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Capítulo 24: Secretos descubiertos

El rostro de Xanos, muestra la decepción que siente en ese momento; y Pryra sabe que debe cuidar bien de sus palabras para que su explicación sea creíble. Junto al líder rebelde, Zayia contiene el ímpetu de su esposo.

—Jekara Pryra...

—Antes de que me recrimines, Xanos —interrumpe Pryra—. Debes saber lo que sufrí por culpa de ese hombre. Dos años encerrada en una fortaleza. Abandonada. No hace mucho humillada por él en su lecho. Solo fui un juguete de su capricho. Y ningún vestemir, apareció para rescatarme.

Xanos, junto a los más importantes de su grupo, permanecen en silencio y lentamente bajan la cabeza por un momento. Luego se yergue y con la mirada seria, pero solemne mira de nuevo a Pryra, cuyo rostro se ve cual piedra.

—Comprendo su dolor, mi jekara —dice con humildad—. ¿Por eso le ha matado enterrándolo en la roca?

—Por eso le he ajusticiado —corrige Pryra. Luego de una pausa añade con una mirada determinante—. Con mis propias manos.

—Xanos —dice Zayia en tono comprensivo—. No tienes idea de lo que esta pobre muchacha ha pasado en manos del zilér.

Xanos cede a la razón de su esposa y concluye que ha sido justa la acción de la jekara.

—Le ruego su perdón, mi jekara —dice al fin—. Solo le hago notar, que hemos perdido la oportunidad de tratar en ventaja con el imperio.

—No se puede tratar con el imperio de ese modo —replica Pryra—. Los inerios, solo conocen la guerra. Y guerra es lo que tendrán.

Un murmullo alentador se esparce por entre los presentes.

—Con nuevos ataques, les expulsaremos de la isla —incita ella—. Y cuando el territorio del continente sepa que los hemos expulsado de Isla Veste; y que su jekara está con vida, todo el reino de Vestemir se unirá en una sola voz. ¡En una sola mano, para aplastarlos y retomar lo que nos pertenece!

Expresiones de asentimiento corrieron entre los presentes. Xanos ve la determinación en los ojos de la joven jekara y asiente, y grita emocionado de ver que la hija del jekar Killam, es tan fuerte como su padre. El máderal se voltea y sale de la sección dentro de la cueva separada para la jekara, dejando a Pryra y a Zayia en la habitación.

—Bien hecho mi jekara —comenta Zayia comenzando a hacer una reverencia.

Pryra la detiene tomándola de los brazos y fijando sus orbes carmesí en la humilde mujer.

—Necesito saber si puedo confiar en ti —le dice con mucha seriedad.

—Por su puesto mi jekara —responde Zayia con la mirada confusa.

—Espero que me cumplas, porque tengo que confiar en alguien que me pueda ayudar cuando llegue el momento.

—¿El momento de qué mi jekara?

Pryra suspira.

—Primero debo contarte algo —responde con calma.


Simo se enfrasca en una frustrante lucha con una columna. Con su espada lanza barridas a esta con toda su fuerza tratando de librarse de la frustración que le carcome en ese momento.

—Mi madre tiene razón —escucha decir a Milera apoyada de la pared—. Eres como un niño.

Simo encara a la zilera que se le acerca caminando con pasos muy lentos y sus brazos cruzados.

—Estoy seguro que sentirías lo mismo si fuera tu madre —replica Simo, retándola con la mirada.

—Para ser franca, zilér Simo, no sabría qué hacer —responde ella sosteniéndole esa misma mirada—. Por un lado estaría el obedecer a mi jekara y por otro, ayudar a mi madre. Es una decisión difícil.

—Supongo que estoy en el mismo dilema —comenta el zilér—. No puedo hacer otra cosa que esperar por noticias del reino.

—Pero desahogarte con la columna no te calmará. Todo lo contrario. Arruinaste tu espada.

Simo observa el filo de su espada, la que efectivamente tenía partes abolladas.

—El ignos con que está hecha tu espada —le explica Milera—, nunca podrá mellar el mineral sagrado de Soutiam.

Simo suspira.

—No te preocupes —le calma ella—. Podemos forjarte una espada soutiamna.

—¿No te meterás en problemas? Los soutiamnos son muy celosos con su mineral.

—Tengo un plan para que sea inevitable. Sígueme.

Nuevamente el zilér se deja conducir por Milera esta vez caminando a su lado.

Caminaron por varios pasillos del palacio y Simo nota que luego de pasar una entrada, el suelo se torna en una suave pendiente que desciende en espiral. Las mismas luces de la gran cueva donde le llevara días atrás, ahora estaban pegadas a la pared que cada vez se va tornando más y más curvada; y luego de lo que al zilér le pareció un largo descenso, la bajada desemboca en un amplio salón caluroso y húmedo.

Se sorprende al ver largas y espesas columnas de vapor emergiendo de un gran agujero en el centro de aquel lugar y que es lo único que hay.

La zilera se acerca a una soga, que brota de la pared, y tira de esta lo que produce un sonido parecido al de una campana que proviene desde el interior del agujero; y luego de un momento de dentro del hoyo emerge la figura de un hombre con paso pesado, que al parecer subía unas escaleras.

Los ojos de aquel hombre llevan unos gruesos y oscuros lentes ajustados a su rostro. En su nariz y boca, tiene una especie de máscara en forma de gota, sobre la cual tiene una malla; y lo poco que puede verse del rostro está totalmente rojo. El resto de su cuerpo está cubierto por una ropa, con guantes y pesadas botas que parecen estar pegadas a su curiosa vestimenta.

A Simo le pareció un ser de otro mundo deformado y doliente. Lo nota en su andar lento y pausado. Y a través de la máscara, se escucha un siseo profundo; el eco de una dificultosa respiración.

—Maestro forjador —lo saluda Milera con el gesto acostumbrado—. Necesito una espada.

Una voz gruesa y rasposa surge de la boquilla de esa máscara tan profunda como la boca del agujero en el lugar.

—Los arrasí no usan espadas —dijo—. Los arrasí usan lanzas.

—Lo sé, maestro forjador —responde la zilera—. Pero he sido retada por este extranjero y no quiero perder la lanza que me construyó. Pelearemos en iguales condiciones.

El forjador permanece quieto y su rostro casi cubierto por completo, hace imposible deducir lo que piensa. De pronto su cabeza se mueve en dirección de Simo y este asume una postura de reto con la mano en el pomo de su espada.

—¿Qué tan seguro estás de poder vencer a un arrasí? —pregunta el forjador.

—Es... por el orgullo de mi reino. Timuria.

—Me importa poco tu procedencia extranjero —replica el hombre con voz rasposa y profunda —. Perderás.

—Entonces; ¿forjará una espada para mí? —interviene Milera, temiendo que su truco no ha funcionado.

La respiración del maestro forjador es todo lo que se escucha en el salón por unos momentos angustiantes en los que Simo llegó a pensar que habían fracasado.

—Regresa en cinco soles —dijo el hombre al fin.

Se voltea y regresa por donde vino, descendiendo las escaleras en un lento avance; al mismo tiempo en que Milera toma la mano de Simo, y lo conduce fuera de aquel lugar.

—Parece que lo logramos —comenta el zilér una vez están fuera.

—Sabía que apelando a su orgullo por los arrasí, estaría dispuesto.

—Parece que sí —responde Simo fijando su mirada en los ojos dorados de la zilera que sonríe al igual que él—. ¿Qué fue lo que le pasó al maestro? ¿Por qué se ve así?

La sonrisa de Milera desapareció al darse cuenta de que la curiosidad del ziler supera cualquier otra cosa.

—Abajo en el agujero —explica ella—. Hay una salida de lo que llamamos: sangre del lecho. Los forjadores lo usan para hacer armas, manejando el mineral sagrado.

—Entiendo. Los inerios lo llaman Kappa —. Brota del suelo con gran calor y los árboles ignos crecen cerca de estos. Mi padre dice que hay toda una montaña que escupe kappa en Nordente.

—Los forjadores se protegen del calor y el brillo con la ropa que usan.

—Tu reino es fascinante — comenta Simo mientras camina junto a la zilera.

Regresaron por donde habían venido. De pronto, Simo se detiene y Milera le imita, sin comprender bien lo que sucede.

—Zilera Milera —comienza a decir él—. Para mí sería un honor que me acompañe a la cueva principal, y podamos cenar en ese bosque subterráneo.

Los ojos de Milera se enfocaron en Simo y el joven nota el brillo dorado que se refleja en estos como las estrellas en la noche.

—Además de ser como niño —responde ella—, también es atrevido.

—Busco hacer tiempo, mientras espero por noticias de Timuria —dice él con tono desinteresado.

—Ya veo. Así que puedo rechazar su invitación.

Milera cuza sus manos a su espalda y mira distraída para otro lado.

—Está en libertad —replica Simo sonriendo—. Pero; ¿Reamente puede?

Sin dejar que él la vea, Milera aprieta los labios al ver que el zilér no reacciona como esperaba.

—Para mi desgracia debo acompañarle —contesta ella entre dientes—. Son las órdenes de mi madre. Así que estoy obligada.

—Prefiero que lo vea, como una forma de agradecerle la gentileza de obsequiarme una espada hecha con el mineral sagrado.

—Puede que se arrepienta, zilér —replica ella retándolo con la mirada.

—Puede que lo disfrute, Milera —riposta Simo volviendo a caminar.

Arua ses Lonal se encuentra en las mazmorras, pero ella no es prisionera. Está ahí, en medio de las celdas para disfrutar del relajante efecto del xalex. Un hilo de humo brota del incienso hecho la raíz seca. Acerca su rostro al humo y aspira profundo logrando de inmediato un efecto calmante que distorsiona la realidad a su alrededor. Frente a ella, tres hombres son azotados para su diversión.

La mujer escucha los gritos de dolor y sonríe complacida anestesiada por los vapores. En ocasiones suelta una risa divertida y mira a los prisioneros con una vista borrosa, mientras los escucha gritar con cada azote propinado por un soldado de su guardia.

Un grupo de soldados, entran al lugar y de inmediato, detienen al soldado que castiga y socorren a los prisioneros. La mujer no se ha percatado por tener la cabeza inclinada hacia atrás gimiendo con placer de sus sensaciones.

—Dama Aura —dice el gammar a cargo del grupo que ha entrado—. Prepárese para recibir al zilér imperial.

Arua tardó en comprender las palabras del hombre que le hablaba y cuando al fin levanta usu cabeza lo mira como si acabara de despertar. Aún con la vista borrosa, la mujer la mujer nota que hay más personas de los acostumbrado.

—¿Quiénes son ustedes? —pregunta confundida.

—Dama Aura —repite el gammar—. El zilér imperial solicita su presencia.

—Eso no puede ser —replica ella con la voz arrastrada—. El primo Krisam no se encuentra en la isla. Y el primo Jornan... debe estar muerto.

Lanzó una risita como si sintieras cosquillas. El gammar la mira con notable desprecio en sus ojos por el deplorable estado de la mujer.

—Dama Arua...

—¿Cómo te atreves insolente? —estalla Arua molesta—. ¡Soy la jekara Arua!

—¡Solo eres una enferma!

La voz de Jornan resonó en todo el lugar y el temblor en el cuerpo de Arua despeja algo del sopor de la droga en ella. La furiosa mirada de su primo siembra el miedo en su mente y aun así cree poder salir librada.

—¡Grandes los dioses! —exclama levantándose para correr hacia él—. No sabes cuanto he rezado para que... ¡Suéltenme!

Los soldados la apresan obligándola a arrodillarse junto al hombre que flagelaba.

—No quiero que pongas tus sucias manos sobre mí —le espeta Jornan asqueado—. Enciérrenla en la celda más oscura hasta que decida su destino.

—¡No! ¡Jornan! ¡Somos familia!

—Eres una vergüenza para la familia —responde Jornan pateando el envase en el que está el incienso.

Con un gesto del zilér,los soldados comienzan a llevarse a la mujer que grita, suplica misericordia y antesde que desaparecer de su vista, le maldice.


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