El fuego griego es caro
Después de ese agradable momento me fui a dormir esperando tener sueños agradables, preferentemente en los que saliéramos Percy y yo.
En cambio, me vi otra vez con los emperadores.
En mi lista de sitios en los que menos ganas tenía de estar, el yate de Calígula ocupaba uno de los primeros lugares, junto con la tumba de Tarquino y el abismo eterno del Caos.
Cómodo estaba echado en un camastro, con un babero bronceador de aluminio alrededor del cuello que reflejaba el sol de la tarde directamente en su cara. Unos lentes de sol tapaban sus ojos llenos de cicatrices. Llevaba un traje de baño rosa y unos Crocs del mismo color.
Calígula estaba de pie cerca de él ataviado con su uniforme de capitán: chamarra blanca, pantalones oscuros y camisa a rayas perfectamente planchada. Su cruel rostro casi parecía angelical mientras contemplaba asombrado el artefacto que ahora ocupaba toda la cubierta de la popa. El mortero de artillería tenía el tamaño de una alberca sobre el nivel del suelo, con un borde de hierro oscuro de sesenta centímetros de grosor y un diámetro lo bastante ancho como para conducir un coche a través de él. Recogida en el cañón, una enorme esfera verde brillaba como una gigantesca bola para hámsters radiactiva.
Los pandai corrían por la cubierta agitando sus orejones y moviendo sus manos peludas a una velocidad extraordinaria mientras enchufaban cables y lubricaban engranajes en la base del arma. Algunos de los pandai eran tan jóvenes que tenían el pelo de un blanco inmaculado, cosa que me hizo preguntarme qué habría sido del joven pandos Crest que habíamos dejado en Los Ángeles.
—¡Es maravilloso!—Calígula sonreía rodeando el mortero—. ¿Está listo para hacer prácticas de tiro?
—¡Sí, señor!—respondió el pandos Boost—. Aunque cada esfera de fuego griego es muy pero que muy cara, de modo que...
—¡HAZLO!—gritó Calígula.
Boost dio un alarido y se dirigió apresuradamente al tablero de control.
Fuego griego. Odiaba esa sustancia. Viscoso, verde e imposible de apagar, el fuego griego era lisa y llanamente asqueroso. Una taza podía incendiar un edificio entero, y aquella esfera brillante contenía más del que había visto junto en un mismo sitio.
—¿Cómodo?—chilló Calígula—. Puede que te interese prestar atención a esto.
—Estoy muy atento—dijo Cómodo, girando la cara para recibir mejor el sol.
Calígula suspiró.
—Boost, puedes proceder.
Boost gritó instrucciones en su idioma. Sus colegas pandai activaron manivelas y giraron selectores, e hicieron rotar poco a poco el mortero hasta que apuntó al mar. Boost volvió a comprobar las lecturas del tablero de control y a continuación gritó:
—Unus, duo, tres!
El mortero disparó con un potente zumbido. El barco entero se sacudió debido al retroceso. La bola para hámsters gigante subió como un cohete hasta que se convirtió en una canica verde en el cielo y luego cayó en picada hacia el horizonte del oeste. El cielo resplandeció de color verde esmeralda. Un momento más tarde, unos vientos calientes zarandearon el barco con un olor a sal quemada pescado asado. A lo lejos, un géiser de fuego verde se agitaba en el mar hirviente.
—Oooh, qué bonito—Calígula sonrió a Boost—. ¿Y tienes un proyectil para cada barco?
—Sí, señor. Como se me indicó.
—¿Qué alcance tienen?
—Cuando dejemos atrás Treasure Island, podremos utilizar todas las armas contra el Campamento Júpiter, mi señor. No existe defensa mágica que puede detener una descarga tan enorme. ¡Aniquilación total!
—Bien—dijo Calígula—. Es mi favorita.
—Pero, recuerda—dijo Cómodo desde su camastro, sin siquiera voltear para ver la explosión—, primero intentaremos atacar por tierra. ¡A lo mejor son listos y se rinden! Nos interesa tomar la Nueva Roma intacta y capturar con vida a la arpía y al cíclope, si es posible.
—Si, sí—asintió Calígula—. Si es posible.
Pareció que saboreará esas palabras como una bonita mentira.
Sus ojos brillaron con la artificial puesta de sol verde.
—Sea como sea, será divertido.
Me desperté sola, con el sol abrasándome la cara.
Me incorporé, aturdida, desorientada y deshidratada. ¿Por qué aún había luz afuera?
Entonces me percaté, por el ángulo del sol que entraba a la estancia, que debía de ser medio día más o menos. Había vuelto a dormir toda la noche y la mitad del día siguiente. Pero seguía sintiéndome agotada.
Presione suavemente sobre mi abdomen vendado. Me horrorizó descubrir que volvía a dolerme la herida. Las marcas moradas de infección se habían oscurecido. Eso sólo podía significar una cosa: que había llegado el momento de ponerme una playera de manga larga. Pasara lo que pasara durante las próximas veinticuatro horas no pensaba aumentar las preocupaciones de Percy. Resistirá hasta que me desplomara.
Sólo esperaba no morir y dejarlo después de lo que había sucedido apenas el día anterior.
Cuando me cambie de ropa y salí cojeando de la cafetería de Bombilo, casi toda la legión se había reunido en el comedor para, ejem, comer. Como siempre, la sala bullía de actividad. Los semidioses, agrupados por cohortes, se recostaban en sillones alrededor de mesas bajas mientras las aurae pasaban volando por encima con sus platos de comida y jarras de bebida. De las vigas de cedro colgaban banderas de juegos de guerra y estandartes de las distintas cohortes que ondeaban con la brisa continua. Cuando terminaron de comer, los comensales se levantaron con cautela y se marcharon encorvados por el miedo a ser decapitados por un plato volador de encalada. Menos los lares, claro. A ellos les daban igual los manjares que atravesaban volando sus cráneos ectoplásmicos.
Divisé a Frank en la mesa de los oficiales, enfrascado en una conversación con Hazel y el resto de centuriones. No se veía a Reyna por ninguna parte, supuse estaba intentando descansar. Considerando a lo que nos enfrentaríamos al día siguiente, a Frank se le veía extraordinariamente relajado. Mientras platicaba con sus oficiales, incluso sonrió, cosa que pareció tranquilizar a los demás.
Qué fácil sería acabar con su frágil seguridad, pensé, describiendo la flotilla de yates de artillería que había visto en el sueño. Todavía no, decidí. No tenía sentido arruinarles la comida.
—¡Ey, Diana!—gritó Lavinia desde el otro lado de la sala, haciéndome señas con la mano para que me acercara como si fuera la mesera.
Me senté con ella y con Percy en la mesa de la Quinta Cohorte. Un aura depósito una copa de agua en mi mano y acto seguido una jarra entera sobre la mesa. Al parecer mi deshidratación saltaba a la vista.
Lavinia se inclinó hacia adelante, con las cejas arqueadas como arcoíris de color rosa y castaño.
—Entonces, ¿es cierto?
Miré a Percy preguntándole con la mirada exactamente que le había dicho, ya temiéndome que podría ser. Él se limitó a negar con la cabeza y hacer un gesto en dirección a Lavinia.
—¿Que es cierto?—pregunté con sospecha.
—Lo de los zapatos.
—¿Zapatos?
Lavinia levantó las manos en el aire.
—¡Los zapatos de baile de Terpsícore! Percy nos estaba contando de lo qué pasó en los yates de Calígula. ¡Dijo que tú y esa tal Piper vieron unos zapatos de Terpsícore!
—Ah—intenté que no se notara demasiado el alivio de que no fuera LA otra cosa.
Había olvidado por completo el detalle de los zapatos, o el hecho de habérselo contado a Percy. Extraño, pero los demás sucesos que habían tenido lugar a bordo de los barcos de Calígula—ser atrapados, ver cómo mataban a Jason delante de nuestros ojos, escapar por un pelo con vida—habían eclipsado mis recuerdos de la colección del emperador.
—Percy—dije—, de todas las cosas que podrías haber decidido contarles, ¿les hablaste de eso?
—Ey, no fue mi idea—respondió—. A Lavinia le gustan los zapatos, al parecer.
—Bueno, ¿qué pensabas que iba a preguntar?—inquirió Lavinia—. Si me dices que el emperador tiene un barco entero lleno de zapatos, claro que voy a preguntar si vieron algunos de baile. Entonces, ¿es cierto, Diana?
—Pues... sí. Vimos un par de...
—Rayos—Lavinia se recostó, cruzada de brazos, y me lanzó una mirada de odio—. Qué fuerte. ¿Y esperas hasta ahora para contármelo? ¿Sabes lo raros que son esos zapatos? ¿Lo importantes...—pareció atragantarse con la indignación—. Rayos.
Alrededor de la mesa, los colegas de Lavinia mostraron una mezcla de reacciones. Algunos pusieron los ojos en blanco, otros sonrieron con satisfacción, otros siguieron comiendo como si nada de lo que Lavinia hiciera pudiera sorprenderlos ya.
Un chico más grande con el cabello castaño enmarañado suspiró con cansancio.
—Lavinia, me imagino que a Diana le han pasado unas cuantas cosas más.
—¡Dioses míos, Thomas!—replicó Lavinia—. ¡Naturalmente no lo entenderías! ¡Nunca te quitas esas botas!
Thomas miró sus botas militares reglamentarias con el entrecejo fruncido.
—¿Qué? Tienen unas buenas plantillas.
—Síii—Lavinia se volvió hacia Percy—. Tenemos que buscar una forma de subir a bordo de ese barco y rescatar esos zapatos.
—¡No! ¿Estás loca?—Percy sacudió la cabeza—. Es demasiado peligroso, al menos por unos zapatos, no otra vez.
—Pero...
—Lavinia—la interrumpí—, no puedes.
Temí por un momento que mi tono autoritario despertara su rebeldía, pero ella debió de advertir la urgencia y miedo disfrazadas en mi tono. Durante los últimos días, le había tomado un extraño cariño a Lavinia. No quería que se lanzara a una masacre, sobre todo después del sueño de los morteros cargados de fuego griego.
Ella empezó a deslizar un dije de la Estrella de David de un lado a otro en su cadena.
—¿Tienes nueva información? Suéltala.
Antes de que pudiera contestar, un plato de comida me cayó en las manos. Las aurae habían decidido que necesitaba dedos de pollo y papas fritas. Montones. Eso o habían oído la palabra "suéltame" y la habían interpretado como una orden.
Un momento más tarde, Hazel y el otro centurión de la Quinta Cohorte se unieron a nosotros: un joven de pelo negro con unas extrañas manchas rojas alrededor de la boca. Ah, sí. Dakota, hijo de Baco.
—¿Qué pasa?—preguntó Dakota.
—Diana tiene noticias—Lavinia me miró con expectación.
Respiré hondo. No estaba segura de si ese era el lugar adecuado para revelar mi sueño. Probablemente antes debía comunicárselo a los pretores. Pero Hazel me hizo una señal con la cabeza como diciendo: "Adelante". Decidí que eso me bastaba.
Les describí lo que había visto: un mortero pesado de IKEA de alta gama, totalmente montado, que disparaba una bola gigante para hámsters de llameante muerte verde que voló por los aires el Océano Pacífico. Les expliqué que, al parecer, los emperadores tenían cincuenta morteros como ése, uno en cada barco, que estarían listos para arrasar el Campamento Júpiter tan pronto como tomaran posiciones en la bahía.
A Dakota se le puso la vara tan roja como la boca.
—Necesito más Kool-Aid.
El hecho de que no le cayera ninguna jarra en la mano me indicó que las aurae no estaban de acuerdo.
Parecía que a Lavinia le hubieran pegado con una de las zapatillas de ballet de su madre. Percy me miró con preocupación y luego a todo el lugar.
Hazel se mordió el labio inferior, concentrada, puede que tratando de extraer información positiva de lo que yo le había dicho. Parecía que le resultaba más difícil que sacar diamantes del suelo.
—Está bien. Miren, chicos, sabíamos que los emperadores estaban reuniendo armas secretas. Por lo menos ahora sabemos que son esas armas. Transmitiré la información a los pretores, pero eso no cambia nada. Esta mañana todos lo hicieron estupendamente en la instrucción—vaciló, y acto seguido, en una muestra de generosidad, decidió no añadir: "Menos Diana, que se pasó la mañana entera durmiendo"—, y esta tarde uno de nuestros juegos de guerra consistirá en abordar barcos enemigos. Podemos prepararnos.
Por las expresiones de los presentes alrededor de la mesa, deduje que la Quinta Cohorte no se quedó más tranquila. Los romanos nunca habían sido famosos por su destreza naval.
Percy sonrió de manera tranquilizadora al grupo, aunque fui capaz de ver la inquietud en sus ojos.
—Bien, ¿les he contado sobre la vez en la que me infiltré e hice volar el barco del mismo Crono que estaba repleto de monstruos?
Eso pareció llamar la atención de los legionarios, esa clase de actividades junto a un hijo de Neptuno podían ponerse interesantes.
Lamentablemente, no pude escuchar la historia porque justo rm ese momento, en la mesa de los oficiales, Frank Zhang se levantó. Jarras y platos voladores se detuvieron en el aire por toda la sala esperando respetuosamente.
—¡Legionarios!—anunció Frank, logrando esbozar una sonrisa de confianza—. Las actividades de relevos se reanudarán en el Campo Marte dentro de veinte minutos. ¡Ejercítense como si su vida dependiera de ello, porque así es!
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