Capítulo veintitrés
Escapar a escondidas de un campamento militar romano no debería haber sido tan fácil.
Una vez que cruzamos un agujero de la valla, recorrimos la trinchera, atravesamos un túnel, dejamos atrás las estacas y nos situamos fuera de la vista de las torres de vigilancia del campamento, Don me explicó con mucho gusto cómo lo había organizado todo.
—Este sitio está diseñado para no dejar entrar a los enemigos, colega. No está pensado para no dejar salir a los legionarios, ni para no dejar entrar a alguno que otro fauno bienintencionado que sólo busca comida caliente. Si conoces el horario de patrullas y estás dispuesto a cambiar continuamente de puntos de entrada, es fácil.
—Me parece increíblemente laborioso para un fauno—observé.
Don sonrió.
—Ey, amiga. Ser un vago es un trabajo duro.
—Nos espera un largo camino—terció Lavinia—. Será mejor que no paremos.
Procuré no quejarme. No tenía prevista otra caminata nocturna con Lavinia, pero debía reconocer que sentía curiosidad. ¿Sobre qué habían estado discutiendo Don y ella antes? ¿Por qué había querido hablar conmigo antes, y adonde nos dirigíamos? Con su mirada turbulenta y el gorro negro sobre el cabello, Lavinia parecía preocupada y decidida; no recordaba tanto a una jirafa desgarbada como a una gacela tensa.
Quería preguntarle qué pasaba, pero su postura dejaba claro que no estaba de humor para conversaciones. Todavía no, al menos. Salimos del valle en silencio y nos internamos en las calles de Berkeley.
Debía de ser más o menos medianoche cuando llegamos a People's Park.
El gastado pasto café estaba cubierto de montones de ropa y pancartas de cartón con lemas pintados a mano como ESPACIO VERDE, ESPACIO NO EDIFICABLE y SALVEMOS AL PARQUE. Varios tocones de árboles habían sido descordados con plantas en macetas y collares de cuentas, como santuarios a los caídos. Los botes de basura rebosaban. Los sintecho dormían en bancas o se entretenían con carritos del súper llenos de sus bienes materiales.
Al otro lado de la plaza, ocupando un estrado elevado, se encontraba uno de los grupos de dríades y de faunos más grande que había visto en mi vida. Me parecía totalmente lógico que los faunos habitaran People's Park. Allí podrían vagabundear, pedir limosna y comer de los botes de basura, y nadie se inmutaba. La presencia de las dríades era más sorprendente. Por lo menos había dos docenas. Algunas, deduje, eran espíritus de los eucaliptos y las secuoyas de la zona, pero la mayoría, cada su palidez, debían de ser dríades de los sufridos arbustos, hierbas y hierbajos del parque.
Los faunos y las dríades estaban sentados en un amplio círculo como si se prepararan para cantar a coro alrededor de una fogata invisible, me dio la impresión de que estaban esperándonos—esperándome— para que empezara la música.
Yo ya estaba bastante nerviosa, no voy a negarlo. Pero mi inquietud aumentó cuando divisé a un demonio entre la multitud.
—Un karpos—murmuré mientras me preparaba para invocar mi arco.
—¡Alto!—me detuvo Lavinia.
El karpos con aspecto de bebé demoniaco enseñó los colmillos y respondió:
—¡Melocotones!
Algo en mi cerebro hizo clic en ese momento. Mientras Percy y yo viajábamos con Meg McCaffrey, hija de Deméter, ella nos había contado que tenía un karpos de los melocotones llamado, ejem, Melocotones, pero que no había podido invocarlo por los climas de Palm Springs. Nunca lo había visto antes, pero era bastante reconocible, un karpos de melocotones no pasa precisamente desapercibido.
Ese demonio de veía bastante castigado. A sus alas de ramas de árbol le faltaban hojas. Si cabello rizado tenía un color café marchito en las puntas, y sus ojos (los de su especie normalmente brillantes como faros) no brillaban muy intensamente que digamos. Debía de haber pasado todo un calvario para seguirnos la pista hasta el norte de California.
—¿Te envió Meg?
—¡Melocotones!
Parpadeé un par de veces para asegurarme de que no estaba soñando todo eso.
—De acuerdo, ¿alguien que me traduzca?
Lavinia me agarró el hombro.
—Melocotones nos informó de lo que vio en el sur de California, pero llegó allí demasiado tarde para poder ayudarles. Por suerte se encontró con esa tal Meg y ella le pidió que viniera aquí a ayudar en lo que pudiera. Se destrozó las alas para llegar aquí lo antes posible. Quiere que le cuentes directamente al grupo lo qué pasó en el sur de California.
Escudriñe la multitud. Los espíritus de la naturaleza parecían asustados, aprensivos y enfadados, pero sobre todo hartos de estar enfadados. Había visto a menudo esa expresión entre las dríades en la civilización humana moderna. Una planta corriente podía aspirar, beber y tener enredada entre sus ramas una cantidad ilimitada de contaminación antes de empezar a perder toda la esperanza.
Ahora Lavinia quería que les dejara la moral por los suelos contándoles qué les había pasado a sus hermanos de Los Ángeles y la destrucción que les esperaba al día siguiente. En otras palabras, quería que me matara una turba de furiosos arbustos.
Pero a pesar de todo, diosa o no diosa, yo era la señora de los animales salvajes y los bosques, tenía que explicar que pasaba y de alguna manera ayudar a la naturaleza.
—De acuerdo, pero no les va a gustar—advertí.
Les hablé sobre los incendios descontrolados y las sequías que habían asolado el sur de California. Hablé sobre los espíritus de los cactus y los sátiros de la Cisterna de Palm Springs, que habían luchado valientemente para dar con el origen de la devastación. También les conté sobre las dríades Pita y Planta del Dinero, que habían resultado heridas heridas de gravedad en el Laberinto en Llamas, y sobre la muerte de Planta del Dinero en brazos de Aloe Vera. Añadí un poco de optimismo al hablarles sobre Meg y el renacimiento de las dríades guerreras melíades: cómo habían destruido el Laberinto en Llamas y habían dado al medio ambiente del sur de California la oportunidad de recuperarse. Pero no podía ocultar los peligros que nos aguardaban. Describí lo que había visto en sueños: los yates que se acercaban con sus morteros de fuego y la infernal devastación que caería sobre toda el Área de la Bahía.
Después de terminar observé atentamente a la multitud. Lágrimas verdes brillaban en los ojos de algunas dríades. Un par de faunos miraban al suelo pensativos. El humor en general era bastante lúgubre.
Melocotones se volvió hacia el grupo y gruñó:
—¡Melocotones!
Esta vez estaba segura de haber entendido lo que quería decir: "¿Lo ven? ¡Se los dije!"
Don gimoteó secándose los ojos con algo que parecía la envoltura usada de un burrito.
—Entonces es cierto. Está ocurriendo. Que el Fauno nos proteja...
Decidí ahorrarme el hecho de que Fauno se había desvanecido hacía un par de años. ¿Como es que los espíritus romanos aún no se enteraban?
—Gracias, Diana—dijo Lavinia.
Como si le hubiera hecho un favor. ¿Por qué, entonces me sentía como si acabara de asestarle a cada uno de esos espíritus de la naturaleza de lleno en la raíz central? Había pasado mucho tiempo preocupándome por el destino de la Nueva Roma y el Campamento Júpiter, los oráculos, mis amigos, Percy, y yo misma. Pero esa vegetación, esos almeces y garranchuelos, merecían vivir tanto como el resto. Ellos también se enfrentaban a la muerte. Estaban aterrados. Si los emperadores disparaban sus armas, no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir. Los mortales vagabundos de People's Park con sus carritos del súper ya,bien arderían, como los legionarios. Sus vidas valían lo mismo.
Era posible que los mortales no entendieran el desastre, lo atribuirían a los incendios descontrolados o a cualquier otra cosa que sus cerebros comprendieran (yo apuesto por una fuga de gas). Pero yo sabia la verdad. Si esa inmensa, extraña y hermosa extensión de la costa de California ardía, sería porque yo no había podido detener a mis enemigos.
—Bueno, chicos—continuó Lavinia, después de hacer una pausa para serenarse—. Ya la escucharon. Los emperadores estarán aquí mañana por la tarde.
—Pero entonces no tenemos tiempo—repuso una dríade de la secuoya—. Si le hacen al Área de la Bahía lo que le hicieron a Los Ángeles...
Percibí cómo el miedo se propagaba por el grupo como un viento frío.
—Pero la legión luchará contra ellos, ¿no?—dijo un fauno, nervioso—. O sea, que podrían ganar.
—Oh, vamos, Reginald—lo reprendió una dríade—. ¿Quieres que nuestra protección dependa de los mortales? ¿Cuándo ha salido bien eso?
Los demás asintieron murmurando.
—Para ser justos—intervino Lavinia—, Frank y Reyna lo están intentando. Van a mandar a un equipo de comando a interceptar los barcos. Michael Kahale y otros semidioses escogidos. Pero yo no soy optimista.
—No sabía nada de eso—dije—. ¿Cómo te enteraste?
Ella arqueó sus cejas rosas como diciendo: "Por favor"
—Y, claro, Diana intentará pedir ayuda divina con un ritual supersecreto, pero...
No hacía falta que dijera el resto. Tampoco era optimista con respecto a eso.
—Entonces, ¿qué harán?—pregunté—. ¿Qué pueden hacer?
No pretendía mostrarme crítica. Simplemente no me imaginaba ninguna opción.
Las expresiones de pánico de los faunos hacían pensar en su estrategia: comprar de inmediato boletos de autobús a Portland, Oregón. Pero eso no les serviría a las dríades. Ellas estaban arraigadas a su tierra natal en sentido literal. Tal vez podían sumirse en un estado de hibernación profunda, como habían hecho las dríades del sur. Pero ¿les permitiría aguantar una tormenta de fuego? Existían varias especies de plantas que germinaban y crecían perfectamente después de que el paisaje hubiera sido asolado por incendios devastadores pero lamentablemente la mayoría de las plantas no poseía esa capacidad.
—Tenemos mucho de que hablar—dijo una de las dríades.
—Melocotones—convino Melocotones. Me miró con un claro mensaje: "Lárgate ya".
Las dríades no confiaban en la capacidad de los mortales para resolver los problemas de los espíritus de la naturaleza. Por lo visto eso me incluía a mí. Había trasmitido mi mensaje. Ahora me he habían.
¿Qué había pasado con la diosa de la naturaleza a la que los espíritus iban por ayuda
Antes fui una fuerza de la naturaleza que era de temer y rezar, ahora, la propia naturaleza me rechazaba.
—Vamos a llevarte de vuelta al campamento—me dijo Lavinia—. Mañana te espera un día importante.
Dejamos a Dom con los demás espíritus de la naturaleza, enfrascados en una conversación de emergencia, y volvimos sobre nuestros pasos por Telegraph Avenue.
Al cabo de unas manzanas, me armé de valor para preguntar:
—¿Qué van a hacer?
Lavinia se agitó como si hubiera olvidado que yo estaba allí.
—Querrás decir "¿Qué vamos a hacer?". Porque yo estoy con ellos.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Me estás asustando, Lavinia. ¿Qué planeas?
—He intentado olvidarlo—murmuró ella. A la luz del alumbrado, unos mechones de pelo rosa se le habían escapado del gorro y parecía que flotaran alrededor de su cabeza como algodón de azúcar—. Después de lo que vimos en la tumba... lo de Bobby y los demás, y después de lo que dijiste que nos pasará mañana...
—Lavinia, por favor...
—No puedo obedecer como un buen soldado. ¿Yo, trabando escudos y marchando a la Muerte con el resto? Eso no será de ayuda para nadie.
—Pero...
—Es menor que no preguntes—su gruñido era casi tan intimidante como el de Melocotones—. Desde luego es mejor que no le digas a nadie nada sobre lo de esta noche. Pero claro, eres la antigua diosa, tienes que reportarlo todo a los pretores...
Ya era suficiente.
Dejé escapar una risa.
—¿Qué?—preguntó Lavinia.
Decidí mostrarme como realmente era, le dediqué una sonrisa amigable.
—Lavinia, no lo entiendes—dije—. Me identifico contigo más de lo que crees, siempre fui un espíritu libre, una fuerza de la naturaleza que sólo seguía sus propias reglas. Y luego, luego llegaron los romanos y me vi obligada a tener que actuar todo el tiempo como... ¡como esto! Sólo la soldado perfecta, se acabó mi libertad. Así que créeme si te digo que comprendo como te sientes, no le he mostrado a nadie más como soy realmente aparte de Percy y de ti.
Lavinia se quedó muy en silencio.
—No sé qué planeas—continué—, y genuinamente me preocupas, pero no voy a intentar detenerte. Ordenarte que te detengas sólo te hará hacer lo que planees con más determinación ¿no es así?, sólo te pido que te cuides, no quisiera perder a otra amiga, :
¿entiendes?
En sus ojos se asomaron las lágrimas.
—Gracias...
Durante el resto del camino de regreso anduvimos en silencio. Sorteamos a los centinelas y fuimos por debajo de la muralla hasta la cafetería, luego nos despedimos silenciosamente y ella se escabulló en la oscuridad.
Lavinia nuca había estado a gusto en la legión, siempre estaba buscando salidas y caminos ocultos. Ahora, simplemente estalló y se fue.
Tenía la terrible sensación de que no volvería a verla, pero también de que no sería precisamente porque tomó el primer autobús a Portland junto con los faunos.
Cuando volví a nuestro cuerpo de huéspedes, Percy estaba dormido aferrándose a su bolígrafo con la mano izquierda y las sábanas enrolladas alrededor de los pies. Era lindo cuando dormía.
Lo arropé lo mejor que pude y deposité un suave beso en su frente. Al día siguiente le contaría lo que acababa de suceder con las dríades. Esta noche lo dejaría dormir.
Me metí a gatas en mi catre, convencida de que daría vueltas en la cama hasta la mañana.
Sin embargo, me dormí enseguida.
Cuando me desperté, el sol de la primera hora de la mañana me daba en a cara. El catre de Percy estaba vacío. Me di cuenta de que había dormido como un tronco: sin sueños ni visiones. Eso no me tranquilizó. Cuando las pesadillas cesan, significa que se avecina otra cosa: algo aún peor.
Me vestí y recogí mis cosas procurando no pensar en lo cansada que estaba ni en lo mucho que me dolía el abdomen. Luego le robé a Bombilo una madalena y un café y salí a buscar a mis amigos. Ese día, de un modo u otro, se decidiría el futuro de la Nueva Roma.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro