Capítulo treinta y nueve
Si alguna vez tienes la oración de ver unicornios militarizados en acción, lo recomiendo totalmente. Son algo sencillamente espectacular.
A medida que nos acercábamos a la ciudad, detecté señales de batalla: columnas de humo, llamas que lamían la parte superior de edificios, gritos, chillidos, explosiones. Ya sabes, lo típico.
Los pegasos me dejaron en la línea del poderío. Resoplaron en un tono que decía "Acuérdate de contarle lo que hicimos a ese hijo de Neptuno" y se fueron galopando. Los pegasos son animales inteligentes.
Miré la Colina de los Templos esperando ver nubarrones, o un halo divino de luz dorada bañando la ladera, o rayos de sol colándose en la noche y calcinando no muertos. No vi nada. Me preguntaba si Ella y Tyson seguían paseándose por el santuario de Apolo, mirando el fuego cada treinta segundos para ver si los fragmentos del frasco de mermelada ya estaban cocinados.
Una vez más, me tocaba a mí ser la caballería. Lo siento, Nueva Roma. Corrí hacia el foro, que es donde vi por primera vez a los unicornios. Desde luego eso no era lo típico.
El propio Percy dirigía la carga, pero no iba montado en un unicornio. Nadie que aprecie su vida (o su entrepierna) se atrevería a montar en uno. Pero corría junto a ellos, apoyando las violentas ideas que estos le sugerían al galope. Los animales iban equipados con kevlar y tenían sus nombres impresos en letras mayúsculas blancas sobre las costillas: MAGDALENA, COMPI, GUÁNDULO, SHIRLEY y HORACIO, los Cinco Unicornios del Apocalipsis. Sus cascos de cuero le recordaban a los que usaban los jugadores de fútbol americano en los años veinte. Los cuernos de los corceles estaban dotados de—¿cómo llamarlos?—¿accesorios especialmente diseñados? Imagina, si puedes, unas enormes navajas suizas cónicas, con varias ranuras de las que salía una práctica colección de instrumentos destructivos.
Percy y sus amigos equinos embistieron contra un montón de vrykolakai: antiguos legionarios que habían muerto en el anterior ataque de Tarquinio, a juzgar por sus mugrientas piezas de armadura. A un miembro del Campamento Júpiter le hubiera costado atacar a sus excompañeros, a Percy tampoco parecía hacerle gracia en lo más mínimo, pero los unicornios no tenían esos reparos.
Mientras que el semidiós se concentraba únicamente en los vrykolakai que no parecían ser antiguos legionarios, cortando, picando y rebanando sin parar. Los unicornios activaban sus accesorios con movimientos del hocico: una hija de espada, una navaja gigante, un sacacorchos, un tenedor y una lima de uñas (por algún motivo). Se abrían camino a través de los no muertos pinchándolos, sacándoles corchos, apuñalándolos y limándoles las uñas hasta fulminarlos.
Y valla que esos unicornios se lo estaban pasando en grande, Percy no mentía cuando dijo que los equinos tenían imaginaciones muy violentas. Se sentían alegres de que por fin alguien que los entendiera (de manera literal, Percy directamente tuvo que hablar con ellos) y les permitiera hacer lo que querían desde quien sabe cuanto tiempo.
—¡D!—Percy sonrió al verme, pero entonces se fijó en mi con más atención y su sonrisa se desvaneció mientras retrocedía lentamente—. ¿Tú...?
—Sigo humana—le aseguré—. Es sangre de Cómodo, lo convertí en Jakalope.
Se le escapó una risa a Percy.
—Es bueno saberlo, ¿qué sucedió?
—Vencimos a los emperadores y sus tropas, pero...—se me quebró la voz.
Percy me conocía perfectamente. Se acercó a mí y me dio un rápido pero reconfortante abrazo.
—Ya lloraremos después, cuando hallamos partido a Tarquinio en mil pedazos y lo hayamos arrojado al agujero más profundo del Tártaro—respiró profundamente—. Por ahora, tenemos que encontrar a Hazel, esta en alguna parte en el centro. Y Tarquinio también.
Sólo con oír su nombre, se me revolvía el esto,algo. ¿Por qué no nací como un unicornio? Sus vidas eran más sencillas.
Corrimos con nuestra manada de unicornios multiusos por las calles estrechas y sinuosas. La batalla se desarrollaba principalmente en focos de combate de casa a casa. Las familias habían protegido sus hogares con barricadas. Las tiendas estaban entabladas. En las ventanas de las plantas superiores acechaban arqueros atentos por sí veían zombis. Bandadas errantes de eurinomos atacaban a cada ser vivo que encontraban.
A pesar de lo horrible de la escena, el ambiente era de una extraña contención. Sí, Tárquinio había inundado la ciudad de no muertos. Cada sumidero y tapa de alcantarilla estaban abiertos. Pero no estaban atacando en masa, peinando sistemáticamente la ciudad para hacerse con el control. En lugar de eso, pequeños grupos de no muros aparecían a la vez por todas partes y obligaban a los romanos a dispersarse y defender a la ciudadanía. No parecía tanto una inacción como una distracción, como si Tarquinio buscara algo concreto y no quisiera que lo molestaran.
Algo concreto... como una copia de los libros sibilinos por los que había pagado mucho dinero en el año 350 a.C.
El corazón me bombeó más plomo frío.
—La librería. ¡Tarquinio va a la librería!
Percy frunció el entrecejo y sujeto con fuerza su espada.
—Vamos, ¡rápido!
Echó a correr a toda velocidad, con los unicornios detrás. No sé cómo conseguí seguirle el paso. Supongo que a esas alturas mi cuerpo estaba tan para el arrastre que simplemente decía: "¿Lanzarnos a la muerte? Sí, claro. Lo que sea"
Los enfrentamientos se intensificaron conforme atendíamos la colina. Nos cruzamos con parte de la Cuarta Cohorte, que luchaba contra una docena de demonios babeantes delante de la terraza de una cafetería. En las ventanas de arriba, niños pequeños acompañados de sus padres lanzaban objetos a los eurinomos—piedras, cazuelas, sartenes, botellas—mientras los legionarios los pinchaban con sus lanzas por encima de sus escudos trabados.
Unas cuantas manzanas más adelante, encontramos a Término, com su abrigo de la Primera Guerra Mundial acribillado a metralla y su nariz rota arrancada de la cara de mármol. Agachada detrás de su pedestal, estaba una niña—su ayudante, Julia, deduje—que empuñaba un cuchillo de carnicero.
Término se lanzó contra nosotros con tal furia que temí que fuera a convertirnos en montones de formularios de declaración.
—Ah, son ustedes—dijo—. Mis fronteras han fallado. Espero que hayan traído ayuda.
Miré a la niña asustada escondida detrás de él, salvaje, feroz y lista para saltar. Me preguntaba quien protegía a quien.
—Ah... puede.
La vara del viejo dios se había endurecido un poco más, un hecho que no debería haber sido posible en la piedra.
—Entiendo. Bueno. Concentré mis últimos restos de poder aquí, alrededor de Julia. ¡Podrán destruir la Nueva Roma, pero no le harán daño a esta niña!
—¡Ni a esta estatua!—dijo Julia.
Mi corazón se convirtió en mermelada Smucker's.
—Acabaremos con esto—dijo Percy, con un tono de líder que inspiraba la confianza que necesitábamos—. ¿Donde está Hazel?
—¡Por allí!
Término señaló con sus inexistentes brazos. Tomando como referencia su mirada, supuse que se refería a la izquierda. Corrimos en esa dirección hasta que encontramos a otro grupo de legionarios.
—¿Dónde está Hazel?—pregunté.
—¡Por ahí!—gritó Leila—. ¡A unas dos manzanas!
—¡Gracias!—seguimos nuestro camino junto con nuestra guardia de equinos con sus sacacorchos y limas de uñas listos.
Encontramos a Hazel donde Leila había vaticinado: dos manzanas más abajo, en el lugar en que la calle se ensanchaba en una plaza. Ella y Arión estaban rodeados de zombis en medio del parque; los no muertos eran veinte veces más que ellos. El caballo no parecía especialmente alarmado, pero gruñía y relinchaba de frustración, incapaz de emplear su velocidad en un espacio tan reducido. Hazel lanzaba estocadas con su spatha mientras Arión propinaba coces al grupo para que no se acercara.
Sin duda, Hazel habría podido manejar la situación sin ayuda, pero nuestros unicornios no pudieron resistir la oportunidad de cocear a más zombis en el trasero. Entraron en acción cortando en rodajas, abriendo botellas y depilando con pinzas en una impresionante carnicería multiusos.
Percy se lanzó al combate haciendo girar su espada. Yo busqué Armas arrojadizas abandonadas en la calle. Lamentablemente, eran fáciles de encontrar. Recogí un arco y un carcaj y me puse manos a la obra, perforando cráneos de zombis flecha tras flecha.
Cuando Hazel reparó en que éramos nosotros, tío de alivio y escudriñó la zona situada detrás de mí, seguramente buscando a Frank. La miré a los ojos. Me temo que mi expresión le dijo todo lo que no quería oír.
Una serie de emociones se reflejaron en su cara: incredulidad absoluta, desolación y luego rabia. Gritó de ira, los metales de la zona temblaron violentamente, espoleó a Arión y arrasó con todos los zombis que quedaban. Los no muertos no tuvieron ninguna oportunidad.
Una vez que la plaza estuvo segura, Hazel se me acercó a medio galope.
—¿Qué pasó?
—Yo... Frank... los emperadores...
Es todo lo que logré decir. No era una gran narración, pero ella pareció captar lo esencial
Se inclinó hasta que su frente tocó la crin de Arión. Se balanceó y murmuró, agarrándose la muñeca como un jugador de básquetbol que acabará de romperse la mano y tratará de reprimir el dolor. Finalmente se enderezó. Respiró entrecortadamente. Desmontó, abrazó el pescuezo de Arión y le susurró algo al oído.
El caballo asintió con la cabeza. Hazel retrocedió y el animal se fue corriendo; un rayo blanco en dirección oeste, hacia el túnel de Caldecott. Yo quería advertirle a Hazel que allí no había nada que buscar, pero no lo hice. Entendía lo que era le pena, y como cada persona tenía que lidiar con su dolor a su propia forma, y a su propio ritmo.
—¿Do de está Tarquinio?—preguntó. Le que quería decir era: "¿A quién puedo matar para sentirme mejor?".
Yo sabia que la respuesta era: "A nadie". Pero tampoco le discutí. Como una tonta, la guíe a la librería para enfrentarnos al rey de los no muertos.
Dos eurinomos montaban guardia en la entrada, de modo que supuse que Tarquinio ya estaba dentro. Rezaba para que Tyson y Ella siguieran en la Colina de los Templos.
Con un movimiento de mano, Hazel hizo brotar dos piedras preciosas del suelo: ¿rubíes?, ¿ópalos de fuego? Pasaron tan rápido junto a mi que no estaba segura. Impactaron a los demonios entre ojo y ojo y redujeron a cada guardia a un montón de polvo. Los unicornios se quedaron decepcionados: porque no pudieron usar sus utensilios de combate y porque se dieron cuenta de que iban a entrar por una puerta demasiado pequeña para ellos.
—Vallan a buscar otros enemigos—les dijo Percy en tono sombrío—. Diviértanse.
Los Cinco Unicornios del Apocalipsis corcovearon alegremente y se fueron galopando a cumplir sus órdenes.
Irrumpí en la librería, seguida de Hazel y Percy, y me abalancé directamente sobre un grupo de no muertos. Los vrykolakai hurgaban en el pasillo de nuevos lanzamientos; tal vez buscando lo último en obras de ficción sobre zombis. Otros golpeaban contra las estanterías de la sección de historia como si supieran que pertenecían al pasado. Un demonio estaba sentado en cuclillas en un cómodo sillón de lectura, babeando mientras leía detenidamente El libro ilustrado de los buitres. Otro se hallaba agachado en la galería de encima, masticando alegremente una edición encuadernada en piel de Grandes esperanzas.
Tarquinio se hallaba demasiado atareado para reparar en nuestra entrada. Estaba de pie de espaldas a nosotros, en el mostrador de información, gritándole al gato de la librería.
—¡Contéstame animal!—gritaba el rey—. ¿Dónde están los libros?
Aristófanes estaba sentado en el mostrador con una pata levantada lamiéndose tranquilamente sus partes pudendas; un gesto, que yo sepa, considerado de mala educación en presencia de la realeza.
—¡Acabaré contigo!—dijo Tarquinio.
El gato alzó la vista brevemente, siseó y acto seguido retomó su aseo personal.
—¡Déjalo en paz, Tarquinio!—grité, aunque no parecía que el gato necesitara mi ayuda.
El rey se volvió, y enseguida me acordé de porque no debía acércame a él. Me invadió una oleada de náuseas que me postro de rodillas. El veneno me ardía en las venas. Ninguno de los zombis atacó. Me miraban fijamente con sus ojos apagados y sin vida como si esperaran que me pusiera una etiqueta con las palabras HOLA, ANTES ME LLAMABA... y empezará a socializar con ellos.
Tarquinio se había equipado de accesorios para su gran noche de juerga. Traía una capa roja mohosa sobre su armadura corroída. Unos anillos de oro adornaban sus dedos esqueléticos. Su corona circular dorada parecía recién pulida, un detalle que combinaba bien con su cráneo podrido. Volutas de neón morado aceitoso se deslizaban alrededor de sus extremidades, entraban y salían de su caja torácica y rodeaban los huesos de su cuello. Como su cara era un cráneo, no sabía si estaba sonriendo pero cuando habló, pareció alegrarse de verme.
—¡Vaya, qué bien! Mataste a los emperadores, ¿verdad, mi fiel sierva? ¡Habla!
No tenía el mas mínimo deseo de decirle nada, pero una gigantesca mano invisible me estrujó el diafragma y me sacó las palabras a la fuerza.
—Muertos. Están muertos—tuve que morderme la lengua para evitar agregar "mi señor"
—¡Magnífico!—dijo Tarquinio—. Cuántas bonitas muertes esta noche. ¿Y el pretor, Frank...?
—No—Hazel pasó a mi lado dándome un empujón—. Ni se te ocurra decir su nombre, Tarquinio.
—¡Ja! Muerto, entonces. Magnifico—el rey olfateó el aire, y volutas de gas morado entraron por sus esqueléticas rendijas nasales—. La ciudad rezuma terror. Angustia. Muerte. ¡Maravilloso! Diana, ahora eres mía. Percibo que tu corazón está dando sus últimos latidos. Y, Hazel Levesque... me temo que tendrás que morir por derrumbar mi salón del trono encima de mí. Estuvo muy feo. Pero el gran Perseus Jackson... serás sin duda uno de mis guerreros mejor dotados. Me encantará verte liderar a mis tropas sobre tu campamento griego.
Percy soltó un gruñido.
—No te atrevas a...
El rey gruñó en respuesta, y otra oleada de dolor me convirtió la columna vertebral en papilla. Percy me sujeto antes de que me diera de bruces contra la alfombra.
—¡Déjala en paz!—chilló al rey—. No dejaré que me utilices contra mis amigos ¿entendiste?
Tarquinio se alzó imponente frente a nosotros.
—Oh, pero si es lo que más te conviene, así podrás estar con tu amada diosa mascota por la eternidad, después de todo ella ya está casi totalmente conmigo—soltó una roza cruel al vez nuestras expresiones—. Sí, sé lo qué hay entre ustedes dos. Así que díganme ¿dónde están los libros sibilinos?
Volví a notar una opresión en el pecho. Las palabras brotaron de mí:
—Tyson. Cíclope. Profecías tatuadas en su piel. Está en la Colina de los Templos con...
—¡Basta, Diana!—ordenó Percy. Mi boca se cerró firmemente, pero era demasiado tarde. Las palabras ya habían salido.
Tarquinio inclinó el cráneo.
—La silla de la trastienda... Sí. Sí, ya entiendo. ¡Muy ingenioso! Tendré que dejar con vida a esa arpía y ver cómo practica su arte. ¿Profecías grabadas en la carne? ¡Oh, me basta com eso!
—Nunca saldarás de este sitio—gruñó Hazel—. Mis tropas están acabando con tus últimos invasores. Ya sólo quedamos nosotros. Y tú estás apunto de descansar en paz.
Tarquinio rio entre dientes.
—Oh, querida, ¿creías que ésa era la invasión? Esas tropas eran mis escaramuzadores, los encargados de mantenerlos a todos distraídos y confundidos mientras yo venía aquí a llevarme los libros. ¡Ahora que sé dónde están, la ciudad podrá ser saqueada como es debido! El resto de mí ejército debería estar llegando por sus cloacas justo...—chasqueo sus dedos huesudos—. Ahora.
...
Tarquinio vs Aristófanes: top 10 batallas del anime.
Bueno, creo que ya acabé el especial que tengo preparado para Halloween, pero eso depende de si le agrego un lemon o no, cómo realmente no es que halla intentado escribir uno nunca no sé exactamente cómo hacerlo. Así que díganme, ¿me animo a intentarlo o mejor me quedo en mi zona de confort?
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