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La ley de murphy es una perra


Salimos del contenedor justo a tiempo para ser bombardeados.

Un cuervo pasó en vuelo rasante junto a Reyna y le arrancó un mechón de pelo de un bocado.

—¡Ay!—gritó ella—. Muy bien, se acabó. Toma esto.

Me metió el bote de cristal entre las manos y preparó su espada.

Un segundo cuervo pasó cerca, y ella lo abatió de una estocada. Contracorriente apareció en la mano de Percy y partió a un tercer pájaro que se deshizo en una nube negra. Eso sólo dejaba treinta o cuarenta alas delta de la Muerte ávidas de sangre revoloteando alrededor de la torre.

La ira se apoderó de mí. Decidí que estaba harta del rencor de los cuervos. Sí, tal vez Apolo los había maldecido y yo no los había ayudado. Y sí, había mucha gente que tenía motivos más que válidos para odiarnos a mí y a mi hermano. Per ¿los cuervos? ¡Ellos estaban prosperando! ¡Se habían vuelto gigantescos! Les encantaba su trabajo de asesinos devoradores de carne. Ya bastaba de culpabilidad.

Guardé el bote de cristal en mi mochila. A continuación invoqué mi arco.

—¡Lárguense o mueran!—le grité a las aves—. ¡Sólo les avisaré una vez!

Los cuervos graznaron burlonamente. Uno se lanzó en picada sobre mí y recibió una flecha entre ojo y ojo. Cayó en espiral soltando una nube embudo de plumas.

Elegí otro blanco y lo abatí. Y un tercero. Y un cuarto.

Los graznidos de los cuervos se convirtieron en gritos de alarma. Ampliaron el círculo, probablemente creyendo que podrían ponerse fuera de mi alcance. Les demostré que se equivocaban. No paré de disparar hasta que hubo diez muertos. Y luego una docena.

Finalmente, los pájaros captaron el mensaje. Lanzando unos cuantos chillidos de despedida—seguramente comentarios impublicables sobre mi linaje—, pusieron fin al ataque y se fueron volando hacia el norte en dirección al condado de Marin.

—Bien hecho—me dijo Percy guardando su espada.

Lo Máximo que conseguí fue asentir con la cabeza y resollar. En mi frente se helaban gotas de sudor. Tenía las piernas como papas fritas reblandecidas. No veía cómo iba a bajar por la escalera, y mucho menos cómo iba a ir corriendo para disfrutar de una divertida noche de invocación de dioses, combate a muerte y posible transformación en zombi.

—Oh, dioses—Reyna miró hacia la dirección en la que se había ido la bandada, examinando distraídamente con los dedos la zona del cuero cabelludo donde el cuervo le había arrancado un mechón de pelo.

—Te volverá a crecer—dije.

—¿Qué? No, no es por mi pelo. ¡Miren!

Señaló hacia el puente Golden Gate.

Deberíamos de haber estado en el contenedor de transporte mucho más de lo que creíamos. El sol estaba bajo el cielo del oeste. La luna llena diurna se había elevado por encima del monte Tamalpais. El calor de la tarde había disipado toda la niebla y nos ofrecía una vista perfecta de la flota blanca—que se deslizaba lentamente más allá del faro de Point Bonita, en la orilla del promontorio de Marin, en dirección al puente. Una vez que lo dejaran atrás, entrarían a la bahía de San Francisco con el viento en popa.

La boca me sabía a polvo de oro.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

Reyna consultó su reloj.

—Los vappae se lo están tomando con calma, pero incluso a la velocidad que van, estarán en posición de disparar al campamento al anochecer. Dentro de dos horas,

En otras circunstancias, podría haberme hecho gracia el uso de la palabra "vappae". Hacía mucho tiempo que no oía a alguien llamar a sus enemigos "vinos insípidos". En el lenguaje moderno, la traducción más apropiada era "rufianes"

—¿Cuánto tardaremos en llegar al campamento?—pregunté.

—¿Con el tráfico de un viernes por la tarde?—Reyna hizo un cálculo—. Un poco más de dos horas.

Percy miró sus brazos, el aura divina de Nejbet ya casi se terminaba de desvanecer.

—Bueno, habrá que darnos prisa—se volvió hacia mí—. Y tú no estás en condiciones de bajar una escalera.

Alcé una ceja.

—¿Exactamente qué planeas?





No fue precisamente el mejor paseo de mi vida, pero pudo haber sido peor.

Percy se rodeó en su avatar de batalla con forma de un gigantesco buitre color uva, nos tomó a Reyna y a mi con cada garra y despegó agitando sus enormes alas.

Mientras descendíamos montaña abajo, por un momento me pregunté si en lugar de ir a la camioneta podríamos volar directamente hacia el campamento. Pero, a juzgar por como parpadeaba el avatar constantemente, decidí que lo mejor sería no arriesgarse.

Llegamos al suelo, y las garras de buitre se abrieron para dejarnos salir a Reyna y a mí, a continuación, Percy descendió lentamente al nivel del suelo mientras se disolvía su avatar.

Reyna asintió con la cabeza admirada.

—Interesante truco.

Me volví hacia él.

—Eso fue una buena idea pero... ¿no se habrá Nejbet enterado de... ya sabes, lo último que necesito ahora es que los dioses egipcios empiecen a esparcir chismes sobre nuestra relación.

Percy negó con la cabeza débilmente.

—No, no le permití a la cabeza de buitre entrar en mi mente, cuando nos acercamos a Harpócrates me reconecté accidentalmente con su poder, como una respuesta natural a la magia ptolomaica, supongo. Ella me habló telepáticamente para ver qué estaba sucediendo y me dio la información que necesitaba. Pero jamás me volví su anfitrión, al menos no otra vez, sólo tomé prestado un poco de su poder y...

Se interrumpió con un bostezo.

—Estoy fuera por un rato, despiértenme cuando lleguemos.

Puso los ojos en blanco y cayó inconsciente. Supuse que no podríamos volver a contar con Percy el Buitre Místico otra vez.

Reyna silbó y sus perros llegaron corriendo rápidamente desde la maleza, luego subieron a la parte trasera del Chevrolet de un salto. Luego pusimos a nuestro Buitre Místico inconsciente en medio del asiento. Yo me desplomé a su lado. Reyna arrancó el motor, y salimos a toda velocidad colina abajo.

Avanzamos muy rápido durante unos noventa segundos. Entonces llegamos al distrito de Castro y nos quedamos atascados en medio del tráfico del viernes que salía hacia la autopista. Seriamente, necesitamos a otro hombre pájaro que nos llevará volando hasta Oakland.

Después de nuestro encuentro con Harpócrates, todo parecía escandalosamente ruidoso: el motor de la Silverado, la plática de los peatones que pasaban, el sonido vibrante de los subwoofers de otros coches. Sostenía contra el pecho la mochila, intentando consolarme con el hecho de que el bote de cristal estuviera intacto. Habíamos conseguido lo que habíamos ido a buscar, aunque me costaba creer que la sibila y Harpócrates se hubieran ido tan abruptamente. Cumpliría lo que me pidieron, le diría a Apolo que lo habían perdonado, fuera por los motivos que hubieran sido, eran más válidos.

¿Cómo se conmemoraba la muerte de el dios del silencio? Un momento de silencio parecía superfluo. ¿Tal vez un momento de griterío?

Pero primero, lo más importante: sobrevivir a la batalla de esa noche. Luego ya pensaría en los gritos.

Reyna debió reparar en mi cara de preocupación.

—Lo hiciste muy bien hace rato—dijo.

—Tal vez debería haber dejado que Apolo bajara a la tierra—dije—. Sé que de alguna manera habría llegado hasta donde estoy ahora, pero—suspiré y señalé al todo sin concentrarme en nada—... los cuervos, la sibila, Harpócrates. Se hubiera enfrentado a sus errores frente a frente, y con suerte hubiera aprendido de ellos.

—Se disculpó contigo, lastimar a tu familia es el error más grande que alguien puede cometer, créeme lo sé, arriesgarse a padecer la ira de Júpiter para ayudarte nos dice qué tal vez sí está aprendiendo la lección, de una forma diferente a la planeada por tu padre, pero lo está haciendo—dijo ella con sinceridad.

Pensé en lo que ella dijo, pensé en la breve grabación que Apolo me había entregado hacía poco, en la emoción y pena en sus palabras.

—Ademas—siguió Reyna—. Si no hubieras bajado aquí, no lo hubieras conocido—señaló a Percy con la cabeza.

—Bueno, realmente ya lo había conocido hacía varios años.

Reyna alzó una ceja.

—¿Y eso como fue exactamente?

—Es una historia bastante larga.

Reyna simplemente señaló el tráfico con una mano.

—Creo que tenemos tiempo, ademas...—se detuvo en seco, observó mi cara con preocupación; probablemente advirtiendo lo lejos que las enredaderas de la infección habían avanzado a través de mis mejillas.—... ademas, te servirá concentrarte en algo más, te necesitamos para la invocación.

A medida que subíamos por la rampa de acceso por la rampa de la Interestatal 80, vislumbré la bahía más allá del contorno del centro. Los yates ya habían pasado por debajo del Golden Gate. Al parecer, cortar las cadenas de Harpócrates y destruir los fasces no había servido para detener a los emperadores en lo más mínimo.

Enfrente de las grandes embarcaciones se extendían las estelas plateadas de los numerosos botes pequeños que se dirigían a la costa del Este de la Bahía. Destacamentos de desembarco, deduje. Y esos botes avanzaban mucho más rápido que nosotros.

Sobre el monte Tamalpais se alzaba la luna llena, que poco a poco se teñía de color rojo brillante.

Mientras tanto, Aurum y Argentum ladraban alegremente en la plataforma de la camioneta. Reyna tamborileaba con los dedos en el volante y murmuraba: "Vamos. Vamos". Percy iba apoyado en mí durmiendo y babeando sobre mi playera.

Nos estábamos acercando poco a poco al puente de la bahía cuando Reyna dijo finalmente:

—Esto no me gusta. Los barcos no deberían haber pasado el Golden Gate.

Por cierto, me interrumpió mientras narraba la historia de como me había encontrado a Percy por primera vez en Westover Hall.

—¿A qué te refieres?—pregunté.

—Abre la guantera, por favor. Dentro de tía haber un pergamino.

Hurgué con cautela entre sus documentos del seguro, unos cuantos paquetes de pañuelos de papel, unas bolsas de galletas para perros...

—¿Esto?—levanté un cilindro flexible de papel vitela.

—Sí. Desenróllalo y mira si funciona.

—¿Quieres decir que es un pergamino para comunicarse?

Ella asintió con la cabeza.

—Lo haría yo misma, pero es peligroso conducir y utilizar un pergamino.

—Bien dicho—desplegué el papel vitela sobre mi regazo.

Su superficie estaba en blanco. No pasó nada.

Me preguntaba si tenía que decir unas palabras mágicas o dar un número de tarjeta de crédito o algo por el estilo. Entonces, encima del pergamino, parpadeó una tenue bola de luz que se transformó lentamente en un Frank Zhang holográfico en miniatura.

—¡Rayos!—al diminuto Frank por poco le dio el patatús—. ¿Diana?

—Hola—dije. Acto seguido me dirigí a Reyna—: Parece que funciona.

—Ya veo—asintió ella—. Frank, ¿puedes oírme?

Frank entrecerró los ojos. Él también parecía vernos muy pequeñas y borrosas.

—¿Es esa...? No me lo puedo... ¿Reyna?

—¡Sí!—exclamó ella—. Estamos volviendo. ¡Ya llegan los barcos!

—Lo sé... El explorador ha informado...—la voz de Frank se interrumpió. Parecía que estuviera en una cueva grande, con legionarios que se movían deprisa detrás de él, cavaban agujeros u transportaban una especie de urnas grandes.

—¿Qué hacen?—preguntó Reyna—. ¿Donde están?

—En Caldecott...—respondió Frank—. Estamos... cosas de defensa.

No estaba segura de si su voz se distorsionaba por las interferencias o si estaba siendo evasión. A juzgar por si expresión, lo habíamos descubierto en un momento delicado.

—¿Saben algo... Michael?—pregunto. (Definitivamente había cambiado de tema)—. Ya debería... a estas alturas.

—¿Qué?—preguntó Reyna—. No, iba a preguntarte si tú te habías enterado de algo. Tenían que detener los yates en el Golden Gate. Como los barcos pasaron...—se le entrecortó la voz.

Podía haber un montón de razones por las que Michael Kahale y su equipo de comandos no hubieran logrado detener los yates de los emperadores. Ninguna era buena, y ninguna modificaba lo que pasaría después. Lo único que se interponía ahora entre el campamento Júpiter y la aniquilación era el orgullo de los emperadores, que los hacía empeñarse en atacar primero por tierra, y un bote de mermelada Smucker's vacío que podía permitirnos solicitar ayuda divina o no.

—¡Aguantes!—solicitó Reyna—. ¡Dile a Ella que prepare todo para el ritual!

—No te... ¿Qué?—la cara de Frank se derritió en una mancha de luz de colores. Su voz sonaba como grava agitándose en una lata—. Yo... Hazel... tengo que...

El pergamino se incendió, que no era lo que yo necesitaba precisa en ese momento.

Apagué a manotazos las cenizas de mis pantalones mientras Percy se despertaba de golpe.

—¿Qué pasó?—inquirió mientras me ayudaba a apagar el fuego.

—¡No sabía que el mensaje se autodestruirá!

—Poca cobertura—aventuró Reyna—. El silencio debe de estar desintegrándose despacio, avanzando poco a poco hacia afuera desde el epicentro de la torre Sutro. Sobrecalentamos el pergamino.

Percy nos miraba a Reyna y a mí sin entender.

—¿Contexto?

—Es posible—contesté a Reyna mientras apagaba a pisotones los últimos pedazos de papel vitela encendidos—. Con suerte, podremos enviar un Mensaje Iris cuando lleguemos al campamento.

—Si llagamos—masculló Reyna—. Con este tráfico... Oh.

Nos señaló una parpadeante señal de transitó situada delante e nosotros: AUTOPISTA 24E CERRADA EN EL TÚNEL DE CALDECOTT POR OBRAS DE MANTENIMIENTO DE EMERGENCIA. BUSQUE RUTAS ALTERNATIVAS.

—¿Mantenimiento de emergencia?—dijo Percy—. ¿Creen sea la Niebla alejando a los mortales?

—Puede ser—Reyna miró con el ceño fruncido las colas de coches que había delante de nosotros—. No me extraña que haya tráfico. ¿Qué hacía Frank en el túnel? No hablamos de ningún....—frunció el ceño, como si se le hubiera ocurrido una idea desagradable—. Tenemos que regresar. Rápido.

—¿Puede alguien explicarme por favor de que están hablando?—volvió a Preguntar Percy.

Rechacé la pregunta con un gesto de la mano, esbocé con los labios en silencio "luego te lo explico"

—Podríamos deshacernos de la camioneta—propuso Reyna. Entonces nos miró y descartó claramente la idea. Ninguno de nosotros estaba en condiciones de correr medio maratón desde la mitad del puente de la bahía hasta al Campamento Júpiter.

Murmuró una grosería en español.

—Tenemos que... ¡Ah!

Un poco más adelante, un camión de mantenimiento avanzaba lentamente, con un trabajador en la plataforma trasera que recogía los conos que habían estado obstruyendo el carril izquierdo por un motivo desconocido. Lo típico. Un viernes a hora pico, con el túnel Caldecott clausurado, lo que más deseabas era cerrar un carril de tránsito del puente más concurrido de la zona. Sin embargo, eso significaba que adelante del camión había un carril vacío que se alargaba hasta donde me alacraneaba la vista y por el cual estaban terminantemente prohibido conducir.

—Sujétense—avisó Reyna. En cuanto rebasamos al camión de mantenimiento, de piso adelante de él virando bruscamente, derribó media docena de conos y aceleró.

El camión le tocó el claxon e hizo señales con las luces. Los galgos de Reyna respondieron ladrando y moviendo la cola como diciendo: "¡Hasta luego!"

Me imaginaba que al final del puente habría unos cuantos vehículos de la Policía de Tránsito de California listos para perseguirnos, pero por el momento dejamos atrás el embotellamiento.

Llegando al lado de Oakland. Todavía no había señales de que nos persiguieran. Reyna se metió a la 580, atravesó una fila de postes de señalización naranja y subió como un cohete por la rampa de acceso a la autopista 24. Pasó educadamente a los tipos con cascos que agitaban sus señales de peligro naranja y nos gritaban cosas.

Habíamos contraído nuestra ruta alternativa. Era la ruta habitual que se suponía que no debíamos tomar.

Miré detrás de nosotros. Ningún policía aún. En el agua, los yates de los emperadores habían dejado atrás Treasure Island y ocupaban posiciones sin prisas, formando un collar de máquinas mortales de lujo valoradas en mil millones de dólares a través de la bahía. No vi rastro de las embarcaciones más pequeñas, lo que quería decir que ya habían de haber llegado a la orilla. Eso no era bueno.

Mirando el lado positivo, estábamos ganando mucho tiempo. Avanzábamos por la autopista totalmente solos; nuestro desgomo estaba solamente a unos kilómetros de distancia.

—Vamos a conseguirlo—dije como una idiota.

Percy se volvió para verme girando el cuello tan rápido que temí que se lo torciera.

—¡Diana! ¡La primera Ley de Supervivencia Semidiós es jamás decir que algo va a salir bien, porque en cuanto lo digas...!

¡CATAPUM!

Unas abolladuras con forma de pie aparecieron por encima de nuestras cabezas en el techo de la camioneta. El vehículo dio un tumbo por el peso añadido. Con los demonios, la sensación de déjà vu era constante.

Aurum y Argentum se pusieron a ladrar como locos.

—¡Eso!—dijo Percy—. ¡Pasa exactamente eso!

—¿De donde salieron?—me quejé—. ¿Se la pasan todo el día merodeando sobre las señales de la autopista, esperando para bajar?

Unas garras perforaron el metal y la tapicería. Sabía lo que pasaría a continuación: el tragaluz.

—¡Percy, toma el volante!—gritó Reyna.

Acto seguido. Soltó el volante y se estiró por detrás del asiento buscando a tientas un arma. Percy se lanzó al lado del conductor y agarró el volante. Y eso activo la segunda Ley de Supervivencia Semidiós: Si ya sea Percy Jackson o Thalia Grace toman control de un vehículo, la cosa acabará mal.

El espacio era demasiado reducido para que Reyna pudiera usar la espada, pero eso no le preocupaba. Tenía dagas. Desenvainó una, miró com el ceño fruncido cómo el techo se deformaba y se rompía por encima de nosotros y murmuró:

—Nadie destruye mi camioneta.

En los siguientes dos segundos pasaron muchas cosas.

El techo se abrió y dejó ver la imagen familiar y desagradable de un eurinomo color mosca, con los ojos blancos saltones, los colmillos goteando de saliva y el taparrabos de plumas de buitre ondeando al viento.

El olor a carne rancio entró a la cabina, y me empezó a dar vueltas la cabeza de las náuseas. Todo el veneno de zombi de mi organismo pareció inflamarse de golpe.

—COMIIIIIII...—gritó el eurinomo.

Sin embargo, su grito de guerra se interrumpió cuando Reyna atacó hacia arriba y le atraviesó el pañal de buitre con la daga.

Un golpe certero y digno de una cazadora, sin duda Reyna se llevaría bien con las chicas. Pero por el otro lado, las cosas no iban a terminar bien para ese auto.

El volante se le resbaló de las manos a Percy al pasar un desnivel de la autopista. Mientras Reyna todavía con la mitad del cuerpo asomado fuera de la cabina, y sus galgos aullando furiosamente, la Chevrolet giró a través de la rampa y atravesó la barrera de contención.

Que suerte la mía. Una vez más, salí volando de una autopista del Este de la Bahía en un coche que no podía volar.

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