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Se siente bien ser yo para variar atte: Diana


Diana:

Era bueno ser yo, no es que no sea bueno ser Artemisa, pero ya iba siendo mi turno de salir.

Los espíritus de la naturaleza se revolvieron nerviosos.

—L-lady Diana...—murmuraban.

—¿Ex-pretor?—dijo Lavinia—. ¿Percy... Percy Jackson?

—Sí...—dijo él mientras me observaba recelosamente.

—¿Algún problema?—pregunté.

—En realidad sí—contestó—. ¿Por qué tanta agresividad? Está bien que técnicamente no nos conocemos, pero...

—Bien te conozco, Perseus Jackson. Pero algo de respeto no te caería mal de vez en cuando.

El frunció el ceño, su característica rebeldía y descaro se hizo presente.

—¿Sí entiendes que en teoría yo estoy al mando aquí? "Castigo divino" ¿te suena?

—Eso no cambia el hecho de que tengas que mostrar respeto hacia una antigua diosa, aun si crees tener alguna clase de privilegio sobre mí solo por ese asunto con mi padre, ex-pretor.

Los espíritus de la naturaleza cambiaban la vista de un lado a otro como si estuvieran viendo alguna clase de partido de tenis.

Percy se irguió en toda su altura inconscientemente, aun si no lo demostré, resultaba imponente.

—¿No puedes volver a ser Artemisa? Definitivamente la prefiero a ella.

Eso... eso me dolió, de verdad. Pero no lo demostré.

"Tranquila", me dije. "Él aún no lo sabe, aún no me conoce como si lo hizo con Artemisa, además, tampoco sabe cómo funciona esto de los cambios de forma grecorromanos. Todo estará bien"

El ímpetu de su mirada se redujo en gran medida. Yo estaba segura de que no había mostrado ningún atisbo de tristeza al escuchar lo que me dijo. Pero ese chico sabía leerme demasiado bien para mi gusto.

—Ejem—Lavinia señaló el ataúd que llevábamos—. ¿Para qué es el ataúd?

Me volví hacia ella.

—Transportamos el cuerpo del pontífice Jason Grace al campamento para enterrarlo como es debido, legionaria. ¿Pueden ayudarnos?

Lavinia se quedó boquiabierta.

—Jason Grace... ¿ha muerto?

Antes de un pudiera contestarle, sonó un lamento de ira y angustia procedente del otro lado de la autopista 24.

—Oye—preguntó uno de los faunos—, ¿esos demonios no suelen cazar en parejas?

Lavinia tragó saliva.

—Sí. Los llevaremos al campamento. Luego hablaremos de—señaló el coche fúnebremente—quien ha muerto y por qué.

Inmediatamente, todos las dríades y los faunos escaparon, solamente el tal Don se quedó y eso fue porque Lavinia lo agarró de la muñeca.

—Oh, no, tú no, Don.

Detrás de sus lentes polarizados multicolores de armazón redondo, Don el fauno tenía una mirada de pánico. Le temblaba la barba de chivo, cosa que me recordó al sátiro Grover Underwood (Por si te lo preguntas, los sátiros y los faunos son en apariencia iguales, pero mientras que los sátiros se desempeñaban en una gran mayoría de artes y oficios de alto riesgo, los faunos servían para... bueno, para nada).

"Cobardes", pensé. Después de ver a las dríades y sátiros en Palm Springs arriesgarse y sacrificarse para apagar el Laberinto en Llamas, ver a estos espíritus huir a la menor señal de riesgo era inaceptable.

—Mira, me encantaría ayudar—dijo Don—. Pero acabo de acordarme de que tenía una cita con el doctor...

—Los faunos no tienen doctores—replicó Lavinia.

—Estacioné el coche en doble fila...

—No tienes coche.

—Tengo que darle de comer al perro...

—¡Don!—le espetó Lavinia—. Me la debes.

—Está bien, está bien—Don se soltó de un tirón y se frotó la muñeca con expresión agraviada—. Óyeme que dijera que Roble Venenoso podía venir a la merienda no quiere decir que te prometiera que vendría.

La cara de Lavinia se tiñó de rojo.

—¡No me refería a eso! Te he cubierto miles de veces. Ahora te toca a ti ayudarme con esto.

Señaló vagamente hacia mí, el coche fúnebre, y el mundo en general. Lavinia parecía ser reciente en el Campamento Júpiter. No se veía cómoda en la armadura de la legión. No paraba de encoger los hombros, doblar las rodillas y jalarse el collar de la Estrella de David que pendía de su cuello largo y esbelto. Sus ojos café claro y su mechón de pelo rosa no hacían más que acentuar mi primera impresión de ella: una cría de jirafa que se había separado de su madre por primera vez e inspeccionaba la sabana como pensando "¿Qué hago aquí?"

—Después de todo—continuó Lavinia—. No me hubiera escabullido de la patrulla para ir a la merienda si aaalguien no me hubiera asegurado que...

—¡Basta!—Don rió con nerviosismo—. ¿No deberíamos llevar a estos chicos al campamento? ¿Que tal en ese coche fúnebre? ¿Todavía funciona?

Retiro lo que dije sobre que los faunos no servían para nada. Don era un experto en cambiar de tema.

Tras un examen más detenido, vi lo deteriorado que estaba el coche fúnebre. Aparte de numerosas abolladuras y arañazos con aroma a eucalipto, la parte delantera se había deformado al atravesar la barrera de contención. Ahora parecía una suerte de acordeón destrozado.

—Podemos cargar el ataúd—propuso Lavinia—. Entre los cuatro.

Otro chillido airado hundió el aire vespertino. Esta vez parecía más cerca; un poco más al norte de la autopista.

—No lo conseguiremos—dije—si tenemos que subir al túnel de Caldecott.

—Hay otro camino—anunció Lavinia—. Una entrada secreta al campamento. Mucho más cerca.

—Eso me gusta—dijo Percy.

—El caso—continuó Lavinia— es que ahora mismo yo debería estar de guardia. Mi turno está a punto de terminar. No sé cuánto tiempo podrá cubrirme mi compañera. Así que, cuando lleguemos al campamento, dejen que yo explique dónde y cómo nos encontramos.

Don se estremeció.

—Si alguien se entera de que Lavinia se saltó otra vez la guardia...

—¿Otra vez?—pregunté.

—Cállate, Don—le espetó ella.

Contendía el pánico de Lavinia. Los castigos de la legión romana podían ser muy severos. A menudo intervenían látigos, cadenas y animales vivos rabiosos. Pero por el otro lado, las reglas eran las reglas. Uno no podía simplemente abandonar su puesto así como así.

—¿Qué clase de legionaria eres?—dije—. ¿Faltas constantemente al código de conducta?

Lavinia gruñó. Recogió la flecha de su manubalista.

—Yo les ayudó, y ustedes me ayudan a mí. Ése es el trato.

Percy habló por mí:

—Trato hecho—se volvió para verme—. Y es una orden, no dirás nada, Diana.

Desgraciado... El de verdad no confiaba en mí.

"Solo necesita tiempo", me dije. "Necesito explicárselo todo. Más tarde, en privado. El no me odia, necesito que no lo haga"

Después de recoger el resto de nuestras cosas del coche fúnebre, Percy y yo agarramos la parte trasera del ataúd de Jason. Lavinia y Don agarraron la delantera. Portamos el féretro trotando torpemente por el litoral.

Lavinia prometió que la entrada secreta estaba justo al otro lado del lago. El problema era precisamente que estaba al otro lado del lago, y eso implicó que, al no poder portar el féretro de Jason por el agua, tuvimos que cargar con él aproximadamente medio kilómetro alrededor de la orilla.

El ataúd me pesaba mucho, pero no mostré signos de cansancio, Percy no se veía para nada en buen estado, cargaba con el ataúd sin quejarse pero poco más. Por la for,a de balancearse al caminar supuse que debía de tener algún tipo de fuerte dolor en el pecho, esperaba que no fueran costillas rotas.

Finalmente, llegamos a la playa de la merienda. Un letrero situado al comienzo del sendero rezaba: LAGO TEMESCAL: NADE BAJO SU PROPIO RUESGO.

Típico de los mortales: te avisan que te puedes ahogar, pero no de los demonios devoradores de carne.

Lavinia nos llevó hasta un pequeño edificio de piedra que tenía baños y un gran vestidor. En el muro trasero exterior, medio oculta detrás de unas zarzas, había una puerta metálica sin nada de particular que Lavinia abrió de una patada. Dentro, un pasadizo de hormigón descendía en pendiente hacia la oscuridad.

—Supongo que los mortales no saben de la existencia de esto—deduje.

Don rió entre dientes.

—No, colega, creen que es un cuarto de generadores o algo por el estilo.

—No me digas "colega", fauno—advertí.

—Lo siento, Lady Diana—murmuró Don de mala gana—. Ejem, ni siquiera la mayoría de los legionarios sabe que existe. Solo los geniales como Lavinia.

—No te vas a librar de ayudarme, Don—dijo ella—. Dejemos el ataúd un momento.

Pronuncie una oración silenciosa de agradecimiento. Me dolían los hombros. Tenía la espalda bajo mucha presión y aún no me recuperaba del choque.

Lavinia sacó un paquete de chicles del bolsillo de sus jeans. Se metió tres a la boca y luego nos ofreció a Percy y a mí.

—No, gracias—decliné.

—Sí, por que no—dijo Percy.

—¡Claro!—exclamó Don.

Lavinia puso el paquete fuera de su alcance.

—Don, sabes que el chicle no te sienta bien. La última vez estuviste días abrazando al escusado.

El fauno hizo una mueca.

—Pero sabe bien.

Lavinia miró el túnel entornando los ojos mientras masticaba frenéticamente el chicle.

—Es demasiado estrecho para llevar el ataúd entre los cuatro. Yo iré adelante. Don, tú y Percy pónganse cada uno a un extremo.

—¿Sólo los dos?—protestó el fauno.

—No te quejes—le dijo Percy—. El la segunda vez que tengo que cargar a un muerto junto a un hombre cabra.

—Y tú... Diana—parecía que le costara procesarlo—. ¿Hay algo que no necesites llevar?—preguntó—. Como... ¿Esa cosa de cartulina que llevas debajo del brazo?

Estaba demasiado cansada como para molestarme demasiado. Me limité a ponerme de lado y proteger la maqueta de Jason con mi cuerpo.

—No. Esto es importante.

—De acuerdo— Lavinia se rascó la ceja, que , como su pelo, estaba teñida de rosa—. Tú quédate atrás. Vigila nuestra retirada. Esta puerta no puede estar cerrada, y eso significa...

Justo en ese momento sonó el grito más fuerte que habíamos oído hasta entonces procedente del otro lado del lago. Era un grito lleno de rabia, como si el demonio hubiera descubierto el polvo y el pañal de buitre de su compañero abatido.

—¡Vamos!—dijo Lavinia.

Empecé a cambiar de impresión sobre nuestra amiga de pelo rosa. Para ser una cría de jirafa asustadiza, tenía verdadera madera de líder.

Descendimos en fila india al pasadizo, con Percy cargando la parte trasera del ataúd y Don con la delantera.

El chicle de Lavinia perfumó el aire viciado, de modo que el túnel olía a algodón de azúcar mohoso.

—¿Qué tan largo es el túnel?—preguntó Percy.

—Unos quinientos metros más o menos.

Percy soltó un gruñido de esfuerzo y siguió avanzando sin detenerse.

—Tenemos que ir más rápido—dije.

—¿Ves algo?—inquirió Don.

—Todavía no—contesté—. Es sólo una sensación.

Sensaciones. Las detestaba.

Nuestras armas eran nuestra única fuente de luz. Los detalles de oro de la manubalista colgada a la espalda de Lavinia emitían un aura fantasmal alrededor de su cabello rosa. El brillo de la espada de Percy, sujetada improvisadamente entre su espalda y du mochila, proyectaba nuestras sombras alargadas en cada una de las paredes, de modo qué parecía que anduviéramos en medio de una multitud espectral. Cada vez que Don miraba por encima del hombro, parecía que sus lentes polarizados multicolores flotaban en la oscuridad como manchas de aceite en el agua.

El sendero se ensanchó y se niveló. Lo interpreté como una buena señal.

—Hay que darnos prisa—dijo Lavinia—. Mi turno ya debe de haber terminado. Mi compañera estará preguntándose donde estoy.

Casi me dieron ganas de reír. Me había olvidado de, que aparte de todos nuestros problemas, debíamos preocuparnos de las escapadas de Lavinia.

—¿Te denunciará tu compañera?

Lavinia miró hacia la oscuridad.

—No, a menos que no le quede más remedio. Es mi centuriona, pero es legal.

—¿Tu centuriona te da permiso para que te escabullas?—dije.

—No exactamente—Lavinia jaló su collar de la Estrella de David—. Sólo se hace la vista gorda. Ella lo entiende.

Don rió entre dientes.

—¿Te refieres a lo de estar enamorada de alguien?

—¡No!—repuso ella—. Tener que hacer guardia cinco horas seguidas... Uf. ¡No puedo hacerlo! Sobre todo después de lo que ha pasado últimamente.

Consideré la forma en que Lavinia jugueteaba con su collar, masticaba desenfrenadamente chicle y andaba sin parar tambaleándose con sus piernas larguiruchas. La mayoría de los semidioses padece un trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Están mentalmente programados para estar en continuo movimiento, saltando de batalla en batalla. Pero estaba claro que Lavinia tenía un alto grado de hiperactividad.

—Cuando dices "lo que ha pasado últimamente..."—apunté, pero entes de que pudiera terminar la frase, la postura de Don de volvió rígida. Le temblaron la nariz y la barba de chivo. Había pasado suficiente tiempo en el Laberinto con Grover Underwood para saber lo que eso significaba..

—¿Qué hueles?—pregunté.

—No estoy seguro...—olfateó—. Está cerca. Y apesta. ¡Escuchen!

Miré en la dirección por la que habíamos venido. Levanté mi arco y aguardé. Detrás de mí. Lavinia se descolgó la manubalista y escudriñó las sombras delante del ataúd.

Finalmente, por encima de los fuentes latidos de mi corazón, oí un tintineo metálico y un eco de pisadas sobre piedra. Alguien corría hacia nosotros.

—Ya vienen—anuncié.

—No. espeta—dijo Lavinia—. ¡Es ella!

Me dio la impresión de que yo y Lavinia hablábamos de dos cosas distintas.

—¿Ella, quién?—preguntó Percy.

—¿Ellos, dónde?—chilló Don.

Lavinia alzó la mano y gritó:

—¡Estoy aquí!

—¡Shhh!—dije, mientras miraba hacia la dirección por donde habíamos venido—. ¿Qué haces, Lavinia?

Entonces una chica entró trotando a nuestro círculo de luz procedente de la dirección del Campamento Júpiter.

Tenía más o menos la edad de Lavinia, catorce o quince años, con la piel morena y ojos color ámbar. El cabello castaño rizado le caía sobre los hombros. Sus grebas y su coraza de legionaria lanzaban destellos por encima de unos jeans y una playera de manga corta morada. Pegada a la coraza tenía una insignia de centurión, y sujeta a un costado llevaba un spatha: una espada de la caballería. Ah, sí... la reconocí de la tripulación del Argo II.

—¡Hazel!—saludó Percy.

Ella paró en seco.

—¿Percy?—sonrió por un momento, luego nos miró a mí, Don y Lavinia.

—Lavinia, ¿qué pasa? ¿Quién es ella?

Saludé a Hazel con la cabeza.

—Senturiona Levesque, me parece que ya me conoce, pero ahora tenemos compañía.

No me refería a ella. Detrás de nosotros, donde terminaba la luz de la espada de Percy, acechaba una figura oscura con la piel de color negro azulado reluciente y los dientes goteando de saliva. Acto seguido, otro demonio idéntico salí de entre las tinieblas de detrás.

Maldita suerte la nuestra. Los eurinomos se iban a beneficiar con una oferta especial: "Mate uno, llévese dos"

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