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Diana da una triste noticia. La profecía de Indianápolis se cumple.


Los centinelas de la legión nos vieron de lejos, como se supone que hacen los centinelas de la legión.

Cuando nuestro grupito llegó al portón de entrada, había una multitud reunida. Los semidioses ocupaban cada lado de la calle y observaron en un extraño silencio cómo llevábamos el ataúd de Jason por el campamento. Nadie nos interrogó. Nadie trató de detenernos. El peso de todas aquellas miradas era opresivo.

Hazel nos llevó directo por la vía Praetoria.

Algunos legionarios estaban en los patios de sus barracones: su armadura a medio pulir olvidada temporalmente, sus guitarras dejadas a un lado, sus partidas de cartas sin terminar. Brillantes lares morados, los dioses domésticos de la legión atravesaban paredes o personas con poca consideración por el espacio personal. En lo alto, águilas gigantes volaban en círculos observándonos como a roedores potencialmente sabrosos.

Empecé a darme cuenta de la poca gente que había. El campamento parecía... no desierto, exactamente, pero sólo medio lleno. Unos cuantos héroes jóvenes andaban en muletas. Otros llevaban los brazos enyesados. Tal vez los demás estaban en los barracones, o en la enfermería, o en una marcha que se había alargado. Pero no me gustaban las expresiones de angustia y pesadumbre de los legionarios que nos miraban.

Me acordé de las presuntuosas palabras del eurinomo del lago Temescal: "¡YA HE PROBADO LA SANGRE DE SUS COMPAÑEROS! CUANDO SALGA LA LUNA DE SANGRE, SE UNIRÁN A ELLOS".

Luna de sangre... desde que me había convertido en mortal no había estado muy pendiente del calendario lunar. Pero sí sabía que si la luna de sangre estaba cerca, los eurinomos serían casi invendibles, no perderían la oportunidad para atacar.

Entonces pensé en otra cosa que el demonio había dicho: "¡TODOS SE UNIRÁN A LOS MUERTOS DEL REY!". Pensé en las palabras de la profecía que habíamos recibido en el Laberinto en Llamas, y una inquietante idea empezó a cobrar forma en mi cabeza. Hice todo lo posible por reprimirla. Ya había cubierto mi cuota de terror por el resto del día.

Pasamos por delante de los escaparates de los comerciantes que tenían permiso para trabajar dentro de la muralla de la fortaleza: sólo los servicios más básicos, como una armería, una tienda de suministros para gladiadores, un café y, inexplicablemente, un concesionario de carros. Enfrente del café estaba un mesero con dos cabezas que nos miraba con el ceño fruncido de sus dos caras y su delantal verde manchado de espuma de café con leche.

Finalmente llegamos al cruce principal, donde coincidían dos calles enfrente del principia. En los escalones del reluciente edificio del cuartel general, nos esperaban los pretores de la legión.

Por poco no reconocí a Frank Zhang. La primera vez que lo vi fue durante su travesía en el Argo II, me recordaba a un oso panda, alto e imponente, sí, pero también con cara aniñada y una obsesión con el tiro con arco, era como un niño pequeño en esteroides. Como diosa protectora de los niños, no podía evitar que me diera ternura.

Ahora, el peso de Frank había empezado a corresponderse con su altura. Era un chico robusto y grueso con cachetes de niño que daban ganas de pellizcar, sólo que ahora era más corpulento y más musculoso. Parecía que se hubiera caído de la cama y hubiera venido corriendo a recibirnos, aunque sólo era media tarde. Tenía el pelo de la parte de arriba levantado como una ola. Uno de los dobladillos de sus jeans estaba metido por dentro de un calcetín. Traía la parte superior de un pijamada de seda amarilla decorada con águilas y osos; una prenda que se esmeraba en tapar con su capa portada de pretor.

Un rasgo que no había cambiado era su porte: aquella postura un tanto incómoda, aquel leve gesto perplejo, como si continuamente estuviera pensando: "¿De verdad tengo que estar aquí?"

Supongo que era una sensación comprensible. Frank había ascendido de la fase de probatio al puesto de centurión y luego al de pretor en un tiempo récord. Desde Julio César, ningún oficial romano se había promocionado tan rápido y de forma tan fulgurante. Sin embargo, no habría hecho esa comparación delante de Frank, considerando lo que le había pasado a Julio.

Mi mirada se desvió a la joven que estaba a su lado: la pretora Reyna Ávila Ramírez-Arellano. Le tenía bastante respeto a esa chica después de que lograra matar a Orion en la guerra con Gaia. Era bastante imponente. Su armadura de oro imperial estaba cubierta de una túnica morada. En su pecho centelleaban medallas militares. Su cola de caballo negra le caía por encima del hombro como un látigo, y sus ojos de color obsidiana eran tan penetrantes como los de las águilas que daban vuelta por encima de nosotros. Podía ver claramente el espíritu de una verdadera cazadora en ella.

Las miradas de varios presentes se desviaron hacia Percy, pero no hubo tiempo para reencuentros.

¡PING! La manivela de la manubalista de Lavinia eligió ese momento para girar media vuelta más y desviar la atención de todos a ella.

—Bueno—dijo Lavinia tartamudeando—, estábamos de guardia y de repente vi un coche fúnebre volando por encima de la barrera de contención...

Reyna levantó la mano para pedir silencio.

—Centuriona Levesque—el tono de Reyna era de cautela y cansancio, como si no fuéramos el primer cortejo desastrado que metiera un ataúd al campamento—. Tu informe, por favor.

Hazel miró a los otros portadores. Juntos bajaron el féretro con cuidado.

—Pretores—dijo Hazel—, nos encontramos estos viajeros en la frontera del campamento siendo perseguidos por eurinomos, ya todos conocen a nuestro antiguo pretor Percy Jackson.

—Hey—saludó Percy con la mano—. Cuatro tiempo.

Algunos legionarios se pusieron a murmurar en silencio.

—Ejem. Y ella...—titubeó, como si no pudiera creer lo que estaba a punto de decir—. Ella es Diana.

La multitud murmuró nuevamente con inquietud. Capté fragmentos de sus conversaciones:

"¿Dijo?"

"En realidad no..."

"Está claro que no, colega..."

"¿Se llama como...?"

"Ni en sueños"

—Cálmense—ordenó Frank Zhang, ciñéndose a la túnica morada alrededor de la parte de arriba de la piyama.

Me estudió, buscando tal vez alguna señal de que efectivamente era Diana, la diosa. Parpadeó como si la idea le hubiera hecho cortocircuitó en el cerebro.

—Hazel, ¿puedes... explicar eso?—rogó—. ¿Y, ejem, el ataúd?

Hazel me clavó sus ojos dorados dándome una instrucción silenciosa: "Díselo"

Yo no sabía cómo empezar.

No era una oradora. Tampoco una narradora. ¿Cómo podía explicar los muchos meses de experiencias horribles que habían conducido a que Percy y yo estuviéramos allí, con el cadáver de nuestro heroico amigo?

Aún así me mostré firme ante la multitud y me preparé para dar un reporte de la situación, tal vez no fuera una oradora, pero durante milenios he explicado y dado misiones a mis cazadoras, santo todo el contexto y detalles necesario. Era lo mejor que se me ocurría hacer.

Percy:

Diana se mostró firme frente a todos y se preparó para hablar, mostrando la actitud romana por excelencia. Pero yo podía ver el nerviosismo en su mirada. Aún siendo otra personalidad, conocía esos ojos plateados y estos estaban buscando apoyo moral desesperadamente, aún si no se lo dejaba ver al resto.

Pensé en lo que había pasado en el lago hacia unos minutos.

Me había asustado por esa actitud tan agresiva que había mostrado al principio. Le había dicho inmediatamente que preferiría que volviera Artemis, pero aunque se mantuvo firme, pude notar como le había dolido lo que le dije.

Yo no entendía como funcionaban las personalidades grecorromanas, no sabía que pasaba por su cabeza exactamente ni en qué se diferenciaban Diana y Artemisa, pero si sabía una cosa, por algún motivo le importaba lo que pensara de ella y temía haberla lastimado.

Tendría que disculparme en cuanto tuviera la oportunidad, tal vez aclarar las cosas sobre todo el asunto de sus personalidades.

Diana:

No sabía cómo empezar, miré hacia mi alrededor, no sabía exactamente qué buscaba, pero lo encontré.

Mi mirada se cruzó con la de Percy, quien asintió y me dedico una pequeña sonrisa de aliento.

Un gesto familiar, que ya había recibido muchas veces cuando era Artemisa. Pero después de lo del lago, me alegraba saber que aún podía contar con él, esperaba poder explicarle todo más tarde. Pero ahora tenía una tarea que cumplir.

Hablé sobre mi caída del Olimpo: cómo había aterrizado en Nueva York y había buscado a Percy para pedirle ayuda. Expliqué nuestra estancia en el Campamento Mestizo, donde habíamos descubierto el plan del triunvirato para controlar los oráculos importantes y, de ese modo, el futuro del mundo. Luego hablé sobre cómo habíamos conocido a la pequeña Meg, esa hija de Deméter y sus años de maltrató psicológico en la cada de Nerón, y sobre cómo habíamos expulsado a ese emperador de la Arboleda de Dodona. Después, seguí con la batalla contra Cómodo en la Estación de Paso de Indianápolis y sobre nuestro viaje en el Laberinto en Llamas para liberar a la sibila eritrea.

Y finalmente, detallé la batalla final de Jason Grace en el yate de Calígula, cuando se había sacrificado para que el resto pudiéramos sobrevivir y continuar nuestra misión. Hice un especial énfasis en el sacrificio de mi medio hermano. Expliqué a los romanos sobre el sueño de Jason para la Colina de los Templos, su plan de incorporar santuarios hasta que todos los dioses y diosas, por poco conocidos que fueran, estuvieran debidamente representados.

Levanté la maqueta para mostrársela a los semidioses reunidos y acto seguido la dejé sobre el ataúd de Jason como la bandera de un soldado.

No sé cuánto tiempo estuve explicando lo sucedido. Cuando terminé, el cielo estaba totalmente oscuro. Tenía la garganta caliente y seca como un cartucho usado.

Las águilas gigantes se habían congregado en los tejados de las inmediaciones. Me miraban con un respeto diferente al usual. No solo me respetaban por ser la antigua diosa de los animales. Había algo más.

Las caras de los legionarios estaban surcadas en lágrimas. Miraban al suelo y apretaban los puños con impotencia ante la muerte de su pontífice y ex-pretor.

Pero no era solamente eso, parecía que toda la pena y dolor por las pérdidas por la batalla reciente se habían desencadenado al escuchar lo sucedido con Jason, no era sólo la muerte de uno de ellos, era la de decenas.

En los escalones del principia, los pretores se revolvían azorados en su angustia personal. Reyna respiró larga y entrecortadamente. Cruzó una mirada con Frank, a quien le costaba controlar el temblor de su labio inferior. Los dos lideres parecieron llegar a un acuerdo silencioso.

—Celebraremos un funeral con honores—anunció Reyna.

—Y haremos realidad el sueño de Jason—añadió Frank—. Esos templos y... todo lo que Ja...—se le entrecortó la voz con el nombre de Jason. Tuvo que contar hasta cinco para serenarse—. Todo lo que él imaginó. Lo construiremos todo en un fin de semana.

Advertí que el humor del grupo cambiaba de forma palpitante como un frente meteorológico y que su pena se endurecía y se tornaba en firme determinación.

Algunos asentían con la cabeza y murmuraban afirmativamente. Unos cuantos gritaron: "¡Ave!". El resto del grupo se unió al coro. Las jabalinas golpearon contra los escudos.

Nadie se opuso a la idea de reconstruir la Colina de los Templos en un fin de semana. Semejante tarea hubiera sido imposible para el cuerpo de ingenieros mortales más calificado. Pero hablábamos de la legión romana.

—Diana será invitada del Campamento Júpiter—dijo Reyna—. Le buscaremos un sitio donde quedarse. Percy, aún tienes un lugar en tu cohorte. Lloraremos y honraremos a nuestros muerdos. Después hablaremos de nuestro plan de guerra.

Los legionarios prorrumpieron en vítores y golpearon sus escudos.

Abrí la boca para dar las gracias a Reyna y Frank por su hospitalidad.

Pero había agitado toda la energía que me quedaba. Me ardía la herida del abdomen. La cabeza me daba vueltas sobre el cuello como un carrusel.

Caí de bruces y mordí el polvo.


...

Sobre los nombres de los capítulos, sí voy a elegir de entre los que propongan, pero los elegiré cada viernes para tener más opciones de lo que se junte en la semana.

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