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Líder de la manada.


Lupa estaba enfadada y hambrienta.

Hablo perfectamente el lenguaje de los lobos, las emociones siempre son lo fácil de interpretar. Lupa, cono todos los de su especie, hablaba con una combinación de miradas, gruñidos, movimientos de orejas, posturas y feromonas. Un idioma bastante elegante a mi parecer.

Lupa temblaba de furia por la muerte de Jason. La cetona de su aliento indicaba que hacía días que no comía. La rabia le daba hambre. El hambre le daba rabia. Y sus temblorosos orificios nasales le decían que yo era el pedazo de carne mortal más cercano y práctico.

Aún así, la seguí al enorme templo de Júpiter. No tenía muchas alternativas.

Alrededor del pabellón al aire libre, unas columnas del tamaño de secuoyas sostenían un techo abovedado bañado en oro. El suelo era un mosaico de inscripciones en latín lleno de colores: profecías, homenajes, serias advertencias de que había que alabar a Júpiter o hacer frente a su rayo. En el centro, detrás de un altar de mármol, se alzaba una inmensa estatua dorada de mi padre: Júpiter Óptimo Máximo, cubierto con una toga de seda morada lo bastante grande para servir de vela de un barco. Tenía un aspecto severo, sabio y paternal, aunque en la vida real sólo era una de esas cosas.

Viéndolo descollar sobre mí con el rayo alzado, tuve que reprimir las ganas de atacar. Sabía que sólo era una estatua, pero no podía evitar pensar en el dolor y daño que ese sujeto había causado solo por capricho y cómo había salido impune a cualquier clase de castigo solo por ser el dichoso rey del Olimpo. Yo no había participado en la rebelión contra el hacía tanto tiempo, pero si que le había gastado algunas bromas de las cuales nunca se me pudo culpar. (Lo siento Mercurio, tuviste que pagar por los platos rotos)

Lupa se quedó ante el altar. La niebla envolvía su pelaje como si fuera mercurio gaseoso.

Es tu hora, me dijo.

—Mi hora—repetí—. ¿De qué, exactamente?

Ella mordisqueó el aire, irritada. De ser Diana. La manada te necesita.

Dominé mi lenguaje corporal para no mostrar irritación.

Lupa era una vieja amiga mía con la que solía ir a cazar de vez en cuando, pero ahora yo era una mortal y debía mostrarle el respeto que merecía más explícitamente que nunca antes. Pero no podía parecer débil en lo absoluto. Tenía que mostrar mi fortaleza sin sobrepasarme, lo que era un problema porque estaba batallando para encontrar mi fortaleza.

—De acuerdo—concedí—. Entiendo a que te refieres. La sibila eritrea dijo que debía mantenerlos unidos en su dolor, me imagino que no se refería solo a las dríades.

A Lupa le rugieron las tripas. Cuanto más hablaba yo, más rico olía.

La manada es débil, comunicó con una mirada hacía la pira funeraria. Muchos han muerto. Cuando el enemigo rodeé este sitio, debes mostrar fuerza. Debes pedir ayuda.

Traté de reprimir otra demostración de irritación. Lupa era una diosa. Ésa era su ciudad, su campamento. Tenía una manada de lobos sobrenaturales a sus órdenes. ¿Por qué no podía ayudar ella?

Pero claro, obviamente ya conocía la respuesta. Los lobos no combatían nunca en primera línea. Sólo atacaban cuando contaban con superioridad numérica. Lupa esperaba que los romanos solucionaran sus problemas. Que fueran autosuficientes o murieran. Ella daría consejos. Ella enseñaría y guiaría y advertiría. Pero no libraría las batallas de ellos. Nuestras batallas.

Eso me hizo preguntarme por qué me decía que pidiera ayuda. ¿Y qué ayuda?

Le expresé mis dudas por medio de mi lenguaje corporal y expresión.

Ella sacudió las orejas. Norte. Explora la tumba. Busca las respuestas. Ése es el primer paso.

Afuera, al pie del templo, la pira funeraria crepitaba y rugía. El humo se alejaba empujado por el viento a través de la rotonda abierta y zarandeaba la estatua de Júpiter. Esperaba que en algún lugar del monte Olimpo la divina nariz de mi padre estuviera sufriendo.

—Tarquinio el Soberbio—dije—. Él es el que ha mandado a los no muertos. Volverá a atacar cuando salga la luna de sangre.

Los orificios nasales de Lupa se movieron en señal de confirmación. Su hedor se te ha pegado. Ten cuidado en su tumba. Los emperadores cometieron la estupidez de invocarlo.

Puse la mano en mi abdomen vendado. Estaba mejorando... ¿no? Me habían untado con suficiente especia lemuriana y virutas de cuerno de unicornio para matar a un mastodonte zombi. Pero no me gustaba la cara de Lupa, ni la idea de que se me hubiera pegado el hedor de alguien, sobre todo el de un rey no muerto.

—Cuando explore la tumba—dije— y salga viva... entonces, ¿qué?

El camino estará más despejado. Para vencer el gran silencio. Entonces pide ayuda. Si no, la manada morirá.

—Vencer el silencio. ¿Te refieres al dios silente? ¿La puerta que tiene que abrir Reyna?

Su respuesta fue una ambivalencia frustrante. Podría haber significado "sí o no" o "más o menos" o "¿por qué eres tan idiota?"

Cerré los ojos. Habían demasiadas ideas a medio formar me daban vueltas en la cabeza. Pensé en los libros sibilinos y las distintas recetas que contenían para protegerse de los desastres. Consideré a qué podía referirse Lupa con el "gran silencio". Y con pedir ayuda.

Abrí los ojos de golpe.

—Ayuda. Ayuda divina. ¿Quieres decir que, si sobrevivo a la tumba y... y venzo a ése lo que sea silente, podría pedir ayuda divina?

Lupa emitió un sonido estruendoso en lo más profundo de su pecho. Por fin lo entiende. Ése será el principio. El primer paso para reincorporarte a tu manada.

Me dio un vuelco el corazón, como si me cayera por una escalera. El mensaje de Lupa parecía demasiado bueno para ser verdad. Podría contactar a los otros dioses del Olimpo, a pesar de que Zeus les hubiera prohibido que me contactaran mientras fuera humana. Incluso podría invocar su ayuda para salvar el Campamento Júpiter. De repente me sentí mejor. El abdomen no me dolía. Experimente una sensación de hormigueo que hacía tanto tiempo que no sentía que casi no reconocí: esperanza.

Cuidado. Lupa me devolvió a la realidad con un gruñido grave. El camino es difícil. Te esperan más sacrificios. Muerte. Sangre.

—No—la miré a los ojos: una peligrosa señal de desafío que me sorprendió tanto como a ella—. No, lo conseguiré. No permitiré que haya más pérdidas. Tiene que haber una forma de lograrlo.

Mantuve el contacto visual algún tiempo más para probar mi punto, luego lo desvié para evitar problemas con la diosa.

Lupa resopló; un ruido despectivo en plan "Gané yo, está claro", pero también detecté aprobación en su gesto. Me di cuenta de que Lupa extrañaba nuestras cacerías en los bosques de la antigua roma con su manada y mis cazadoras. A pesar de todo ella aún me valoraba como una amiga, aunque no podía mostrarlo explícitamente, igual que yo tenía una imagen que mantener frente a su manada.

Reincorpórate al banquete, ordenó. Diles que tienes mi bendición. Sigue mostrándoles tu fortaleza, vieja amiga.

Estudié las antiguas profecías escritas en las losetas del mosaico. Había perdido a amigos a manos del triunvirato. Había sufrido. Pero me di cuenta de que Lupa también había sufrido. Sus hijos romanos habían sido diezmados. Ella cargaba con el dolor de todas sus muertes. Y, sin embargo, tenía que hacerse la fuerte, aunque su manada se enfrentara a una posible extinción. Ella no contaba con un amigo como yo si lo hacía para poder expresar sus preocupaciones y mostrar inseguridad y debilidad sin ser juzgada.

No se podía mentir en el idioma de los lobos. Pero se podía simular. A veces tenías que hacerlo para mantener unida a una manada de luto. ¿Qué es eso que dicen los mortales? Finge hasta que lo consigas. Es una filosofía muy lobuna.

—Gracias—alcé la vista, pero Lupa ya no estaba. Sólo quedaba la niebla plateada que se mezclaba con el humo de la pira de Jason.



Les conté a Reyna, Percy y Frank la versión simple: que había recibido la bendición de la diosa loba. Prometí contarles más al día siguiente, cuando hubiera tenido tiempo para entenderlo. Mientras tanto, confiaba en que entre la legión corriera la voz de que Lupa me había asesorado. Con eso bastaría de momento. Esos semidioses necesitaban todo el consuelo posible.

Mientras la pira ardía, Frank y Hazel permanecieron agarrados de la mano velando a Jason en su último viaje. Yo estaba sentada en una mesa de picnic con Percy. Traté de cenar, pero a pesar del hambre que tenía, la comida me sabía a polvo.

Cuando los últimos rescoldos de la pira se apagaron y los espíritus del viento recogieron los restos del banquete, seguimos a los legionarios al campamento.

En el cuarto de huéspedes de Bombilo, me acosté en el catre y observé las grietas del techo. Me imaginé que eran líneas de letra tatuada en la espalda de un cíclope. Si las miraba fijamente suficiente rato, empezarían a cobrar sentido, o al menos encontraría el índice.

—Tienes que descansar—dijo Percy desde su catre—. Mañana es la sesión del Senado.

—Tú tampoco estás dormido.

—Sí, pero que yo no siga mis consejos no significa que no sean buenos—respondió—. Además, los romanos querrán oír tu plan.

—¿Mi plan?

—Tú sabes cómo funcionan esas reuniones, necesitan que los convenzas de hacer lo que obviamente tienen que hacer. Y luego van a votar y todo.

—Odio la burocracia—murmuré.

Empecé a tener problemas para respirar, sentía que la presión me asfixiaba.

—¿Y si no tengo un plan? ¿Y si todos esperan más de mí de lo que puedo dar? ¿Y si...?

Antes de darme cuenta, Percy ya estaba junto a mi. Me puso una mano en el hombro y me miró a los ojos con esos profundos ojos verdes.

—Tal vez los romanos confían en ti porque eres una antigua diosa. Pero yo confío en ti porque te conozco, y sé de lo que eres capaz. Encontraras una forma para solucionarlo todo, y yo estaré allí para ayudarte, confía en eso.

Me revolví incómoda.

Sentía que todo el universo giraba a toda velocidad y se encogía hasta aplastarme.

—Es demasiado...., yo, sólo no puedo dormir.

Percy se inclinó lentamente sobre mi, me acarició el cabello y susurró suavemente:

—Duerme, Diana. Es una orden directa.

Logré murmurar un "gracias" antes de caer inconsciente.

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