados entraban y salían para terminar de amueblarla. Una vez que estuvo listo, pidió que los dejaran a solas.
La habitación era pequeña en comparación con los dormitorios que había utilizado los últimos meses, pero aun así la encontró acogedora. Las paredes estaban pintadas de un amarillo pastel, la cama de madera poseía un espaldar con flores talladas en la parte superior. A ambos lados de la misma había dos pequeñas mesas a juego. Una lámpara sobre cada una descansaba en sus respectivas superficies. A la izquierda, encontró la puerta de madera blanca que daba acceso al baño.
Riley echó una rápida mirada al pasillo para asegurarse de encontrarse a solas. Allí sólo percibió la brisa polvorosa y bofetadas del olor a humedad que rondaba en la propiedad. Cerró la puerta y se apartó de ella.
―¿Dónde guardarás las cartas? ―le preguntó.
Piper se llevó ambas manos al vientre, donde las tenía ocultas entre la ropa.
―No estoy segura.
―Me deja intranquilo saber que las tienes contigo.
―No siento que puedan estar seguras en cualquier otra parte.
―Tampoco puedes ocultarlas entre la ropa por siempre. Tal vez haya una caja fuerte donde guardarlas.
Ella le ofreció un escondite que jamás se hubiese imaginado.
―Llévatelas.
―¿Qué?
Pero la pregunta se perdió en el rápido movimiento de ella para deshacerse del escote del vestido. Se desprendió las cartas del elástico del sujetador y se las extendió de inmediato. Riley no supo si aceptar aquello. Se había convertido en una guardiana fiera de aquellos documentos. Apenas y se separaba de ellos para ducharse.
―Que te las lleves ―le dijo al tiempo que se acomodaba el vestido―. Dinamarca notará mi ausencia y sospechará que algo sucede. Sé que llegará a oídos del asesino, lo que le hará pensar que estoy escondida junto con las cartas. Lo último que sospechará es que las tienes tú.
―¿Has olvidado que atacaron a mi padre por esto? ¿Qué haremos si llegan a ellas a través de mí?
―Sé que no será así ―le tomó ambas manos―. Confío en ti más que en nadie y sé que las mantendrás a salvo.
―¿Estás segura?
―Por completo.
A él se le escapó un suspiro cansado. Aunque el vuelo había sido corto, el estrés y la preocupación lo habían agotado más de lo que hubiese querido.
―Está bien ―le dijo―. Creo saber dónde las puedo ocultar. De momento, antes de marcharme, hay algo muy importante que quiero que tengas.
Riley guardó las cartas dentro de su saco. Después, llevó las manos hasta su espalda y Piper abrió los ojos tanto como le fue posible, al tiempo que retrocedía, cuando le vio el arma.
―Quiero que la mantengas siempre contigo ―le ordenó.
―No usaré un arma ―retrocedió la misma cantidad de pasos que daba él al acercarse―. ¡No me quedaré con ella!
―Tienes qué ―repuso con firmeza―. La amenaza ya no es una simple suposición. Atacó a mi padre y envenenó a la mucama. Si intenta hacerte daño, quiero que tengas las herramientas para defenderte.
―No me gustan las armas.
Le vio el pánico incrementándose en su rostro, dotándola de una palidez cada vez más visible. Comprendía el porqué de su miedo, y en el fondo lo mortificaba ponerla ante aquella situación.
―Si voy a irme, lo haré sabiendo que puedes defenderte.
―Por favor, Riley. No la quiero. No puedo.
Su imposición la hizo temblar, y la primera capa gruesa de lágrimas comenzó a formarse en sus ojos grises. No tuvo el valor de insistirle. Lo último que quería era romperla al obligarla a sostener algo similar que en el pasado le arrebató a sus padres.
―Bien ―le dijo para tranquilizarla―. Duermes del lado izquierdo de la cama, ¿no es así?
Caminó hacia la mesa de noche del lado mencionado en cuanto ella asintió. Abrió el primer compartimiento y guardó allí el arma.
―Sé que no quieres usarla ―le dijo en cuanto notó su disposición a protestar―, pero la tendrás junto a ti en caso de necesitarla.
―Entonces no tendrás con qué defenderte.
―Tengo dos más. Lo que más me importa ahora es que tú estés a salvo.
Piper se frotó el rostro con ambas manos para controlar su infantil deseo por comenzar a gritar.
―Me incomoda esta situación. Agradezco que me quieras poner a salvo, pero me preocupas tú. No quiero que algo te suceda por culpa mía.
―Que algo te dañe es lo único que podría herirme.
Supo que había vuelto a quebrarse cuando se le arrojó a los brazos, que en las últimas semanas se habían convertido en su templo para adorarla. Le dio cuanta seguridad y cariño pudo a través de aquel abrazo. Mientras acariciaba su espalda con movimientos suaves, inhaló la fragancia natural en la piel de su cuello. Tuvo en aquel momento una probada a paraíso.
Se le separó después para dejarle un beso en la frente. Recorrió su barbilla alzada, su nariz perfilada y sus pómulos suaves con el dorso de su dedo índice.
―Tengo que irme ―anunció―. Te llamaré cuando llegue a Inglaterra.
Ella no parecía muy contenta.
―Margo tiene un teléfono para ti ―le explicó―. Mientras volábamos, se instalaron los servicios básicos y la conexión a internet. Si todo sale bien, la separación será tan solo de unos pocos días.
Resignada, le envolvió el cuello con los brazos y tomó posesión de su boca. Le alivió la pronta respuesta de él, que alargó el beso tanto como le fue posible. Fatigado y abatido por la despedida, descansó la frente contra la suya, intentando hacerse de las fuerzas necesarias para marcharse.
―Te prometo que esta vez sí volveré. Pase lo que pase, siempre voy a volver a ti.
Próxima actualización: viernes, 10 de enero
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro