Era una flor desde el día en que nació. Su incolora presencia resaltaba en medio del jardín plagado de tonalidades llamativas. Nadie parecía entender por qué esa desdichada flor hacía nacido sin color alguno. Ella también se lo preguntaba, pero al cabo de un rato se le comunicó que las flores no estaban allí para preguntarse cosas. Su única misión era la de ser contemplada por los visitantes del jardín y, de vez en cuando, acariciada por alguna mano atrevida.

La primer vez en que una mano intentó tocarla la flor se dio cuenta de que tenía espinas. Afiladas protuberancias capaces de herir a quien fuese. Sintió miedo de ante su descubrimiento e intentó ocultar sus espinas para no dañar a nadie. Durante años se erigió como pudo, mientras cientos de manos invadían su cuerpo, se llevaban una porción de sus pétalos y aroma.

La flor incolora sentía envidia de las mariposas, que aparecían con el Sol y se ocultaban con la Luna, que acariciaban el cielo son sus alas hasta perderse en el horizonte. Se sintió profundamente desgraciada por su suerte y desde ese momento no permitió que nadie volviera a acariciarla. Se abalanzó con sus lanzas biológicas sobre cada pequeño invasor, las gotas de sangre se acumularon en sus pétalos. La flor se volvió roja, y seguiría siéndolo hasta que la madre naturaleza le diera un par de alas.