Capítulo veintiséis
La seguridad de los mortales no supuso ningún problema.
Allí no había nadie.
Sobre una extensión llana de piedras y malas hierbas, la estación repetidora se hallaba abrigada al pie de la torre Sutro. El edificio café y cuadrado tenía el tejado lleno de grupos de antenas parabólicas como hongos venenosos después después de un las lluvias. El estacionamiento de adelante estaba vacío.
—Esto no huele bien—murmuró Reyna—. ¿No dijo Tarquinio que iban a doblar la seguridad?
—Doblar la manada—le corrigió Percy—. Pero no veo ningún rebaño ni nada por el estilo.
La idea no me agradaba en lo absoluto. A lo largo de los milenios, había visto unos cuantos rebaños de ovejas guardianas. Solían ser venenosas, carnívoras y olían a suéter mohoso.
—¿Alguna idea, Diana?—preguntó Reyna.
Negué con la cabeza.
—No hay ningún rastro animal por aquí—dije—. No sé me ocurre que pueda ser.
—Tal vez nos equivocamos de sitio—propuso Percy.
Reyna se mordió el labio inferior.
—Está claro que aquí pasa algo. Voy a mirar adentro de la estación. Aurum y Argentum pueden hacer una inspección rápida. Si nos encontramos con algún mortal, diré que estaba haciendo senderismo y me perdí. Ustedes esperen aquí. Vigilen mi salida. Si oyen ladridos, es qué hay problemas. Y no se anden comiendo las caras mientras no estoy.
Cruzó el campo trotando, seguida de cerca por Aurum y Argentum, sin siquiera molestarse por la mirada asesina que le mandé.
Estudié la torre que se alzaba por encima de nosotros. En el costado de la columna de apoyo más cercana, una especie de conducto acanalado de acero rodeaba una serie de peldaños y formaba un túnel por el cual se podía subir—si uno estaba lo suficientemente loco— para llegar a la primera serie de vigas transversales, llenas de más antenas parabólicas y de antenas de telefonía móvil. A partir de allí, los peldaños seguían subiendo hasta un manto de niebla que envolvía la mitad superior de la torre. Entre la bruma blanca, una V negra borrosa aparecía y se desvanecía flotando en el aire: alguna especie de ave.
Por un segundo pensé en las estriges que nos habían atacado en el Laberinto en Llamas, pero las estriges sólo cazaban de noche. Esa figura oscura tenía que ser otra cosa, tal vez un halcón que buscaba roedores. La ley de la estadística dictaba que alguna que otra voz tenía que tropezar con una criatura que no quisiera matarme, ¿no?
Sin embargo, la fugaz figura me preocupaba. Me recordó a los muchos encontronazos con la muerte que había vivido con Percy.
—Perce—dije—. Anoche me encontré con varios espíritus de la naturaleza, ¿recuerdas lo que Meg nos decía de Melocotones?
—¿El Karpos? Sí, lo recuerdo.
—Bien, resulta que ha estado siguiéndonos por petición de Meg, pero en este momento está planeando una forma de ayudar a los espíritus de la naturaleza de la zona, por lo del ataque de Calígula y todo eso.
Percy asintió con la cabeza pensativo.
—Lavinia está con ellos, ¿no?—preguntó.
Asentí con la cabeza.
—Los centuriones se dieron cuenta de que esta mañana no estaba cuando pasaron lista—siguió Percy—. Intentan restarle importancia. Es malo para la moral.
—¿Lo sabe Reyna?
—¿Qué Lavinia desapareció? Claro que lo sabe. ¿Adonde fue? No. Yo tampoco, la verdad. No tengo ni idea de lo que ella y Melocotones planean, pero no podemos hacer mucho por ellos. Tenemos algunos otros asuntos en este momento.
Asentí con la cabeza.
Percy sacó de su bolsillo un pequeño y alargado estuche.
—Como esto, espero que te guste. Lo mandé a hacer el día que llegamos a la Nueva Roma.
Abrí el paquete y extraje un largo brazalete de color azul verdoso, lo que más me llamó la atención era el material.
—Escamas de serpiente marina...
Percy asintió con la cabeza.
—Tan resistentes como el bronce, pero extremadamente ligeras.
El artículo era alargado, como para poder utilizarlo para defensa debajo de la ropa, como una armadura oculta. También era bastante agradable a la vista, con un color azul que destelleaba en arcoíris al reflejo de la luz del sol.
Estaba a punto de probármelo, pero al ver los tentáculos de infección que adornaban mi brazo me detuve en seco.
Percy me miró con preocupación.
—Encontraremos la forma de salvarte, pediremos ayuda divina y estarás bien.
Parecía que intentaba convencerse mas a sí mismo que a mí, aún así lo agradecí.
Me probé el brazalete, tal como pensé, ligero, resistente y fácil de ocultar. Era bastante cómodo al tacto.
—Muchas gracias, Perce. Me encanta.
Él se inclinó y me besó rápidamente.
—Sé que Reyna dijo que nos comportábamos, pero me alegra de que te guste.
Negué divertida con la cabeza.
—¿Qué fue lo que les dije?
Nos volvimos para encontrarnos a Reyna saliendo de la estación con expresión de inquietud, mientras sus galgos daban vueltas alegremente de sus piernas como si esperaran que les dieran gomitas.
—Ejem...—empezó Percy.
Reyna lo ignoró.
—Está vacía—anunció—. Parece que todos se fueron con prisas. Yo diría que algo los hizo salir, como por ejemplo una amenaza de bomba.
Fruncí el entrecejo.
—En ese caso, ¿no habría vehículos de emergencias?
—La Niebla—aventuró Percy—. No se que vean los mortales, pero debe ser serio.
Era lo más lógico. La Niebla era una fuerza extraña. A veces manipulaba las mentes de los mortales después de un suceso sobrenatural como una medida para minimizar los daños. Otras veces operaba antes de una catástrofe alejando a los mortales que de otra manera podrían haber acabado suponiendo daños colaterales, como las ondas que avisan de la primera pisada de un dragón en un estanque.
—Bueno—dijo Reyna—, si eso es cierto, significa que no nos hemos equivocado de sitio. Y sólo se me ocurre otra dirección que explorar—su mirada siguió los postes de la Torre Sutro hasta que desaparecían en la niebla—. ¿Quién quiere subir primero?
Percy subió primero para tantear el terreno en caso de enemigos en lo alto, luego fui yo para que si me empezaba a sentir débil, Reyna pudiera sostenerme desde abajo.
Como Aurum y Argentum no podían trepar, se quedaron en tierra vigilando nuestra salida. Si acabábamos muriendo desempeñados, los perros estarían allí para ladrar entusiasmados a nuestros cadáveres. Era un consuelo.
Los peldaños estaban resbaladizos y fríos. Las varillas metálicas del conducto me hacían sentir como si estuviera arrastrándome por un perro de resorte Slinky gigante. Me imaginaba que era algún tipo de medida de seguridad, pero no me tranquilizaba en los más mínimo. Si resbalaba, encontraría cosas más dolores contra las cuales chocar a medida que bajara.
A los pocos minutos se me agitaban las extremidades. Me temblaban los dedos. Parecía que la primera serie de vigas transversales no llegaría nunca. Miré hacia abajo y vi que apenas habíamos sobrepasado los radares del tejado de la estación.
El viento frío me zarandeaba por la jaula y atravesaba mi sudadera. Si los guardias de Tarquinio me encontraban en esa escalera, el arco y el cuchillo no me servirían de nada. Por lo menos un rebaño de ovejas carnívoras asesinas no sabía subir escaleras.
Mientras tanto, en la niebla que se eleva a a gran altura por encima de nosotros, más figuras oscuras volaban en círculos: decididamente eran algún tipo de aves de presa. Me recordé a mi misma que no podían ser estriges. Aún así, una sensación de peligro me roía el estómago.
"¿Y si...?"
"Basta, Diana", me reprendió Artemisa (se estaba volviendo bastante molesta para ese punto). "Lo único que podemos hacer es seguir subiendo"
Me concentré en los peligrosos y resbaladizos peldaños de uno en uno las suelas de mis tenis chirriaban contra el metal.
Finalmente, llegamos a la primera serie de vigas transversales. Un pasillo las recorría de una punta a la otra y nos permitió ponernos de pie y descansar unos minutos. Sólo estábamos unos veinte metros por encima de la estación repetidora, pero parecía mucho más alto. Debajo de nosotros se extendía una cuadrícula interminable de manzanas urbanas, que se arrugaban y torcían cuando la ocasión lo requería, y cuyas calles formaban dibujos que me recordaban al alfabeto tailandés.
En el estacionamiento, Aurum y Argentum nos miraban y movían las colas. Parecía que esperaran que hiciéramos algo.
Escudriñé el triángulo de pasillos con la esperanza de ver algo aparte de cables, fusibles y antenas parabólicas.
—Pues claro que no—mascullé—. Tarquinio no tendría pa amabilidad de poner lo que necesitamos en el nivel más bajo.
—Tampoco veo ninguna puerta—dijo Reyna—. ¿No decía la profecía que yo tengo que abrir una puerta?
—Tal vez sea una metáfora—propuso Percy—. Pero de ser así, ni idea de a qué se refiera. Nada de por aquí nos sirve.
Miré el siguiente nivel de vigas transversales, a otros veinte metros de altura, apenas visible en la panza del cúmulo de niebla.
—Yupi—dije sin emoción—. Hay que seguir subiendo.
Esta vez Reyna fue la primera. No había ninguna jaula que subiera hasta el segundo nivel; solo los peldaños metálicos pelones contra el costado de la viga, como si los constructores hubieran decidido: "Si has llegado hasta aquí, debes estar loco, así que se acabaron las medidas de seguridad". Ahora que el conducto con varillas metálicas había desaparecido, me di cuenta de que me había proporcionado cierto consuelo psicológico. Por lo menos podía fingir que estaba dentro de una estructura segura, no haciendo escalada libre por una torre gigante como una demente.
No entendía por qué Tarquinio pondría algo tan importante como su dios silencioso en lo alto de una torre de telecomunicaciones, ni por qué se había aliado con los emperadores, ni por qué esos pájaros oscuros no paraban de dar vueltas encima de nosotros entre la niebla. ¿No tenían frío? ¿No tenían trabajo?
Aún así estaba segura de que teníamos que escalar aquel trípode monstruoso. Me parecía lo correcto; es decir, que me parecía aterrador y peligroso. Tenía el presentimiento de que pronto lo entendería todo, y cuando ese momento llegara, no me gustaría.
Era como si estuviera a oscuras mirando unas lucecitas aisladas a lo lejos, preguntándome qué podían ser. Cuando descubriera que: "¡Ah, son las luces de un camión que viene disparado hacia mi!", sería demasiado tarde.
Estábamos a mitad de camino de la segunda serie de vigas transversales cuando una sombra furiosa se lanzó desde la niebla y cayó en picada junto a mi hombro. El viento de sus alas por poco me hizo caer de la escalera.
—¡Tranquila!—Percy me agarró por el tobillo izquierdo y me ayudó a recolocarme en la escalera—. ¿Qué fue eso?
Vislumbré al pájaro cuando volvió a desaparecer en la niebla: alas negras y gruesas, pico negro, ojos negros.
—Un cuervo.
—¿Un cuervo?—Reyna me miró frunciendo el ceño—. ¡Ese bicho era enorme!
Cierto, el animal que me había acosado debía de tener una envergadura de por lo menos seis metros, pero entonces sonaron varios graznidos airados procedentes de algún lugar entre la niebla y no me cupo ninguna duda.
—Cuervos, en plural—corregí—. Cuervos gigantes.
Media docena apareció girando en espiral, movie do sus ávidos ojos negros por encima de nosotros como miras láser y evaluando nuestros blandos y sabrosos puntos débiles.
—¿Una manada de cuervos?—Percy frunció el ceño—. No soy un gran experto ni nada por el estilo, pero ¿que no se decía parvada?
—O bandada, sí—convine—. Pero no creo que a los cuervos les importe ese tecnicismo.
Los cuervos graznaron airadamente. Una docena más salió de la niebla y empezó a dar vueltas a nuestro alrededor.
—Tenemos que retirarnos—dije.
—La segunda plataforma está más secta—apuntó Reyna—. ¡Sigan subiendo!
Fue en ese momento en que los cuervos decidieron que sería buena idea atacar.
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